lunes, 29 de septiembre de 2008

Entrevista a Isabel Núñez

Foto: Guilermo Aguirre, Cuba 2006

Isabel Núñez (Figueres, 1957) es traductora y crítica literaria. Además de otras publicaciones anteriores, en 2006 sacó a la luz el libro de relatos Crucigrama (Barcelona, Galería H2O) y hace unas semanas salió La plaza del azufaifo (Madrid, Melusina, 2008), con prólogo de Enrique Vila-Matas. Mantiene tres blogs en internet. El más activo http://isabelnunez-zbelnu.blogspot.com/ surgió para apoyar la publicación de Crucigrama y compensar su pequeña distribución, pero enseguida cogió aliento propio al hilo de todas sus preocupaciones e intereses, “convirtiéndose en un museo personal”, como ella misma escribe. Empecé a conocer el trabajo de Isabel Núñez a partir de su blog. Luego caí en la cuenta de que era, por ejemplo, la traductora de algunos de los cuentos de Dorothy Parker que había leído en la edición de su Narrativa completa en Deblos!llo. Isabel está muy comprometida con su actividad como traductora y reclama unas condiciones de dignidad laboral que en España suelen ser muy precarias. Sin embargo, me gustaría centrar las preguntas en Crucigrama, un conjunto de 12 relatos narrados desde la primera persona, excepto uno. En ellos tiene un peso muy importante la autoficción, la elaboración del material personal para constuir artefactos muy próximos a la vivencias de la escritora.

¿Qué mecanismos has puesto en marcha para la escritura de esos relatos, cómo surgen, hasta qué punto modelas tu vida para hacerla literatura? ¿No tienes miedo a la exposición?

Roland Barthes, en Fragments d’un discours amoureux habla de la obscenidad o la exposición doble de un enamorado que se pone gafas de sol (en un interior) para ocultar que ha llorado: en realidad, dice Barthes, está llamando la atención sobre sus lágrimas (que de otro modo podrían pasar desapercibidas). La supuesta exposición de la autoficción me parece menos expuesta que la simple ficción. El lector especula siempre. En la autoficción, uno construye sobre su vida pero elige y elimina en función de la estructura del cuento (o del género que sea), del ritmo, de las necesidades de la prosa, y no de los hechos que describe. Manda lo literario, no lo histórico, si es que tal cosa existe.
¿Cómo surgen? De una frase, de una sensación, de una atmósfera, algo que resuena en mi cabeza y que quiero utilizar. A veces me doy cuenta en un email o una conversación, andando por la calle, mirando por la ventanilla en el coche, al cerrar los ojos bajo el sol o al apagar la luz antes de dormir.

En casi todos..., en todos los relatos aparecen unas fugaces pinceladas humorísticas, ciertas paradojas, en apenas unas líneas, muy sutiles, como “Dicen que, con la ayuda del tiempo y algún que otro factor, A. se ha vuelto fiel. Ahora soy yo quien tiene el problema”, “descubro que también se puede comprar llorando”, “me casé con Otelo y empecé una vida de autosecuestro que duraría años”, “he sobrevivido a la era de las drogas, de la locura y el suicidio, y ahora que he tenido un hijo, ¿me voy a morir?”, “un tubo del que colgaba algo parecido a una bolsa de jamón ibérico envasado al vacío: un litro de plasma”, “Mentalmente, decido enviar un email de protesta al astrólogo aficionado, que se ha equivocado por completo con mi suerte”, entre otras. ¿Para qué sirve el humor en el texto. Y para qué en la vida?

No soportaría la vida ni la literatura sin humor. Dijo una vez un crítico a propósito de una buena escritora inteligente y sólida, que tenía “una asfixiante falta de sentido del humor”: es una limitación grave. El humor es un contrapunto, supongo. Sirve también para expresar una posición chejoviana del escritor, que no comprende el mundo, que no tiene todas las respuestas, que se sorprende incluso (o sobre todo) de sí mismo y de las trampas de su mente o la ironía de las cosas, etc. No me gustan los escritores que se sitúan en una especie de Olimpo, que parecen saber todas las respuestas o que pretenden enseñar una lección al lector. Yo no puedo evitar reírme de mí misma y de mis narradoras. Creo que el humor (negro, seco) es lo que hace que podamos seguir leyendo y disfrutar con los más duros libros de Bernhard, como por ejemplo, Trastorno.

En tus historias aparecen el padre, las hermanas, los novios, el marido, la madre de esa narradora en primera persona, salvo en el cuento Julio, cierta orfandad, la independencia a los 18 años, un intento a los 14, el aprendizaje de la infidelidad, la separaciones, los desencuentros, las enfermedades. Las peripecias vitales están dibujadas sin patetismo, con una distancia que no sé si la proporciona el psicoanálisis, del que das muchas muestras de ser una apasionada en tu blog, puesto al servicio del relato.

No sé bien cuál es la pregunta. A mí el psicoanálisis me salvó, por así decirlo. Pude recoger mis fragmentos, pero sobre todo, como muchos maltratados y heridos, pude darle la vuelta a lo que me habían hecho, convertir mis cicatrices en una ventaja, no sólo en la materia de mi prosa, sino también en el núcleo que me arrastra… El psicoanálisis me dio el goce de vivir en los bordes, y la clave para interrogarme e interrogar. Supongo que eso puede verse en mi escritura. Mi libro balcánico, al que tú no has aludido, también puede entenderse así.

El primer cuento, que es el que le da título al libro, es demoledor. La última frase son seis palabras, “El amor no mueve el mundo”. En sí misma esa afirmación puede estar tan vacía de contenido como la que afirma lo contrario, pero dicha después de lo que el padre acaba de escribir en el crucigrama, cuando ya ha abandonado la ferocidad de antes y es una sombra de lo que fue, multiplica su significado. ¿Qué opinión tienes del mundo?

A mí no me parece vacía la frase. Sólo es el revés de un estereotipo que nos enseñaron y que en mi visión de la vida familiar no encajaba. Sólo podía decir eso: si acaso en mi experiencia (lo que yo había visto a mi alrededor en mi infancia), la cobardía, la debilidad y los celos movieron el mundo, nunca el amor. Y esa experiencia fue lo que me hizo, lo que me llevó a mi double Bind, a mi dilema vital, lo que me hizo (una vez logré recobrarme) construir mi ética. Esa escena del crucigrama no resuelto ocurrió de verdad y para mí expresaba todo lo que no podía decirle a mi padre, lo que él creo que quiso decir al despedirse, justo antes de entrar en la agonía, cuando murmuró que no había estado a la altura y me miró unos segundos. En esa mirada estaba la respuesta del crucigrama. Y por otra parte, es cierto que del horror de mi infancia y sus consecuencias, a mí me rescató el encuentro con los hombres, es decir, un terreno que podríamos llamar amoroso. Pero de ahí a creer que el amor mueve el mundo… Lo que nos movía, a ellos y a mí, era el deseo o la necesidad de curar unas heridas, o de entendernos a nosotros mismos.
¿Cómo nadie puede resumir su opinión del mundo? Esa pregunta me parece imposible. Ahora, sí que diré que un escritor nacionalista serbio ortodoxo dijo que mi cuento era herético por esa frase. Y otro, un teórico de la literatura, dijo que con esa frase yo había logrado parodiar a Shakespeare (Romeo y Julieta, supongo). Y un escritor-editor que respeto dijo que esa frase merecía estar entre las citas magníficas que yo había incluido en mi Crucigrama. Y una amiga se enfadó mucho conmigo por esa frase, ella quería creer que el amor sí movía el mundo… No sé qué tiene esa frase-definición de crucigrama…

