miércoles, 2 de febrero de 2011
Mi jefe
La fotografía es de Inge Morath
Mi jefe me llamó a su despacho. Yo sabía que había cometido varios errores imperdonables durante la jornada. Me gusta mucho bailar salsa. Hay pocos hombres a los que les guste mucho, en general los hombres se limitan a acompañar a sus mujeres o a sus novias para que ningún cazafantasmas se las levante. A veces alguna compañera se acerca a mi mesa muy compungida porque no le sale el paso de enchúfala doble y yo ni corto ni perezoso hago sitio, la cojo en mis brazos y allá que vamos para regocijo de toda la oficina. Mi jefe es un tío campechano que alguna vez se ha hecho ver por el pub en el que bailo los jueves. Nunca pasa de la barra y se agarra al cubata como si le fuese a servir de catalejo para el ojeo de la perdiz, como él llama a su actitud chusca y hortera. Me invitó a sentarme con esa señal característica de quien sabe usar el mobiliario de su despacho. Apuntó algo en un papel, quizás una idiotez con faltas de ortografía, pero con gran concentración, como si fuese un apunte fundamental que impedirá que la empresa se venga abajo en los próximos meses. Una de esas ideas que hacen que uno sea jefe. Como se verá, soy un hombre resentido con su jefe. Supongo que como casi todos los hombres que están en el mercado laboral. Me miró fíjamente y me llamó por mi nombre. En ese instante sonó el teléfono, se agarró a él con una sonrisa heladora. Sí, desde luego, en este mismo momento, le dijo al auricular. Me miró nuevamente; tendremos que hablar en otra ocasión, me dijo, ahora me reclaman con urgencia. Salí del despacho mucho más inquieto que intrigado. Volví a mi mesa y mis compañeros acudieron a ver lo que me había dicho. Lo han llamado por teléfono y se ha tenido que ir. Muchos silbaron, otros hicieron esos gestos de los actores histriónicos que agitan los dedos en el aire. La verdad es que ese jueves mi pareja de baile me preguntó si me ocurría algo y le conté el episodio de la mañana. No te preocupes, no será nada malo lo que te quiere decir, me dijo. El viernes mi jefe no fue a la oficina, pero el lunes, cuando lo vi entrar por la puerta, supe enseguida por qué aquel tipo, que se tenía por buen ojeador de perdices, era el jefe, y yo, que me tengo todavía por buen bailarín de salsa, no pasaría nunca de ser un administrativo en la cuerda floja.
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4 comentarios:
el ojeador de perdices no es señorito que caza al ojeo, sino el pobre rústico que las ojea, las levanta, para que el otro las dispare
Estoy de acuerdo con lo del ojeador, aunque nos desluce para nada la visión de ese jefe que la mayoría de la gente tiene sobre sus espaldas. Menos mal que sigue habiendo subalternos con clase.
Un saludo
Tienes razón, Lansky, pero primé lo gráfico de la expresión sobre el significado estricto. Es el jefe el que se considera a sí mismo de esa manera, con esa expresión. No sé si es sólo un modo de exculparme como autor, pero lo tuve en cuenta.
Un saludo.
Gracias, Arruillo.
Me gustan estos tus relatos intimistas de una intimidad que no es tuya.
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