martes, 29 de junio de 2010

La lámpara


Ahí la veo. La lámpara ha estado muchos años en el mismo sitio. Representa una elegante figura femenina que rodea con sus brazos un globo terráqueo que no es un globo terráqueo sino un cristal redondo donde el globo terráqueo está dibujado. El anticuario que nos la vendió nos contó una buena historia. El material en el que la mujer está fundida procedía de un avión que había participado en la segunda guerra mundial. Vete tú a saber. Ahora el lugar de la lámpara está vacío. La veo en el césped. ¿Cómo ha llegado hasta ahí?

Ayer puse unos benjamines en la nevera. Esta tarde me he tomado uno de ellos al borde de la piscina. Tenía el botellín a medias, me gustan a morro, del gollete, cuando mi mujer me dijo que iba a salir a buscar alguna cosa al coche. Unos papeles o un bañador olvidado, no me enteré bien. Se dejaría atrás la llave, porque tuve que ir a abrirle. Ella me hizo la pregunta.
-¿Adónde vas con la lámpara?
Me miré la mano y allí la tenía. Como si fuera un trofeo. La levanté. Más pesada de lo que parecía. De vuelta a la tumbona la deposité sobre una cama en el césped. Saqué otro benjamín de la nevera. Mi mujer saltó del trampolín y recorrió media piscina buceando. Cerré los ojos y tuve una visión fugaz, abstracta, casi pictórica. Sonó el teléfono y enseguida me lo trajo la chica de servicio.
-Mateo, me dijo una voz femenina, necesito verte.
-¿Con quién hablo?, pregunté.
-Mateo, por Dios, soy yo, me dijo.
-¿Te conozco?
-Mateo, soy tu mujer, me dijo, tenemos que hablar, encontrar una solución.
Era una voz angustiada que quise tranquilizar.
-Creo que te equivocas, le dije mirando al frente. Respondí con la mano al saludo que mi mujer, en bañador, me hacía antes de volver a zambullirse.
-Mateo, te lo suplico.
Me quedé mirando la lámpara tumbada sobre la hierba, la muchacha que abrazaba el mundo.
-Está bien, le dije, pero ya tendrá que ser mañana.
Durante la cena no dejé de mirar a mi mujer, de evocar recuerdos de nuestra vida en común, de hacer preguntas concretas con la excusa de mi malísima memoria.
-¿En qué año nos casamos?
Luego ella se fue a dormir y yo seguí bebiendo al aire libre.

Es una lámpara de mesa preciosa, con una historia detrás, y contemplándola acabo de descubrir que en otras circunstancias la mujer que me está esperando en la cama podría haber sido la desquiciada del teléfono. La levanto, la lámpara, y paso el dedo por el borde del cristal en el que está representado el globo terráqueo. No consigo saber por qué la he cogido de su sitio. Me parece, simplemente, que acaso tenía que ser así.

domingo, 27 de junio de 2010

En el autobús


Puedo ser un hombre simpático (muy, muy simpático), un hombre encantador, que sin abrir siquiera la boca se gane el favor de los demás. Pero también puedo ser huraño. He sido capaz de abordar con éxito a desconocidas en cualquier parte, en parques, en cafeterías, en autobuses urbanos. Conocí a mi mujer en uno de éstos de la línea 12. Me agarré a la barra de seguridad con intención de llegar al asiento que había libre a su lado. Ella iba leyendo. Casi todos los días en los dos últimos años ella había cogido aquel autobús, pero desde hacía muy poco tenía la costumbre de aprovechar el trayecto con un libro. Se sabía el recorrido de memoria. Sin embargo, yo era la primera vez que me montaba en el 12. Resultó ser también una mujer simpática (muy, muy simpática), que se había subido en el autobús cuatro paradas atrás. Tenía destellos de fuego en el pelo, unos labios tiernos como nubes y un pequeño lunar comestible en el cuello. Di dos zancadas y me coloqué allí, a su lado, hola, le dije, muy pocos desconocidos dicen hola en el autobús, hola, me dijo ella sin sacar la vista de la página. Por la ventanilla se veía una panorámica de la ciudad desde arriba. Sus tejados, sus alturas. Más tarde mi mujer me contaría que en aquel punto le gustaba mirar hacia fuera, pues una mañana había descubierto a un chico encaramado a un edificio por cuya vertical se deslizaba como un Spiderman de la limpieza de ventanas.
-¿Está bien? Tiene un título muy interesante, ¿de qué va?
Ella sonrió y me explicó que no se podía resumir.
Al día siguiente volví a encontrarla en el mismo asiento y el contiguo iba libre. Me había dado tiempo de encontrar el libro que ella leía. Se lo mostré mientras le daba los buenos días, no hay mucha gente que haga amigos en el autobús, buenos días, me dijo.
-Espero que no te moleste que lea lo mismo que tú, le dije.
Ella no sabía cómo sentirse, nunca le había pasado nada igual. En los días siguientes siempre conseguí sentarme a su lado antes o después. Por fin una tarde nos encontramos por primera vez fuera del autobús. Nos besamos en las mejillas como dos amigos que hiciera tiempo que no se veían, charlamos de pie en mitad de la calle y de allí fuimos a una cafetería cercana en la que hablamos del libro que ya habíamos acabado de leer. Después de nuestra primera noche juntos le conté que en aquella línea yo no iba a ninguna parte, que sólo tomaba el número 12 para verla a ella.
-¿Pero y la primera vez a dónde ibas?, me preguntó.
-Eso es una cosa que no te puedo decir, le contesté.