En los cuentos aparecen una serie de preocupaciones políticas muy concretas, que también cultivas a través de tu blog Polis: el desahucio de ciertos edificios para la constucción de centros de negocios, bares y restaurantes de moda, los 26 años de CIU en la Generalitat, el tráfico, el estrépito de las obras, la poca calidad en los servicios de telefonía, las leyes antitabaco, la regulación de los aires acondicionados, el transporte público, etc. Me parece muy acertado apuntar a los detalles, a dianas reales y cotidianas. Me da la impresión de que no te cuesta mucho, de que te es muy fácil hacer esas referencias en las historias. De hecho una de ellas, la titulada Ruido es una estampa que se vuelve muy cómica con esa mujer que le pregunta a gritos todos los días a primera hora de la mañana a su marido que qué querrá para comer: garbanzos o roast-beef.

“Ruido” es el único cuento de Crucigrama que considero casi fallido. Creo que tendría que haberle dado una vuelta más, aunque la idea me gusta, pero no debería haberlo dejado así. Efectivamente, la crítica de la degradación de la ciudad, la destrucción del paisaje, son tan inherentes a mi escritura como el paso del tiempo, la muerte, etc., son obsesiones mías. Eso es La plaza del azufaifo. Siento que no la hayas leído, sin duda pensando que se trata de un ensayo. Algunos lo vieron enseguida. Es un libro multigénero, es ficción, es novela, y al mismo tiempo es crítica social o política, pero siempre entretejida con la ficción, con la metáfora de un árbol. Dice Via-Matas que en ese libro los géneros se suceden como estados de ánimo. No eres el único que lo desechas considerándolo sociología. En muchas librerías lo ponen en ciencias sociales y eso condena al libro a vender mucho menos y hoy me dice un blogger que en Madrid ¡lo encontró en la sección de viajes! Concretamente entre libros africanos (¿tal vez por el nombre del árbol?). Todavía ahora, me dijo ayer un librero inteligente (de la calle Berlinès), al poeta Li Bai le sitúan con filosofía orientalista y no en la sección de poetas. Es increíble que en la era del género mezclado, todavía estemos así.
Creo que en el volumen de cuentos que estoy acabando, ya me cuesta menos aceptar esas mezclas mías, incluir frases que podrían ser ensayísticas sin que rompan la ficción o pesen demasiado. Pero quién sabe, igual me equivoco…

En varios relatos se hace referencia al autosecuestro de la protagonista a través de una relación amorosa. Por ejemplo en Vallvidrera y en Mater Misericordia. Me parece un tema muy interesante, en el que supongo que tiene mucho que desvelar el psicoanálisis.

Bueno, en todo caso, el psicoanálisis te permite ver más allá y comprender qué ha significado una relación, qué es lo que está pasando detrás de las cosas, cuáles son las opciones o por qué. Te revela esas cosas o te ayuda a descubrirlas, aunque sea de paso y no como objetivo principal. Hay cosas que serían inexplicables sin aceptar la existencia del inconsciente, es decir, de otros yos múltiples, de partes de nosotros, infantiles e irracionales, que tienen otros intereses inconfesados, y que piden paso y lo dominan todo si no se les atiende ni considera. El psicoanálisis te permite tal vez aceptar tus celos, por ejemplo, el miedo a ser sustituido o cualquier otro miedo infantil, el miedo de mi narradora a sí misma la lleva a buscarse un Otelo, una especie de policía que la proteja de sí misma, de los riesgos que ha corrido antes. Pero eso, claro, sólo lo descubre más tarde, cuando ya está a punto de liberarse de ese yugo y de atreverse a volver al mundo. Lo cual no excluye ningún miedo futuro, ni ninguna incertidumbre.

Una de las escenas más potentes y humorísticas me parece la del condón usado, olvidado por el chico ruso sobre la mesilla de noche, mientras el operario de Telefónica trastea enchufes y cables. Es muy fácil imaginar su gesto, su sorpresa, “la opinión que empieza a formarse sobre la clienta”, en el relato Tú te habrías reído. ¿Te diste cuenta de que conseguías un hallazgo narrativo? En general, ¿cómo trabajas los relatos, cuándo consideras que están acabados?

No sé. Yo escribo a ciegas y al acabar siempre estoy perdida, sumida en ese extrañamiento y perplejidad de los que habla también Roland Barthes en su seminario sobre la novela. Sólo leyéndole el cuento en voz alta a alguien empiezo a comprender o a ver algo, lo que yo quería hacer, de qué va el cuento, sus metáforas. O discutiendo con alguien (no cualquiera! Me sirve muy poca gente como interlocutora) que le pone objeciones; entonces empiezo a comprender lo que yo he querido decir, el por qué de cada palabra. Traducir mis cuentos al inglés, a medias con Linda Danz, también me ayudó a descubrir muchas cosas en ese sentido.
A veces sólo he podido darlos por acabados con ayuda de mi interlocutor principal. Otras, a pesar de su opinión. Y otras, leyéndolo en voz alta.

De los doce relatos ¿cuál es aquel por el que sientes un aprecio especial y por qué?

Tengo cinco o seis favoritos, casi los mismos que están traducidos al inglés y al serbio. Lo siento, no soy muy sintética y me cuesta elegir. Crucigrama y El efecto García, dedicados respectivamente a mi padre y a mi madre, por un lado. Esos dos cuentos significan mucho para mí por el tiempo que he necesitado para poder abordar un poco y con distancia cosas tan duras (la novela de mi infancia está empezada pero me da demasiado miedo, aún no tengo esa distancia, creo). Julio, Vinçon y Tú te habrías reído me gustan como cuentos de relaciones, de parejas. Y Autobús, como cuento de calle, un cuento que se me repite y reproduce porque he visto más escenas como aquella, alguien desconocido que habla de su muerte obscenamente, por el móvil, delante de todo el mundo.

Acabas de publicar La plaza del azufaifo, que creo que tiene mucho de batalla política. Podrías explicar brevemente qué tipo de literatura se encierra en él.

Huy, ya he contestado antes a esto. Es una novela, una ficción, una metáfora de un árbol que quieren talar y mi batalla por salvarlo, y también es un ensayo, pero en medio de eso está mi infancia, la memoria, el paso del tiempo, la degradación de la ciudad, mi vida cotidiana, la traducción, el libro balcánico, los amigos, la corrupción de los políticos y las mafias, etc… y hay imágenes, para reproducir ese efecto de postal de los blogs.

