martes, 27 de diciembre de 2011

La memoria del gintonic en una reseña doble de La tormenta en un vaso


La verdad es que en estos últimos días estoy teniendo unas muy gratifcantes muestras de la impresión que mi novelita ha provocado en algunos de sus lectores-comentaristas. A continuacón os enlazo con una reseña doble de Óscar Esquivias y Miguel Baquero en La tormenta en un vaso. Más y mejor para agradecer imposible. Aquí.

lunes, 26 de diciembre de 2011

La memoria del gintonic en Qué leer




Me he encontrado esta mañana en la biblioteca que La memoria del gintonic aparece entre las novedades que se reseñan en el número 171 de la revista Qué leer, pág. 96. Me alegro, claro. Aparece en un recuadro destacado con un titular que dice así:

La vida según Eulogia
Una mujer de 71 años monologa sobre lo que ha vivido, ve e imagina en la ópera prima de Antonio Báez

"Doña Eulogia suma 71 primaveras y a veces no está del todo segura acerca de si ha dicho algo o tan sólo lo ha pensado. Vive sola, aunque una caboverdiana, Palmira, la ayuda con las tareas de la casa: la anciana la ve elegante, bella y sigilosa como una pantera, y le recomienda que se meta a puta (no a puta puta, pero sí que aprenda a aprovecharse de su atractivo). Además tiene un hijo, Carlos, al que no considera demasiado listo y a quien le pide, como regalo de cumpleaños, un curso de escritura por internet. La voz de la protagonista y su visión del mundo son el gran hallazgo de este debut novelístico de Antonio Báez, profesor de latín y griego en un instituto de Málaga, responsable de la bitácora cuentosdebarro.blogspot.com."

jueves, 22 de diciembre de 2011

Poesía, de Lee Chang-dong, 2010




Hace poco más de un mes tuve la oportunidad de ver la película Poesía del cineasta coreano Lee Chang-dong. Me senté en la butaca del cine muy cansado, como habitualmente me ocurre en los últimos tiempos. También he de decir que antes me había tomado una cerveza. Así que en esas circunstancias y con dicho título y nacionalidad de la película pensé que no las tenía todas conmigo para no quedarme roque enseguida. Pero no fue así. En absoluto. La película me interesó desde el principio y conforme avanzaba su metraje me fue arrebatando de una manera muy emocionante e intensa.

La película cuenta la historia de la señora Mija, de sesenta y cinco años, que vive con un nieto adolescente, del que se ocupa, a partir del momento en el que se le diagnostica un principio de alzheimer; además cuida a un anciano afectado de una parálisis que le impide valerse por si mismo y se acaba de apuntar a un taller de poesía donde le proponen la tarea de escribir un poema. Todo esto coincide con el terrible descubrimiento de que su nieto ha tomado parte en unos hechos que han desencadenado el suicidio de una compañera de clase.

En los primeros minutos de la película mi interés por la historia tuvo que ver con mi propio trabajo, por supuesto. La señora Mija de sesenta y cinco años empieza a olvidar nombres y palabras como mi doña Eulogia de setenta y uno en La memoria del gintonic, luego la señora Mija se apunta al taller de poesía como mi doña Eulogia a un curso de novela. A partir de ahí son dos historias diferentes. La señora Mija es una mujer delicada e imaginativa. Mi doña Eulogia es imaginativa, pero en absoluto diría yo que es delicada. Doña Eulogia tiene un carácter fuerte, complicado, humorístico en ocasiones. La señora Mija es observadora, ingenua y paciente. Doña Eulogia es una deslenguada. La señora Mija escucha. Supongo que salvando las distancias, a favor siempre de Lee Chang-dong, son las dos actitudes: oriente y occidente.

