miércoles, 9 de febrero de 2011
Los zapatos del mudo
La fotografía es de Chema Madoz
He visto a un hombre con un zapato en la cabeza. Y me ha sobrecogido. Conozco a ese hombre, pero no sé de qué. Tiene un aire desquiciado, irreductible. Es un zapato muy roto, lleno de pegotes de polvo endurecido, enlodado, con un agujero en la punta. Me da la impresión de que es exageradamente grande para los pies del hombre, que está descalzo. El otro zapato sale disparado como un proyectil desde una de sus manos. Se estrella contra el asfalto, rueda a trompicones y los coches le pasan por encima. Tiene unos pies muy pequeños el hombre, muy delicados, blancos y reblandecidos, en contraste con el resto de su fisonomía, que es seca y áspera: sus manos, su rostro sin afeitar, su cabeza encrespada. El hombre articula gañidos más que palabras. Ya sé quién es. Cómo no he podido reconocerlo antes. Ese hombre y yo hemos jugado mucho de niños. Hemos peleado también. Siempre ganaba él, ganaba y gritaba de un modo ininteligible, pero todos sabíamos lo que quería decir. Se hacía entender levantando un brazo, golpeándose el pecho con el orgullo de los guerreros. Las palabras eran nuestras, los gestos suyos. Ese hombre ha detenido el tráfico para recuperar su zapato con el otro sobre la cabeza. Cuántos años. Seguramente dejé de jugar con él, de pelear con él cuando éramos niños, luego dejé de verlo, y lo olvidé. Alguna vez acaso conté una anécdota de la infancia en la que él estaba presente, siempre con sus gruñidos, con esas pocas palabras llenas de vocales que algunos le entendíamos cuando nos daba la gana. Nunca nada más. Y hoy, al mirar para cruzar la calle, veo a un hombre con un zapato en la cabeza. Me siento desolado al ver ese zapato sobre su cabeza. El mundo se me viene encima. Sus pies pequeños y débiles me encogen el corazón, sus pantalones rotos y caídos, la mugrienta ropa interior al descubierto, el zapato que vuela. Chilla como un pájaro, como un animal cogido. Un grito que reconozco inmediatamente, que identifico desde aquellas peleas de niños, cuando los dos nos enganchábamos por la cabeza con la mala intención de no soltar nunca en la vida al otro, aunque a mí me flaquearan antes las fuerzas. Vencía y gritaba de la misma manera que lo ha hecho ahora. Lo entiendo. Sé que es el gañido del animal que vence, pero finjo que no lo entiendo, como ya hacía cuando era un niño, cuando mi venganza consistía en fingir que no entendía sus gestos, sus ruidos. Ahora el hombre recupera su zapato y también ese se lo pone sobre la cabeza. No quiero que me vea. Me da miedo que pueda reconocerme. Quiero ser, como todos los transeúntes que lo observan, un transeúnte más. Esta cobardía nueva, a la que me acojo, tendrá sus efectos más tarde, cuando ya no me encuentre ante el hombre con los zapatos en la cabeza. Llegaré a alguna parte, a cualquiera de esos lugares cotidianos en los que me escondo, supongo que a la oficina o a mi casa. Abriré una ventana y me gustaría poder escupir y con ese sencillo gesto olvidar que he visto a ese hombre.
Aunque esta imagen es triste, y muy buena, por un momento me ha hecho recordar una foto de Ouka Leele con una tortuga por sombrero.
ResponderEliminarLa vida tiene rumbos tan dispares como esa paradoja: dos amigos de la infancia que no se reconocen pasado los años, aunque también pudiera suceder que el hombre reaccionara si su antiguo amigo también se pusiera los zapatos en la cabeza ¿quién sabe?
ResponderEliminarSaludos
Imagen fantástica. Quiero abrazar al zapato, pero tengo miedo de que se rompa.
ResponderEliminarPara la de arriba: no es un zapato (el de la foto), es una horma de madera; la vida también es una horma
ResponderEliminarPara el de aquí abajo: tienes razón, me he quitado las gafas de plexiglas y he visto la imagen más nítida.
ResponderEliminarTe presto mis patucos pra transitar por tu horma.
:-P