“La cuestión es seguir escribiendo y olvidar a los editores y críticos que nos olvidan a nosotros. Olvidar también a los que desprecian el género (el cuento) y sólo quieren novelas”. Está claro. Lo escribiste el 25 de Enero de 2007. Has escrito en las revistas Quimera, Letras Libres, Lateral. Actualmente en La Vanguardia y en Qué leer, y a pesar de ello sigues buscando a un editor con distribuidora que te haga visible en este tortuoso mundo de la literatura. ¿Qué derroteros crees que va a tomar la edición en un futuro próximo y cómo crees que te afectará a tí?

Uf, que eso lo digan otros, qué sé yo. Sólo sé que antes no se publicaba a clásicos y ahora hay un montón de editoriales que los busca y rescata y traduce. Que los géneros mezclados están ahí, aunque distribuidores y algunos libreros insistan en separarlo todo por etiquetas. Que tal vez los editores acabarán dándose cuenta de que los cuentos sí se venden. O tal vez no. Que mientras los editores mayoritarios sólo buscan esa cosa de lo comercial con calidad, otros editores pequeños y más arriesgados buscan literatura. Y si no, pues medrará la autoedición o los blogs o qué sé yo. En Francia los editores sí prestan atención a los blogs, en muchos sentidos, como crítica literaria, como resonancia, como cantera de escritores, no son tan miopes ni tan lentos como aquí. En cuanto a mí, supongo que empiezan a aceptarme. Mi libro balcánico saldrá en enero publicado por un editor que me gusta mucho, Alba. En Alba están entusiasmados con mi libro y yo con su forma de publicar. Y Melusina, que publicó La plaza del azufaifo, es un editor con más presencia y más distribución que el de Crucigrama. Veremos a quién le ofrezco mis nuevos cuentos y qué ocurre.

¿Qué significa para tí el libro como objeto, qué te dice su mera presencia física?

A mí no me caben los libros. A veces creo que me baño en ellos, como el Tío Gilito en sus monedas. Soy fetichista con ellos. Me gustan las ediciones francesas o algunas mexicanas, de libros diminutos, que puedo leer en el metro o andando por la calle sin mucho peso. Busco siempre pequeñas estanterías que reparen el estado de la mía. El caos de libros y papeles me devora. Me encantan las librerías viejas, las antiguas librerías parisinas y londinenses, algunas de mi ciudad, no muchas. Y las bibliotecas inglesas, o The New York Public Library. Sueño con vivir en ellas. Siempre imagino una vida ociosa de jardines y lectura, sofás y té.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Herencia



En mi familia tarde o temprano todos la palmamos de lo mismo, el puto corazón se nos para de repente. Sé que esa es una de las herencias más segura que va a corresponderme. A veces lo he pensado. Dos veces en concreto con un dramatismo muy intenso. El día que cumplía 39 años mi abuelo cayó fulminado en mitad del suelo de una mercería. Era representante de botones. El día que yo cumplí 39 años pasé por la puerta de una mercería, una de las pocas que siguen quedando en la ciudad. Decidí que lo mejor era conjurar el maleficio entrando en ella.
-¿Qué desea?
-Me gustaría sobrevivir.
La mujer abrió los ojos espantada. Quizás ya había sufrido el atraco de uno de esos desorientados yonquis que le daban al barrio un aire costumbrista.
No sé si fue la tensión acumulada o qué, pero me desmayé. Sólo fue eso. Sobreviví. La mujer llamó a la policía y les dijo lo que le pareció. Como me encontraron una pistola en uno de los bolsillos, me detuvieron. Les conté la milonga del abuelo y me felicitaron, porque en su vida habían oído una coartada parecida.
Mi padre se desplomó sin vida el día de su 45 cumpleaños. Fue un segundo antes de soplar las velas. Todavía recuerdo la impresión de ver su cara hundida en mitad de la tarta. El día que yo cumplí 45 años le dije a mi mujer que prefería aplazar la celebración.
-¿Por qué?
Le conté la historia de mi padre y lo que me había ocurrido a los 39.

Mi mujer y yo nos habíamos conocido en las reuniones de desintoxicación de Proyecto Hombre.
Desde entonces, cada día, cada mes y cada año me han parecido algo así como la prórroga de un partido de futbol. El futbol no me gusta. Prefiero las máquinas tragaperras. Mi mujer también volvió a las andadas. Hace años que me asalta una duda. La de que quizás mi corazón no tenga ningún problema, pero hasta el momento he sido incapaz de comprobarlo. Prefiero esa duda, esa incertidumbre, antes de que me den otro tipo de seguridad. He soñado más de una vez que el médico me explicaba en qué consistía mi dolencia.
-Es genética, eran sus dos últimas palabras antes de despertarme bañado en sudor.

Tarde o temprano sucederá algo. Y será el día que menos me lo espere. No se puede vivir pendiente de una sentencia de muerte. Hay momentos en los que la ruleta de la fortuna me tiene absolutamente abstraído. Son mágicos. Cuando oigo que suena la musiquilla del premio y que las monedas empiezan a caer en el cajetín me siento arrebatado. Luego, cuando regreso a casa con el saco de las pérdidas al hombro, pienso que me podría arrojar por un puente. Pero no soy un loco. También me podría tirar al paso del tren.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Desenlace



