lunes, 31 de enero de 2011

Las ratas


La fotografía es de Cristóbal Hara

De niño conocí las ratas, le andaban a mi madre por encima de los rulos. Como en un sketch de dibujos animados mi padre las perseguía con el palo de la escoba mientras mi hermano, mi madre y yo lo animábamos subidos a una silla, porque lo que había que guardar ahora eran los pies. Las ratas salían de los cajones. Abrías uno y una rata saltaba fuera. Vivíamos en el campo, en un lugar llamado Desgarragatos. En invierno hacía mucho frío, entonces era invierno siempre. Una tarde un zorro cayó en un cepo y estuvo llorando hasta que los cazadores fueron a buscarlo y lo trajeron cuando ya era de noche, abierto por la mitad, todavía palpitante. Mi madre estaba obligada a tender rompa blanca si de repente aparecía la guardia civil. Con esa señal consentida se dejaban de oír los disparos. Era un acuerdo entre la autoridad y el dueño del cortijo para evitar compromisos innecesarios entre los cazadores y los guardias civiles. Cada quince días llegaba un camión para que nos pudiéramos aprovisionar. Mi madre compraba leche condensada y la guardaba en el estante más alto de la alacena. Mi hermano y yo coseguíamos alcanzarla, así que le metíamos la boca al corte de la lata y chupábamos con ganas. Por las mañanas mi padre iba montado en una yegua a por agua y a veces nos llevaba entre sus piernas. El cortijo tenía otra vivienda ocupada por un cabrero y su mujer. Me gustaba meterme entre las patas de las cabras y ordeñarlas en mi boca. Arrojábamos la basura detrás de la casa, en un pequeño barranco donde habíamos logrado crear un vertedero de vivos colores, en el que se acumulaban cajas de cartón, sacos podridos, latas de conservas, plásticos y otros deshechos. Nos alimentábamos también de conejos, de la recolecciones de temporada, tagarninas, setas, espárragos. Teníamos un perro blanco con una mancha marrón en un ojo. Una vez un cazador sacó de su Land-Rover un balón de reglamento para que mi hermano y yo jugásemos. Yo estuve corriendo detrás de él como si tuviese vida propia, y durante semanas pensé en el balón de reglamento como si fuese un ser vivo, una mascota que un cazador trajo y luego volvió a llevarse. Las golondrinas hacían sus nidos en el granero. Agarré una caña de las que usaba mi madre para encalar y conseguí derribar uno con dos polluelos dentro. De repente todo el mundo estaba muy interesado en descubrir al autor de aquella fechoría, la peor de todas, porque las golondrinas habían aliviado a Jesús quitándole las espinas de su corona, lo que las había convertido en pajaritos de Dios. A pesar de los remordimientos, conseguí mantener la boca cerrada, aunque una necesidad repentina y nueva de alejarme de todo el mundo me llevó a andar entre los detritus del vertedero, donde me pasaba horas merodeando, buscando con mucha atención un secreto o una señal que me redimiese de los errores que cometería a lo largo de toda mi vida. Las ratas saltaban a mi paso, en realidad era de allí de donde procedían las que aparecían dentro de la casa. Abrías un cajón y la rata saltaba fuera. Mi madre insistía en que ningún cajón se quedase abierto, pero de poco le valía. Cada vez que abrías uno allí estaba la rata.

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