miércoles, 23 de junio de 2010

La vagabunda


La fotografía es de Weegee

Antes escribí la historia. ¿Antes de qué? Me puse con la historia después de conocerla. Yo quería conocerla, pero no saber mucho de ella. Estar frente a su frente en mitad de la calle tomando el sol, mirándonos de refilón: el brillo del sol en la piel, respirar cerca del aire que ella respirara. Morder el aire con palabras que contuviesen un virus mortal que la matase. Yo quería contagiarla. Quería contagiarla a ella y matar al resto de los mortales que caminaban por la ciudad. Matarla a ella con la inmortalidad de mi aliento. Escribí la historia antes de pensar en ella. Escribí un argumento blando como un trapo, un argumento que no se tendría en pie en ninguna reunión. No había anécdota. Entre ella y yo lo que debería suceder no tendría ni pies ni cabeza. Algo que no se pudiese contar de pie con una cerveza en la mano, algo de lo que sólo se pudiese hablar con la cabeza dentro del agua. Nos pusimos uno al lado del otro cuando ella todavía no existía para mí, cuando yo aún no había aparecido en su vida. Estuvimos espalda contra espalda escalando por las costillas de la ruina, de mi desastre y de su ruina. Ella dormía en la calle, apareció por la punta de mi calle como una luz que se está gastando, con la idea de dormir en aquella calle. Ya está ella acurrucada contra la pared, envuelta en lo que se envuelva. Ya está ella allí, pero yo todavía estoy escribiendo como si ella no existiese, como si todo lo que existiese estuviese contenido en los márgenes de una lápida. He pasado muchos años fabricando lápidas, aquí nació y en ese año y allí la palmó y en aquel año. Y la vida que llevó cabe en esta mierda, granito, mármol, materia. Comencé a llenar mi cubo de basura con toda esa mierda que no sirve para nada (historias que me contaron para hacerme creer que entre un punto y otro punto había un camino transitable), un pan mordisqueado, allí puesto, encima de la mesa, ¿quién lo ha mordido?, cáscaras de un huevo, restos fríos de la cena, cartas sin abrir, el dedo de un hombre al que le ha sido amputado su dedo para que mi basura tenga sentido, para que tenga sentido la vida de un hombre con el dedo amputado o la vida del hombre que se lo corta porque hay que hacerle comprender que las deudas hay que pagarlas, qué hermosa caja de basura a la que le voy a poner un lazo, se la quiero regalar al hombre que urga todas las noches en la basura en cuanto yo arrojo al contenedor mi basura, camino con mi basura bajo el brazo, la luna me vigila, la llama encendida en los ojos de una rata, el paso deforme de un vecino gordo que se apea de un coche, al que le gustaría ponerme las manos en el cuello y apretar, alehop, piso con el pie la barra del contendor y con la fuerza del brazo levanto la boca y le tiro a las fauces la bolsa pringosa, que estalla allí. Ya estoy yo también en la calle, pero a ella no la he visto. Estoy a punto de tropezar con lo que sea lo que la cubre, salto por encima y me meto asustado en el portal. Todavía no sabía que tenía la oportunidad de conocerla a ella al alcance de mi mano, mi mano olía mal, a basura. Yo me inventé una historia para lo que aún no me sucedía. Antes de morirme me inventé una historia con las partes espaciotemporales reblandecidas por el calor, derretidas por el sueño, por la certeza de que lo que no ocurre es. La pagué con mi trabajo. Lo hice mal todo. Muy bien mal todo. Y me echaron a la calle, como debía ser. Un ojo se me puso como una sandía, no sé que si había tenido algún problema últimamente. Yo ya era mi monstruo soñado del ojo en la frente, yo ya era una pobre alimaña como ella, que dormía en aquella pared de aquella calle mía y yo que bajaba cada noche a tirar la basura con toda la basura que iba encontrando en casa, empecé a tirarlo todo. Empecé por las fotos, de niños, de sonrisas, de amor, de muertos, de dolor, de desconocidos, de indiferencia. Y me miró, me miró mi único ojo, pero no me dijo nada, no apartó la vista, no me vio. Yo no la vi, y ahí empezó todo. No quererla yo a ella ni ella a mi, no escucharla ni olerla, una especie de suposición entre los dos de que ella y yo éramos un modo de hacer que el tiempo se deshiciese, de destruir aquella calle con todo su vecindario dentro de la calle. Todo más o menos estaba en mi cabeza, el día que le conté mi invención me miró horrorizada el gran ojo hinchado de mi cara. Será mejor que no hablemos demasiado, me dijo, y yo estuve perfectamente de acuerdo. ¿Querrás subir conmigo a mi casa, puedes dormir en ella en una cama? Me he acostumbrado a dormir en la calle sin cama, dentro de este envoltorio que me envuelve. Nunca hablamos, nunca es nunca. Nunca dijimos esas palabras que acabo de escribir que dijimos. Yo lo que hago es inventar esta historia antes. ¿Antes de qué? Invento para que los bordes de la lápida no limiten mi vida ni la suya. Quiero invitarla un día, hablar con ella, ponerla frente a mi y mirar el sol en su frente, pero no sé cómo hacerlo, no quiero que despierte, ahora la oigo respirar y lo que sea que la envuelve contiene su respiración, que sube y baja. He bajado con el cuchillo en la mano, el cuchillo con el que me corto uno de los dedos de una mano, tengo diez en total, son muchos, y se lo dejo al lado, como si fuese una flor, la flor de quien la ama. Vuelvo al día siguiente, ella tiene miedo. ¿Quién es usted? ¿Por qué me quiere usted hacer daño? No, le digo. No quiero hacerle daño a aquella a la que podría querer mucho. No se ría usted de mí. De todos me río, menos de ti, chiquilla. Vuelvo a soñar con ella. Me limito a bajar la basura y dar un pequeño rodeo para no tropezar con su cuerpo acostado contra la pared. Todas las noches sueño con ella y me gustaría que ella soñase con ese hombre que baja a tirar la basura. Entonces los celos se apoderan de mi, pensando que todas las noches los hombres que viven en mi calle bajarán a tirar la basura al contendor, con la maligna intención de que la vagabunda que duerme contra la pared sueñe con ellos. Me gustaría asesinar a todos los hombres que hacen eso. Una noche, además, el vagabundo que repasa el contenedor después de que yo arroje mi basura, estuvo hablando con la vagabunda a la que deseo, a la que creo que podría querer. Soñé que lo esperaba detrás de un coche y le clavaba mi cuchillo de rebanar dedos en mitad del corazón. Pero ella le debió parecer extraña, inalcanzable, porque no la volvió a abordar. Esa noche, cuando comprendí que ella también era inalcanzable para mi, solté la basura en el contenedor, pero no regresé arriba, sino que seguí la calle adelante y entré en un bar, donde había otros hombres que también bebían. Encorvado sobre si mismo cada cual mascullaba una historia que nadie quería saber, reproducida por un bolero en el tocadiscos. Ella no existe, dijo un borracho. Está acostada contra una pared de mi calle, le dije. Sí, pero no existe. La prefiero así. Como todos estos desgraciados, señaló a los bebedores. Cada poco un hombre bajaba por unas escaleras y otro subía. Hasta que llegó mi turno. Alguien me dijo que era mi turno. Subí. Era hermosa y sabía dar placer. Luego volví a mi casa y al pasar al lado de la vagabunda recostada contra la pared me pregunté qué vida habría llevado antes, me lo pregunté por primera vez. Me pregunté por la vida que había tenido yo antes de llegar a estar allí, frente a ella, pero no conseguí recordar nada que me sirviese allí. He sido escritor, pero ya no lo soy, podría decirle, ante una taza de leche caliente, pero la cursilería del momento, una escena tan vulgar, rompería cualquier comienzo que pudiese darse entre ella y yo. Decidí bajarle una taza de colacao caliente. Lo puse al lado de donde yo pensaba que aquel envoltorio envolvía la cara y me marché. Pasé todo el día atormentado pensando si no habría caído por accidente un dedo cortado dentro de la taza. La vagabunda se levantaba muy temprano y se marchaba de aquel hueco de mi calle, volvía por la noche. Mi plan era: pedirle la taza.

