jueves, 13 de enero de 2011
Boca
Jacques-André Boiffard, Boca, 1929
El dentista, que es un hombre de gestos amplios, orquestales, tiene una mediana melena de aires artísticos, como si fuese un músico o un pintor algo anacrónicos. Está, además, entusiasmado con una muchacha de 16 años, a la que mira desde la ventana de su consulta. El dentista pondría todo el instrumental de su consulta en el asador, a los pies de esa niña, pero las miradas severas y autoritarias de sus pacientes, con los rostros deformados por los flemones, le afean sus impulsos. Si por él fuera desmantelaría el negocio pieza a pieza hasta dar con el diente de oro sobre el que se ha edificado su consulta, simplemente para fundirlo y hacerle a ella un aro con el que adornase sus orejas. El dentista no tiene más familia que un tío anciano, hermano de su madre, eminencia de la ciencia odontológica, autor de diversos manuales prácticos, ya obsoletos, pero siempre citados en la bibliografía clásica de los simposios internacionales. Está claro que el dentista asume que tiene poca cosa que hacer con respecto a la muchacha de sus sueños, que se limita a estar por las mañanas con unas amigas en un banco de la plaza. El dentista todavía no se ha librado de su última conquista amorosa en un cocktail, que remató una conferencia sobre el descubrimiento de células madre en los dientes de leche, una colega que se le acercó tirando al aire una cola de caballo tan pragmática como irritante. Ya le ha mentido varias veces. Ella lo sigue llamando después del primer encuentro y él no tiene reparos con las excusas. No podemos quedar, porque este fin de semana hago una travesía en globo, le ha dicho. El paciente lo ha mirado con la boca abierta. Ya tenía la boca abierta cuando lo ha mirado. El dentista es uno de esos hombres a los que no cuesta imaginar viajando en globo. Se ha enterado de que la niña de la que se ha prendado se llama Paula, cuando sus amigas la han llamado. Por la noche el dentista se sienta delante del televisor, pero no consigue ver nada, su mente está llena solo de ese nombre, no le cabe nada más. Las aventuras de unos pilotos en una serie que siempre le ha gustado le resultan de repente insípidas. A la mañana siguiente se acerca mucho al espejo buscando alguna señal en su rostro, pero no encuentra nada. Luego conduce hasta la consulta mascullando el nombre de la niña. Aparecen a eso de las once, cuando el dentista se yergue como un ídolo exótico ante su paciente. Están haciendo novillos. Y se llaman. Paula, grita la amiga. El dentista se vuelve a la ventana y susurra, con el alma en vilo: Paula. Pasan toda la mañana riendo, fumando, tomando el sol. El dentista es un hombre de gestos amplios, orquestales, pero la efervescencia de esa vida en el exterior, a la que no sabe cómo acercarse, tiene un efecto de merma, de reducción, de recorte físico, hasta el punto de que un día sale corriendo de su consulta por miedo a ser engullido por una boca desmesurada, honda como un pozo. Corre con su mediana melena al viento, como si fuese un pintor o un músico algo anacrónicos.
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