De una entrevista al director:

Durante la realización de una película, ¿cuándo escoge el título? ¿Cuándo y cómo se le ocurrió la idea de hacer una película sobre la poesía y usar esa palabra para el título?Suelo escoger el título muy al principio. Si no es así, no consigo convencerme de que la película se hará. Hace unos años, unos adolescentes de una pequeña ciudad rural violaron a una chica menor que ellos. Llevaba tiempo pensando en este acto de violencia, pero no estaba seguro de cómo narrarlo en una película. Y una mañana muy temprano, en una habitación de hotel en Kioto, mientras veía la televisión, cuando surgió el título, Poesía. Debía ser un programa especialmente diseñado para turistas que no consiguen conciliar el sueño. Mientras veía imágenes tópicas de pájaros sobrevolando un río de aguas mansas con pescadores desplegando sus redes al son de una música relajante, supe que una película construida alrededor de un crimen tan terrible, solo podía llamarse Poesía. El personaje principal y la trama nacieron casi al mismo tiempo. En este viaje, me acompañaba un viejo amigo, un poeta. Cuando le hablé del título y de la historia, me dijo que era un proyecto temerario. Añadió que mis anteriores éxitos, aunque pequeños, me habían dado demasiada seguridad en mí mismo.



¿Cuándo se le ocurrió el tema de la demencia?“Demencia” es una palabra que me vino a la cabeza casi al mismo tiempo que los elementos clave de la película: el título, Poesía; una protagonista femenina de unos sesenta años que intenta escribir su primer poema, y una mujer mayor que trata de criar a un adolescente. Y mientras aprende a escribir poesía, empieza a olvidar las palabras. La demencia hace referencia a la muerte.



No os deberías perder esta película. Merece la pena buscar un hueco de un par de horas en estas fechas que se acercan, llenas de ruido. En el siguiente enlace es posible verla online.



http://www.peliculas21.com/poesia/
(la mejor es la opción 2)

miércoles, 21 de diciembre de 2011

La memoria del gintonic en Culturamas


Miguel Baquero es novelista, cuentista y un activo crítico literario en la red. Tiene además un blog que se llama El mundo es oblongo. Pues bien, ha encontrado tiempo para hacer una reseña de La memoria del gintonic, que ha publicado en Culturamas. La podéis leer AQUÍ.

La fotografía es de Alain Delorme

lunes, 19 de diciembre de 2011

La memoria del gintonic en Explorando Lilliput


Rosana Alonso, excelente cultivadora del microrrelato, ha hecho una lectura y comentario de La memoria del gintonic en su muy interesante blog Explorando Lilliput. Si queréis leer lo que ha escrito AQUÍ


En la fotografía Diana Vreeland

sábado, 17 de diciembre de 2011

Entrevista en esradiomálaga, en el programa Entremedias



El pasado dos de Diciembre, después de la presentación de La memoria del gitonic en CincoEchegaray se me acercó Rafael Calvo, al que no conocía de antemano y al que tampoco sabía que me iba a encontrar, y me hizo una entrevista. Si queréis oír mis balbuceos y repeticiones a partir del minuto 31:20 del programa Entremedias del 17-12-2011. Lo más peregrino de la conversación es el momento en el que nos aturullamos con mi señora.


AQUÍ

La fotografía es de Jorge Rueda

jueves, 15 de diciembre de 2011

Belén Gopegui: El lado frío de la almohada



He de empezar diciendo que yo de las tramas de espionaje político no me entero, si no me las explican muy bien. Belén Gopegui no se preocupa de explicar su trama, de ser didáctica. Por eso hasta que la novela no va acabando uno no empieza a comprender más o menos el alcance de la historia, aunque por el camino los detalles le hayan resultado confusos. Esta novela tiene espías, historia de amor, muerte, ideología marxista y visiones del mundo. Ahí es donde Belén Gopegui se preocupa de ser didáctica, pero no fácil, a través de unas cartas más o menos inverosímiles, literarias, fingidas para una novela, a pesar de todo: “Porque le tengo miedo a la literatura, señor director.” (pág. 233) Como novela la peripecia no es demasiado original; agente joven cubana y diplomático maduro norteamericano se enamoran al tiempo que se sumergen en una complicada negociación en la que las bazas de cada uno se van descubriendo poco a poco. La Historia, con mayúsculas, se cuela en la historia personal de esos personajes. Lo que destaca en la propuesta es precisamente eso: “ Con todo, publicar novelas, producir películas, poner letra a la música no bastaría para acumular otra imaginación. Porque no se imagina en el aire. Porque imaginar tiene que ver con hacer, con poder hacer.” (pág. 234) Cuba cruza toda la historia como esa posibilidad: “Algunos pueden, y no es que sean mejores, es que tienen más imaginación. Son capaces de ver lo que sería una sociedad en donde la escapatoria y el vuelo solitario y el sentimiento de admiración por uno mismo a solas, de vanidad herida, no hicieran falta a nadie. Se preguntan cuánta escasez pero también cuánto de extraordinario y bonancible habría en un tiempo sin miseria y sin lujo para todos.” (pág 226) El fracaso y caída de los gobiernos comunistas ha dejado huérfanos a quienes no se conforman con el capitalismo como único modelo de vida. Cuba es la última oportunidad. “Las personas en España, por ejemplo, nunca dicen: en Cuba funcionan mal los autobuses, convendría… y llene usted los puntos suspensivos. (…) Nunca dicen convendría, sólo dicen: por tanto la revolución cubana no tiene sentido y debe dejar de existir. La parte por el todo. Quiero decir que nadie dice de España, o de Francia o de Inglaterra: la sanidad pública no funciona bien, por lo tanto la democracia representativa debe dejar de existir.” (Pág. 189) Esta es, en líneas generales, la tesis de la novela, quizás seca en ocasiones y con pocas concesiones, aunque los personajes finalmente consigan la cercanía y simpatía del lector.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Amores extraños





