sábado, 28 de enero de 2012

Serpientes


Yo era joven, pobre y descuidado. Remolinos de pelusa y polvo
corrían por los pasillos de mi piso estudiantil. Como hacía frío,
pasaba mucho tiempo bajo las mantas, leyendo, oyendo la radio y soñando con existencias más pobres que la mía, más descuidadas y bohemias. No era raro que me ardiese la frente y se levantasen desde los rincones sucios de mi habitación dos negras serpientes marinas, por ejemplo, monstruos babeantes y sanguinarios que se me enroscaban en el pecho como a un hijo de Laocoonte. Para defenderme hubiera podido agarrar un escobón cualquiera, y allá que irían en fuga ejércitos despavoridos de cucarachas y arañas, formas de vida minúsculas, repugnantes. Pero no lo hacía, me dejaba arrebatar, morder, estrangular. Mis compañeros de piso se sorprendían de aquella gimnasia contorsionista, practicada dentro del mito. Al cabo de los años ya no fui joven, pero logré mantenerme pobre y descuidado. Esperé que del mar surgiesen las serpientes que me devoraran. De hecho, si sigo aquí es porque sólo creo en ellas.

martes, 24 de enero de 2012

Parking


La fotografía es de Bruce Gilden

He cerrado los ojos, ya no sé si son 44 o 45, y debería saberlo, porque no es lo mismo una cifra que la otra. He cerrado los ojos intentando concentrarme en saber cuántos cumpliré este año, pero me he limitado a esperar una revelación, sin cuentas ni cálculos, así que enseguida me he adormecido con el ¿arrullo? de unos neumáticos en el asfalto. El coche ha entrado por detrás y se ha puesto a mi izquierda, no en la plaza inmediata a la que yo ocupo, sino en la siguiente. El motor se ha detenido y he sentido como si una mano que me acariciara la espalda se levantase en el aire: el deseo se me ha despertado, un deseo difuso, ambiguo, de más caricias; alguien ha abierto una puerta del vehículo, imagino que la del copiloto, y después se ha abierto la del conductor. Otra pausa, como si esa mano que me estuviera recorriendo la piel se detuviese un instante al notar un bulto o una aspereza en su camino. Luego se han cerrado mal las dos puertas, han tenido que abrirlas de nuevo y empujar con más energía. Los ojos cerrados, todo es de un azul tan profundo como la negrura. He oído que se alejaban los pasos de los ocupantes de ese vehículo, que acaba de estacionar a mi izquierda, sus voces, hasta que de nuevo me he quedado con mis pensamientos, ¿44 o 45? No me importa que me vayan saliendo al paso preguntas, porque no me importan demasiado las respuestas, que no acuden a mí, y es muy dulce dejar en blanco el examen mental. En blanco o con errores garrafales. A alguien le resultará inaudito que yo no sepa responder, pero soy como esos estudiantes imposibles, que desesperan a sus profesores, a sus padres, y se mecen en el fracaso, en la ignorancia y en la desidia, con una absoluta falta de fe en nada. He aprendido, como ellos, este modo de la supervivencia oblicua, la entrega a la ensoñación y la capacidad para justificarme en los errores. Unos últimos rayos de sol me tuestan la cara a través del parabrisas, como si el final de la tierra estuviese próximo. A veces imagino que soy el último hombre vivo del planeta: sueño que en todo el día no viene ni un solo coche al aparcamiento y me pregunto si no habrá sucedido algo. En realidad, eso nunca ocurre. Da igual qué día de la semana sea, el aparcamiento se empieza a llenar más pronto o más tarde y estoy acompañado a todas horas: compradores, visitantes, empleados, servicio de vigilancia, de limpieza, gente que hace prácticas de conducción, parejas furtivas que vienen a amarse o a drogarse. Y yo. Aquí. Dentro del coche.