En aquellos días mi mujer ya no se fiaba mucho de mí. Yo sentía su vigilancia en el cogote. Pero en un descuido me encerré en el viejo granero que ya no se usaba, convertido en almacén, o garaje. Me puse una soga al cuello, con el nudo del lado de la oreja (como alguien me había aconsejado amablemente por correo) y salté. Supongo que en cuanto se dio cuenta de que me había perdido de vista salió corriendo y se dirigió al viejo granero. Abrió de sopetón, como si esperara sorprenderme en un desliz, en los brazos de alguien más joven que ella. Desde luego, se quedó atónita. Hacía meses que no la había tocado, porque me sentía incapaz de salir de los cenagosos y sombríos manglares de la depresión. Mi tranca estaba erecta, pujaba por traspasar el pantalón del chándal que llevaba puesto, mi cuerpo se mecía en un vaivén dulce, acompasado.
-Hijo de la gran puta, me dijo.
Si yo hubiese estado acompañado por alguna chavala del pueblo, quizás la chica hubiese echado a correr entre los maizales, imaginemos que con el culo al aire, pero mi idilio era solitario, con mi propio abismo de negrura. Por ese motivo mi vergüenza fue mayor. Si enrojecí, ella no lo pudo ver através del amoratamiento, de la congestión de mi rostro.
-Eres un cabrón hijo de perra, bramó mi esposa.
Me cogió por los pies y me aupó hacia arriba. La dureza de mi polla le apretaba un moflete. Pero ya era tarde. Me sostuvo, llorando y maldiciéndome, durante largos e interminables minutos, al cabo de los cuales se desmayó. Al volver en sí pude hablar con ella para tranquilizarla e intentar darle ánimos.
-No te preocupes, le dije, estoy bien.
-Ya te veo.
Había empapado el pantalón con una secreción de la que me sentía culpable.
-No es lo que piensas, le dije, cuando noté que se fijaba en eso.
Mi rostro había empezado a ennegrecerse, como si lo hubiesen ahumado.
-¿Por qué así?
-Qué importa la manera.
-No me jodas, claro que importa, no me vengas con esas. ¿Quién pensabas que iba a encontrarte?
-...
-Una vez más sólo has pensado en tí mismo.
-No sé, pensé que este era mejor modo que un arma de fuego.
-Una mierda, mejor modo. No hay mejor modo, cabrón.
-Sólo quería decirte que estoy bien aquí.
-¿Estás bien ahí, colgado?
-Ya no estoy colgado, estoy en otra parte.
-Pues yo estoy jodida, jodida, jodida.
-Llama a la policía.
-No me digas lo que tengo que hacer.
-Llama a la policía, no te quedes aquí conmigo, puesto que yo ya no estoy aquí, como te he dicho.
-Déjame en paz y no uses conmigo ese tonillo.
-¿Qué tonillo?
-Ese soniquete trascendental. Seguro que vas al infierno.
-Te equivocas, estoy muy bien aquí, muy en paz conmigo mismo.
-Mentira, seguro que es mentira. Seguro que te espera una buena.
-He esperado a que despertaras de tu desmayo para tranquilizarte, pero ahora veo que no ha sido una buena idea.
-Sabía que no podía fiarme de tí, lo sabía.
-Bueno, voy a marcharme definitivamente.
Mi esposa no le hizo caso a este anuncio y salió del granero. Dejó la puerta a medio cerrar y pude ver la luna y la luz de nuestra cocina en el mismo instante en el que ella la encendía. Pasaron unos minutos, que para mí fueron un agujero, por el que se perdían todas las cosas con las que me había relacionado hasta el instante en el que me rompí el cuello, más o menos.
De pronto oí un trueno sin el aviso previo de un relámpago, así que me temí lo peor. Intenté salir del granero, pero me fue del todo imposible. Al otro lado del patio, la luz de la cocina siguió encendida hasta que la luz del día me impidió percibirla. Volvió la penumbra del atardecer y volvió aquella luz inalcanzable en la ventana. Me pasé toda la noche aullando, gritando el nombre de mi esposa, sin poder salir del granero, cada vez más incómodo, cerca de aquel cuerpo abotargado que colgaba de una viga. Yo mismo abandonado por todos, lamentable e indigno. Pero mi esposa no regresó. Se limitó a pasar por delante de la abertura de la puerta del granero con los pies por delante, sobre una camilla en la que iba cubierta hasta el rostro con una sábana.
-Completamente desfigurada, acerté a oírle decir a uno de sus porteadores.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

El hombre del pantalón rojo

Caricatura de David Foster Wallace, por André Carrilho, aparecida en The New York Times

Esta mañana he ido a la biblioteca pública y he sacado un libro de relatos. En la contraportada dice: “Cuentos en busca de cómplices inteligentes”. En qué quedamos: ¿relatos o cuentos? Gracias a esa frase promocional he estado a punto de buscar otro libro. Me toca los huevos la inteligencia, mucho más que la estupidez. Asesinaría a todos los tíos inteligentes que conozco, a las tías les haría otra cosa. La especialidad de la casa. Le he entregado el carnet de la biblioteca a la bibliotecaria después de mucho tiempo. He estado sacando libros con el de identidad.
-El carnet de la biblioteca lo tengo perdido.
-Tendrás que traer otra foto para hacerte uno nuevo.
Las putas bibliotecarias siempre quieren una foto tuya.
Pero lo encontré anoche. Lo hubiese encontrado antes de haberlo buscado antes. No obstante las bibliotecarias me inspiran un odio insano desde que a los 14 años me tuve que someter. Me humilló con la jodida foto de carnet.
-Si no traes una foto, la próxima vez no te dejo entrar. Tienes que hacerte el carnet de la biblioteca.
A las bibliotecarias les dan por el culo los lectores, ellas quieren estadísticas. Como todos esos que andan preocupados por los índices de lectura. De qué mierda de lecturas se trata.
El caso es que le llevé una de fotomatón en la que salía con los ojos cerrados. La tía ni me miró. De eso hace 30 años, y esa puta sigue en el mismo lugar. Jodiéndome con la dichosa foto. Lo que me lleva a pensar que yo, después de 30 años, estoy en el mismo lugar. Pendiente de la misma humillación.
Pensaba eso. Mientras ella pasaba el código de barras del carnet, con mi foto, por delante de la pistola del escáner. Luego la palabra cómplices de la expresión cómplices inteligentes se me quedó atascada en la garganta, como si fuese una malévola espina de pescado. Todavía me duele le herida abierta, el desgarro. Y entonces por la puerta asomó un tipo. Para acabar de ponerle a la mañana una guinda siniestra. El hombre de los pantalones rojos. ¿Sabes? Como ese título de David Foster Wallace, que hacía unas horas se había colgado. Antes de empezar con la gente inteligente que quiere ser tu cómplice, yo me cargaría a esos tarados que se atreven a ponerse un pantalón rojo. Pero de qué coño van.
-No, perdona.
-¿Qué? Me pregunta la bibliotecaria con su cara de ratona.
-Nada, nada, le digo.
Lo que le quería decir es que finalmente no me llevaría el libro que había elegido, pero no lo hice. Ahí está. Busca cómplices inteligentes. Así que no le voy a dar el gusto. Este es otro que no pienso leer. Mi mujer me dice que para qué los saco si no los leo.
-Para falsear las estadísticas, le digo.
Mi mujer piensa lo mismo que yo. Que soy un perfecto imbécil.
Por fin el hombre del pantalón rojo se acercó a la bibliotecaria y le hizo el tipo de pregunta que yo esperaba:
-Perdona, pero es que busco una clínica dental que hay por aquí cerca y no doy con ella, ¿me puedes ayudar?
La bibliotecaria, como una perra indecente, salió de su cubículo y lo acompañó hasta la puerta, desde donde le dio las instrucciones para que pudiera llegar a la cita. Supongo que se quería blanquear los dientes.
-Muy amable, le dijo él.
Con una amplia sonrisa.
Lo sigo. Entro con él en la clínica dental. Me siento cerca, envenenado por el color de sus pantalones.
Me sudan las manos. Para disimular cojo una revista. Luego la cambio por un periódico. El obituario está dedicado a David Foster Wallace. Él escribió La niña del pelo raro. Yo tengo otra historia. Y en absoluto pienso colgarme de una viga, aunque me marcho de allí con un abatimiento muy indefinido. Una sensación que tiene ya más de 30 años.

lunes, 15 de septiembre de 2008

El escritor de cuentos. De lo cómico a lo patético.




