jueves, 27 de octubre de 2011

La señorita Bayer




En casa siempre tuvimos lectores y lectoras, puesto que éramos al tiempo que muy miopes grandes aficionados a las bellas letras. En cuanto al dinero, en fin, eso nunca fue un problema. A mi madre le leía un chico de Murcia, le parecía que con su peculiar acento Proust le pasaba mejor, eso decía ella, me pasa mejor. A mi padre le leía una chica muy tímida a la que nunca le oíamos la voz. ¿No será muda tu lectora?, le preguntaba mamá con una sorna muy civilizada, flemática. A mí me gustaba que me leyese la señorita Bayer porque dejaba que mis ojos y mi imaginación resbalasen por su escote alabastrino. Los lectores y las lectoras entraban y salían de casa continuamente y se cruzaban en las escaleras, de modo que sucedió que el chico de Murcia se enamoró de la lectora tímida. Viniendo a casa para leerles a mamá y a papá comenzaron a entenderse a escondidas. Primero en los cafés, a la hora de la merienda, luego en hoteles baratos a la misma hora. Un buen día alguien los encontró juntos y lo contó en casa, donde todos somos muy tradicionales, así que se convocó a la pareja y se le pidieron explicaciones.
-Nos hemos enamorado, dijo ella, a la que hasta entonces no le habíamos oído el tono de voz.
No hubo más, pasaron unos instantes en los que nadie supo qué decir y de repente mi padre reaccionó.
-Pues si es el amor qué le vamos a hacer, contra el amor no se puede luchar, sería de locos enfrentarse a él, pero comprenderéis que en ese caso no podéis seguir con nosotros. Os deseamos mucha suerte.
-Señor, dijo el chico de Murcia, con su peculiar acento, necesitamos el trabajo. Ahora más que nunca. Estamos esperando un bebé.
Pero en asuntos de honor mi padre era inflexible.
-Imposible, dijo tajante.
Y luego añadió que no obstante escribiría unas cartas de recomendación.
-Se lo agradecemos de corazón, dijo el lector.
Nunca más volví a verlos. La señorita Bayer llegó a un acuerdo con mis padres y se vino a casa como interna a leernos a los tres. A mí mientras leía me consentía que perdiese la mano dentro de su escote.

miércoles, 26 de octubre de 2011

El fuego




En casa no tenemos chimenea, pero a veces me siento en mitad del salón y con el ansia y los ojos enciendo un fuego, llamas que lamen el aire, sutiles como todas las pasiones. Me quedo mirando el fuego a la espera de que algo ocurra. Azul, negro, rojo, naranja: en la llama están todos los colores, también el amarillo y el verde. Tarde o temprano se produce una señal. Es como si fuese una mano que saliese de la niebla para guiarme, me agarro a ella y me dejo llevar. El fuego desaparece y antes de salir a la calle, a los asuntos en los que se ocupa un hombre contemporáneo, recito una oración que mi madre me enseñó de niño. En ocasiones al atardecer, cuando ha llegado la hora de volver a casa, me he equivocado de calle, de edificio o de puerta. Pero siempre he recibido un aviso a tiempo, una especie de soplo al oído. En cierta ocasión en la que iba especialmente distraído un hombre me sorprendió intentando abrir su coche con mi llave. Como mi aspecto es corriente no cundió la alarma. Aquel hombre adivinó enseguida lo que ocurría.
-A mí también me suele pasar, me dijo, al tiempo que accionaba su mando a distancia.
Me sentí confuso y eché a caminar hasta que salí de la ciudad por uno de sus arrabales. En un recodo de la carretera hallé una taberna y entré. Tenían una hermosa chimenea en la que ardía un gran fuego que todos los parroquianos agradecíamos en un día tan intempestivo. Me tomé una copa de coñac para entrar en calor de cara a las llamas, que no cesaban de escribir en el aire los hilos por los que discurría mi vida fuera de allí.

