lunes, 1 de noviembre de 2010
Cortar
Los críos miraban hacia donde yo les señalaba en la pizarra con aquella flor rota que era mi mano. Miraban allí, pero sólo veían dentro de sí mismos algo atroz. Era un truco, además. Me guardaba yo mucho mi mano mutilada hasta que me parecía que era el momento de sacarla y ponerla a trabajar. Desde luego los mayores ya le habían ido con el cuento a los pequeños. Le faltan dos dedos, dos dedos no, le faltan tres. Pero tarda en sacarla. El año pasado no la sacó hasta Mayo. A veces yo hacía amago de sacarla y la clase se helaba de silencio. Hubo un año que no la saqué, aquel en el que los dos hermanos se ahogaron en el río. No me hizo falta. ¿Nunca ninguno me preguntó nada? Hubo otra vez que un chico listo, delgaducho, pálido, me pidió que contara lo que había ocurrido. Está bien, le dije, como si los demás ya no estuviesen allí. El viento ululaba. El viento ya ulululaba antes de que yo sacase aquel día la mano. Luego, bueno luego, años más tarde, me confesó, cuando ya era un hombre, el chiquillo, que había adivinado que aquel día yo iba a enseñarla por fin. ¿Y por qué? Por la ropa, me dijo. El tipo de ropa que yo solía llevar a clase, no sé, era una camisa, unos vaqueros y una cazadora para el frío que siempre hacía. Pero aquel día llevaba usted además un pañuelo al cuello. Yo pensaba que no lo premeditaba de esa manera, sino que surgía de un momento de dificultad que se presentaba. Que la sacaba como un recurso más para dominarlos. Pero aquel antiguo alumno me dijo que no, que él sabía desde la primera hora que aquel sería el día en que la sacaría y que no se lo dijo a nadie. Sólo en voz alta, trémula, pidió que yo contase qué había ocurrido, dijo qué, eso lo recuerdo perfectamente, no cómo. La clase tenía un descolorido mapamundi en una pared, adonde todos mirábamos con nostalgia. Por la ventana se veía el prado y alrededor las montañas con sus eternas cumbres azules, descoloridas también. Había un crucifijo por encima de la pizarra. Cuando me hice cargo de la escuela subí la pizarra y el crucifijo quedó encajado hacia el techo. De otra forma no me hubiese sido cómodo escribir en ella. Uno de los pequeñajos se atrevió a decir lo que todos estaban pensando en ese momento. Maestro, qué alto es usted. A veces los dejaba haciendo sus tareas y me salía afuera a fumar. Desde la calle miraba hacia dentro y ellos cuchicheaban fingiendo aplicación. Era salir afuera a fumar y sentirme un extraño, como si no fuese yo, no sabía qué hacía en aquel lugar. En ocasiones me tenía por irreal. El chico me dijo que la exhibición de mis dedos cortados era una forma de adquirir la realidad que me faltaba. Ellos se espantaban al verte y tú te crecías. Hasta ese momento me había tratado de usted, pero cambió al tú en esa frase. Estábamos en la barra de un club de alterne, con una mano en una copa y la otra en el bolsillo de los pantalones. La imaginación infantil es truculenta. Las putas, después de todo, también son seres atrofiados, fantasiosos, que buscarían en la vacía prolongación de mis muñones una caricia imposible. Allí yo escondía la mano. ¿Dónde puede esconder un hombre desnudo la mutilación de sus dedos? Dentro de una mujer desnuda. Las chicas se lo contaban unas a otras. Allí, en la pizarra, en aquel valle frío y silencioso, pasaba ante sus ojos toda una serie de posibilidades que les helaba los sueños. Había quien decía que me había estallado un explosivo mientras lo manejaba como un terrorista poco profesional. Otro insistió en lo que había oído en el pueblo, que los dedos se los había llevado en una bolsa de plástico el acreedor de una apuesta que yo no había podido saldar. De cualquier manera mi llegada a la escuela del valle había introducido en la imaginación de sus habitantes, mayores y pequeños, el espejo de un miedo atroz que se levantaba de lo más profundo de sus temores, como la niebla que subía cada mañana por la ladera de las montañas. El pánico larvado a través de todas las pacíficas tareas cotidianas a las que durante generaciones se habían entregado olvidando que no lejos de allí había un mundo desconocido, cuya desvaída representación se hallaba en aquel mapamundi de la escuela, que padres e hijos habían visto sin ver, con una nostalgia efímera, con una ensoñación blanda, que enseguida quedaba sepultada bajo el estiércol de las vacas del valle, famosas en todo el país por su carne y por su leche. Podría decir que el futuro de aquellos chicos se empañaba cada vez que yo sacaba la mano y la ponía en la pizarra acompañándome de una blasfemia para hacerlos callar, para reprenderlos por los malos resultados