Yo estaba escribiendo, yo estaba escribiendo con la luz encendida del techo donde colgaba la bombilla. Yo estaba escribiendo una historia que por haber ya ocurrido a mí no me ocurría. Yo tenía un escritor con tres hijos y va se tira un tiro. ¿Por qué va un escritor a pegarse un tiro? Porque su amante ya no quiere saber nada más de él, porque le duele españa. A mí me deja mi amante y no me pego un tiro, se lo pego a ella si es que se trata de que hay que pegar tiros. A mí españa no me duele, me pica como un sarpullido, me escuece como una reacción alérgica. Pienso si no serán estos ojos míos hinchados como sandías esa reacción que españa me provoca siempre por primavera. También yo tengo tres hijos y digo que no me pegaré un tiro, pero vete tú a ver si en un momento dado uno no se lo pega y ya. Ellos duermen, yo escribo y la vagabunda recoge sus cosas y se marcha antes de que empiecen a pasar los más madrugadores de la calle. Podría seguirla, ver cuál es rutina diaria, mantenerme en la sombra observándola desde lejos. Podría perseguirla también, hacer que corra y yo correr detrás para conocerla mejor, para encontrar ese punto de tensión en el que destacará sobre todas las otras vagabundas que hay en la ciudad y sobre todas las mujeres. Prefiero no hacer nada de esto. O quizás planear con detalle cómo hacerlo y renunciar a ello a última hora. Desde aquí la puedo ver, imaginar, oler, amar. Desde aquí puedo construir el pasado de una forma más acertada. La vagabunda tiene una mirada huidiza, asustada, que en algunos hombres vulgares provoca una pasión violenta. ¿Por qué ha elegido este barrio como refugio? Cada noche ha de subir unas escaleras para llegar al pasaje en el que se acurruca, o bien sube por la rampa empujando un carro en el que lleva todo lo suyo. Todo lo suyo. Aquí vive esa gente honrada y buena de la clase media tirando hacia abajo. Los vecinos ya estarán hablando de ella, pero yo no hablo con los vecinos. Me gustaría saber qué dicen. Ella no habla con nadie. Quiero desear que ella no va a hablar con nadie, con nadie que se dirija a ella para ofrecerle ayuda. El escritor de la historia que estoy escribiendo no soy yo, se me parece físicamente, eso sólo. En la reconstrucción que invento para su vida puedo ponerlo en contacto con mi vagabunda, acercarlo al cuerpo de la mujer asustada en otra ciudad y con más de 150 años de diferencia. Darle una oportunidad a los dos, pero no hemos llegado hasta aquí para encontrar nuevas oportunidades, sino para cerrar todos los caminos, todas las salidas. He investigado sobre la época, sé el nombre de algunos ministros de entonces que si existiesen hoy no los conocería. No quiero que me sujete la historia para escribir mi historia. Apago la luz y me asomo a la ventana. No se ve desde ahí el rincón en el que ella pasa la noche, pero hacia él van mis ojos queriendo atravesar los obstáculos que me impiden la visión. Si bajase encontraría el hueco de su cuerpo, un vacío que sabría llenar con desesperanza, con desilución y amargura, con infelicidad, con toda mi vida puesta en negativo, con mi vida de cabeza. ¿Y su nombre? Me basta con llamarla la vagabunda. Es ella. Yo soy yo. El escritor sobre el que quiero escribir es el escritor sobre el que quiero escribir. Si ahora mismo pusiera aquí un nombre ese nombre acotaría mucho terreno, mucho espacio. Quiero un tiempo y un espacio como chicles. Quiero una mujer que sea un chicle. La vagabunda es un chicle. El escritor del siglo 19 es un chicle que se estira por la bóveda del cielo. Tengo todo un día por delante de buenos días, comida y chicle estirado, chicle que masticar.
Por la noche bajo y le digo: tienes una taza mía. Me la pone por delante. No dice nada, no me mira, me retiro de allí.
Por la noche bajo y paso por su lado intentando descubrir si tiene junto a ella la taza que le puse, pero no la veo.
Por la noche no bajo, no saco la basura, tengo tanto miedo de ver la taza junto a ella como de no verla.
Le digo a mi esposa: si quieres ver una película.
Vale. Pero habría que tirar la basura, hoy tiene pescado.
No me queda otro remedio. Bajo y tiro la basura al contenedor de basura, la arrojo dentro de sus fauces.
La miro al pasar tanto a la ida como a la vuelta. Nunca le he puesto una taza de leche caliente, nunca le he hablado, nunca haré nada de nada. Me limito a entrar en el ascensor y a reprimir un grito.
