miércoles, 8 de junio de 2011
Un llavero y dos copitas de coñac
En la fotografía los escritores Joseph Roth y Stefan Zweig parapetados tras copas que no serían de agua
Un enorme hombre con una nariz chiquitina y muy roja de beber copitas de coñac barato cabeceaba un balón con poco tino en mitad de la calle. Mi intención era poder entrar en la taberna, pero el hombre me impedía el paso, no a la taberna, el paso simplemente. Cantaba además por lo bajini con aires sureños.
-¿Son suyas esas llaves?, le pregunté al tiempo que le señalaba en el suelo un llavero repleto.
-No, serán suyas, me contestó con cierto tono de querer acusarme.
Miré atentamente el manojo que me sonreía desde la acera.
-No, mías no son. Alguien las habrá perdido, apostillé.
-Yo creo que son suyas, insistió aquel hombre, que tenía muy pocas trazas de resultar creíble.
Pensé en mí mismo como alguien serio, cuya palabra era tomada en serio.
-Le repito que no son mías, afirmé con la seriedad en la que mentalmente me había enfundado como un paragüas que se enfunda después de la estación de las lluvias.
-No le creo, dijo con esa desfachatez que proporciona ser menos que un don nadie con la nariz enrojecida.
-Seguro que pronto aparecerá alguien buscándolas, dije, como si no hubiera oído sus palabras.
-Cójalas, algún día le podrán venir bien, me aconsejó.
Me agaché y al echar mano a las llaves me pegaron un bocado.
-¡Muerden!, exclamé.
-Sí, muerden, confirmó el hombre. ¿No está acostumbrado?, preguntó, pero con intención retórica. Cójalas por atrás, por la parte del llavero, me aconsejó.
De todas formas puse en duda el mordisco, aquel hombre me sugestionaba, conseguía que mis sentidos fallasen, como ya era evidente que su sentido común había caído en un pozo. Olía a coñac. Yo también olía a coñac.
-Está usted bebido, le dije.
-No podría ser de otro modo, soy un borracho, pero usted también va cargadito, me contestó.
-No estoy acostumbrado a beber y hoy he tomado un par de copas, me justifiqué.
-Hace usted bien en beber hoy, dijo con alegría.
-No sé si hago bien. El caso es que he sentido un par de impulsos irreprimibles. Como ahora mismo, ya estaría en el interior de esa taberna si usted no me hubiese cortado el paso.
-Lo siento, pero es que he salido a cabecear un rato este balón.
-No se le da muy bien.
-No, no soy un hombre habilidoso.
-Bueno, hasta la vista.
-No se vaya, hombre, es usted muy simpático, le invito a una copita.
-¿Y qué hacemos con las llaves?
-¿Está usted interesado en abrir alguna puerta?
-No especialmente.
-Pues déjelas entonces en el suelo. Seguro que vendrá alguien y las cogerá sin que le den un mordisco en la mano. Se preguntará qué casa, qué coche, qué cofre podría abrir con ellas. Se las echará al bolsillo y allí las olvidará revueltas con otras llaves. Nunca se atreverá a tirarlas porque un día no recordará que las encontró en la calle. Pensará que si se deshace de ellas algo que le pertenece quedará sin abrir.
-Vaya, no me imaginaba que fuese usted un filósofo. Pero después de todo no es tan extraño. Cabecea usted el balón que da pena.
-¿Coñac?
-Coñac. ¿Y usted?
-Coñac.
La botella nos sonrió brillante, luminosa, como un astro.
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