de un examen o para advertir que no toleraría una pelea más. En realidad, en una cosa sí que tenían razón, yo era un enviado, no sé si del demonio, como propaló el cura, apoyado por sus beatas. Pienso ahora que yo era un enviado necesario. Le dije a mi antiguo alumno que no se preocupase por mí, que subiese con la chica, que lo esperaría allí tomando otra copa. Los vi ascender por unas empinadas escaleras, aferradando él su borrachera a la cintura de ella con una mano y la otra en el bolsillo. Tragué una bocanada de aire, y le dije: así que quieres saber qué ocurrió. Mocoso. No dijo nada, se limitó a mirarme, cabeceé y sin dejar de mirarlo dejé la mano fuera y me paseé por toda la clase para que todos la contemplasen de cerca. Se me hizo un nudo en la garganta. Eso fue todo. Les ordené que cerrasen sus cuadernos y que saliesen de mi vista. Todos se marcharon, excepto él, que no se movió de su asiento. Puse la mano sobre el pupitre, la miró y levantó la vista hacia mí, sin miedo. Le señalé el mapa de la pared. ¿Adónde te gustaría ir? Me dio la impresión de que era la pregunta que había estado esperando, porque se puso en pie y allí, en el mapa, señaló un punto, que no logré ver, porque en ese momento mi vista ya se había nublado. El nuevo maestro pidió que le bajasen la pizarra. El inspector siguió de cerca la marcha de la escuela. Los críos contaban que el primer dedo le llegó a mi esposa, el segundo a mis padres, el tercero a la prensa. Los críos tenían sus propios juegos, una fabulosa imaginación, a pesar de las rutinas en las labores agrícolas de sus padres y abuelos. Cuando mi antiguo alumno bajó me hizo un guiño obsceno, desagradable, sacó la mano del bolsillo y la puso sobre la barra. No lo sé ahora, quizá le faltaban dos dedos, o tres. Le dije a mi hermana que no sería capaz de cortarme los dedos con el hacha, ella dijo que sí, puse la mano en la tierra y le dije: tira. Cortó por lo sano. Cortó por lo podrido. Me miró y en su rostro estropeado por los vicios de una vida sin rumbo, todavía pude hallar un chispazo de orgullo infantil en sus ojos.
La imagen es una pintura de Oswaldo Guayasamin titulada "Llanto"
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1 comentario:
Antonio:
Me llegó 'Velas al viento', antología de 80 relatos/microrrelatos, que incluye algunos de autores consagrados, alguno fallecido, y bastantes de noveles de diferentes países. Al lector aficionado a los relatos le llama poderosamente la atención la maestría que exhiben en esto algunos autores hispanoamericanos, aunque no es fruto del azar pues cultivan el género con devoción desde hace años. Todos tenemos en mente el nombre de ilustres antecesores fallecidos en algún caso.
Me ha gustado 'Síndrome de Van Gogh' por varias razones:
1)este relato se aleja para bien de aquellos primeros que te conocí;
2)la temática roza el terreno de lo sicológico a mi entender, con un protagonista que vive en un mundo que 'fabrica' a su manera. Plantea la problemática que se da comúnmente en personas 'diferentes' (o que se ven así) a causa de un problema físico;
3)mantiene el interés durante toda su lectura;
4)para mí deja abierta la posibilidad a que el lector dé explicaciones alternativas y consecuentes , o no, al argumento, y extraiga sus propias conclusiones;
5)El cierre me ha parecido muy bueno; y
6)Si comparo los primeros cuentos que publicaste hace unos tres años y éste el avance ha sido realmente notorio, lo que habla elocuentemente de la madurez de un narrador.
El libro tiene una buena presentación y espero que la elección de autores haya sido exitosa y de calidad y no responda solo a gustos personales del recopilador. Estoy leyendo el resto de relatos y cuando concluya lo sabré.
Es reconfortante comprobar que el tiempo que dediqué al mundo de los escritores de relatos en distintas webs y después en visitar algunos espacios particulares en la blogosfera no fue baldío y que mi 'instinto' de lector, dicho sea con toda la modestia del mundo, me dirigió hacia los mejores y, resumiendo, confieso que he aprendido mucho con ello en este tiempo. Un ejemplo ilustrativo de lo que comento es para mí el blog 'Un tren sobre la tierra', a cuya autora considero una escritora consumada, cuyos pensamientos en forma de ramilletes nos deja cada pocos días en su casa, a la que he dejado en ocasiones algunas palabras de elogio de tanto como me gusta lo que escribe.
Te animo a que persistas en tu bella afición, en la que ya has alcanzado éxitos gratificantes cuando menos para regocijo de tu espíritu.
Un fuerte abrazo,
Antonio Senciales.
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