La foto es de Ricardo Moreno y se titula Marilyn en la pared

martes, 25 de octubre de 2011

Salvador Dalí y mi familia


Mi padre conoció a Salvador Dalí. Fue de un modo casual, mi padre iba por el campo y se lo encontró cagando en un sombrero, mientras que en la cabeza llevaba la quijada de un mulo. Mi padre quizás también buscaba un lugar para cagar en aquel campo. Evidentemente mi padre no sabía que aquel hombre era un gran escritor, pero por las señas que siempre dio refiriendo la anécdota del hombre que jiñaba en el campo, yo enseguida supe que se trataba de Dalí, el escritor que me interesó, no el pintor, desde que yo mismo quise ser escritor y se lo anuncié a mi padre:
-Quiero hacer lo que hacía aquel hombre que encontraste en el campo. El que se llamaba Salvador Dalí.
Mi padre redondeó sus ojos como si me quisiera decir:¿dentro de un sombrero?, ¿ponerte una quijada en la cabeza? pero se quedó callado, a la espera de que me aclarase.
-No, padre, quiero ser escritor.
-Tu verás, me dijo. Pero ahora vete y ordeña a las vacas.
Todas las noches después de las faenas yo leía el periódico en voz alta. Procuraba adaptar las noticias a mis intereses particulares: raro era el día en el que no introducía en alguna noticia una anécdota o una declaración del maravilloso escritor que ya todos venerábamos en casa, aunque yo fuese el único que leía sus libros.
Mi padre conoció a Salvador Dalí, el escritor, no el pintor, mientras hacía el servicio militar. Mi padre estaba destinado en un polvorín aislado, rodeado de huertos. En uno de esos huertos Salvador Dalí se puso en cuclillas habiendo colocado debajo de su culo el sombrero con el que había salido para protegerse del sol, sobre la cabeza llevaba en equilibrio una quijada. Mi padre se pasaba los días solo. Una vez cada quince le traían provisiones y le entregaban una pequeña cantidad para que se abasteciese de pan, leche, huevos y verduras, pero lo que hacía era intercambiar con los hortelanos sus latas de conserva por lo que él necesitaba; además les echaba una mano en las labores y así sacaba un pequeño jornal. De otra forma mi padre nunca hubiese conocido al insigne escritor, que por esas fechas debía de estar de vacaciones con su mujer Gala en la isla. Y es que estamos en Ibiza, unos cuantos años antes de que fuese descubierta como paraíso del sexo y las drogas.
Hace unos años estuve en Ibiza e intenté dar con el lugar en el que mi padre había encontrado a Salvador Dalí dando de cuerpo, que fue la expresión que siempre usó mi padre.
-Y allí, entre las matas de tomates encontré a aquel hombre dando de cuerpo en su propio sombrero, decía mi padre.
-¿Cómo era ese hombre?, le preguntaba yo invariablemente.
-Muy moreno, con un bigote como una torcida y habla de idiota. Al principio me dio pena ver lo que hacía, pero luego me aclaró que siempre daba de cuerpo así.
-¿Él dijo dar de cuerpo?, le preguntaba yo a mi padre.
-No, el dijo otra cosa, decía mi padre.
Al menos si no encontraba los huertos, cosa harto improbable, me hubiese gustado ver el polvorín o sus restos, pero preguntando a unos y a otros me señalaron un lugar en el que se levantaba un chalet inexpugnable. Nada más acercarnos mi esposa y yo a la valla oímos los ladridos de un perro guardián.
Nunca conseguí ser un escritor de la talla de Salvador Dalí, me he tenido que conformar con escribir guiones radiofónicos o para las series de televisión. No obstante, siempre que puedo saco alguna frase de sus libros y la cuelo en las historias que me imponen. Es la primera vez, sin embargo, que cuento la historia de mi padre con Dalí. Por cierto, el ambiente hippy de Ibiza me pareció decepcionante. Mientras mi mujer conducía un pequeño utilitario de alquiler yo me asomaba en pelotas por la abertura que tenía en el techo. Nada, nada, ni rastro de aquello que tanto había alimentado mi imaginación.



