miércoles, 31 de agosto de 2011

Cajeros



En verano esta ciudad se llena de pedigüeños, tipos pacíficos que se sientan en un escalón con un cartoncito a los pies, donde han escrito alguna breve explicación. Por lo general no hacen nada, quiero decir, que ni muestran ni creo que tengan ninguna habilidad especial con la que conformar un público. Se limitan a mantener la cabeza gacha, pudorosos, limpios y resignados. Presumo de reconocer de año en año a aquellos que eligen, como yo, esta ciudad para pasar el mes de Agosto. Hay una taberna muy vieja en el centro, podría decir también que algo sucia, pero no sería del todo exacto, ya que sólo lo parece a simple vista. Si uno presta atención con el vaso en la mano, verá que su suelo, paredes, mesas y barriles están percudidos, restregados por el tiempo y por la clientela, fregados con un mocho que los ha ido desgastando a la vez que les ha sacado de la sombra esa opacidad que descubre en los objetos la rara luz de lo extinto. Me gusta beber solo en ese lugar. Los otros parroquianos son silenciosos o están abotargados. Detrás de la barra se turna una familia profesional, distante y fea, compuesta por el matrimonio y un hijo, huraños a los rayos del sol. El año pasado coincidí allí con uno de los pedigüeños y por una noticia que estaban dando en ese momento en la televisión entablamos un breve pero espeluznante diálogo.
-Así que es usted de la Vega. Qué coincidencia, yo trabajo en la Vega, le dije.
-¿En la Vega, a qué se dedica usted?
-Soy cajero en la sucursal del Banco de Santander.
-No me lo voy a creer si no me dice usted que conoce a Clara Jiménez.
-Por supuesto que la conozco, exclamé sorprendido. Clara es la otra cajera.
-Y también la madre de mi hijo, dijo aquel hombre que yo conocía de vista como uno de los pedigüeños estacionales desde hacía varios años.
Enseguida pareció arrepentido de la confesión que me acababa de hacer y se puso a contar lo recaudado. Apartó unas monedas para pagar su taza de vino, y añadió:
-No le diga usted a Clara que me ha visto, se lo ruego.
-Descuide, no lo haré. ¿Pero le puedo ayudar de alguna manera?
-Con dinero, me contestó.
Me sentí incómodo eligiendo un billete de la cartera, pero él lo agradeció invitándome a la cerveza q ue me estaba tomando. Luego se marchó, quiero decir que se marchó de esta ciudad y desde ese instante no volví a verlo. Por mi parte cumplí mi palabra después de mi regreso al trabajo en la Vega. Clara tiene una vida perfectamente organizada, a qué irle con historias como la mía. Es que veces me gusta entrar en alguna taberna y beber solo, en compañía de quienes no suelen contar muchas cosas de sus vidas.


Buscando en la red una imagen con la que ilustrar este relato di con la que he puesto, que ilustra a su vez un texto paralelo, que podéis leer Aquí

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