Le podría decir algo a mi esposa, hablar con ella de la vagabunda, pero no lo hacemos. La vagabunda tiene un pequeño transistor sintonizado. Con él combate su soledad. Mi esposa y yo metemos una película en el cacharro y enseguida uno de los dos se queda dormido.
Si pudiera ofrecerle un trabajo, ¿lo haría?. ¿Quiero que deje de ser lo que es? Se podría ganar un dinero haciendo fotocopias, pero no sé si ella querrá ganarse un dinerillo haciendo fotocopias. Algún vecino ya lo estará pensando, tal como yo lo estoy pensando, darle una ocupación con la que se pueda ganar la vida dignamente. Pero he aquí que la prefiero indigna y parasitaria. Quizás ella desee una oportunidad, tal vez quiera alguna esperanza económica para su vida. Si es así yo estaría contento de dejarle un sobre con dinero en el lugar en el que le hubiera puesto la taza de colacao, con lo que podría asustarse. El dinero en muchas ocasiones provoca temor, angustia, recelos. Bajé un sobre con dos billetes y se lo metí bajo el envoltorio que la envolvía mientras estaba durmiendo. No quería asustarla como para hacerla huir, así que bajé de nuevo y retiré el sobre que tenía apresado bajo sus costillas. Me miró con sus dos grandes ojos amarillos, con toda la fealdad de su vida inclemente, con la locura del recelo, me miró como si mirase a un hombre, con terror. Eso me entusiasmó. Me acarició el ojo hinchado. Supo hacerlo. Así de fácil. Supe que no me equivocaba. Levanté el brazo hacia el cielo y lo descargué sobre su costado. Su gemido de dolor fue como el estremecimiento de la tierra. En auxilio de la vagabunda acudieron los vecinos. Él la ha golpeado, ha intendado quitarle algo y después le ha dado un puñetazo, le dijo uno a otro. ¿Quién es él? El que vive en el sexto con la casa llena de basura, hace unos meses lo abandonaron su mujer y sus hijos, pero él sigue diciendo que vive con ellos. Está en el paro, yo siempre lo veo entrando y saliendo, dice que un día fue escritor, pero que ya no. Lo más seguro es que se haya vuelto majara. Discuten entre ellos si llamar a la policía o no. Prefiero que la llamen y así se lo hago saber, pero deciden lo contrario, así que tengo que soportarlos. La vagabunda me mira como si estuviésemos solos, como si el vecindario, que a esas alturas ya ha bajado al completo a la calle, no existiese. Parece decirme: no te preocupes, estoy cerca de tí y te cuidaré. Bla, bla, bla, bla. Todos esos seres agusanados, infectos, podridos, sin alma ni corazón, le ofrecen su ayuda a la vagabunda, que ella rechaza con humildad, con seguridad, retándome a tomarla en serio, sin abrir la boca, con sus ojos amarillos, con su fealdad o no. Es difícil saber si la vagabunda es fea o no, si es vieja o no, si es estúpida o no. Siguen hablando de ella y de mí como si ella y yo fuésemos peores de lo que somos, estuviésemos infectados por un virus, como si ya no fuésemos como ellos, ella y yo estamos en un plano diferente, aunque sólo seamos una víctima y su agresor, aunque sólo porque somos escoria y una oportunidad para ellos de salvación. La miro a la vagabunda y hace una cosa entonces insólita de la que nadie se percata, me saca la lengua en señal de burla. Una lengua rosada, grande, esponjosa, como un animal ciego, sale, se agita, y se esconde. ¡¡¡Se ha burlado!!! ¡¡¡Se burla!!! No estoy seguro ahora, maldita sea, no lo estoy, pero me cortaría un brazo para demostrar que su lengua se ha salido de su boca. Qué hermosura de burla, qué delicia la inocentada de estar vivo. Se ha burlado de mí y no de ellos, soy yo únicamente a quien ella tiene en cuenta como interlocutor válido. Por fín, sale a relucir lo que buscaban: No puedes venir a dormir aquí, es peligroso para tí, le dicen. Tienes que pedir ayuda en asuntos sociales. Pero ella parece conocerlos bien. Miro en derredor y echo de menos la mirada inocente de un niño, de un pobre imbécil, uno de esos proyectos de idiotas integrales. Miro hacia todas partes y le digo a una vecina que echo de menos a los memos de sus nenes, pero no me entiende, se asusta, se refugia detrás de alguien y me acusa de haberla amenazado a ella también. El presidente de los vecinos levanta un dedo acusador que me gustaría meterme por el culo, pero me dejo que actúe. La próxima vez avisaremos a la policía, me dice. Me encantaría meterme ese dedo vigilante por mi culo. Le demostraría a ella, a la fea vagabunda, así, que mi amor por ella era puro, desinteresado, que nadie se podría interponer nunca entre nosotros dos.