En la fotografía Salvador Dalí que llevaba un cráneo de animal como un sombrero, ( por Hulton Archive / Getty Images)

lunes, 24 de octubre de 2011

Borges, Remake


El cuento Pierre Menard, autor del Quijote, antes de escrito fue soñado por Borges. Pierre Menard es un oscuro escritor francés recientemente fallecido, cuyo mayor logro fue escribir, en el siglo XX , los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Quijote, y un fragmento del capítulo veintidós. Los capítulos son iguales, en cada palabra y cada coma, a los escritos originalmente por Cervantes. Sin embargo no son una copia. Tras la hazaña del poeta simbolista de Nimes no son pocos los que se han atrevido a emularlo. Yo mismo en cierta ocasión, después de haber descansado bien por la noche, a la mañana siguiente redacté Pierre Menard, autor del Quijote. A las pruebas me remito.
Escribe el argentino:
“El Quijote- me dijo Menard- fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patrióticos, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor.”
Y en el exacto lugar del relato esto es lo que yo mismo escribí y publiqué en unos pliegos artesanales, para un círculo de conocidos amantes de la buena literatura:
“El Quijote- me dijo Menard- fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patrióticos, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor.”
Modestamente y a riesgo de ofender a alguien más que a la señora viuda de Borges creo que he mejorado el texto de su marido, a pesar de que al lector corriente podrían parecerles el mismo. No obstante, se podrá observar que donde el bonaerense se despacha con el adjetivo “agradable” referido a la obra de Cervantes, en mi texto, exacto al suyo, la intención tiene menos ironía, aunque la misma ligereza, y por el contrario mi texto resulta más incisivo que el suyo, idénticos entre sí de nuevo, en lo de “soberbia gramatical”.
Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será. Afirmo, a riesgo de ofender a la cruel viuda.
En la Historia universal de la infamia, un libro que Borges publicó en 1935 y según él mismo confiesa en el prólogo escribió durante el año anterior, hay una parte final titulada Etcétera, en la que en la edición del año 1954 incluyó tres piezas nuevas. Me permito añadirle hoy a sus Obras Completas en los tres tomos de Emecé Editores, 1989, un relato nuevo, que he conseguido encuadernar y camuflar en el tomo primero de todos aquellos amantes de la buena literatura que acuden a la biblioteca provincial a leerlo o a tomarlo en préstamo. Cuenta Borges en esa parte, que he ejecutado yo, la historia de Muamar al Gadafi.

El dibujo de María Kodama que ilustra es de Pablo Gallo

domingo, 23 de octubre de 2011

Inma Ruiz sobre La memoria del gintonic


Desde Frankfurt, Inma Ruiz, que da clases en la Justus-Liebig-Universität Gießen, ha escrito en su blog Agua y azahar la reseña de su lectura.

La fotografía es de Kim Ji Hae

sábado, 22 de octubre de 2011

La Bañera Láctea




Ya estoy tan viejo que
la leche me chorrea por la cabeza.
Ya no creo lo que nunca creí
con la firmeza del viejo
al que le leche se le ha ido pudriendo.

Usted, amigo, que se acerca curioso a verme,
como el que se aproxima a la letra pequeña
de un pasquín callejero,
tendrá que saber que aquí me apilo yo
en una montaña de tetrabricks.

Sáquese las manos de los bolsillos, hombre.
Le voy a llenar los zapatos de muerte,
mientras se toma la cervecita de costumbre,
mientras enjuicia usted al mundo,
lleno de razón.

Ya estoy tan afilado, tan hecho hilos, tan soplado
por el viento de la vida,
que me doblo, me inclino ante la mancha
de grasa en el bajo de los pantalones,
rendido a su voz.

No es que se lo pida, amigo (no quiero ser irónico),
es un ruego,
actúe usted como nadie espera
y métase conmigo en este mar,
no azul de mar,
sino blanco de muerte y leche.