I

Las condiciones atmosféricas aconsejaban que no saliésemos de la tienda de campaña, así que más valía no tocar la cremallera, que poco antes se había enganchado y suponía yo que no resistiría otra apertura y un nuevo cierre. No sabíamos con exactitud cómo estaban las cosas afuera, pero allí dentro ella y yo manteníamos la calma. La nieve nos rodeaba por todas partes y las montañas se hacían con el eco del aullido de los lobos. Una pequeña linterna permitía que nos alumbrásemos entre sombras. Durante muchos años nos habíamos encontrado por los caminos, pero supongo que a ninguno de los dos se nos había pasado por la cabeza vernos en una situación semejante. Sin embargo, allí estábamos, tumbados uno al lado del otro, esperando que la tormenta pasase para poder salir. La ventisca y el frío se colaban por las costuras rotas de la tienda y nos acurrucábamos cuerpo contra cuerpo.
-Lo mejor será que nos abracemos, me dijo.
Así conseguimos una considerable mejoría. Permanecemos en silencio. Afuera sopla un vendaval y las paredes de lona de la tienda se agitan tanto que parece que de un momento a otro vamos a salir volando.
-A estas alturas estarán viendo la manera de rescatarnos mañana por la mañana, me dice la mujer con voz tranquilizadora. La mujer huele a ternura y no puedo evitar la erección, pero de sobra sé que no es el momento ni el lugar.
La mujer habla con voz dulce y segura, la conozco desde antes de que enviudase. Esta mañana nos hemos cruzado en la carretera y me ha recogido en su camioneta. Mi primera intención ha sido saltar al cajón, como hago siempre que alguien se para, pero ella me ha abierto la portezuela de la cabina. He entrado dentro con la cabeza gacha y enseguida me ha inundado una sensación muy agradable de bienestar. Todavía resuena en mi cabeza la musiquilla que llevaba en la radio.
-Voy arriba, a la montaña, me dijo.

A medianoche ha sido ella la que me ha buscado. Al principio he temblado y he creído que mi flaqueza de fuerzas y el miedo no me iban a permitir unirme a ella, pero luego sus caricias, ese olor a especias y su deseo han insuflado en mí la potencia de un lobo. Hacía años que no experimentaba ese vigor. Ya no soy un perro joven. Luego hemos dormido hasta que el sol ha estado alto y ha comenzado a calentar la tienda. Después de desmontarla hemos iniciado el descenso hacia el pueblo. Por el camino nos hemos topado con una partida de hombres que subía a buscarnos. Sé que no volverá a ofrecerme los abrazos de allá arriba, pero no me importa, la he adoptado como dueña y yo soy su perro.