Mi esposa y yo regresamos tarde a casa, cuando ella está organizando su cama. Pone unos plásticos en el suelo. Ella tiene espalda, ella tiene un rostro desdibujado, una vida allí mismo que gestiona bien. En mí están las suposiciones de mi vida, de la de ella, de la de mi esposa, de la del vecino con el que nos cruzamos y también la mira de reojo. Arriba me siento a escribir, una niña escucha un tiro, sale corriendo y al entrar en el despacho se encuentra a su papá en el suelo con un tiro en la cabeza y un charco de sangre en el suelo. Esa niña deja ipso facto de ser inocente, todo el peso del mundo cae sobre ella, zas, esa niña que ahora vive en esa vagabunda de ahí abajo, simplemente porque lo escribo así, porque esa mujer que tanto me inquieta vivió hace casi 200 años, no es posible, no es verosímil, no me lo creo. Si tuviera que darle a ella un nombre la llamaría adela, la pequeña adela escondida detrás de una cortina espía los pasos inquietos del escritor que se pegará un tiro en breve. La de enmedio, adelita, con apenas seis añitos, una niña que meterá a un rey debajo de sus faldas, está ahí abajo, haciendo su cama, expuesta a todos los vecinos, expuesta a quien la quiera usar, inerme, flaca, fea, tostada por el viento y el sol. La pequeña adelita oyó los pasos de las dos mujeres que fueron a visitar a su papá el día que se tiró el tiro. Escondida ella detrás de una cortina, las dos mujeres suben por las escaleras, recorren el pasillo y mientras una entra en el despacho de su papá, la otra espera. Al pegar un tiro un hombre ha de saber recibir ese tiro si se lo ha tirado a sí mismo. Qué buen recibimiento le hizo el papá de adela al tiro aquel, después de que aquellas mujeres se marchasen llevando consigo unas cartas de amor. Y todo esto, y esta historia confusa que se hace y deshace, y dale que dale, para llegar a esta vulgaridad: unas cartas de amor. Pero es que a veces hay que rendirse a la vida, escribir cartas de amor, recibirlas, devolverlas, y sentir que un país entero te duele, aunque sólo sea durante un segundo. Ese destino de los grandes poetas que a personas vulgares los grandes poetas les han usurpado.

