lunes, 21 de febrero de 2011
El hombre del taller
La fotografía es de Phillip Toledano
Ayer, anoche, un hombre entró en mi casa y me puso una bolsa de papel en la cabeza. Me gustó. No tuve tiempo de verlo, pero era el hombre que ayer, por la tarde, me lavó el coche. Supongo que encontró unas llaves y la dirección en mis papeles. Me cobró veinte euros y estuvo liado casi dos horas con él. Cuando fui a recogerlo me di cuenta de que tenía acento del este. El hombre que anoche estuvo conmigo en mi casa mientras yo tenía una bolsa en la cabeza era muy agradable. Me habló de su vida, de sus dificultades, de las cosas que le preocupaban. Nada que ver con mis problemas. Me explicó, y creo que lo entendí, que no pretendía hacer nada que yo no quisiese. El hombre tenía a su extensa familia lejos, con mujer y dos hijos a la cabeza. Me los imaginé como una riada humana fotografiada para el cartel de una película. Me sentía acalorada bajo la bolsa de papel, pero no quería que el hombre me la sacase de encima y me viese los mofletes enrojecidos. Había estudiado medicina o ingeniería, eso no me quedó claro, porque habló de las dos ciencias. Nunca había ejercido su profesión, había sido soldado, barbero, albañil. Ahora tenía aquel pequeño taller de lavado a mano para automóviles. No era la primera vez que entraba en una casa ajena para ponerle a su propietaria una bolsa de papel en la cabeza y darse a conocer. Nunca hasta el momento lo habían denunciado. Sentí algo así como un picor de celos por dentro. ¿Cuántas veces y, sobre todo, con cuántas mujeres había hecho antes aquello? Era un hombre fuerte y tranquilo. En un momento determinado me preguntó si tenía sed. Me sacó la bolsa para darme el vaso. Él tenía una bolsa de papel con dos agujeros para los ojos. En lugar de sentir miedo, me dio la risa. Como si estuviese con un novio preparando un disfraz para Halloween. Sonará increíble, pero me sentía relajada. Identifiqué ese cosquilleo en el estómago preliminar de la excitación. Luego me volvió a encajar la bolsa y siguió hablando de sus dificultades económicas, de las estrecheces en las que vivía su familia. A mí me importaba muy poco todo aquello, pero me hacía bien tener a aquel hombre en mi apartamento. Me hacía bien, he de confesarlo, la humillación a la que me sometía con la bolsa de papel en la cabeza. Intenté decirle algo que no sonase como una protesta, pero no me lo consintió. Cuando terminó su perorata, se levantó y puso una mano sobre la mía, que reposaba en el brazo del sillón. No te vayas, le dije. No pensaba irme, me dijo. Entró en la cocina y estuvo trasteando en el cajón de los cubiertos, decidido a preparar algo. Nunca temí que pudiese hacerme daño, ni siquiera cuando me agarró las muñecas y me las ató cruzadas una sobre otra. Sentí de nuevo una punzada de celos, porque estaba claro que aquel hombre volvería a hacerle a otras mujeres lo que entonces me estaba haciendo a mí. Pasaré muchas veces por su taller y no dudo que será muy educado conmigo. Supongo que encontraré encima de la mesa de su oficina una fotografía de sus hijos y de su mujer. Jamás aparecerá otra vez por mi casa, eso también lo sé. Es extraño echar de menos todo eso que te importa muy poco, pero es lo que me ocurre a mí. Ya añoro todo lo que me contó anoche, asuntos que no me incumben, que no me interesan. Ese hombre hoy me ignora completamente, como si nunca me hubiese tenido a su merced.
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