La imagen es una fotografía de Pierre Cordier

miércoles, 19 de octubre de 2011

Barrio


Habría que avisarles, claro, a quienes nunca vieron esas cosas, porque el tiempo es como una lasaña de capas superpuestas, que bajo el edificio en el que han adquirido su vivienda, hipotecados hasta las cejas, pero qué le vamos a hacer, las cosas están así, la crisis estalló en sus narices como un espectáculo de pirotecnia, luz y color, y no se iban a arredrar, el amor por encima de todo, decidieron casarse, hacer un banquete con la familia y los amigos, y luego irse de luna de miel, que bajo el edificio, repito, en el que está su piso, su casa, hogar, república independiente sueca de Ikea, hubo en otro tiempo una vaquería, un huerto, un cementerio, capa bajo capa, hacia dentro, hacia atrás, hacia nada. Habría que advertirles, claro, que ahí había una elevación del terreno, que por las tardes desfilaban las madres con sus niños roñosos de una mano y en la otra una cantarita que llenaban de leche recién ordeñada, sobre la que se formaba una tapa de nata y si no se cubría con un paño una corona de moscas. Habría que levantarse y acercarse a ellos y decírselo. Mirad, todo esta calle y esas de ahí eran campo. Había una acequia, mosquitos, vacas, cerdos. La gente que llegaba aquí venía de los pueblos, pero aquí ya no era como en el pueblo, aunque hubiera muchas cosas que lo recordaran. Esto era la ciudad. Habría que traer a los chicos de las escuelas y decirles que bajo ese edificio en otro tiempo se plantaron cebollas sobre las tumbas, y otros tubérculos que enredaban sus raíces entre los huesos, entre las conchas, entre los jarrillos de los ajuares de los muertos, de una dulzura al paladar como ya es imposible comer en ninguna parte, porque todo se está volviendo insípido, porque nada sabe igual que antes, y uno no sabe si es que es eso, que la fruta la traen toda en camiones de los invernaderos de Almería o que el paladar se va desgastando o perdiendo, serán seguramente las dos cosas. Habría que decirles que el tiempo es una lasaña, una capa sobre otra. Pero quién es el guapo que lo hace. Quién se acerca a la chica cuando viene cansada con el uniforme de Mercadona. Oye, mira el edificio en el que vives está embrujado, no sería extraño que oyeras por la noche unos lejanos mugidos de vaca o susurros de la gente que vigilaba el mar, el mar llegaba hasta aquí mismo. ¿Sabes lo que me ha dicho un vecino hoy?, le diría ella después de darle un beso. Él pondría cara rara pensando en cualquier inconveniencia, como aquella vez que ella le contó que un exhibicionista le había salido al paso. No, no te preocupes, aunque bien pudiese haber dicho no te mosquees, porque es él es de naturaleza desconfiada y suspicaz. ¿Qué te ha dicho?, dirá él, serio. Que el tiempo es una lasaña. Y él querrá saber quién le ha dicho eso, quién se atreve a esas confianzas con su mujer, qué quiere decir con eso. ¿Y nada más? Más, por supuesto, que no nos extrañemos si por la noche oímos mugidos, susurros, que el edificio se levanta sobre una vieja necrópolis. He buscado necrópolis en internet y significa cementerio. Y él empezará a dormir mal y ella empezará a pensar que quizás ha llegado el momento de quedarse embarazada. Olvidarán lo que el chiflado aquel le dijo a ella un día, qué era lo que te contó aquel viejo. Yo lo pasé mal una temporada, algo de que el edificio estaba embrujado, pero mira la de años que llevamos aquí, aquí han nacido nuestros hijos y yo nunca he visto un fantasma. Habría que decirles todo eso.

La fotografía es de Xavier Delory

martes, 18 de octubre de 2011

Hijo




En todas las familias hay un gracioso al que uno de buena gana le partiría la cara. Para poder por fin reír de verdad, con ganas. En la mía ese lamentable honor lo tuvo siempre mi padre. En fin, mis hermanos, mi madre y yo intentábamos mirar para otro lado cuando el viejo salía con sus gansadas. Así fue siempre y la cosa no tuvo nunca visos de que fuera a cambiar. No había boda, bautizo o celebración en la que mi padre no pusiera la nota discordante.
-Las cosas que tiene este hombre, es lo que solían decir las tías, o mis primos.
Las cosas, sus cosas, han sido todo tipo de impertinencias, de comentarios fuera de lugar, de bromas pesadas. El carácter expansivo, ridículo y cegato de mi padre me ha torturado y me ha humillado desde que tuve algo de raciocinio, desde que a los cinco o seis añitos me percaté de que aquel individuo era un fantoche presuntuoso. Sin embargo un día, cuando por enésima vez lo veía meter la pata y hacer el ridículo ante todos, de repente me embargó un sentimiento nuevo que no era ni vergüenza ni miedo ni dolor. Me sentí triste. Lo imaginé muerto, estirado y brillante, empalagoso como siempre, relamido en su pose de actor folletinesco. Me levanté de la silla dejando un flan con nata a medias y me escondí en el cuarto de baño antes de que el llanto me asaltase. Estuve allí un buen rato, oyendo las risotadas de mi padre y de alguno más de su cuerda. Luego en el frío de las calles le fui dando puntapiés a una lata hasta que me cansé, decidido a que no regresaría nunca a aquello que todos seguiríamos llamando hogar por mucho tiempo.


