viernes, 30 de julio de 2010

Bajo sospecha


Cundo Bermúdez, Barbería

Estoy removiendo el café con la cucharilla y eso me resulta la mar de curioso por varias razones: la primera es que nunca pido café, y a esta le añadiría que en las vueltas del oscuro y humeante líquido me voy ensimismando hasta perder la noción de espacio y tiempo. Hace años que me dedico al oficio que aprendí en el servicio militar, donde sólo se preocuparon de enseñarme a cortarle el pelo a los oficiales. Yo solito aprendí a rebanarles el cuello. La sentencia, que se ejecutó con rapidez y de modo ejemplar, me condenó a morir en la guillotina. Mi cabeza rodó dentro de un cesto y, acéfalo, conseguí erguirme y regresar a mi pueblo, donde abrí el negocio, que no tardó en hacerse popular. Remuevo el café con la intención de que el azucarillo se diluya en él y repentinamente una inmensa alegría se apodera de mí, porque me doy cuenta de que soy como antes de que toda esta pesadilla empezase. Levanto la taza y me la llevo a los labios. El gusto cotidiano y reconocible en el que se me inunda el paladar me despeja de las oscuras imaginaciones. Como cada día desde hace años me acerco a la barra, dejo las monedas y me dirijo a abrir la barbería, que en su día regentaron mi padre y antes que él mi abuelo.

lunes, 26 de julio de 2010

Fitofilia




Siempre preferí vivir solo, aunque también me adapté a las circunstancias y hasta los 13 años permanecí en la casa familiar. Mis padres se despeñaron haciendo alpinismo y aproveché la orfandad para independizarme. Hace poco encontré un pequeño piso que había sido dividido en dos apatamentos minúsculos, pero por lo que puedo pagar nunca vería nada mejor. Decidí quedarme en él. Tengo pocas cosas, me caben en una maleta. Desde la ventana de la habitación veo la esquina de un edificio y un lienzo de cielo cambiante. Trabajo en casa corrigiendo textos. No me gustan los animales domésticos, ni los salvajes. Cuando me di cuenta de que encima de un estante había un tiesto con una plantita, que posiblemente había dejado atrás el anterior inquilino, sentí la carga fastidiosa de tener que regarla para que no se muriera. Nunca antes hubo un ser vivo a mi cargo y tampoco sabía si aquella especie vegetal necesitaba más o menos agua. Fui a tacto y del pequeño tallo no tardaron en brotar ramitas y de éstas flores y hojas que brillaban a la luz del sol con esa intensidad lustrosa del agradecimiento. Me sentí muy satisfecho, orgulloso, podría decir. Una tarde salí a despejarme, dando un paseo por el barrio que aún no conocía y, sin tenerlo exactamente planeado, acabé en una tienda comprando lo necesario para transplantarla a una maceta más grande. La planta siguió creciendo a medida que pasaron los días y en mis cuidados incluí un abono que me recomendaron en una segunda visita a la tienda. Decidí empezar a hablarle, al principio me limitaba a leer los aburridos textos técnicos que tenía que encajar dentro de una sintaxis comprensible. Sin que corriese la más mínima brisa la planta se agitó desde la base del tallo una sofocante tarde de julio. Pensé que trataba de comunicarse conmigo, pero luego intenté poner un poco de lógica y razón en aquella aventura. Tenía que reconocer que pasaba mucho tiempo solo, aislado, y que el cansancio en situaciones de estrés juega malas pasadas. Sin embargo, una noche me desvelé y estuve varias horas despierto, mirando entre las sombras y los claros de la luna llena las expresionistas formas que se proyectaban en el suelo y en la colcha de mi cama. Las más llamativas y seductoras eran sin duda las de la planta, que parecían los brazos de una mujer que reptaba hacia mi cuello. Así me entretuve, con una fantasía que me excitó más que la visión descarnada y habitual de mis musas favoritas del porno, hasta que caí rendido bajo las sábanas, aliviado y exhausto. La planta creció adaptándose a las condiciones de estrechez de mi casa y desde el suelo me llegaba ya por el hombro cuando me ponía a su lado, pero abultaba apenas lo que la figura de una adolescente desgarbada, cuyo cuerpo cabe en cualquier armario, como yo bien sabía. Si pasaba a su lado me parecía oír un gemido, un lamento y también ese sofoco del esfuerzo inútil, frustrado. Entonces un día tuve una de esas ideas peregrinas, absurdas y fantasiosas que solo se dan en los cuentos infantiles. Escarbé la tierra, en la que el tronco hundía sus raices, y cuando tuve hecho un agujero metí una mano y busqué, arañé con los dedos y, después de un rato de ir palpando hacia aquí y hacia allá, di primero con un pie y luego con el otro, que por efecto de las cosquillas se agitaron como dos pajarillos nerviosos.