II

No es la primera vez que un can cuenta una historia y tampoco es la primera vez que un chucho tiene una noche de amor con una mujer espléndida. Aunque los sucesos que estoy refiriendo y los que están por venir puedan pareceros insólitos, no por ello son menos ciertos.
Un buen día, entrada ya la primavera, apareció por aquella región un hombre de modales pausados, algo ceremonioso y sin gran experiencia en el trato con sus semejantes. A pesar de ello se había encajado entre aquellas montañas mientras daba un inofensivo paseo.
-Buenas tardes, dijo, paraguas en ristre, botas altas de excursionista, pero sombrero de ciudad, recién aparecido con una palidez extrema, alarmante casi.
El herrero descansó con la maza en alto. El fuego de la fragua iluminaba los músculos y el peto de quien le pareció a aquel paseante, con conocimientos de mitología, un dios que posara para los pinceles de un artista. Pero el trabajo del herrero era duro y no admitía retrasos, así que enseguida volvió a golpear la pieza que apoyaba en el yunque.
El forastero se adelantó al primer grupo de casas y me saludó con un espontáneo hola, a pesar de que era evidente que no se trataba de un hombre acostumbrado a animales. Le metí el hocico entre los pies para que viese que yo era inofensivo y que mis dientes preferían roer cualquier chuchería antes que ir por ahí a mordiscos.
-Buenas tardes, le dijo el hombre a dos mujeres que en una puerta removían las ascuas de un brasero. Una de ellas hablaba por un teléfono móvil. Era una anciana vestida de luto con la piel curtida, quemada tanto por el aire frío del invierno, como por el sol inclemente de los veranos. Llevaba unas gafas oscuras que le ocultaban media cara y en la otra mano sostenía un pitillo que se consumía sin ser probado.
-Es mi novio, le aclaró a la otra.
-Buenas tardes, le contestó la mujer al caminante.
-Creo que me he perdido. ¿Podrían decirme, por favor, dónde me encuentro?
-Está usted Arriba.
-Ya, dijo el hombre.
La mujer del móvil se apartó el aparato de la oreja y estudió al hombre.
La otra aclaró:
-No le interesa mucho lo que le cuenta su novio.
El carcamal se llevó el cigarrillo a la boca y dio una calada profunda, más intensa de lo normal, luego exhaló el humo largamente, se acercó el móvil a la boca y dijo, tajante:
-Mañana seguiremos hablando.
Luego colgó e interrogó al desconocido con la mirada. Su comadre aclaró:
-El señor se ha perdido.
El hombre sonrió, pero como el silencio de las mujeres se prolongaba decidió alejarse, y yo me fui con él, guiándolo dulcemente hasta la casa de mi ama.
-Buenas tardes, disculpe, me he perdido.
-Ya noches, pase, le dijo mi ama.



III

El hombre se encerraba con ella en su alcoba y yo me quedaba fuera. El amor tiene sus servidumbres. Aquella era la mía. Yo sabía que él saldría un día a dar un paseo y jamás regresaría. Era uno de esos hombres que de vez en cuando se extravía y no sabe volver sobre sus pasos. Pero la tierra es redonda. Sólo es cuestión de tiempo verles volver a aparecer por la puerta. Por supuesto, mi cínica intuición no me falló. A las pocas semanas de desaparecer el hombre, mi ama se cayó de un árbol y se rompió la crisma. Como ya nada me retenía en aquel lugar, yo también me marché. Cuando llegué a una ciudad encontré a un borrachín que dormía en un callejón y decidí pegarme a él.
-¡Bonanza!, exclamó nada más verme.
Estaba claro que me confundía, pero no hice nada para sacarlo de su error. Por el contrario, empecé a adoptar comportamientos que el otro perro había tenido y que no eran los de mi carácter, pero yo los deducía de sus palabras.
-No seas gruñón, me decía.
Así que, cosa que nunca había hecho antes, empecé a gruñir.
Aprendí a jugar a las cartas con el viejo y sus amigos. Todos eran alcohólicos y de vez en cuando los visitaba una furgoneta de la asistencia para darles mantas, comida y medicamentos que nunca tomaban. El vino que se bebe directamente de un tetrabrick es maravilloso para soportar los pesares, para aflojar la rabia. Me gustaba emborracharme con aquellos vagabundos, pasar las tardes mirando cómo se escarchaban no sólo los recuerdos, sino también aquel presente. Pero un día el viejo no despertó por la mañana.