La fotografía es de Pierre Gonnord

lunes, 17 de octubre de 2011

Un encuentro


-¿Es usted un espantapájaros?
-Esa pregunta ya me la han hecho otras veces. Otras veces usted ya me ha preguntado eso.
-Sí, pero nunca obtuve respuesta.
-Hoy sí, hoy le contestaré, no tema, no despertará usted sin haber satisfecho su curiosidad.
-¿Despertar?
-No sé si se habrá dado cuenta, pero usted está soñando y yo no.
-¿Es usted un espantapájaros?
El hombre que podría ser un espantapájaros encendió un cigarrillo. Era curioso verlo fumar porque ese hombre procedía de un tiempo en el que no se conocía el tabaco. Llevaba un traje de excelente calidad muy estropeado, lleno de rotos, con manchas de grasa. El cigarrillo se transformó en un gusano juguetón. Un gusano blanco, humeante, sabroso, que el hombre se echaba al pecho con la satisfacción del que ha dejado por unas horas la caja de pino.
El hombre curioso que había sido acusado de estar soñando estaba dispuesto a meterle fuego a aquel fantoche y así lo insinuó con un gesto, levantando el pulgar, como si fuese una llama.
-¿Es usted un ángel?
-¿Lo dice usted por el truquito del dedo flamígero?
-Le ha quedado muy efectivo. He temido por mi vida, si le soy sincero.
-Me siento ahora capaz de incendiar una ciudad.
-Me alegra saber que está usted en forma, adelante si gusta, pero permítame que le cuente nuestra historia.
Usted y yo somos dos hombres inventados. Supongo que no le desvelo ningún secreto si le digo que además yo ya he fallecido y usted está falleciendo en este preciso instante.
-Se contradice usted demasiado.
-¿Me contradigo?
-Sí, lo hace.
-Horror, ¿y ahora qué hacemos?
-No me gustan sus burlas.
El hombre espantapájaros se abrazó al otro hombre, que sintió una inmediata repugnancia.
Nunca, nunca, en ninguno de los encuentros que ya habían tenido, pero de los que no hay constancia, habían llegado hasta ese punto. Luego, cada uno volvió a sus quehaceres y por más que intentaron coincidir nuevamente ha sido del todo imposible, aunque el deseo de conseguirlo no los ha abandonado desde entonces.



La imagen que ilustra es un aguafuerte de Paul Klee

sábado, 15 de octubre de 2011

El balón



El hombre se detiene en mitad de la calle cuando se da cuenta de que todas sus ocurrencias, toda su gracia y su chispa ya no le sirven. Como si hubiese perdido el sombrero por un golpe de viento. Estuvo bien mientras duró, se dice. Y no se le ocurre nada más. Se sienta en un café. El hombre, con la cabeza inusualmente descubierta, mira a las mujeres como quien persiste en un hábito. Ayer mismo esa contemplación hubiese sido fuente de elaboradas fantasías, pero hoy mira a las mujeres como podría estar mirando caballos de carreras, porque son los elementos móviles que aparecen en su horizonte. Ayer mismo el hombre de hoy, sin ocurrencias, era un pozo inagotable de comparaciones que ya está seco, como una chistera de mago agotada. Así son las cosas. El hombre podría hacer un esfuerzo, y de hecho lo hace. Podría ir a la sombrerería más cercana y probarse algunos modelos. Con algo de voluntad, se da cuenta, volvería a ser el mismo que fue antes de que todo empezase. Más ocurrencias, más comparaciones, un placer renovado, podríamos decir en el uso de las palabras, porque es cuestión de palabras y de dónde brotan las palabras. Pero sabe que ese camino es un bucle absurdo, un bucle. Ahora se trata de la necesidad. El hombre mira a las mujeres como si hubiera necesidad de mirarlas como a caballos de carreras. Un ejercicio al que no está acostumbrado, de resultados decepcionantes. Camina por un suelo irregular, en el que es fácil dar tropiezos, hundirse o caer, se asegura con un bastón, curioso, elegante. En este territorio sus recursos de ayer, sus ocurrencias, su improvisación, son como lluvia que rebota en el suelo. El hombre, despacio, se dirige al lugar que tenía en mente alcanzar en su paseo, cuando un golpe de viento le dejó la cabeza desnuda. El hombre acepta los rigores. Hace frío y quizás sus ropas no sean las adecuadas para soportarlo, además en sus bolsillos se han abierto dos grandes agujeros, como si una brasa hubiese quemado la tela. Dos sucesos le sobrevienen, el primero es reflexivo: los años, que parecían un adorno, otra frivolidad más, le exigen un tributo de mermas y deficiencias. El segundo es que en mitad de la calle da con un balón abandonado. Toda esfera es un reclamo, piensa, una invitación. El hombre echa atrás la pierna, lo suficiente como para adelantarla con fuerza y chutar. Ojalá, se dice, tuviera muchas oportunidades como ésta. Pero piensa: ¿cuántas veces encuentra un hombre un balón así en su camino? Y contesta: muy pocas.