viernes, 23 de julio de 2010

Una foto


Regresé muy tarde a casa, cansado y bebido. Como a la mañana siguiente no di con la cartera tuve que suponer que la había perdido en alguno de los tugurios por los que había pasado esa noche. No creo que me quedara mucho dinero y no me importaban ni las tarjetas ni los carnets. Sólo lo sentía por la fotografía de la desconocida. Tengo más fotos de ella en un cajón de la mesilla de noche, en las que aparece en diversas partes del mundo a las que yo también he viajado: a los pies de la torre Eiffel, delante de las pirámides del Cairo o enmarcada por el parlamento de Londres. Las había comprado en el rastro, dentro de un sobre de revelado fechado en Milán 20 años antes. Ella era la desconocida, no tenía ni nombre ni más historia que la que se pudiera dejar ver en aquellas instantáneas de su paso por lugares que con el transcurso de los años se habían convertido en tópicos turísticos. La que se había extraviado dentro de la cartera era como un retrato de estudio con dedicatoria, “con todo mi amor”, decía. En el transcurso de los años la desconocida había conseguido el puesto principal dentro del panteón de las mujeres con las que había compartido mi vida, pero esta noticia no la tenía nadie, la estoy dando yo aquí por primera vez. Decidí intentar su recuperación e inicié una nueva ronda de bares mostrando otra fotografía suya por ver si aparecía la que llevaba dedicatoria. De nuevo volví a casa de madrugada, más cansado y más borracho que la primera vez. A mi lado se tumbó una mujer gastada, mayor que yo, muy hábil y solícita. Me alivió sin pedir nada a cambio. Por la mañana le conté la historia de la desconocida y ella se sacó de la cartera la fotografía de un adolescente. Es mi hijo, me dijo, murió con apenas 15 años. Creo que hay un lugar en el que todos los ausentes nos están esperando, añadió. Callé, pero albergo mis dudas sobre ese punto.

