martes, 12 de julio de 2011

Desamparo



Poniéndose un dedo sobre el agujero de la garganta para que pudiéramos oírle nos anunció aclaratoriamente:
-Yo no soy homosexual.
Se había acercado metiendo baza porque había oído retazos de nuestra conversación, pero la traqueotomía que tenía hecha, la música ambiente, la oscuridad y el alcohol que ya habíamos ingerido nos obligaban a hacer grandes esfuerzos si queríamos saber exactamente de qué estaba hablando. Se me acercó un par de veces a la oreja y me la dejó empapada de saliva. Me dio asco, pero no hice nada por cortar su perorata. En un momento dado se sacó la cartera y mostró un carnet con una fotografía en la que no parecía el mismo, estaba como quince o veinte años más joven, aunque era evidente que no había pasado ni mucho menos ese tiempo, luego me entregó una tarjeta en la que pude leer que era el jefe de negociado del cuerpo de bomberos. Lo habría sido, sin duda, pero era evidente que ya no estaba en activo. La conversación acabó como se había iniciado, de sopetón. Su aspecto tenía algo repulsivo, demasiado evidente, como esos personajes secundarios de las películas que transcurren en lugares exóticos de clima bochornoso, que no dejan de transpirar, que son infantiles y crueles: se había calado un sombero negro para más inri. Volvió a merodear entre nosotros, pero yo ya no le presté atención. Cuando salimos del local el día clareaba. Encaminó sus pasos en dirección contraria a la nuestra. Después de levantarme quise hacer algunas averiguaciones sobre él entre los noctámbulos con los que habíamos coincidido, pero lo único que podría añadirse a lo dicho sería que había sufrido un cáncer de garganta.

A Raquel la conocimos al salir de uno de los tugurios en los que estuvimos bebiendo y charlando, cuando su amiga Tere se nos acercó pidiendo fuego. Tere entró en crisis allí mismo: se le salía el relleno del sujetador e insistía en llamar por teléfono a su novio, por el que parecía sufrir, o al menos haber bebido. Raquel nos dijo que estaba harta de ella, que quería pasarlo bien, que estaba harta de sostenerle la cabeza para que vomitase y luego estaba harta de llevarla a su casa. Nos dijo que le parecíamos una gente mayor, pero que le dábamos buen rollo y que quería bailar con nosotros. Nos contó dónde había nacido y para certificarlo me mostró su carnet, a lo que yo respondí exhibiendo también el mío. Raquel tenía una mirada asombrada y penetrante, por momentos asombrada y por momentos penetrante. Iba agarrada a su bolso con una seguridad y resolución inapelables, pero pensé que sin él, sin el bolso, sin su asidero, se podría derrumbar enseguida. Alguno de nostros se quiso ocupar de su amiga Tere, que hacía complicados equilibrios por mantenerse en pie, pero todo intento fue infructuoso. Raquel se vino con nosotros y Tere se perdió entre la muchedumbre que se desplazaba calle abajo como un río sucio, enlodado. No sabría decir si fue Tere la que nos llevó a nosotros a bailar o fuimos nosotros los que la llevamos a ella, pero lo pasamos muy bien, generosos en abrazos y arrumacos nosotros y generosa ella. Finalmente cuando decidimos cambiar de local, en el trayecto de camino, Raquel se encontró con un amigo que le dedicó una reprimenda descomunal y allí la perdimos, mientras un flautista callejero nos interpelaba. El flaustista llevaba nueve meses en la ciudad, pero se refirió a lugares que distaban más de mil kilómetros de aquella plaza y que yo conocía bien, porque curiosamente nos habíamos criado en barrios vecinos de la ciudad del sur. El flautista vivía en una casa abandonada y se quejaba con amarga distancia de su suerte, que había empezado a empeorar definitivamente cuando se había visto implicado en el hallazgo de un alijo de droga en un árbol por parte de la policía. Toda su relación con el asunto, aseguraba el flautista, era encontrarse en ese momento debajo del árbol. Hacía meses que no oía nada tan divertido y me entretuve un rato con el flautista antes de seguir nuestro noctámbulo periplo como argonautas en busca de un vellocino dorado.

En este relato vamos hacia atrás. Ya con el título nos queremos referir a la última meta de los noctámbulos. Siempre me parece que quien se acuesta el último se va a la cama con el desamparo, aunque esté recubierto con una capa de brillante ilusión, como un crujiente celofán con el que se nos ofrece un regalo, como el brillo que despiden los metales preciosos, pues en esta ocasión estábamos celebrando un emotivo encuentro.

Yo había quedado con uno de esos amigos virtuales que hoy te ofrece internet, alguien con quien había tenido entretenidas charlas de índole literaria, pero a quien nunca había visto cara a cara. El vivía en una ciudad del interior y yo en una del sur. Ahora por una serie de circunstancias y casualidades habíamos coincidido en una del norte. Nos habíamos citado por teléfono en un lugar de encrucijadas, una plaza repleta de restaurantes y bares que se llama las cinco esquinas, en la que apareció un grupo de jovencísimos escritores en ciernes, mientras que a mis acompañantes la literatura sólo les interesaba en el mejor de los casos secundariamente. Sin embargo, todos nos dejamos llevar por el alcohol, la risa, el tabaco y las ganas de pasarlo bien, sin las que el desamparo, que se revelaría en todos los episodios que la noche nos prometía, nos instalaría en la boca un regusto amargo de decepción y tristeza. No obstante, a la mañana siguiente nos pudimos reír de nuevo contando todas las anécdotas y viendo en el móvil fotografías que ni siquiera recordábamos haber hecho.

La fotografía es de Humberto Rivas

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Esta es la versión light de los hechos. Raqueliña tiene una falta.

Fdo. El amigo.

Anónimo dijo...

Ah, Raqueliña, Raqueliña, qué grande.

Anónimo dijo...

Sí era grande, sí. Apenas la abarcaba.