viernes, 19 de agosto de 2011

Aquelarre




Huesos. Moscas. Medusas. Un puzzle sobre la mesa. A veces me muerdo la lengua hasta que sangra. Rompecabezas. Con un bate de béisbol. Abro la alacena y busco algo para comer. Todo lo que mordisqueo sabe a revenido. Me gustaría, claro, poder explicar cómo he llegado hasta aquí, pero me temo que me faltan datos o memoria. Ya ha pasado la sensación de miedo, de estupor, de incredulidad, tantas veces yo solo yendo y viniendo por toda la casa y repitiendo en voz alta, de un modo muy teatral, no me lo puedo creer. En la otra vida, en aquella vida que alguna vez tuve lejos de todo esto, no hace tanto tiempo, tuvieron que amputarme la mano izquierda, pero aquí la he recobrado. Me di cuenta de repente, me asaltó entonces un miedo atroz de volver a perderla. Quiero conservar mi mano izquierda. A la hora en la que el sol se pone una punzada me atraviesa el pecho y creo que también el corazón. Dejo que las moscas caminen por encima de los pelos de mis brazos para mitigar la soledad. De la casa sólo puedo salir al embarcadero. Pero no me atrevo a entrar en el agua. A veces un cuerpo hinchado pasa de largo por delante de mis narices. Esa gente flota como si se dirigiese a una fiesta de disfraces, vestidos con trajes de todas las épocas. Pero siempre de largo, ya digo. La noche. Las cosas. La luna. En la pared tengo clavada la imagen que he de componer con las piezas del puzzle. Cada día me siento un rato ante él porque imagino que mi cometido aquí quizás no sea otro que hacerlo. A lo mejor estoy viviendo una prueba. Manejo varias hipótesis. Esa, la de la prueba, pero también la de que todo esto sea un sueño, un sueño, cómo diría, aislado. Pero tampoco descarto la invención de alguien. Los huesos no están amontonados de cualquier manera. Es una montaña de huesos, una estructura muy bien imbricada de poco peso que unas veces está dentro de la casa y otras flota delante del embarcadero. Anoche me quedé dormido llorando, recordé un chiste, un chiste muy bueno que me contaron en alguna ocasión y que había estado dormido en mi cerebro durante años. Pero me produjo llanto, un llanto de todas formas que no era síntoma de ningún dolor, sino de la gracia que me hacía. Otra teoría era que me había muerto y me había convertido en un fantasma, en una presencia. Las medusas cantan como las sirenas de la antigüedad. Como las campanas de las iglesias. Si me quedo quieto, si me quedo pensando en el mundo en el que una vez habité, siento cómo va recorriendo mi interior, es del tamaño de un ratón y cuando se me sube a la garganta tengo problemas para respirar. Allí está mamá dormida sobre la cama, pero al acercarme acabo viéndola con la cabeza abierta y una trenza de masa cerebral y sangre. La siguiente hipótesis es que el lector se encuentre en el interior de una mente perturbada. En ese caso, se me ocurre preguntar, dónde estoy yo en ese caso. De cualquier manera nada de lo anterior se puede comparar con el horror, con el vacío, con la nostalgia que me produjo ver también cómo este mundo se deshacía e iban apareciendo primero los parterres con flores, luego los sonidos amistosos, silbidos por los caminos que la bajada del agua dejó al descubierto, y finalmente un grupo humano de colonos bien simpáticos, que me saludaban cuando yo salía al embarcadero a escuchar infructuosamente el canto de las medusas.

La fotografía es de Denis Brihat

3 comentarios:

Gemma dijo...

Muy bueno, Antonio. Yo lo he leído como si tu personaje se encontrara en una especie de purgatorio, con el río Leteo o la laguna Estigia frente a su casa cargada de cadáveres que pasan de largo mientras él vive encerrado, a la espera de un dictamen que no acaba de resolverse.
Un abrazo

hombredebarro dijo...

Muchas gracias, Gema, por tu lectura.
Un abrazo.

Anónimo dijo...

estas loco como vas a hacer esoooo