sábado, 19 de junio de 2010

El fuego


El hotel ardía. Era fascinante: algunos clientes gritaban pidiendo auxilio, otros se arrojaban al vacío desde los últimos pisos. Yo contemplaba impotente la magna tragedia desde una esquina con un cigarrillo en los labios. No era un sueño, no era un cuadro ni era una secuencia cinematográfica. El aroma a carne chamuscada conseguía filtrarse entre la pestilencia de los plásticos y otros materiales inflamables. Ella me miró desde el otro lado de la calle con cierta desesperación. Había conocido, como todos los huéspedes de aquella casa, tiempos mejores. La investigación del seguro encontró pruebas de que había sido un incendio provocado. La policía me atosigó. Ella y yo acabamos bebiendo juntos. Y durmiendo. Cada vez que le encendía un cigarrillo me sujetaba las manos y me miraba a los ojos como si quisiese que la llama la devorase a ella, pero esperaba de mí más de lo que yo le podía dar.

jueves, 17 de junio de 2010

Familia


Mi padre murió y su taxi me pareció un objeto opresivo, absurdo, en la puerta de casa. Me costó aceptar que no lo enterrasen dentro de él. Mi padre quería que yo lo heredase, pero le dije a mi madre que no quería ser taxista. Tenía un pequeño estudio de cine publicitario que no me había permitido aún salir de la casa familiar. Hacía anuncios para talleres de reparación, para comerciantes locales, para academias que preparaban oposiciones, pero lo que a mí me gustaba era el cine, soñaba con dirigir películas. Había hecho algunos cortos con amigos del barrio y me había presentado sin ningún éxito a algunos concursos. Mi padre había mantenido durante toda la vida las distancias con sus hermanas, que a pesar de todo acudieron al funeral acompañadas de mis primas, a las que yo no había conocido antes. Enseguida me di cuenta de que mis tías eran extraterrestres al lado de mi padre, como yo mismo. No derramaron una sola lágrima y estuvieron serias y guapas. Mis primas acababan de entrar en la universidad y yo les dije, ufano y presuntuoso, que hacía películas. Se marcharon después de grabarme a fuego las mejillas con sus labios. Mi madre despotricó todo lo que quiso en cuanto se marcharon. No dejé de pensar en mis tías y en mis primas en las semanas posteriores. Las llamé con la excusa de que quería saber por qué ellas y mi padre apenas se hablaban, aunque ese asunto en realidad no me interesaba. Yo tampoco me hablaba con él, a pesar de que vivíamos juntos. Me invitaron un domingo a merendar en el chalet de una de ellas, adonde acudirían las demás. Les caí bien, no pedí explicaciones y la jornada resultó agradable. Intercambié los números de teléfono y móvil con mis primas. A las pocas semanas una de ellas me llamó para invitarme a ir a un concierto con sus amigas. Salí con todas. Eran cuatro. Las cuatro me gustaban, y también sus amigas. Decidí escribir esa historia y rodarla después. La primera imagen presentaba a mi padre de cuerpo presente, luego se veía el taxi aparcado en la puerta del edificio obrero, la siguiente escena mostraba la introducción del ataúd en un nicho mientra mi voz en off decía: mi extrañeza era ver que a mi padre no lo enterraban dentro de su taxi, un ataúd-taxi. La cámara hacía un barrido muy lento desde el rostro congestionado y lloroso de mi madre hacia la seriedad y contención de ellas. En el guión me quité algunos años y me presentaba como un adolescente deslumbrado por unos seres que le resultaban misteriosos. El viejo, que era el impedimento para que el chico se relacionara con ellas, había muerto. Mis tías y mis primas me aceptaban en sus reuniones, a las que yo acudía a escondidas de mi madre. Tenía que buscar un modo de conducir la historia. Todas se me acercaban con un cálido cariño familiar, que, sin embargo, producía en mí efectos ambiguos, amorosos. En la última escena tenía entre los brazos un álbum de fotografías. Sólo en una de ellas aparecía mi padre como un hombre joven, guapo. Su visión me desataba el llanto. Esta película no se hizo. Mi intención era pedirle a mis tías y primas que se interpretasen a sí mismas, pero no reuní el valor suficiente. Después ocurrió que no conseguí salir adelante con la productora y un buen día me vi al volante de un taxi. En el gremio todos sabían de quién era hijo.

miércoles, 16 de junio de 2010

Gorila


Estuve tomando unas copas con unos amigos, amigos también del gintonic, en un pub de moda. Había allí, como motivo decorativo, un gorila, de escayola, no sé. Pero cobró vida, con gran aplomo, con mucho sentido común, de modo que levantó un dedo para pedir su copa. Le cogió un trapo a la bargirl y se lo puso sobre la cabeza tapándose medio rostro. Me miró de soslayo, con inquietud y suspicacia, pero yo ya era un motivo de escayola, un hombre artificial, incapaz de llevarse a los labios su gintonic. Mis amigos decidieron comentar las idas y venidas de cuanta chica pasaba por delante de nosotros.

