jueves, 22 de abril de 2010
Capítulo 3
Cristóbal era un alumno que venía a clase de tarde en tarde, pero ya me lo dijo él, no voy a venir poco y mal vestido. Su estética D&G, con anillos de oro, hebillas plateadas de esposas y pistolas, pendientes de estrellas de azabache, le daban un aire de esbirro de la moda que desentonaba con el resto de sus compañeros, vestidos con una sudadera y unos vaqueros. El pelo lo llevaba engominado en un tupé agresivo, afilado. La literatura le interesaba un carajo, pero tenía sentido del humor. Intenté averiguar el desorbitado precio de sus zapatillas, pero no pasó de contestarme más allá de algunas bromas. Su dandismo marginal y arrogante lo instalaba en un olimpo en el que nada tenían que decirle las tareas escolares con sus rutinas. No obstante, a cristóbal le fascinaban los sucesos truculentos y tenía una gran facilidad para encontrar intenciones y picardías en los textos que leíamos en voz alta. Conté algo sobre larra y enseguida se interesó por los detalles de su muerte. Le dije que larra era, como él, un dandy. Vaya, observó. Vamos a leer algo de larra, propuso. Creo que con él también te aburrirías, le dije. Como el escritor, cristóbal también vivía en la calle de los salvajes, en un extrarradio sin futuro. Al final de las clases, ya dentro del coche, descubrí que el aroma a manzanas maduras se había agriado. Conduje hasta casa, como siempre, con la radio puesta. En medio de la autovía estaba el perro aplastado que días atrás había visto intentando zafarse de la mitad de su cuerpo.
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La calle de los salvajes
sábado, 17 de abril de 2010
Capítulo 2
Retrato anónimo de Mariano José de Larra, Museo del Romanticismo, Madrid.
II
Al entrar en el coche me vino a la nariz un aroma de manzanas maduras, que activó en mi cerebro la memoria oscura de la infancia. Cerré los ojos y me pareció estar en el interior de un armario, arropado, lejos de cualquier tiempo, a pesar de que a mi alrededor sólo había botellas de agua vacías y aplastadas, restos de los bocadillos de mis hijos, diversos folletos de publicidad, paragüas abandonados, muñecos mutilados, extrañas formas fosilizadas de chicle, polvo. Me acordadé de larra, pues en las búsquedas todo lo que el escritor encuentra le remite a la obsesión con la que ha decidido trabajar. Dentro de un armario un hombre empuña una pistola de percusión de 23 centímetros de estilo neoclásico, con incisiones de adornos vegetales. Tiene tres hijos en el mundo, en la casa está la mediana, con apenas 6 añitos. Si ese hombre se disparase en la sien sería esta hija la que lo encontraría en medio de un charco de sangre dentro del armario, cuando lo abriese para coger una prenda con la que le gustaría disfrazarse. Pero el hombre no se dispara, sale del armario y se mira en el espejo con la pistola apuntando en su cabeza. La hija mediana de larra se llamaba adela, la cual, según una novelesca tradición, encontró al escritor sin vida, cuando fue a darle las buenas noches. Abrí los ojos y allí estaba él con el tiro en la cabeza. Olía a manzanas maduras y le daba de pronto a mi vehículo, lleno de sillas adpatadoras para los críos, un aire de gabinete decimonónico. Lo miraba todo con curiosidad, porque a él yo le había impuesto el habitáculo de un monovolumen familiar bastante desaseado. Esto es imposible, dijo. Quizás fue todo cuanto dijo. Pero sería una lástima no hacerle hablar. Le pregunté si estaba a gusto. Miró al techo con sus ojos amarillos y sonrió dejando ver la ennegrecida dentadura de zombie. Sí, estoy a gusto, dijo, como si se sintiera a gusto por primera vez en mucho tiempo. ¿Quién eres?, me preguntó. Uno que buscando dio contigo, le contesté. Se llevó a la boca un cigarrillo que en ese momento le descubría entre los dedos. No era la primera vez que encontraba el cielo o un pedazo del paraíso en el interior de un coche. Buscando el otro día en internet descubrí dos cosas, le dije. Que el nombre de tu calle en madrid, cuando te mataste, era santa clara y que, según cierto comentario apócrifo, a esa la llamaron alguna vez la calle de los salvajes. Asintió con los ojos entrecerrados, tenía el pelo negro, el tupé alto e imposible, modelado, las greñas de las sienes aplastadas hacia la frente limpia, un lacrimal acuoso y el otro seco. Me gustaría saber por qué te tiraste aquel tiro, si fue porque dolores te abandonaba definitivamente o se cruzaron en tu cabeza otras ideas, le pregunté. Pero entonces se sintió indispuesto. Voy a vomitar, dijo. Le abrí la puerta y dio unas arcadas. Me agaché a buscar unos pañuelos de papel y al volverme para dárselos ya no estaba allí. En su lugar un compañero del instituto me preguntó desde la acera si me encontraba bien. Sólo un mareo, le dije, y el vómito saltó a sus pies.