El escritor de cuentos tiene una carrera ingrata. Las editoriales apuestan por la novela. El cuento parece un género menor o de transición hacia la novela. Un escritor de cuentos tiene que buscar refugio en los pliegues del mercado, se ve obligado a vivir de y en los márgenes. Pero también hay escritores de cuentos que llevan vida de novelistas. En realidad todos los escritores de cuentos querrían llevar vida de novelistas sin dejar de escribir cuentos. Un escritor de cuentos se tiene que buscar la vida. En esto coincide con los novelistas, y en general con todo hijo de vecino. Hay que buscársela. Un escritor de cuentos puede ser a la vez enfermero, conductor de autobuses, maestro, guardia jurado o jubilado. No conviene ser sólo escritor de cuentos. Tampoco conviene ser sólo novelista. Eh, pero los hay. Hay novelistas que son novelistas todo el tiempo. Como mucho a veces pasan un rato escribiendo un cuento. Hay escritores de cuentos que también se pueden dar el lujo de entregarse en exclusiva a escribir cuentos, mientras en secreto escriben una novela. Pero son los menos, aunque los más envidiados.
Un escritor de cuentos suele publicar en editoriales que al lector medio le son completamente desconocidas. Los escritores de cuentos encuentran una parte de sus lectores en otros escritores de cuentos. Y de vez en cuando en un lector despistado. Algo anarquista.
El escritor de cuentos coincide con otro tipo de escritores en que quiere ser leído. En que desea tener el mayor número posible de lectores. Pero se enfrenta a una realidad no siempre favorable. En el metro o en el autobús ve a los lectores enfrascados en volúmenes que podrían usarse como ladrillos para construir el muro de una casa. Los libros de cuentos suelen ser escuálidos, poca cosa al lado de los novelones al uso. El escritor de cuentos desarrolla una animadversión que no disimula contra el escritor de los bestsellers que se leen en los transportes públicos. Le gustaría tener ese tipo de lector, le gustaría que sus cuentos se vendiesen en las estaciones de tren. Pero por el momento ha de conformarse con los lectores aficionados al género. No son malos esos lectores. Por supuesto. Pero todo escritor tiene derecho al lector vulgar, anónimo.
Un buen día el escritor de cuentos, en un arrebato desesperado, decide entregar parte de sus bienes personales a aquellos lectores que compren su libro. Y difunde públicamente su intención de remitir a quien así lo desee, junto con sus cuentos, una televisión de plasma, unos calentadores (de tobillo) o las fotografías de su primera comunión.
Pero nadie confía en un escritor de cuentos. Ni siquiera en un novelista. No obstante, tarde o temprano alguien tiene necesidad de echar mano de un enfermero, un maestro o un guardia jurado.
Cuidado entonces, pues encriptado en cualquiera de ellos puede aparecer un escritor de cuentos.

jueves, 11 de septiembre de 2008

La mujer barbuda

Woman with beard, de L. S. Lowry, 1957

Las dos veces que me he casado lo he hecho con una mujer barbuda. Ahora pienso que quizás influyó en estas elecciones mi condición de escritor. La primera era una mujer atormentada por su anomalía. Intenté demostrarle que mi amor era limpio y que no buscaba en ella lo mismo que el público de los teatros y circos. Acariciaba su barba, sedosa y dulce, y ella me miraba con los ojos abiertos hacia el espanto. No fuí capaz de apartarla del alcohol y a los pocos años enviudé. Aunque parezca mentira volví a encontrar a una mujer barbuda por azar en la fiesta de una embajada. Nunca le confesé que anteriormente había estado casado. Era una chiquilla alegre a pesar del sufrimiento. Estaba también agradecida a su barba. De no ser por ella jamás hubiese salido de una remota aldea en las montañas. Mi régimen de vida era casi monacal. Pero consiguió habituarse después de haber llevado una existencia itinerante.
-Si quieres me puedo quitar la barba, me dijo un día.
-Te quiero como eres. Amo tu barba.
Después de una dura jornada encerrado en el estudio, mi deseo era siempre encontrarme con sus ojos alegres, con su barba rubia de filósofo. La acariciaba y ella miraba hacia la plenitud. Los buenos tiempos duraron hasta que le llegaron algunas noticias sobre mi vida antes de haberla conocido. Empezó a incubar unos celos destrucivos.
-¿Cómo era su barba?
-Oscura y sucia, le decía yo.
-¿Y entonces por qué la querías?
-Por favor, le suplicaba.
Tuve una crisis después de varios libros. Empecé a beber. Salía de casa y tardaba varios días en regresar. En un burdel conocí a una chica complaciente, a la que no le parecía rara mi petición. Vi frustrados todos los intentos por retomar mi carrera. Mis ojos chocaban con los de mi esposa. Ambos barbudos, descuidados, febriles, resentidos.
La primera vez le dije:
-¿Te importa ponerte esto?
La chica no sabía qué era.
-Es una barba.
Lo hizo todo con naturalidad. Supongo que no era lo más extraño que le habían pedido. Luego siempre me recibía con la barba postiza. Por lo demás mi comportamineto era el esperado.
En casa mi mujer y yo nos tirábamos los trastos a la cabeza. En cierta ocasión nos enzarzamos en una pelea y la arrastré de la barba por un pasillo. El divorcio fue traumático y sensacionalista.


No soy un hombre que soporte bien la soledad. Estoy a punto de volver a comprometerme con una hermosa mujer. Es periodista y lo sabe casi todo de mí. Gracias a ella he vuelto a encerrarme en el estudio. No escribo, pero aquí estoy. Hago como que escribo entretenido en recuperar viejas historias que nunca han visto la luz. Ella también ha estado casada. Con un escritor. A veces abro el cajón de mi mesa, meto la mano hasta el fondo y acaricio la dulce y tierna pelambrera allí acurrucada, con el calor y el pálpito de un animal vivo.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Telas e historias



