jueves, 8 de septiembre de 2011
Merienda
Una mujer de armas tomar, en plena decadencia física y con todas sus facultades mentales hechas un lío, se topa en mitad de la calle, durante un paseo acompañada por su asistenta, con uno de los señores de la guerra, sin el habitual aparato tan del gusto de los señores de la guerra, tal es la exhibición de oro y diamantes, la compañía de animales feroces y la destellante panoplia de última generación. La mujer es amable, pero una gran señora, y una invitación suya es también una orden, así que al ciudadano singular no le queda otra que aceptar de buen grado la merienda y allá que se sientan los tres en torno a una mesa, sobre la que un camarero ejecutor pone las tacitas con el chocolate y las bandejas con los churros.
-Amigo mío, dice la mujer, mientras le pone una mano en el antebrazo, me hace usted un gran honor al acompañarnos.
-Es para mí un placer, contesta el hombre, y el honor me lo hace usted a mí.
El hombre no puede disimular ni reprimir la atracción que siente por la asistenta de la mujer, que en todo momento se ocupa de que esta se lleve la tacita con acierto a la boca. La asistenta es magnífica, está llena todavía de orgullo y su belleza no ha perdido ni un gramo de salvajismo.
-La capturó mi hijo con sus propias manos en un safari, le explica la mujer al hombre. Le estoy enseñando lo propio de nuestra civilización.
La asistenta se levanta a pedir un servilletero y el hombre le echa una golosa mirada.
-Pero es rarita también, añade ahora que la otra no está en la mesa. No quiere saber nada de hombres.
-Una pena, contesta, y enseguida la decepeción del hombre hace penoso el resto de la conversación.
Por fin se despiden.
-Dele recuerdos a su hijo, dice el hombre.
-Y usted a su esposa, dice la mujer.
La asistenta tiene esa impresión de extrañeza que le acompaña últimamente. A veces piensa que es nostalgia. El hombre, delicado y amable, un vecino que le tiene cariño a su señora sonríe benevolente, se pone los guantes y se adelanta a ellas bajo la lluvia.
En la foto Ava Gardner con un cigarrillo en la boca.
Traigo aquí este cuentecillo para poder seguir hablando de La memoria del gintonic, ya que podría tratarse de un episodio apócrifo de la misma.
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