IV

Salí del callejón dando tumbos, me perdí por la ciudad, me sentía un perro extraño. Vagué por los andurriales, por las estaciones, hasta que un buen día alguien me llamó y yo acudí al reclamo sin tener en cuenta quién lo había hecho. Dejamos atrás la ciudad caminando. Era un hombre muy descuidado. Me pareció increíble que comportándose como lo hacía hubiese sobrevivido hasta entonces y que no se lo hubiese llevado por delante cualquier vehículo de los que transitaban por la carretera. Tenía que avisarle constantemente de los peligros que surgían: el tráfico en la autopista, la falta de pretil en un puente, una alcantarilla destapada y un sinfín más de riesgos que no advertía. No obstante, no me pude anticipar a lo que nos ocurrió en una venta del camino, donde estábamos siendo asaltados junto con el resto de clientela por unos encapuchados, cuando de manera imprevista llegó una patrulla de la Guardia Civil y mi amo y yo fuimos hechos rehenes. La cosa se puso muy tensa, pasaron muchas horas y al final hubo intercambio de balas. Entre los asaltantes una mujer acabó por descubrir su rostro. Pésima señal. Dejaba de importarles que les pudiésemos ver la cara. Era una mujer muy fiera. Nos cogió a mí y a mi amo y nos encañonó la cabeza para dejar claro que irían a por todas con tal de salir de allí.
La mujer olía a sudor. Me tenía cogido entre un brazo y su costado, y me apuntaba en la sien. Era una mujer de una complexión grande. A pesar de las circunstancias, del peligro y de las pocas posibilidades que teníamos asaltantes y rehenes de salir con vida de aquel atolladero, o precisamente por todo eso, empecé a notar cómo se me removía la sangre y una erección me aupaba todavía más hacia ella, por mucho que no era ni el momento ni el lugar.



La fotografía es de Martine Franck

lunes, 12 de diciembre de 2011

Algunas fotos de la presentación de La memoria del gintonic

Con cierto retraso aquí van algunas fotografías del viernes 2 de Diciembre en la librería CincoEchegaray.
Es una pena no tener una de la asistencia al completo, porque sin duda es la que preferiría.




Con Lucila, Elena, Rafael, Maruxela y Guadalupe



Mariano muy serio mirándome




Con un botellín de cerveza en inestable equilibrio

jueves, 8 de diciembre de 2011

Las señoritas



En el año 2007 aparececieron por primera vez dos relatos míos en papel dentro de un volumen colectivo que publicó Narrador.es titulado Primeras piedras. Los voy a recuperar. Se trata de este, titulado "Las señoritas" y de otro que traeré también aquí, "Amores extraños". En ellos hay mucho de lo que después me ha interesado a la hora de contar. Uno no se da cuenta, pero casi siempre le da vueltas a lo mismo. En "Las señoritas" aparecen algunos motivos en los que insistiré en La memoria del gintonic. Me sorprende o no mi interés por tanto carcamal.




Fuimos cuatro. Huérfanos. El varón murió poco después de cumplir los veinte años. Estaba sano como una pera y era guapo como un San Luis, pero de la noche a la mañana agarró unas fiebres y en menos de una semana se consumió como una tea que arde. Así quedamos las tres en una segunda orfandad. En aquella época ocurrían cosas así, contra las que no había sino resignación. El pobrecillo se acababa de licenciar con muchos planes, entre ellos el de reabrir el despacho del abuelo. Sus esperanzas eran también las nuestras y con su muerte se esfumaron aquellas ilusiones que nos habíamos ido haciendo de brillar en sociedad. En los bailes del casino.

Tuvimos que encerrarnos en casa. La pena nos comía por dentro, mientras por fuera el luto nos roía esas ilusiones propias de las muchachas. No tardó en llegar el olvido. Enseguida dejaron de tenernos en cuenta, ya que no sobresalíamos por una hermosura especial y nuestra educación de señoritas finas y casaderas no estimulaba ninguna singularidad del carácter. Poco a poco, y sin ser del todo conscientes de que estaba ocurriendo, las puertas por las que se accedía al trato con los posibles pretendientes se nos fueron cerrando, hasta que un día nos vimos en un callejón sin salida, pues nuestra hidalga postura tampoco consentía que nos empleásemos como oficialas o secretarias. Así que con una férrea administración de las rentas, con las que hasta ese momento habíamos ido tirando, decidimos refugiarnos en esta finca. Las tres. Huérfanas. Pero siempre juntas. Y fieles. Como tres gracias que en su abrazo le dan la espalda al egoísmo de los demás. Y comenzaron a llamarnos “Las señoritas”. Las horas se nos colgaron de las trenzas, las horas empañaron el azogue de los espejos, frente a los que cada día nos sentábamos antes de ir a dormir. Nuestra vida de señoritas discurrió entre la pequeña casa atestada de antigüedades y el jardincillo lleno de gatos. Y un buen día, tenía que ser, empezó el desfile camino del cementerio. Lo teníamos más que hablado.