domingo, 18 de julio de 2010

El fantasma escritor



No es fácil explicar mi trabajo, y digo mi trabajo porque siempre estuve habituado a tener uno con el que me ganaba la vida, permitiéndome lo que muchos no consiguieron: alimentos diarios, una cama bajo techo, ropa limpia, televisión, esposa e hijos. Conozco bien el horror cotidiano, los demonios que hay en el corazón de la felicidad doméstica, los rituales perversos de la compañía y la solidaridad. Al principio devoraba las palabras impresas del libro y en su lugar escupía mis propias palabras sin que nadie se percatase de tal operación. Ahora me basta con buscarle nuevas combinaciones a las que ya están escritas en sus hojas. De este lado cada sombra tiene un comportamiento muy parecido al de los duendes traviesos. En cierta ocasión puse al alcance de un autor una de sus obras después de haber pasado por mis manos, por decirlo de forma figurada, puesto que ni tengo ni me hacen falta manos para escribir, coger o acariciar. Encontró el ejemplar en una de esas tiendas de compra y venta, donde el precio de los libros acaba siendo irrisorio para las dos partes. He de suponer que el negocio se consigue con los instrumentos musicales, con los aparatos electrónicos o con las piezas de joyería. Enseguida le llamó la atención el lomo, en el que figuraba su nombre y aquel título que tanto le había costado encontrar. No era la primera vez que hallaba una de sus obras en un stock de saldos, pero siempre había sentido una mezcla de tristeza, indignación y vergüenza, que le producía cierto enrojecimiento facial. Lo rescató por un par de monedas y sólo cuando llegó a su casa lo abrió para echarle un vistazo. En principio leyó frases sueltas y no reconoció ninguna. Miró el índice y los títulos de los relatos no le dijeron nada, pero era de sobra consciente de las lagunas de su memoria. Se dijo que en cuanto dispusiese de un poco de tiempo tendría que releerlo, por más que declarase siempre que jamás volvía a la lectura de lo que ya tenía publicado. Cuando llegó el momento se dio cuenta de que lo que se contaba en aquellas historias nada tenía que ver con su imaginario personal ni con sus modos de relatar y expresarse. Había allí palabras y giros que le ponían la piel de gallina, como si le produjesen dentera. Pero su espanto venía de encontrar personajes y situaciones en los que nunca se había detenido a pensar. Decididamente, aunque en el lomo y la portada reconocía su nombre y el título como suyos, el interior le resultaba completamente extraño, ajeno. No obstante, se acercó a uno de los estantes de su biblioteca y buscó un volumen similar. Los cotejó y para tranquilidad suya enseguida comprobó todas las diferencias. Pensó de inmediato que quizás había habido un error de encuadernación en la imprenta, por lo que habían pegado el libro de otro escritor dentro de las tapas del suyo. También era casualidad haberlo encontrado donde lo había hecho. Puede que hubiese una partida de libros erróneos diseminada por ahí, pero no podía actuar. Había roto relaciones con aquel editor por una serie de ineficacias a las que ahora se sumaba esta. Desde entonces comenzó a rastrear las librerías de las ciudades por las que pasaba y le pedía a sus amistades que le ayudasen en la localización de más ejemplares defectuosos, pero hasta la fecha, y ya han pasado varios años, no ha vuelto a aparecer ninguno más. A veces ha llegado a pensar, certeramente, que el que él encontró era el único que no se correspondía con la obra por él escrita. Muchos amigos y lectores se han atrevido a pedírselo para leerlo, pero él nunca ha accedido. Ayer mismo, un visitante circunstancial de la casa lo sacó de la estantería y, aprovechando que se encontraba solo, sin pensárselo mucho y como sin quererlo, se lo guardó dentro de la camisa. Me dedico a esto porque me gusta, porque es lo que mejor sé hacer, porque mi paciencia es infinita y porque no estoy supeditado al tiempo. En vida, sin embargo, nunca, nunca me dio por juntar más de dos frases seguidas en un papel, si no era absolutamente imprescindible.

jueves, 15 de julio de 2010

En prisión



Empecé a perder peso en esta celda sin ningún tipo de plan o dieta. Antes de que me capturaran yo estaba gordo como un hipopótamo, como un elefante, como una hermosa vaca de los prados asturianos, como mi antipático profesor de matemáticas en el cole, al que la papada le temblaba como un flan, cuando te decía que no con la cabeza. Me han pasado al régimen abierto, que me permite salir para trabajar. La asistente social me ha encontrado una terraza de verano, así que duermo todo el día en este camastro y a última hora de la tarde salgo a la calle con mi atuendo ibicenco y mi moreno de rayos uva, porque no me da tiempo de bajar a la playa. Dentro de poco se va a celebrar el concurso de Mister Talego, de donde saldrán los presos más guapos, más simpáticos y más fotogénicos. Estamos todos excitadísimos con la posibilidad de alcanzar algún triunfo en cualquiera de las categorías. A aquellos que antes de llegar aquí no tenían dientes les han sido implantados. Los que entraron castigados por los vicios se han recuperado por medio de ejercicios específicos en el gimnasio. Quien venía picado de viruela fue sometido a un tratamiento de laseroterapia, que deja el curtido rostro de los bribones como si fuese el suavísimo culito de un tierno bebé. La vida entre estos muros es entretenida y si muchos de los que hay fuera supieran cómo se nos ayuda desde aquí dentro a desarrollar la personalidad y a aspirar a la felicidad, saldrían a la calle con el firme propósito de atracar una joyería, matar a un vecino, incendiar la farmacia o violar a una profesora de idiomas, pero la gente, convencida por la literatura costumbrista y los medios de comunicación, piensa que la cárcel es un lugar triste, donde se mata el tiempo en aburridos talleres de ocupación profesional. Hasta la fecha la única pega que he encontrado es que no me permiten traer a nadie a la celda. Mi novia me acompaña de madrugada hasta la puerta y allí nos despedimos con un beso. Tenemos muchos planes de futuro para cuando yo salga. El amor hace que le demuestre impaciencia, pero realmente me da miedo volver a la calle, donde temo encontrarme con el gordo camello de barrio que una vez, como en un pesadilla, fui. Por el momento soy uno de los favoritos en el certamen, así que, mira, voy a disfrutarlo.

martes, 13 de julio de 2010

Las experiencias, ¡qué emoción!