lunes, 14 de junio de 2010

El tucango


Para superar aquel momento especialmente difícil de mi vida uno de los especialistas que me reconoció me aconsejó que me comprara una mascota. No puse pegas, pero el asunto era más complejo de lo que en principio uno podría suponerse. Visité varias tiendas de animales y de entrada no me convencieron ni los gatitos, a cuyo pelaje era alérgico, ni los perros, en exceso juguetones, ni peces, ni pájaros, cuya contemplación sólo contribuía a entristecerme aún más. Los vendedores se empeñaron en ofrecerme toda clase de reptiles, movidos quizás por que los tatuajes de los brazos me conferían un aspecto salvaje, pero, sin llegar a confesarlo en ningún momento, esos bichos me daban aprensión. Hube de comentar algo con algún amigo en el bar en el que pasaba las horas, porque fue allí donde me abordó un desconocido ofreciéndome un hermoso ejemplar de tucango. Mi esposa, me dijo, mejoró mucho en su compañía, pero un desgraciado accidente de tráfico me la arrebató hace sólo unas semanas. El animal la echa de menos y creo que mi presencia, añadió, no hace si no convocarle su falta, así que tanto el tucango como yo necesitamos aires nuevos, pienso emprender un largo viaje y si usted no lo acepta, lo entregaré a una protectora de animales. No sé qué es un tucango, le dije. Venga a casa, lo ve y ya me dirá qué le parece, me contestó. Un tucango se asemeja a muchos animales y por lo visto no es de la clase de ninguno a los que se parece, pero tenía un aire simpático. Se alborozó mucho al ver que me acercaba y se agitó como un bebé en el regazo de un adulto, sin cuya asistencia iría a parar al suelo. Un tucango puede ser confundido con un bonsái, ya que sus patas han de permanecer constantemente enterradas como raíces. Me lo llevé, pero aunque ni a mi mujer ni a mis hijos les gustó, soportaron su presencia en un rincón de la terraza, porque estaban cansados de verme deambular de un lado a otro como alma en pena. Por las noches, antes de irme a la cama, salía un rato al fresco y allí estaba el tucango, que me recibía con una mirada fiel y comprensiva. Los tucangos tienen una mueca muy parecida a la sonrisa humana. Una noche, después de tirar el cigarrillo al vacío para ver cómo la brasa viajaba negrura abajo, al ir a meterme dentro de casa, el tucango se removió en su tiesto. Me volví y le di las buenas noches. Entré en el dormitorio y la respiración sorda y ronca de mi mujer me excitó, pero no me atreví a acercarme a ella, después de meses de distanciamiento. Tuve un sueño en el que el tucango aparecía a la mañana siguiente muerto, una rapaz nocturna le había arrancado la cabeza. El hecho nos conmocionaba a todos y decidíamos envolver su cuerpo mutilado en papel de aluminio y guardarlo en el congelador hasta que llegase el fin de semana y poder llevarlo a algún lugar donde darle sepultura. Desperté y me acerqué al ventanal que daba a la terraza, donde la mascota ya tenía la cabeza metida dentro del bebedero. Toqué en el cristal y se volvió mirándome sonriente. Pasé el día fuera de casa, en los lugares de costumbre, atado como estaba a la inercia de pequeñas rutinas, a falta de cualquier ilusión o esperanza. Compartía con un grupo de jubilados el interés por la evolución de una obra. El esqueleto del edificio crecía y desde abajo señalábamos con un dedo sus avances con el mismo interés que si se tratase de la construcción de una catedral. Luego volvía al bar de siempre y pedía a cuenta unas cañas, que saldaba a finales de mes. Un día se me vino a la mente el tucango. Estaría solo en su rincón de la terraza, ya que mi mujer no regresaba hasta la noche y mis hijos estaban en el colegio. Me lo imaginé sonriente, removiendo las patas dentro de la tierra y mirando hacia la calle. Pero al mismo tiempo como en el sueño, decapitado por una alimaña. Salí precipitadamente del bar y regresé a casa mucho antes de lo acostumbrado. No me lo propuse, pero debí entrar sin hacer ruido y así llegué hasta la terraza. Sólo quería verlo, asegurarme de que estaba en perfecto estado. El tucango estaba inclinado sobre su pecho y emitía un suave gemido, una especie de lamento monódico, que interrumpió en cuanto se dio cuenta de mi presencia. Se irguió y recuperó la mueca sonriente que yo le conocía. Fingí que había regresado para recoger algo que me hacía falta y volví a marcharme como si tal cosa. Nunca más se me ocurrió acercarme sigilosamente a la terraza. Parecía el bicho más feliz de la tierra y se ganó las simpatías de mi familia. Una noche busqué a mi mujer entre las sábanas y nos besamos apasionadamente. Me dijo que me había echado mucho de menos, pero que también estaba harta y había pensado en la posibilidad de una separación temporal. A partir de ahí algunas cosas se fueron arreglando, dejé de vagar por el barrio, volví a ocuparme de las tareas domésticas y cuando pasaba por delante de una obra no me detenía si no unos segundos, más que nada para observar al grupo de espectadores del que en otros tiempos yo había formado parte. Mi mujer me dijo una noche que volvía a tener la confianza de antaño en nuestra relación. Desperté esa misma madrugada sobresaltado por un sueño terrible, en el que el tucango había escapado de su tiesto y había entrado en el cuarto de los niños con una sed malvada, insaciable. Por la mañana su rincón me pareció muy sucio y mientras lo aseaba a él y limpiaba las baldosas de excrementos pensé en la posibilidad de pasárselo a otra persona. Esa misma tarde hablé por teléfono con mi hermana y le insinué la posibilidad de que una mascota la pudiese ayudar. Su novio la acababa de dejar por otra chica. No sé si será buena idea, me dijo. Ven y lo ves, es un animal simpatiquísimo, si no te va bien con él me lo puedes devolver. El tucango se emocionó como un bebé en cuanto la vio y he de decir que me dolió que le costase tan poco alejarse de mí, pero al fin y al cabo no me había sido nada difícil librarme de él. La verdad es que lo eché de menos, me asomaba a la terraza y al ver su rincón vacío me sobrecogía. Cada vez que hablaba por teléfono con mi hermana, como quien no quiere la cosa, le preguntaba por el animal. Está muy bien, me dijo una vez, es muy simpático y hace muy buenas migas con el perro de mi nuevo novio. Ah, vaya, me alegro de que hayas rehecho tu vida. Nos reímos y colgamos. Esa misma noche volví a tener una pesadilla con el tucango. Por la mañana el teléfono sonó a una hora todavía intempestiva.

viernes, 11 de junio de 2010

La peluca y un buen traje


Me compré una peluca. Llegué a casa y la guardé en un cajón. A la mañana siguiente, después de despedir en la puerta de la calle a mi mujer y a mis hijos, saqué la peluca y me la puse. Antes de empezar con las tareas domésticas me senté ante la mesa del salón, delante del espejo, y estuve un rato observándome. Era una peluca de hombre, con un color de pelo más claro que el mío, pero con un corte muy parecido. Lo lógico, de una lógica tan estrafalaria como mi existencia, hubiera sido hacerme con una larga cabellera semejante a la de Kim Basinger, pero la peluca no alteraba sustancialmente mi aspecto. Bajé a hacer la compra y nadie dio señales de extrañeza. Sin embargo, me la quité antes de que volviese a casa mi familia. Días más tarde entré en una buena sastrería y encargué un traje a medida. Ni que decir tiene que en mi vida cotidiana vestía de un modo informal. Tuve que sisar de la cuenta corriente para pagar la factura, pero cuando me quedé solo en casa, con el traje puesto, la satisfacción fue inmensa. Me puse el traje y la peluca. Pasaba las mañanas sentado ante la mesa del salón, imaginando que despachaba como un ministro con sus subalternos. Empecé a hacer la compra por teléfono y a recibir a todos los vendedores que pegaban a mi puerta. Eso duró apenas unos meses. De repente pensé en la posibilidad de que mi mujer o mis hijos me descubrieran y me asusté. Esa misma noche saqué la peluca de casa debajo de la camisa y la arrojé al contendor. A la mañana siguiente llevé el traje a la parroquia, desde donde repartían ropa a los necesitados. Volví a las tareas domésticas, pera ya nada fue lo mismo. Me sentí desposeído, huérfano, Y empecé a descuidar mis quehaceres. En cuanto mi mujer y mis hijos salían por la mañana, yo abandonaba la casa, que se me venía encima, y me pasaba el día merodeando por el barrio.