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La calle de los salvajes
domingo, 11 de abril de 2010
Capítulo 1
El perro semihundido o El perro en la arena, 1820, Goya, Museo del Prado.
Yo era un escritor de cuarta fila, o de quinta, si la hubiera habido. Pero eso no me importaba demasiado. No me ganaba la vida escribiendo. Escribía, que era lo que me gustaba. Tenía un blog. Y un día decidí cerrarlo, suspenderlo, aplazarlo, ponerlo en la reserva. Me despedí de mis lectores sin sentimentalismos, y me puse a buscar por ahí. Un escritor, sea de la fila que sea, no puede dejar de buscar por ahí. En alguna ocasión iba a nadar a un centro acuático con intención de detener el proceso de deteriro cervical, que hacía que me hormigueasen el brazo y la mano derecha. Mientras me desplazaba en el agua, ceñido por un cinturón para flotar y con el tubo de la respiración en la boca, me imaginaba como un astronauta en el espacio exterior en perpetua búsqueda, o sea perdido. Los largos de 50 metros daban de si lo suficiente como para pensar que por fortuna no me ganaba la vida escribiendo, por lo que no me preocupaba ser un escritor desplazado hacia el espacio exterior, buscando sobre aquella tibia masa de agua en la que avanzaba con todas las dificultades de un lisiado. Había aprendido aquellos ejercicios en las sesiones de escuela de espalda y desde que no podía asistir a las clases regulares los ponía en práctica por mi cuenta. Nunca me había gustado el ejercicio físico en si. Mi espalda se había ido doblando sobre la mesa de trabajo. Mi vida no era interesante desde un punto de vista literario. Quizás haya una cosa a destacar. Me gustaba mucho fumar. No había dejado el vicio como algunos de mis amigos, así que me moriría antes de tiempo. A larra también le gustaba el tabaco, pero no lo mató el tabaco, como todo el mundo sabía desde el colegio, aunque quizás hacía tiempo que ya no se hablaba de larra en el colegio. En una fiesta hacía muchos años una chica me había dicho que me parecía a larra. No le faltaba razón. Mirando hacia el fondo de la piscina como si mirase en la profundidad del espacio pensé que necesitaría buscar a larra. Nadar hacia él.
El tiro que se disparó entre la oreja y la sien derecha y que salió de su cabeza por el lado izquierdo, yendo a romper un cristal antes de alojarse en la pared de su despacho, cruzó el espacio exterior como una estrella fugaz, cruzó el fondo de la oceánica piscina como un pez eléctrico, mientras el escritor pataleaba con una torpeza digna de compasión. Espasmo breve del suicida tendido en el suelo, gateo del nadador. En el trayecto en coche había visto a un perro atropellado en mitad de la autovía. Con sus dos patas delanteras y la cabeza intactas porfiaba por abandonar allí mismo el cuarto trasero que le había sido aplastado. Era un perro pequeño, indefenso, nervioso. También se había ido a vivir al fondo de la piscina. Braceaba con sus patitas delanteras como el perro del cuadro de goya debe estar haciendo bajo esa montaña de arena en la que se hundirá en cuanto dejemos de mirar.
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La calle de los salvajes
domingo, 4 de abril de 2010
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