viernes, 24 de junio de 2011
Maximilian
El sol inclemente clava sus flechas, espadas de fuego, en las mantecas de un niño gordo de 12 años que viaja de esquina en esquina: estamos en un mapa con fronteras de miedo y de odio. Sobre el patinete, sudoroso el niño no se acaba de derretir por mucho que lo desee, armado con una carabina de aire comprimido cruzada a la espalda. La ciudad blancuzca, turbia, humidificada, la calle infernal, blancuzca, turbia. Los coches, las ratas, zapatos al borde de un contendor, vómito. La televisión de las mañanas, de los programas emitidos en horas escolares. Los restos del desayuno en la cocina: solidificación de los líquidos, invasión de moscas sobre los sólidos, las camas deshechas, rastros vergonzantes en la loza blanca de la taza de las deposiciones de dos adolescentes y un adulto, madre, mamá, sola y guapa, sola, muy sola, muy guapa, mamá, madre. Maximilian, hace unas horas, el niño, antes de salir con ese aire de cazador cruel y vengativo de su presentación unos párrafos más arriba, acostado, se gira y vuelca todas sus mantecas como se volcaría la olla del guiso, y descubre al aire las sábanas empapadas de sudor, empapando ahora aquellas sobre las que se ha derramado. Inútil el despertador mantiene su pitido intermitente, molestísimo, hasta que Melodía Carolina le da una bofetada en el cristal, con lo que sale volando, pero no se calla. Tiene todavía que agacharse, rescatarlo de una nube de pelusa y papeles pringados en un rincón, apretar el botón mientras su hermano ronca y pedorrea, Maximilan en su sueño de lagartijas, de ratas, de vencejos abatidos por su tino francotirador, ensayo solamente de lo que un día quiere que sea contra los repartidores de provisiones en el Market, contra los ayudantes del farmaceútico que se cruzan en su camino, ataviados con la bata percudida y antipática, contra esos mozos infames, dignos esbirros del dios Vulcano, que gritan y zarandean las bombonas avisando de su presencia. Levántate, yo me voy a clase, vas a llegar tarde, le dice Melodía Carolina antes de salir por la puerta, claveteada con chinchetas que fijan los carteles de las chicas con las tetas al aire, los culitos dorados, redondos, recubiertos de pelusilla celestial, como jugosos melocotones. Un portazo con la puerta de la calle hace que retumben las paredes y repiquen las copas de cristal que hay en alguna parte, para que una vez alguien escanciara vino, quizás en una cena de la mamá con un pretendiente. El fato es a cerrado, a leche agria, a sudor corporal, a pies, a poca aspiradora, a ninguna ventilación. Pero para Maximilian, que se rasca la cabeza, el pelo revuelto y graso, antes de sacar los pies de la cama, ese es precisamente el reclamo, el hechizo que como un canto de sirena no puede vencer cuando está fuera, por ejemplo en el instituto. Le gusta estar ahí dentro. Hoy, sin embargo, merodea por los callejones menos frecuentados, una pierna que es como la pata de un elefante para empujarse y la otra, no menor, en el patín, mucho sudor, las ingles escocidas, los pliegues carnosos del vientre enrojecidos, las manos rollizas aferradas al manillar con la espuma ennegrecida. A la espalda el arma que reluce negra, tan negra y brillante como el cuerpo elástico y fibroso de la única negra que conoce y que vive en el segundo. Una gorra de lana le aplasta el pelo, metida hasta las cejas y debajo las dos rallitas de sus ojos como si fuesen cortes abiertos en la carne. Buenos días, Maximilian, le dice alguien, que bien podría ser uno, uno cualquiera de aquellos que se cruzan con él antes de llegar a clase, pero él, el niño Maximilian no sabría decir quién ha sido. Regresa a casa empujado por el solo deseo de estar en territorio neutral, deseo que se ha materializado de repente con la añoranza de ese nauseabundo olor a hogar que más o menos hemos descrito hace unas líneas. Si tiene unas llaves es porque las ha robado. El televisor está encendido y se sienta delante de él, desde donde alguien vuelve a darle los buenos días. Apunta con la carabina de aire comprimido y con la boca simula el ruido de un disparo.
La fotografía que ilustra el relato es de Alex Ten Napel
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