miércoles, 9 de junio de 2010

Conozco un atajo que te llevará al infierno, de Pepe Cervera, e.d.a. libros



Hay demasiados libros, y casi todos cuestan menos que el trabajo de buscarlos inútilmente en muchas partes. No lo digo yo, pero lo pienso. Conozco un atajo que te llevará al infierno, colección de relatos que compone el mosaico de la vida de un personaje central que es Andrés Tangen, escrito por Pepe Cervera, sería para mí uno de ellos si no hubiese dado con él en el stand de la editorial e.d.a. en la recién acabada feria del libro de Málaga, más aburrida que un mojón. El encuentro entre un libro y un lector, un lector al que va dirigido ese libro, es un acontecimiento que podríamos calificar de dichoso. Me siento en deuda con el autor, al que no conozco personalmente, pero del que tengo referencias procedentes de la blogsfera literaria. Pago mi deuda con el agradecimiento por haber contado ese mundo periurbano en el que una generación a la que pertenezco ha desarrollado su educación sentimental.
En esos relatos está la crueldad preadolescente de los 11-12 años en el paisaje desolado de los extrarradios, donde cualquiera que los haya conocido reconocerá sus acequias y sus vías muertas. Mis amigos tenían otros nombres que los que aparecen en esas historias, pero con ellos aprendí a fumar, a manejar los luchacos, a robar de las huertas y de los camiones de reparto. Mis anécdotas, sin que sean las mismas, pertenecen a ese mundo que Pepe Cervera recrea en estas historias: las rutinas del barrio obrero, la falta de espacio en la vivienda familiar, el paso por la cárcel no sólo de los golfos, sino de alguien que se acercó demasiado a la parte chunga. Y en medio de ese ambiente los destellos iluminadores que procedían de la lectura, de los discos, de los pósters colgados en la pared del cuarto. Están ahí esas oposiciones a un puesto menor en la administración de Justicia como forma de prosperar, las derrotas sucesivas del tiempo que todo lo desgasta, esas pequeñas victorias que tanto cuestan, en una sucesión de historias que componen una biografía desde los años de aprendizaje hasta la escéptica cuarentena de un escritor que sabe que sus libros cuestan menos que el trabajo que el lector se ha de tomar en encontrarlos. Yo creo que todo aquel que buscó sus oportunidades por medio del bibliobús, las academias de barrio o en las tristes aulas de una facultad, como primera generación universitaria en su ámbito familiar, entenderá bien este libro, porque muchos de los amigos se quedaron en un camino sembrado de zancadillas. 10 euros lo que cuesta.

La primera frase del texto, la que dice: Hay demasiados libros, y casi todos cuestan menos que el trabajo de buscarlos inútilmente en muchas partes, pertenece al libro Los demasiados libros de Gabriel Zaid, Debolsillo, 2010, pág, 93.

sábado, 5 de junio de 2010

Velas al viento: Los microrrelatos de La nave de los locos



Esta es la portada del libro que acaba de salir en la editorial granadina Cuadernos del vigía con una nómina de autores entre los que, para que voy a decir otra cosa, me hace mucha ilusión estar:

Francisco Ayala, Mario Benedetti, Antonio Pereira, Pablo Antoñana, David Lagmanovich, Raúl Renán, Daniel Moyano, José Jiménez Lozano, Rafael Pérez Estrada, José de la Colina, Gonzalo Suárez, Eugenio Mandrini, Federico Patán, Fernando Aínsa, Luisa Valenzuela, José Emilio Pacheco, José María Merino, Luis Mateo Díez, Enrique Jaramillo Levi, Juan Armando Epple, Raúl Brasca, Manuel Talens, Rogelio Ramos Signes, Ana María Shua, Esther Andradi, Pedro Herrero, Armando José Sequera, César Gavela, José Gregorio Bello Porras, Julia Otxoa, María Rosa Lojo, Pedro de Miguel, Carlos Iturra, Diego Muñoz Valenzuela, Emilia Oliva, Luis Pérez Ortiz, Lilian Elphick, Gabriela Aguilera, Araceli Esteves, Enrique del Acebo Ibáñez, Luis García Jambrina, Carlos Castán, Manuel Moya, Fernando Iwasaki, Ángel Olgoso, Juan Romagnoli, Carmela Greciet, Manuel Moyano, Julio Ricardo Estefan, Pedro Ugarte, Antonio Báez, Cristina Elda Nieto, Antonio Serrano Cueto, Juan Gracia Armendáriz, José Alberto García Avilés, Pepe Cervera, Miguel Ángel Cáliz, Sandra Bianchi, Ernesto Calabuig, Fabián Vique, Rubén Abella, Francisco Rodríguez Criado, Pilar Galán, Isabel Mellado, Francisco Silvera, María Fabiana Calderari, Gemma Pellicer, Orlando Romano, Ginés S. Cutillas, Mónica Gutiérrez Sancho, Óscar Sipán, Javier Puche, Manuel S. Vicente, Miguel Ángel Zapata, Carmen Camacho, Ildiko Nassr, Andrés Neuman, Héctor Kalamicoy, Luis Azuaje y Cristina García Morales.

Le tengo que dar las gracias al profesor Fernando Valls por contar para su proyecto no sólo con nombres más o menos consagrados, sino también con elementos de la periferia como un servidor.

Algunos de ellos son fraternales compañeros de ese espacio misterioso en lo virtual.