Todas las tardes, en cuanto oscurecía, me asomaba a la ventana y me fumaba un cigarrillo, mirando a la gente que pasaba por debajo o las ventanas del edificio de enfrente. Luego volvía dentro a lo de todos los días. Eran algo menos de cinco minutos que esperaba no desde que me levantaba, sino desde el instante mismo en el que le daba la última calada al cigarrillo y lo arrojaba al vacío para ver como su brasa se descomponía al chocar con el suelo. Creía que esa era, y muchos de ustedes habrían pensado en mí con tristeza si me hubiesen oído, la mejor parte de mis días. Me consideraba, no obstante, un hombre afortunado por saber que era plenamente consciente mientras fumaba y miraba por la ventana. No voy a entrar en detalles sobre mí, si soy rico o pobre, guapo o feo, si tengo muchos amigos o muchas amantes o si estoy más solo que la una. Cuando paseaba por la calle y veía a alguien asomado a una ventana sentía una envidia enorme, unas ganas terribles de ocupar en ese instante su lugar, de modo que a veces me detenía y espiaba un rato. He temblado de emoción al ver que alguien asomado a una ventana encendía un cigarrillo, he llegado a llorar, como si viese una escena de una película que me emocionara. Me ha ocurrido estar en la calle a la hora del atardecer y sentir el impulso de regresar a casa corriendo para salir a la ventana y encender un cigarrillo. A veces lo he podido hacer y otras no. No me valía la contemplación desde una terraza al borde del mar, como la que llevaban a cabo muchos de los turistas que nos visitaban. Desde mi ventana no se ve un cuadro especialmente bello. Tan sólo un trozo de cielo, unos cuantos edificios, acera y asfalto, además de un árbol en una esquina. Cada calada marcaba con especial intensidad un instante de ese momento pleno, al tiempo que significaba que quedaba menos para su agotamiento. Entonces sentía que se me abría una herida de difícil localización. Cada día renovaba el placer de esa herida en mi carne. Nada de lo que había vivido en las horas restantes o viviría en las posteriores se le parecería. Me limitaba a salir a la ventana, encender el cigarrillo y mirar. Desde hace poco, sin embargo, cada día encuentro a esa hora a alguien nuevo asomado por otra ventana que hasta entonces había permanecido cerrada. En la ciudad ya pueden ser miles los que lo hacen, y según noticias que me empiezan a llegar, esta afición se comienza a extender por todo el país. La gente deja de hacer lo que tenga entre manos y a la hora del crepúsculo se asoma afuera con un pitillo en los labios, como si de una nueva moda urbana se tratase. Los medios de comunicación ya han empezado a dar cuenta de ello. Ayer, aprovechando que las calles son semiabandonadas y hay muy pocos transeúntes, salí a dar un paseo por la manzana, el tiempo que me duró el cigarrillo. Resultó sobrecogedor.

La imagen se titula fumo en la ventana y está sacada del blog de felatriz.