-Desde luego, la que se muera la primera sufrirá menos. La que
se muera la última tiene un trabajo para dejarlo todo en orden. No pueden quedar recibos pendientes y la casa habrá de estar recogida. La mejor muerte será la de la segunda, ya que tendrá una hermana aquí para ocuparse de que tenga un funeral a su gusto y otra en el más allá para la recepción.

El primer turno le tocó a Rosalinda, que se había pasado medio siglo lamentándose de no haber vuelto a tocar el piano, ya que alguien le había echado el candado a la tapa después de la muerte del chico, y nadie en todo ese tiempo había osado forzar la pequeña cerradura. Rosalinda se limitaba a poner encima sus dedos artríticos y sobre el barniz de la madera golpeaba una melodía tétrica, sorda y rabiosa. Era, no obstante, una mujer intelectualmente muy curiosa y dispersa. Había sido una de las primeras socias del Círculo de Lectores de todo el país. En la mecedora del abuelo había leído cientos de libros, miles quizás,y de cada uno de ellos había cumplimentado una ficha, que luego archivaba en cualquier cajón, de donde estaba terminantemente prohibido sacarla. Albergaba además multitud de proyectos de emancipación, que no pasaban del terreno de la fantasía y se había negado siempre a cocinar o a aprender el rudimento más básico relacionado con las tareas domésticas. Cuando conoció las teorías feministas se adhirió de pleno a ellas y habló en ocasiones del amor libre. Luego se pasó los últimos años de su vida dando vueltas por la casa, yendo y viniendo a la búsqueda de todo lo que continuamente iba perdiendo: las gafas, el monedero, la pluma. Siempre se había encargado ella de las gestiones administrativas, de la archivística y de escribir en nombre de las tres las cartas de condolencia o de felicitación.

Rosalinda se quedó dormida.
-Tiene algo en la boca, dijo Joaquina, después de que descubriéramos que no tenía pulso.
Le metimos los dedos y se lo pudimos sacar. Era un caramelo de limón. Lo pusimos en un platito del servicio de té y de allí no fuimos capaces de tirarlo. Nos parecía que en él quedaba algo suyo, aunque sólo fuese la escarcha de su saliva. Rosalinda se reunió con nuestro hermano en el panteón familiar.
-Por fin podrá volver a tocar el piano, dije. Era un modo de decir: me parecía que en el cielo la música sonaría por doquier.
Entre las ropas de Rosalinda apareció una llave. Me fui derechita a probar y después de medio siglo la tapa del piano se abrió de nuevo. Pero ya no había pianista. Ella misma se había mortificado con semejante renuncia.

Joaquina había sido la más presumida de las tres y la que más pretendientes había cosechado, aunque ninguno de los que se acercaban hasta la finca era de nuestro nivel, ya que lo hacían en calidad de operarios que reparaban un tejado, abrían una zanja o cortaban leña. Joaquina se había pasado la vida enferma. Dormía mal, se cansaba y en muchas ocasiones le molestaba hasta el peso de las sábanas. Desde niña se había quejado de los gases. Era como si el cuerpo se le fuese llenando de bolsas de aire, que tenía que luchar por expeler. Desde el principio tuvo permiso para no aguantarse y cada vez que soltaba un pedo se lo celebrábamos con aplausos. Alguna vez se tiró un cuesco en presencia de extraños. Entonces Rosalinda y yo batíamos las palmas con primor y animábamos a los invitados para que hiciesen lo mismo a la menor oportunidad.

