miércoles, 23 de marzo de 2011
Viaje por mar
La fotografía es de Adam Clutterbuck
1
Tengo un atlas que perteneció a mi abuelo. Pero mi abuelo nunca supo lo que era un atlas. No sé si lo supo. Supongo que no lo supo. He comprado el atlas hace unos días en una librería de ocasión. En él figura escrito a mano el año en el que mi abuelo murió. Aquel año en el que imagino que me regaló el atlas sabiendo que su muerte estaba cerca para que nunca me olvidase de él. Nunca me he olvidado de él, pero lo he conseguido sin el atlas que compré hace unos días pensando que podría ser un atlas que mi abuelo me hubiera regalado para que lo recordase.
2
Con los ojos cerrados he señalado un punto del atlas. Ahí quiero ir. Pero lo quiero hacer caminando. Quiero caminar por el papel hasta llegar a ese lugar y bañarme en una playa. Camino con los dedos por encima de los países, paso las fronteras sin ningún tipo de dificultad, llego y me acuesto en una calle, donde hay otros hombres dormidos, al menos recostados contra los muros, descansando. Abro los ojos y veo que el punto que marqué con un lápiz está en medio del mar. Ahí es donde quiero ir, pero tendré que enrolarme como marinero. Sé que un día mi sueño se cumplirá en forma de naufragio.
3
Mi abuelo pocas veces levantó la vista de la tierra en la que escarbaba. Y cuando lo hizo fue para echarse un trago de aguardiente gaznate reseco abajo. Cuando se murió lo pusieron en un nicho alto, lejos de la tierra. No sé si eso estuvo bien o mal. Pocas veces, muy pocas, hizo un viaje. Conoció el mar, pero nunca se bañó en él. Y que conste que yo no sé si mi abuelo conoció el mar, pero en fin, no le pillaba tan lejos, lo hubiera podido conocer. De lo que estoy más que seguro es de que nunca metió su cuerpo en el mar, así que no me queda más remedio, por simple justicia, que hundirme entre las olas.
4
Un día mi abuelo me llamó a su cama y me sentí en ella como en una nave. De lo que ahora estoy seguro es de que entonces yo aún no había visto el mar. No obstante, abajo las olas de la oscuridad se agitaban, los gatos iban y venían con sus rabos tiesos como animales de la profundidad. Mi abuelo olía a tierra, a muerto, y yo quería saltar de la cama, arrojarme a las olas, que los gatos me transportasen como a un ser marino.
5
En mitad del océano de mi sueño intento aferrarme a cualquier reliquia del naufragio con tal de no hundirme, porque todavía no he aprendido a nadar. Hay un leño flotante a mi lado al que me agarro. Es un sarmiento seco del tamaño de un hombre, me salvo. Abro los ojos. Llamo a mi hijo, que me aúpa a su hijo hasta la cama. El chiquillo quiere escapar de allí, pero antes de que se marche le entrego un atlas. Me mira con sus ojos grandes como platillos volantes, acuosos como la superficie esplendente de una piscina y sale corriendo, con esa torpeza en tierra firme de quienes han pasado mucho tiempo a bordo de un navío.
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3 comentarios:
Mi abuelo me regaló un gatofoca y yo le puse de nombre Auderio. Me lo llevé de viaje a la isla de Truenquegulas. Allí comíamos endivias que caían de las nubes y todas las tardes llamaba agradecido a mi abuelo por tarifa plana.
Cuando murió mi abuelo Momo, recio y erguido hasta el último momento y que había sobrevivido a mi abuela Nanes, fui comisionado por mis primos como el nieto que debía recoger sus cosas. lo que más me enterneció -soy así de macarra- es un paquete de condones sin caducar que me apropie y use en su santa memoria d ehombre vital
(Hoy cuento yo una de mar en mi blog, perdón por la publicidad)
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