Decidí que quería contar una serie de historias. No es que quisiera contarlas. Es que lo decidí. La voluntad, mi propia voluntad, se hizo con el timón de mi vida, que yo nunca le hubiera querido dar, pero las cosas a veces nos vienen dadas de una manera y es muy difícil nadar contra la corriente. Me senté en mi escritorio con aquello que consideré indispensable para contar historias. Y enseguida se me ocurrió una. El asunto no era demasiado original, pero eso no me preocupó para nada. En una tarde le pude poner la palabra fin. La releí varias veces en voz alta y me pareció que cualquier lector podría emocionarse como yo mismo hacía, sorprendido por ciertos aspectos novedosos de la historia, en los que antes de escribirla no me había fijado. Me llamó la atención que yo dijese ciertas cosas. Había detalles que me revelaban paradojas sutiles que en la existencia cotidiana pasaban desapercibidos. El hecho es que una tiró de otra y así empezó todo. Después de terminar una historia quería contar la siguiente. Y después de aquella ya estaba ansioso por empezar con la próxima. Empecé a robarle tiempo al sueño, a despertar en mitad de la noche pensando en mundos ficticios, preocupado por el destino de espectros de papel. Comencé a tener ciertos despistes en el trabajo. La clientela al principio pensó que me había enamorado. Me quedaba absorto y pensativo con una muestra en la mano y al volver en mí no sabía quién me la había pedido. Era dependiente en un establecimiento de telas. Telas para hacer cortinas, faldones de mesascamillas, fundas para cojines, forros para canapés. Aunque no era eso preferí que lo pensasen antes de que tuviesen ninguna sospecha acerca de la verdadera naturaleza de mi ensimismamiento. Algunas se atrevieron a ponerme ojitos. Sentí escalofríos de terror. Había una niña muy mona que nunca venía a la tienda sola. Siempre con mamá. La señora era exigente y antes de decidirse había que enseñarle todo tipo de tejidos y estampados. La niña suspiraba aburrida. Yo la miraba. Su aspecto rebelde no me cuadraba con que consintiese en acompañar a la madre para hacer unas compras soporíferas. Llevaba la nariz perforada y el pelo teñido, masticaba chicle y para entretenerse me buscaba los ojos con desverguenza. Pero a los pocos minutos yo dejaba de verla y comenzaba a imaginarla. Ahí tenía lugar la salida de una carrera de obstáculos. Empezaban las equivocaciones.
-No te he pedido lino, sino algodón.
-Perdone, señora.
-Te he dicho rosa, no amarillo.
-Lo siento, ahora mismo.
-Estampada, hombre, ya te lo he dicho.
-Sí, sí, claro.
Supongo que la niña estaba esperando ese momento para divertirse, yo me azoraba y mi entorpecimiento iba en aumento hasta que había alguna cosa que se caía al suelo o yo mismo trastabillaba en lo alto de la escalera con el consiguiente peligro de abrirme la crisma.
-Este chico se ha enamorado.
Entonces la cara se me encendía hasta el punto de que pensaba que se me echaba a arder.
La niña suspiraba con malevolencia para echar más leña al fuego y yo me disculpaba intentando ponerlo todo en orden, lo que nunca llegaba a ser suficiente para que más tarde el dueño del establecimiento no me abroncase. Cuando se descubrió que siempre me equivocaba al contar los metros de tela que vendía, me pusieron de patitas en la calle.

Parece ser que la señora volvió un día a la tienda acompañada de su niña mona y cruel. Preguntaron por mí.
-Ese chico ya no trabaja aquí.
Parece ser que a la niña se le notó una sincera e inesperada decepción en el rostro.
-Era algo torpe, pero muy simpático, dijo la señora.
Nadie se atrevió a decirle que me habían despedido por mi carrera de errores.
Me puse delante de mi escritorio y estuve días contando historias. Cuando escribía la palabra fin me sentía satisfecho, releía lo escrito e imaginaba que mi vida transcurría en un mundo con las mismas claves que aparecían en los cuentos. Pero a las pocas horas empezaba a sentirme inquieto, lo cual era una señal inequívoca. Volvía a coger el folio en blanco y enseguida había volcado en él todo tipo de fantasías, a veces absolutamente descabelladas.

Por supuesto.Volví a encontrar a la niña. Mejor dicho ella me encontró a mí.
-Eh, tú, oí que le decían a alguien. ¡Túúú!
Pero quien fuese no se enteraba.
-¡Túúú! ¿No me oyes?
Alguien me dio un tirón de la camisa.
-Es a tí, me dijo.
Iba despistado, como siempre, en mi mundo.
-Pero tío, cómo eres, estás siempre colgado.
-Ah, hola, dije, aturdido, sorprendido, mientras en mi cara el rescoldo de unas brasas frías se empezaba a encender.
-¿Qué pasa? ¿Te echaron? Estuve el otro día con la vieja y nos dijeron que ya no currabas allí.
-Sí, no, bueno sí, no.
-¿Sí o no?
-Sí, sí.
-Joder tío, qué difícil eres.
-Es que estaba distraído.
-No hace falta que lo jures. Oye, te quería pedir perdón si has perdido el trabajo por nuestra culpa. Sé que mamá puede acabar con los nervios de cualquiera y yo...bueno...le ayudé un poco.
-No, no fue eso, dije.
Y tras una pausa dije:
-El dueño me pilló con la mano dentro del cajón.
-Vaya, así que eres más peligroso de lo que pareces.
Sonreí por primera vez ante ella.

El resto de la historia es corriente, como la historia de cualquiera de vosotros. Por eso lo mejor es poner aquí la última palabra. Fin.

viernes, 5 de septiembre de 2008

Plan B (allí donde falla un plan A siempre tiene que haber un B)