jueves, 13 de octubre de 2011

Otra opinión sobre La memoria del gintonic


La escritora valenciana Elena Casero ha dejado en su blog su opinión y reflexiones a raíz de la lectura de la novela.
AQUÍ

martes, 11 de octubre de 2011

Microrrelatos del perro Argos





El escritor era un humorista, puso punto y final a su vida literaria con microrrelatos sobre un perro. Pensando un nombre, qué mejor nombre que Argos.


Al otro lado de la muerte el perro Argos se cruza en una plaza con Kavafis, que ha escrito un famoso poema titulado Ítaca, recogido ahora en los panfletos publicitarios de ciertas agencias de viajes. El perro olfatea una pierna del poeta, pero no se atreve a hacer lo que se le pasa por su cínica cabeza. Se aleja y levanta la pata contra el tronco de un árbol, que ha crecido al otro lado de la muerte. El poeta reconoce inmediatamente al perro Argos, porque al otro lado de la muerte la existencia es transparente, o diáfana. El poeta busca un café donde escribir un poema con esta anécdota, pero lo encuentra lleno de bellos muchachos, pobres y cultos, así que se olvida de su primera intención y se queda embelesado con su deseo, al otro lado de la muerte.


El perro Argos cultiva la amistad de algunos cínicos por razones de perruna obviedad. El perro ha adquirido la facultad del lenguaje, con lo que vale más por lo que dice que por lo que calla.


El escritor le lee a su perro todo lo que escribe y desecha aquello que no recibe la aprobación cínica. Poco a poco el escritor va aprendiendo a ver en la mentalidad de su perro y de esa forma sus historias consiguen penetrar en el alma humana. Los perros no son como se piensa que son los perros, como parece, sino como son. Tener en cuenta esta evidencia condiciona la carrera del escritor, que discurre al margen.


En ocasiones el perro Argos está tentado de expresar sus opiniones y se le ocurre por ejemplo escribir una carta al director de un periódico. Pero en el último momento se reprime porque las opiniones le repugnan, lo que más de una vez le ha valido ciertos calificativos que despectivamente desembocaban en el que define con precisión su naturaleza, cínico.


Un hombre se acercó al perro Argos y le mostró un palo, que luego lanzó lejos con la idea de que fuese a buscarlo y se lo trajese entre los dientes. El perro llevaba varios días sin decir nada, porque nada tenía que decir. Al hombre del palo le dijo:
-Me temo que me tomas por lo que no soy.


El perro Argos se acercó a un pozo y allí había un extraterrestre bebiendo. No se dijeron nada, pero estuvieron un buen ratro husmeándose el culo.


El perro Argos no va desnudo por ahí, como podríais suponer. Es presumido y tiene una rica colección de trajes hechos con hilos invisibles. Siempre dice lo mismo: la vida es un traje invisible.


El perro Argos huele a humo, sabe a ceniza. Es un perro sin raza. Pero no tiene pulgas. La higiene es la base de su existencia. Come silencio, y no es cosa esta que me halla inventado yo.


El perro Argos cuando quiere poner fin a una conversación ladra y se acabó. No esperes que diga nada más. En ese sentido, es seco, pero no olvidemos que el perro Argos no es una persona, sino un perro.