A propósito, aún no me he presentado, yo soy Arminda. La muda. Algunos vecinos piensan que soy muda sólo por el hecho de no haberme oído hablar nunca.
-Ahora podrá volver a tocar el piano, dije después de medio siglo de silencio. Lo dije como un modo de decir, pero Joaquina se lo tomó al pie de la letra y por las tardes se sentaba en la mecedora para oírla tocar.
Un buen día en mitad de una serenata celestial sonó el teléfono.
-Para que no echéis de menos a una tercera en discordia, me voy a ir a vivir con vosotras, nos anunció una prima nuestra, creyendo que con sus simpatías nos ayudaba en algo.
Pero al mes y medio de haber llegado a la casa la palmó. Ahí sí que se portó bien, pues el velorio y su entierro nos distrajeron de la pena por nuestra hermana.
A las pocas semanas otra vieja, prima también, nos escribió una carta. Acababa así: “En definitiva, que me gustaría ir a morirme con vosotras”. Pero resultó ser un bluf, ya que desde el primer momento no hizo otra cosa que quejarse; de las ventosidades de Joaquina, de mis silencios o de los gatos del jardín. Así que decidió que se marchaba. Murió, eso sí, en el autobús que la llevaba de vuelta a su casa. Las exequias se las hicieron sus sobrinos. Una lástima, de haber sabido que el desenlace estaba tan próximo la hubiésemos retenido.

Joaquina tuvo la mejor muerte, sólo por ser la segunda, como tantas veces habíamos dicho. Se le llenó el cuerpo de pompas de aire como esos plásticos de embalar y un buen día estalló como si fuese una enorme flor pirotécnica. La amortajé con un gran kimono de seda de colores. En el otro lado la esperaba Rosalinda con una sempiterna melodía al piano.

Me quedé sola y los parientes no paraban de aconsejarme.
-Arminda, tráigase a alguien a vivir con usted, meta una estudiante, le hará compañía.
Según mi costumbre, yo callaba.
Me las apañaba para cuidar la casa y la finca, escribía notas de pésame y felicitaciones, ponía los recibos al día, cocinaba. Antes de irme a la cama me sentaba en la mecedora y veía la televisión un rato. Esperaba que mi hora no tardase en llegar para poder reunirme con mis hermanas y también con el chico.

Una mañana tocaron al timbre. Un mensajero me entregó en mano una invitación para una fiesta en el casino. Llegaba medio siglo tarde. Sólo allí hubiésemos podido encontrar nosotras un hombre con el que casarnos.

El vals. El traje de noche. El pellejo de mis brazos al ritmo que marcaba la orquesta. Aquel apuesto galán me explicaba todo el asunto. La pintura de los labios agrietada en los cráteres de la piel. El rímel me abría la expresión de los ojos hacia el espanto y la demencia.
-Usted no tendrá que preocuparse de nada, todo el papeleo corre de nuestra cuenta.
Querían construir un hotel en el lugar de la casa y la finca. Me ofrecían una millonada. Pero a mí sólo me interesaba seguir bailando, pasarme la noche entera en los brazos de aquel galán interesado, recuperar el tiempo perdido no de toda una vida, sino de tres, en aquella noche única y última, así que me hice cortejar como una muchacha.
-Eres encantadora, me decía él.
-Ah, pues mis dos hermanas sí que son lindas, contesté yo, y luego añadí:
-Por favor, ¿me traes un poco más de ponche?, es que el baile me ha dado mucha sed.


La fotografía es de Pérez Siquier y se titula Las tres gracias

sábado, 3 de diciembre de 2011

Entrevista en La opinión de Málaga


El jueves pasado, día previo a la presentación en la librería Cinco Echegaray de La memoria del gintonic, salió una pequeña entrevista en La opinión que os enlazo Aquí.

Estoy muy conforme con el titular elegido por el periodista.

Ese gusto mío algo humorístico por las bendiciones no es oríginal, todo hay que decirlo. Y aparece también en uno de los relatos que rematan la novela. Viene de una película muy cortita, que llaman mediometraje, de Luis Buñuel que he visto muchas veces: Simón del desierto (1965), en la que Simón, encaramado en su columna en mitad de la nada, bendice hasta las moscas que se le posan encima y encuentra que es un modo muy entretenido de pasar el tiempo. Ante la pregunta de si conocía a algún hombre libre, Buñuel parece que contestó esto: «Sí lo hay: Simón del desierto, que es el hombre más libre del mundo [...] porque tiene y hace lo que quiere, sin encontrar obstáculos. Está allí arriba en una columna, comiendo lechuga. La libertad total»

jueves, 1 de diciembre de 2011

Plop y Frío


Rafael Pinedo (1954-2006)




Pues todavía me han gustado más, mucho más, estas dos novelas de Rafael Pinedo.