viernes, 21 de enero de 2011
En las pistas de deporte
La fotografía es de Magso
Me marché de casa de mis padres para estudiar fuera, luego comencé a trabajar y tardé varios años más en regresar a la ciudad en la que me había criado. Alquilé un piso sin muebles y por una cantidad bastante módica conseguí una hornilla y un frigorífico de segunda mano, además de un somier, un tablero, un sillón y varias sillas plegables. Una noche me despertaron ciertos ruidos que, en el aturdimiento del duermevela, no acertaba a identificar. De repente vi un relumbrón de luz en mitad de la oscuridad. Actué con enorme tranquilidad encendiendo la lámpara de mi mesilla de noche, calándome las gafas y agarrando un bastoncillo de caña, que me había traído como souvenir de una excursión a un pueblo de la sierra. Salí con enorme recelo de mi dormitorio y me dirigí al salón, donde encontré la puerta de la calle de par en par. La cerré, entré en la cocina, que tenía la ventana abierta y me asomé por ella. La ventana de las escaleras también estaba abierta. Era un sexto y si a mis inesperados visitantes nocturnos se les hubiera resbalado un pie se hubieran roto la crisma contra el suelo del ojo de patio. Escruté todos los rincones del pequeño piso, remiré bajo mi cama y ya no volví a quedarme dormido en toda la noche. Mi casero se comprometió a poner una reja a cuenta de la comunidad en la ventana de las escaleras. Se armó un pequeño revuelo vecinal y a mí se me hizo muy difícil desde entonces seguir en esa casa. Con tal motivo cuando llegamos a finales de mes decidí marcharme de ella. Yo llevaba muy poco tiempo saliendo con Lucía, que trabajaba y vivía en un pueblo de la costa. Como sea que los problemas vienen siempre arracimados, cogí una gripe que me obligó a meterme en la cama cuando todavía no había conseguido un piso nuevo. Me encamé en la habitación de mi infancia, en la casa de mis padres y allí pasé varios días sudando, afectado por unos dolores musculares muy intensos y con una fiebre tan fuerte que me provocaba crisis nerviosas, que conseguí disimular bajo el camufleje del delirio. Todavía no eran frecuentes los teléfonos móviles y Lucía me llamaba todos los días para ver cómo me encontraba. Quedamos que el viernes se pasaría por casa de mis padres para verme. Le presenté a mi madre y a mi abuela, que había vivido con nosotros desde que enviudó. A Lucía le daba vergüenza visitarme allí, pero ambos teníamos muchas ganas de vernos. Encima de la mesa del salón estaban las fotografías de mi padre y mis hermanos, que en ese momento no se encontraban allí. Luego nos fuimos a mi cuarto y estuvimos un rato charlando de cómo nos había ido la semana. Mi madre vino a preguntarnos si queríamos tomar alguna cosa para merendar. Mi abuela merendaba cada tarde a esa hora. No, gracias, dijo Lucía, sólo un poco de agua. Mi madre le trajo un vaso y se lo dio en la mano. La habitación estaba fresca, porque había sido bien ventilada, la cama estaba limpia y recién hecha, yo me había duchado poco antes de que Lucía llegara y como me encontraba mejor de lo que me había encontrado en los últimos días, le propuse salir a dar un paseo. La llevé, según ella recuerda bien, a unas pistas deportivas elevadas sobre un aparcamiento, por las que yo había merodeado de niño, aunque no hubiese jugado mucho al balón ni en ellas ni en otras. Hacía años que no iba por allí. Se trataba de dos canchas polivalentes, rodeadas por una valla metálica con agujeros por todas partes, lo que contribuía a darles, desde siempre, ese aire peligroso, tan necesario para que los juegos infantiles sean realmente divertidos. Lucía pensó que aquello era lo más parecido a los decorados de West Side Story por donde podía pasear, pero en aquel momento no dijo nada. Nos besamos y anduvimos de un lado para otro por mitad de las pistas mientras hablábamos. Lucía había venido a la ciudad a trabajar haciendo una sustitución de secundaria y yo la había conocido por mediación de su hermana, que había llegado un par de años antes. Le conté una historia que tenía que ver con aquel lugar y conmigo. Nunca fui un niño al que se le dieran bien los deportes, le dije. El fútbol apenas me interesaba. En más de una ocasión había chutado contra el portero de mi equipo, pero durante unos meses pertenecí a un equipo de balonmano, que se me daba peor todavía que el fútbol. El caso es que cuando estaba en 8º de EGB teníamos un profesor con dos hijos en el colegio. El más pequeño había llevado un collarín ortopédico durante mucho tiempo y era un chico de carácter retraído, agravado quizás por su dolencia y la prótesis que durante tanto tiempo había tenido que llevar puesta. Cuando se pudo por fin liberar de la misma, su padre le quiso organizar, a través de uno de esos alumnos que actúan de buena gana como asistentes, una actividad que lo sacase al aire libre y lo mantuviese entrenido con otros chavales de su edad. Quizás el chico manifestó en algún momento su predilección por el balonmano o quizás fue idea del padre o del asistente del padre. A mí me reclutó el asistente para formar parte de un equipo que tendría hasta su propio entrenador. Por supuesto todos los miembros habíamos sido alguna vez recortes inútiles y despojos del patio de juegos. Ese era el único lazo coherente entre los jugadores. Recuerdo sobre todo a la estrella, con un brazo de hierro, que aspiraba a aprobar por ese cauce la asignatura que impartía el viejo maestro, también a un patizambo de barba cerrada, que a los 13 años resultaba en aquel contexto tan extraordinario como una sirena, los dos hermanos, que apenas hablaban y en el fondo sentían por nosotros cierto desprecio muy comprensible. Jugamos varios partidos y entrenamos algunos sábados, pero supongo que el equipo se deshizo sin mayores traumas. Toda su trayectoria deportiva se había desarrollado en aquellas pistas, a las que veinte años más tarde había llevado a Lucía a pasear, recién salido de la cama después de varios días con fiebre. La verdad es que el lugar me pareció renovado, a pesar del aspecto polvoriento y roto de las pistas y de las pintadas que ensuciaban las paredes con insultos y amenazas. Era una sensación que reconocía de otras ocasiones en que había tenido que guardar cama durante unos días. Esa especie de reencuentro con el mundo, con el aire, con el espacio y la calle. No obstante, en la luz hallaba un brillo nuevo, un destello desconocido, un modo que no estaba tanto en los colores, sino en mis ojos. En los ojos de Lucía, más bien.
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