miércoles, 6 de abril de 2011
La cremallera
La fotografía es de Sarolta Bán
Tengo un ritual particular con el que me despido de las prendas de ropa, de las que un buen día, por fin, me deshago, arrojándolas al cubo de la basura. Es una pantomima sentimental consistente en besar la camisa, pantalón, calzoncillo, o lo que sea que he considerado que ya no es ponible, y en hacer que los demás miembros de la familia también lo besen, como si de una jura de bandera se tratase. A veces la he apurado tanto en su uso, que el guiñapo que ofrezco entre mis manos es un amasijo tierno y esponjoso, inclasificable y poco decoroso; pero nadie se ha opuesto nunca a ese adiós que yo le impongo; es más, mi mujer y mis hijos han adoptado la misma costumbre y, a veces, se presentan ante mí con un despojo de su vestuario o de sus juguetes entre las manos para que cumplimente mi parte de la ceremonia. Me gustan las traperías y las tiendas en las que se vende ropa que ha pertenecido antes a alguien. Tengo una pequeña pipa de cazoleta delgada, al estilo europeo, que contrasta muy bien con mi cara de mofletes generosos, una pequeña joya en la que cuando era más joven me gustaba fumar, que le compré en cierta ocasión a un quincallero. Algunas de las prendas que uso son supervivientes de quienes en otro tiempo fueron sus dueños. El cinturón que llevo puesto perteneció a mi hermano, malogrado prematuramente hace ya una década. Cuando a principios del siglo XX se popularizaron los medios de transporte modernos, como el tren o el tranvía, apareció en las chaquetas de los caballeros por encima del bolsillo derecho otro mucho más pequeño destinado a los billetes de viaje. Tengo un modelo inspirado en esas prendas originales y más de una vez he fantaseado con un viaje en el tiempo mientras recorría las entrañas de la ciudad en metro. La crisis ha hecho que regresen muchos zapateros remendones y que se abran algunos establecimientos de arreglos de ropa. Me gusta el olor y el ambiente estancado de esos lugares, los frecuento y en alguno de ellos me dan una conversación muy gratificante. Hace poco uno de estos artesanos me contó la historia que quiero referir aquí. Sabe de mi manía por la escritura y me dijo que tenía un buen argumento para un relato. En todo caso un relato fantástico, me dijo. Voy a referir a mi manera lo que me contó. Un hombre tiene un sombrero. Hay muchos hombres que poseen un sombrero, pero en esta época no todos lo usan. De hecho incluso en determinadas edades y contextos en los que uno hubiera esperado otra cosa, por ejemplo un sombrero, se ha impuesto el uso de las zapatillas deportivas y las viseras y gorras americanas, estilo béisbol. Pero a nuestro hombre no le importa parecer anticuado ni extravagante, todo lo contrario, quizás sea las dos cosas, anticuado y extravagante. Un hombre avanza por la calle con su sombrero sobre la cabeza. Barrio populoso en el que un argentino de padres españoles ha enfrentado la crisis económica, la de los pobres, como ha podido, retornando al país de sus padres, esto es, no retornando a ninguna parte, ya que no fue él quien se marchó, sino sus abuelos. Y va y abre un comercio dedicado a la reparación y arreglo de vestuario. El hombre del sombrero parece un viajero del tiempo. Entra en la tienda con campanilla. La costurera, esposa del argentino que ya he presentado, mira al cliente y enseguida se da cuenta de que no es el tipo habitual. Voy a permitirme para esta historia regalarle al hombre dos de mis más preciadas pertenencias, porque creo que le vienen bien y que contibuirán a mostrar sin dudas el tipo de personaje que es. En primer lugar la chaqueta de la que hablé antes, la que tiene un bolsillito, sobre el bolsillo habitual derecho, destinado a los billetes de tranvía. Y después, le voy a encasquetar en la boca, colgándole sobre el belfo, la pipa billiard. Lo que redondea la estampa es su bigote. Este sí, propio, ni prestado ni inventado, que bien se encargó de describírmelo mi amigo argentino: uno de esos bigotes pelirrojos como brochas, sintomáticos de una espontaneidad bastante generosa con los desconocidos. El hombre saludó con un leve gesto y un hola entre dientes, luego se quitó el sombrero, que no era de la mejor calidad y cuya ala parecía mordisqueada por unos ratoncillos. Mi amigo y su esposa esperaron que sacase de alguna parte la prenda que quería componer, pero el ritual que llevó a cabo fue desconcertante; colocó sobre el cristal del mostrador tres huevos de codorniz, que apartó a un lado, y siguió rebuscando entre los bolsillos de los que salían toda clase de maravillas inservibles o inútiles, como un dedal, una goma infantil de nata mordisqueada como el sombrero, un ojo de cristal, la llavecita de un cofre, un pañuelo bordado y pelusa, también mucha pelusa. Por fin dio con una cremallera, la aplastó con las palmas de las dos manos y poniéndola sobre el sombrero expuso el motivo de su visita:
-Quiero, dijo, que me corten el sombrero por la mitad y me lo vuelvan a unir por medio de la cremallera.
La costurera estudió el encargo y sin hacer ninguna pregunta le dijo cuándo lo tendría listo y aproximadamente cuánto le costaría. El hombre recogió sus pertenencias, las devolvió a sus bolsillos y salió a la calle con la cabeza descubierta.
He tenido oportunidad de ver el resultado, un sombrero atravesado por una cremallera que posibilita que pueda dividirse en dos mitades y vuelva a cerrarse. Hasta el momento presente, y ya ha pasado mucho tiempo desde el que el encargo fue hecho, el hombre no ha ido a retirarlo. Han decidido exponerlo en el escaparate.
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