El escritor ha inventado un perro protagonista de sus microrrelatos, un perro pensado a partir de sus ideas de cómo podría ser el perro protagonista de sus microrrelatos y para ello ha usado su experiencia perruna, que no es poca, más allá de ciertas bromas o gracias que podrían figurar a continuación.


Hasta donde se sabe el perro Argos sólo se enamoró una vez. Fue una época de equívocos, porque con su comportamiento humano contribuyó a que la chica, que era dependienta en una tienda de modas, echase por alto su reputación. Aquí podría ponerse ahora una enseñanza o conclusión, pero ni al perro ni a su novia les valdría de nada, sólo satisfaría al lector.


Al otro lado de la muerte el escritor Borges tuvo un desacuerdo con el perro Argos. Como en casi todas las disputas pretendidamente intelectuales el componente principal eran los celos y antipatía personales. Borges odiaba a los perros lazarillos y por extensión a los perros en general. Prefería a María Kodama. El perro Argos hacía muchos chistes sobre Borges sin referirse directamente a él. En un sueño el escritor y el perro se encontraron por fin y mantuvieron un breve diálogo.
-Usted odia a los perros.
-Usted odia a Borges.
Lo cual demuestra que el combate quedó en tablas.


El escritor de estos microrrelatos a veces se queda mirando a un perro flaco como si mirándolo pudiera saber cosas sobre él. Lo que ha averiguado sobre el perro Argos ha sido sobre la marcha, conforme escribía, así que habrá incurrido en errores, imprecisiones y otras faltas más graves.

El cuadro es de Lucian Freud

lunes, 10 de octubre de 2011

Nocturno


Anoche no podía dormir, así que bajé a la calle a fumarme un cigarrillo mientras daba un paseo. Bajo una farola encontré a un hombre tomando una copa de champán. Y caro, me dijo.
-Yo no puedo dormir.
-Tómese usted una copita conmigo.
-No sé, no entraba en mis planes beber esta noche, le dije.
-Vamos, hombre, anímese, se volverá a la cama de buen humor.
-¿Por qué brindamos?
-Por la suerte, contestó.
-Ea, por la suerte.
-Gracias por acompañarme, me quería tomar la última y todos mis amigos han desertado.
-Gracias a usted, pero empiezo a sentirme cansado, creo que volveré a la cama a ver si soy capaz de coger el sueño.
Esta mañana he visto al pie del contenedor de vidrio la botella de la que anoche me escanció el hombre que bebía solo. Ha sido algo irresistible, un impulso que no he controlado. La he cogido por el cuello y me he echado al coleto las últimas gotas. Un vecino se ha asustado al ver que me relamía como un gato. Luego me he acercado al paso de cebra donde mis hijos me esperaban para cruzar camino del colegio. Y nada más. La mañana no ha sido mala. A lo que le temo es a dar vueltas en la cama en mitad de la noche.

La fotografía es de Kim Ji Hae

miércoles, 5 de octubre de 2011

Nunca se sabe


Me levanto, siempre en este pueblecito tranquilo, sosegado, y lleno un vaso de agua, que me gustaría arrojar por la ventana para escándalo de mi perro, tranquilo, paciente, pero como no me atrevo, glugluglú. Quizás dibuje algo en un papel y lo recorte. Sí: un pájaro o un pez, que me atrevo a pegar en el frigorífico. En el ascensor ya me han pillado haciendo muecas delante del espejo. Me he defendido ante mis vecinos, irónicos, tranquilos, simulando que me estudiaba las ojeras, o bien las orejas, sus pelos. A veces fantaseo con que la policía inicia una investigación. Sobre mí. Habrá motivos, digo yo. Un informe de mi comportamiento, tranquilo, sosegado, paciente. Me pregunto: por qué salto, si no tengo obstáculos por delante. Los vecinos declaran: parecía alguien muy normal, quizás un poco reservado, pero un chico como todos los de su edad. Cómo íbamos a pensar algo así. En un calabozo, con las esposas puestas y esa barba de criminal, con todo perdido. Nunca se sabe. En este pueblecito. Me acabo de levantar y he llenado un vaso de agua.

La fotografía es de Marc Dubord