viernes, 9 de julio de 2010

Historia de un ojo durante un beso




Por fin llegamos a nuestro destino ayer por la tarde. Traíamos el coche cargado hasta los topes y mi mayor miedo era tener que estar un rato dando vueltas antes de encontrar aparcamiento, pero no fue necesario porque enfrente de la Cruz Roja, rodeado de ambulancias, había un hueco libre. Mi mujer se encargó de subir a casa con los niños y yo de ir descargando el equipaje. Tuve que dar varios viajes y en ellos me ayudé como pude con el carro de Juan, en el que fuí transportando bolsas y mochilas, que no contenían precisamente lingotes de oro, pero que pesaban lo mismo. España iba a empezar a jugar con Paraguay en unos minutos, por lo que todo el mundo, españoles y paraguayos de la ciudad, estaban concentrados delante de los televisores. Las calles respiraban una calma falsa. Lo que llamó mi atención al pasar por delante de aquel portal fue la pareja abrazada, pero lo que me la retuvo y me inquietó fue que la chica, jovencísima, ladeando la cabeza me siguió con un ojo, un ojo dulce, negro y sapientísimo. Me quedé con los niños y mi mujer se marchó a ver el partido, pues nuestro televisor no funcionaba. De repente el silencio se rompió para dejar paso a un clamor de celebración muy breve, seguido de un enmudecimiento y otro griterío festivo, que acabó otra vez en un silencio preocupante. Llamé a mi mujer para que me informara y me dijo que los paraguayos habían fallado un penalti, pero que inmediatamente se había pitado uno a nuestro favor, que había entrado, aunque por alguna razón el árbitro lo había anulado y el tirador falló el nuevo lanzamiento. Ganamos 1-0, no los paraguayos, sino los españoles. Esta mañana he salido a comprar el pan y de regreso he coincidido en el ascensor con un vecino al que no veía desde el año pasado. Hemos manifestado nuestra alegría por vernos después de tanto tiempo y porque España ha pasado a semifinales. Mientras le pongo el desayuno a los mayores me ha vuelto a la cabeza la imagen de la chica que me siguió ayer con un ojo mientras besaba a un chaval al que estaba abrazada. Es como si fuese un dibujo de azúcar o de arena en un cristal, sobre el que no tardará en soplar un golpe de viento. Y luego nada, se borrará. Ni siquiera habrá sucedido o puede que alguien invente una historia: mientras un hombre arrastra un carrito con todas sus pertenenecias dentro, la chica que se abraza en un portal a un muchacho ladea ligeramente la cara para mirarlo pasar. Y en ello emplea un solo ojo, desde el que abandona definitivamente el jardín cerrado en el que hasta ese instante ha vivido, mientras su lengua trabaja con afán y pericia en la boca del otro.

El cuadro que ilustra se llama El beso y es de Chagall

viernes, 2 de julio de 2010

Otra ciudad


Lleguamos anoche a esta ciudad. En medio de un oceáno de tierra. Me pareció que la gente de aquí también era humana. Humana o del mismo pais que yo. Por la noche salí del hotel, en las afueras, a dar un paseo. En mitad del puente por el que crucé al otro lado había un perro de mirada triste, un perro del mismo pais en el que yo habitaba, humano. No tardó en hablarme. Me dirijo a ti porque paseas solo y tienes cara de buen perro, me dijo. Soy un hombre, le contesté. Perdona, cara de buen hombre, rectificó. Necesito ayuda, quiero abrir este candado. ¿Tienes la llave? La arrojó mi novia al río. Me resultó imposible. Después de tomar un par de cervezas por allí decidí regresar. De nuevo por el puente pensé en lo que me había sucedido a la ida, pero ni rastro del perro aquel. Busqué entre muchos el candado que no fui capaz de abrir, pero me sentí confuso. Sentado en el hall del hotel con un periódico en las manos antes de subir a acostarme, supuse que mis hijos y mi mujer ya estarían dormidos. Antes de cerrar los ojos no pude reprimir un pequeño ladrido, seco, atinado.
Pero esta noche he sido yo quien se ha quedado con los niños y mi mujer ha salido a dar un paseo. No le he contado nada de mi encuentro nocturno para no alarmarla. Los he acostado y me he encerrado en el cuarto de baño a fumar. He dudado, quizás el cansancio del viaje me hizo ver lo que no era. Posiblemente se trataba sólo de un chico desquiciado, que quería romper lo que el candado simbolizaba, y mi imaginación se disparó presentándomelo con aspecto perruno. Acostado, sin embargo, he vuelto a vivir el encuentro tal como lo conté antes. La mirada triste del animal se ha vuelto a posar sobre mí. Me he quedado dormido, a pesar de la punzada de inquietud que se me ha clavado en el pecho, sin embargo ha podido más el cansancio. Hace poco oí que la puerta de la habitación se abría y vi la silueta de mi mujer en la penumbra. No le hablo para no desvelarme, pero le hago un torpe gesto de reconocimiento. Se acuesta a mi lado y siento cómo se sumerge en el sueño, del que yo salgo expulsado simultáneamente. Acurrucado en el borde de la cama, expectante, oigo su ladrido, brevísmimo, alto y oportuno. Enseguida sí, enseguida yo también me entrego y soy aceptado en los brazos de Morfeo.
La fotografía es de Sabine Biedermann