En realidad como escritor mi modo de subsistencia estaba basado en el hurto. Bolsos, paraguas, libros, bicicletas, maletines. Mi rutina me llevaba a sacarme de casa a diario a eso de las once de la mañana. Sin prisas. Para mirarlo todo con detenimiento, para fijar en mi memoria los detalles que al resto le pasaban inadvertidos, para actuar en el momento de los descuidos. No era difícil así hacerse con un coche durante unas horas, desayunar con el periódico cada mañana en una cafetería diferente, seguir los pasos indecisos de quien estaba a punto de obrar de un modo opaco, o fotografiar con la retina los desmanes urbanísticos de la más desmedida de las ambiciones y falta de escrúpulos. En realidad durante mi época de escritor escribí poco. Tampoco sería desacertado decir que nada. Me dediqué a vivir como un escritor de bestsellers, excepto por las horas que debería haberle dedicado a la escritura. Esas eran las que yo empleaba para subsistir. El resto del tiempo vivía con los pulmones a pleno rendimiento. No sin ciertos aires distinguidos de dandy.
Como cualquier ser inteligente que se precie, y un escritor tiene la obligación no tanto de serlo como de parecerlo, yo tenía un plan B, además del plan A, al que parece obligatorio estar suscrito por defecto. Para que el plan B entre en funcionamiento es necesario que se hayan producido ciertos cortocircuitos que colapsen nuestras expectativas vitales. Una buena mañana me levanté y al mirarme al espejo me ví esos ojos mansos y vidriosos de los perdedores. Ojos que hasta entonces siempre había encontrado en los demás. Me había limitado a sonreírles con un desdén que actuaba como cortafuegos para el contagio. Hasta que aquella mañana, de un modo totalmente inesperado, el fracaso ya se había adueñado de mí, como uno de esos inquilinos que ocupa una casa sin el consentimiento de su dueño. Ahí era donde se activaba el plan B, donde el A no había sido eficaz.
A través de una revista tuve noticia del mayor escritor de bestsellers del planeta. El tipo era guapo, limpio y hacía unas declaraciones sinceras, en las que tenía claro que no confundía su producción destinada al entretenimiento de las masas con ningún artefacto artístico. Daba ciertos datos sobre sus rutinas y se citaban los lugares en los que pasaba gran parte del año. La idea se me ocurrió enseguida, las ideas que no surgen con espontaneidad no me valen. Quizás otros necesiten planes con muchos detalles, muy elaborados. No yo. Me son suficientes unas líneas generales. En esencia consistía en viajar hasta el lugar de residencia del escritor que había vendido 250.000.000 de libros en todo el mundo. Bien mirado no me parecieron tantos. Una vez allí se trataba de seguirlo. Un escritor sin actividad literaria, mi persona, se convertiría en la sombra del escritor con una incesante y metódica actividad literaria destinada al éxito en todo el mundo. Yo soy yo. No tengo nada más que decir. Él, Jonh Grisham, autor de obras como El informe pelícano. En el momento adecuado necesitaría una colaboración auxiliar para abordarlo por ejemplo durante el footing y reducirlo. El siguiente paso nos llevaría a introducirlo en un saco y trasladarlo hasta un sótano. Casi se hacía imprescindible que la fuerza literaria colaboradora residiese en Charlottesville y tuviese una casa con sótano. Una vez en el lugar seguro procederíamos a echar a suertes a quién le tocaría someterlo por el canal de la sodomía hasta suavizarlo, dulcificando su ortodoxa galanura, amansando su puritana sinceridad, convenciéndolo en definitiva de que ya no estaba exactamente en manos del mercado y de sus lectores, sino en las nuestras, que se definirían como manos de una guerrilla literaria avant la lettre.
Con las comodidades que son pocas, necesarias para escribir, a los pocos días, según el Plan B, Jonh Grissman estaría de nuevo preparando una obra para no sorprender a nadie, aunque con sorpresa dentro. La idea es que él escribiese, que para eso sabía escribir y lo había demostrado con enorme éxito. La fuerza auxiliar tendría que ser uno de esos escritores resentidos que nunca pasaron de vender un centenar de libros entre sus amistades, así que habría de considerarse escritor maldito, tocado por una genialidad incomprendida. La tercera parte, mi persona, al haber puesto en ejecución el plan B no tendría que dar muchas explicaciones de sus idas y venidas. Cada X páginas, detalle que está por ver, el escritor resentido, también llamado fuerza auxiliar, introduciría un párrafo en la historia que iría desarrollando el escritor de bestsellers Jonh Grisham. Con esos párrafos habría que conseguir la profundidad y el sentido de exploración en el alma humana sin que se perjudicase el suspense de la trama. Mi persona, como escritor que no sabe escribir, sería el encargado de ensamblar esas dos partes, además de ocuparse del suministro de víveres y todo lo relacionado con la intendencia de un escritor en pleno ejercicio de sus funciones: folios, tinta, marcadores, etc.
Lo más difícil de todo el asunto quizás fuera el aspecto fonético. Tenía yo por entonces evidentes dificultades con la lengua de Grisham. Iba a decir de Shakespeare. Pero creo que puedo decir Grisham. Para ello iba a pasar el otoño en una Academia de idiomas, lo cual también formaba parte del plan B.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Promoción Setembrina de "Mucha suerte"












Estoy contento, hasta la fecha, con la venta-difusión de mi libro de relatos. No manejo las cifras de otros escritores, pero sí las mías. He pasado la barrera de los 100 ejemplares vendidos. El consumo ha sido esencialmente “doméstico”, esto es, amigos, conocidos, familiares y allegados.


Tengo la intención de abrir círculos nuevos hacia la periferia, en busca del lector anónimo.


Para animar a los visitantes de este blog a que adquieran el libro, a través de la página web de la editorial, se me ha ocurrido una idea promocional.


A aquellos que compréis el libro durante el mes de Setiembre os enviaré uno de los siguientes ejemplares de mi biblioteca personal:

Iban Zaldua: Porvenir, Lengua de Trapo, 2007. Premio Euskadi de Literatura 2006. Sin marcas.


7Premios Juan Rulfo, concurso internacional de cuento, efectovioleta, 2007. No tiene marcas, pero sí la fecha de compra a lápiz, Urueña, Junio, 2007.


Yasutaka Tsutsui: Hombres salmonela en el planeta porno. Atalanta, 2008. Con una herida en la contraportada sufrida en un largo viaje. Muy divertido.


Podéis elegir vuestro ejemplar, que será satisfecho por riguroso orden de pedido a la editorial.
Podéis hacer vuestra solicitud en los comentarios o a través del correo de contacto del blog.


Con esta promoción, que será ampliable a otros títulos, pretendo dos cosas:

1.Dar a conocer-vender mi libro “Mucha suerte”.
2.Poner en circulación otros títulos interesantes que quizás empezarían a coger polvo en mis estantes, donde empieza a ser necesaria la entrada de luz.

Sólo un detalle, vosotros os hacéis cargo del importe del franqueo a la recepción del mismo.

lunes, 1 de septiembre de 2008

El veraneo de un suicida


Fotos de Cabo Home y de la verja de entrada al cementerio de Aveiro.


Este verano he estado a punto de matarme en varias ocasiones. De suicidarme, quiero decir, para ser más exactos. Lo que no quita que a punto de matarme también. Pero siempre había alguien de por medio que “me salvaba”. Para un suicidio se hace necesaria cierta intimidad. El verano ha estado bien, pero he echado de menos ciertos momentos de soledad. De atormentada soledad. En fin.


Soy un artista. Un artista plástico. Enormemente plástico. Tengo un mundo interior. Es ahí donde me hubiera gustado pasar el verano. Sin embargo, he estado en el norte. Sólo en el norte. Con mi mujer y mis hijos. He pasado un verano en un largo y cálido otoño, pues las temperaturas han titubeado bastante sin atreverse a subir. He caminado por la orilla de un río, he cruzado algún puente, me he asomado a los acantilados de un cabo. Es decir, no me han faltado oportunidades. Pero siempre había allí alguien mirándome con dos ojos enormes, asombrados. Este verano he visto a todo el mundo con los ojos redondos y grandes, como los dibujos del manga, con un punto de humedad que me ha sobrecogido. En esas condiciones no he querido hacer de mi suicidio un happening, puesto que hubiera acabado de modo funesto. Me hubiese gustado una pequeña muerte segura e indolora. Una muerte que hubiese hecho feliz a todo el mundo. Una muerte de vacaciones. En un lugar apropiado, con todas las garantías de que el suicidio iba a salir bien. Pero no ha sido posible.


He llegado a pensar que quizás hay por ahí más gente a la que le hubiera gustado suicidarse este verano, pero las circunstancias no se lo han permitido. Residentes en su propio mundo interior atormentado, artistas sin otra salida, o sólo aficionados. Pero no me he atrevido a comentar esta idea con nadie. Creo que he hecho bien para encontrar una puerta de entrada a ese jardín de los deseos y las frustraciones íntimas. Si le hubiese dicho algo a mi esposa ésa ya sería una locura exorcizada. Sin embargo, en secreto las obsesiones se enriquecen, son como árboles en un bosque encantado que se ramifican y se comunican entre sí. He pasado el verano soñando con una idea que poco a poco ha ido cada vez a más. Una quimera que me ha inspirado como artista plástico. Porque eso es lo que soy en verano y en las demás estaciones. Es lo único que me ha permitido sentirme enormemente plástico. Ni siquiera me ha importado mi primera exposición, que tengo prevista para el año que viene. Si me hubiese suicidado con toda normalidad, habría que haberla llamado Póstuma.


Pero el verano ha ido transcurriendo con sus vaivenes, los deseos y las desorientaciones turísticas. He comido bien. He bebido. Me he bañado en el mar. He sentido la piel y el amor de mi mujer y mis hijos. No he dejado de pintar. He tenido tiempo. Para casi todo, excepto para un suicidio en regla.


Creo que después de muchas noches soñando ya puedo decir que se me ha ocurrido la mejor manera de acabar conmigo mismo. Imagino que habrá por ahí otras personas dándole vueltas a esa posibilidad. No hay ningún asunto en el que un hombre deba sentirse original. Cada quisque llegará a saber mejor que nadie cuál es la manera afortunada de su suicidio. La que me conviene a mí como artista plástico, padre de dos hijos, hombre con responsabilidades, no va a ser la apropiada para quien quizás prefiera veranear en el sur, o conocer las islas antes que los continentes. Voy a elaborar una carta de suicidios. Pero me voy a centrar en aquellas personas que elijan sus vacaciones de verano para tomar esa decisión, con la que no quieren perturbar el curso normal de los de acontecimientos que rodean su existencias, más allá de la vida misma.


Yo me suicidaría, pero qué va a ser de mis hijos, o de mi mujer, o de mis padres. Qué va a ser de mi obra plástica, por ejemplo. O del resto del verano. Cómo tomar una decisión de ese calibre sin echar a perder lo que nos rodea. Este va a ser mi negocio. Cuando he dicho carta de suicidios no me he referido tanto al instrumento con el que llevarlo a cabo, que también, como a soluciones para los flecos que un acto de esa categoría deja sueltos.


Mi primera conclusión me ha venido por la experiencia. A mí siempre me han entrado ganas de matarme en verano. Ni la primavera ni el otoño. Y mucho menos en invierno. Y como yo, imagino que habrá tantísimas personas. En una piscina, quizás en el Caribe, con una bebida fría en la mano, dulce y ligeramente alcohólica, arropado por los ojos grandes y expresivos de un mulato o una mulata. A los pies de una ruina maya, o a lomos de un camello frente a las pirámides egipcias, en una colonia de vacaciones familiares, o en un burdel. El suicida estacional tiene un segundo en el que anhela adormecerse junto a la espita del gas, o poder empuñar el mango frío de una pistola, echar mano de un frasco de somníferos, o anudarse el cuello con una soga. Vamos a mantener los modos tradicionales para que uno pueda quitarse la vida, en los que al fin y al cabo hay ya mucho inventado, con la novedad en la asunción del hecho. Para empezar no vamos a plantearnos las cuestiones tradicionales. Qué se le ha podido pasar por la cabeza, con lo bien que lo estábamos pasando estas vacaciones y lo animado que se le veía. No. En algunos casos será posible que las vacaciones sigan siendo felices, animadas por el hecho novedoso y fructífero de contar con un suicida entre nuestro grupo de amigos. Habrá casos más fáciles y otros serán más complicados, evidentemente. Por supuesto admito que el proyecto, el negocio, es complejo, que va a encontrar detractores, que muchos lo tildarán de locura, que se sale de los cánones de las típicas vacaciones de verano. Pero es un reto al que le vengo dando muchas vueltas desde hace un tiempo. He explicado que surge de mi propia experiencia y se inscribe dentro de mi actividad como artista plástico. Ser enormemente plástico es un modo de vivir. Pero esencialmente un modo de cómo quiere uno morir. Las actividades y los cursos van dirigidos a aquellas personas que se quieran quitar la vida sin excesivas complicaciones, o con las menos posibles, cuando quizás más tiempo tienen para estar con los suyos, en situaciones sencillas y amables, sin llamar la atención, y de un modo que se quiere natural. No tengo que decir que es conveniente iniciarse por este camino en secreto, sin decirle nada a amigos ni familiares, hasta que llegue la hora, el momento adecuado, ya que todos se empeñarían en hacernos desistir. Se lo tendremos que dar todo hecho, como vulgarmente se dice. Habrán de ver en nosotros una firme, decidida y feliz determinación de morir. Un acto con el que los queremos hacer felices, con el que buscamos nuestro bien y el de ellos mismos. Ya sé que es complicado. Pues se trata de unas vacaciones de verano irreversibles. Un camino sin retorno a través de ese tiempo que cada año se nos entrega con una administración de sus horas estipulada de antemano, en acuerdos en los que no se nos ha tenido en cuenta. Por lo menos a los suicidas.


Un grupo de personas en la playa aplaude la puesta del sol. De ese grupo sale un individuo alto, rubio, ahippiado, y con una sonrisa en la boca dice adiós. Se mete en el mar y no hace nada por evitar ser arrastrado a sus profundidades. Los mismos que antes aplaudieron al astro rey, ahora le entregan su reconocimiento al hombre. A pesar de que saltan todas las alarmas sociales, a pesar de que los periódicos se empeñan en mostrar el hecho como un suceso trágico, el fenómeno se repite con diversas variantes. En un museo de arte moderno una hermosa y joven visitante, en eso que se llama la flor de la vida, con calcetines blancos bajo las sandalias, queremos suponer que llevada a ese extremo por la temperaturas extremas del aire acondicionado, se encierra en el aseo y se corta las venas con un cúter. Sus amigas alborazadas en torno a la ambulacia prorrumpen en vítores. Un hombre de negocios en la cubierta de su yate le pide a su hija adolescente, que va acompañada por su novio, que le sostenga el vaso de vermú con la intención de dejarlo a medias para nunca jamás. Se encierra en su camarote y se pega un tiro en la cara. El barco regresa a puerto y la chica declara ante las televisones lo feliz que su padre la ha hecho al tomar una decisión tan afortunada. El gobierno toma cartas en el asunto, pero el fenómeno es ya imparable. Todos los suicidas han conseguido convencer a su entorno. Los accidentes de tráfico, los de la aviación, los ahogamientos fortuitos en playas y piscinas, ocupan lugares secundarios ante la nueva ola, esa moda que califican de atroz, para la que buscan causas sicológicas y sociológicas, por la que la gente comienza a veranear de un modo distinto, algo más personal, y por ende atormentado.


Quizás a todo eso sólo se le llegue a facilitar existencia en mi fantasía, pero creo que por ahí deben ir los tiros de mi negocio, o proyecto, o como quiera llamarse. Lo he presentado a un concurso de ideas para nuevos valores artísticos en el apartado plástico. Allí desarrollo aspectos que en este relato sólo quedan esbozados. Me pareció el lugar. Si tengo suerte, habrían de facilitarme para el próximo veraneo una casa rural, en la que tendría que convencer a mi familia de que no interrumpiesen sus vacaciones por ningún motivo. Si me rechazan la idea todos los gastos habrán de correr por mi cuenta.