Siempre lo había pensado cuando íbamos al cine del centro comercial. No me bajaba inmediatamente del coche, una vez que lo había aparcado. Con la excusa de que la canción que sonaba en la radio acabase esperaba un minuto o dos, dándole vueltas en la cabeza a la posibilidad de quedarme allí, pero apenas me atrevía a decirle nada a Lola. Me gustaba prolongar ese momento de estar en el coche y estirar mi fantasía, que discurría en secreto. Como mucho alguna vez le dije:
-¿Y si nos quedamos aquí dentro viendo a la gente entrar y salir de sus coches?
-¿Ya no quieres ver la película?, me contestó, algo airada, porque para llegar hasta allí habíamos tenido que dejar a los niños con una canguro.
-Era una broma, le dije, pero no lo era.
Me gustaba ir a hacer la compra, porque entonces sí que podía quedarme en el coche un buen rato sopesando la posibilidad de quedarme en el coche. Me fijaba en los demás vehículos estacionados alrededor del mío y un día descubrí que en uno de ellos con matrícula francesa había un hombre que parecía vivir en él.
-¿Qué tal?, le dije.
- Ya ve, me contestó.
-¿Necesita ayuda?
-Hombre, no me vendría mal, me dijo.
Le tendí un billete y el hombre, con un gorro de lana en la cabeza, me contó que se había quedado sin dinero para la gasolina cuando regresaba a su país, después de haber costeado todo este.
-Por el momento me tendré que quedar aquí unos días, añadió.
-Aquí estará usted bien, le dije.
De madrugada desperté pensando en el hombre que vivía en su coche. En cuanto pude, al día siguiente, fingiendo que necesitaba comprar algo me dirigí de nuevo al centro comercial y lo busqué en el aparcamiento.
-¿Cómo le va?
-Bien, todo el mundo es muy amable conmigo. Estoy pensando en quedarme una temporada larga por aquí.
-Bueno, pues me alegro, ya nos veremos.
Le conté a Lola que había hecho un amigo en el parking del hipermercado, le expliqué que vivía en el coche, que estaba recorriendo el país por la costa y que al quedarse sin dinero había decidido instalarse allí mismo.
-¿Cómo se llama?
-¿Qué?
-Tu amigo, que cómo se llama.
-No lo sé, pero le preguntaré la próxima vez que lo vea.
Cid, se llamaba.
A Cid le gustaba fumar al sol, no muy lejos de su vehículo, y a mí me gustaba ir a verlo y echar un cigarrillo con él mientras me explicaba sus rutinas.
Yo le preguntaba sobre cómo se las arreglaba para vivir en aquel vehículo tan pequeño siendo él bastante alto, porque me parecía mucho más interesante eso que los viajes que había hecho a lo largo de su vida. Había conocido muchísimos países siempre a ¿lomos? de un cacharro como aquel. Un día le dije que si quería podía venir a casa a ducharse, pero me contestó que se las arreglaba bien en un polideportivo cercano. Aprendí de Cid las primeras lecciones para organizar la vida desde el interior de un vehículo. Cid llevaba una cámara y me fotografió en diversas ocasiones, pero yo nunca me atreví a pedirle que posara. Fotografió también a los dependientes de la gasolinera, a los vigilantes, a las limpiadoras del servicio nocturno, a todos cuantos se cruzaron con su derrochadora simpatía. Y un buen día desapareció sin despedirse de nadie, lo que hizo que me sintiese un poco más solo.
-Cid se ha largado, le dije a Lola.
-¿Quién?
-El francés, mi amigo, el que vivía en su coche.
-Vaya, lo siento, a lo mejor no ha ido muy lejos, dijo.
Eso me dio que pensar. Lola podía tener razón. Cid podía estar viviendo en cualquier otro estacionamiento de la ciudad. De vez en cuando me lo imaginaba entre nuevos desconocidos a los que fotografiaría, con los que charlaría y a los que les gorronearía tabaco. Tardé unos cuantos años en encontrarlo de nuevo en el parking de Toys R Us, pero como no hizo muestras de reconocerme no me atreví a decirle nada. Estaba muy deteriorado, pero seguía llevando colgada del cuello su cámara. Ahora pienso: quizás entonces, cuando lo conocí, Cid tendría 44 o 45 años, la edad que voy a cumplir yo, a bordo, ¿a bordo?, de mi automóvil. Sin embargo, también podrían ser…¿cuántos más?

Me da igual el día de la semana en que vivo, pero si después de despertarme, me incorporo para ver el tiempo que hace fuera y veo a unos cuantos tipos enfaenados con el coche, sé que ha llegado el domingo. A algunas parejas jóvenes les gusta poner la música a todo volumen mientras desmantelan el interior. Sacuden las alfombrillas, le sacan brillo a la palanca del freno de mano, restriegan el pomo del cambio de marchas, echan el aliento sobre el espejo retrovisor y le ponen cera a los adornos y suplementos extra que han adquirido después que el coche. En una ocasión alguien que estuvo de zafarrancho en un Opel se dejó olvidado en el suelo un aspirador manual. Lo recogí y desde entonces, cuando me asaltan ataques de melancolía, lo saco de su rincón y repaso pacientemente la tapicería con una meticulosidad que a un observador le resultaría exasperante. Supongo que en un western el cowboy se entretendría disparando sobre botellas o latas vacías. Además la forma ergonómica del cacharro recuerda a una pistola galáctica. De todos los coches que veo por aquí el mío es, supongo, el más ¿filosófico? El vehículo que medita mientras los demás acarrean pasajeros y paquetes, el vehículo que se ha detenido mientras los demás van y vienen. Cada cierto tiempo me acerco a la gasolinera y compro una chocolatina o cigarrillos o una bolsa de patatas fritas. Me vuelvo adentro y como o fumo, mirando a través de la luna del parabrisas, como si fuese un espectador exiliado de la ficción, como si no acabase de creer lo que mis propios ojos están viendo. Cuando termino, si han caído migas, saco mi aspirador y, divertido, las trago de un tirón con la pistola. A veces es sólo por la cuestión de sentirme acompañado en la esférica noche celeste. Las putas que usan el aparcamiento para sus servicios aparecen dentro de los coches de sus clientes, que sólo bajan las ventanillas para al cabo de la mamada tirar el condón fuera. Luego los vehículos se ponen en marcha y desaparecen por donde vinieron. Me veo en otra época, en el taxi, tampoco entonces me gustaba salir fuera, estar con mis compañeros de parada, prefería quedarme dentro oyendo música. Damián, que es quien regularmente se ocupa de la limpieza de este lugar está tuerto, por lo que lleva un parche en el ojo malo. A veces hablo con él. También tiene algo de espectador, de filósofo marcial, solitario. Cuando coge una lata del suelo o una botella la mira antes de echarla al cubo y hace un gesto con la cabeza al tiempo que achina el ojo despejado. Murmura, le oigo decir:
-Como echo de menos una buena pelea, arrearle a un tío un montón de golpes antes de que él te los dé a ti.
En eso siento no poder ayudarle, porque si me pusiese al alcance de sus manos me haría picadillo.

La primera vez que vi a Lola fue desde el interior de un destartalado Seat Fura. Yo iba con un amigo y estábamos repostando en una gasolinera. Ella pasó a unos metros, iba andando a saltitos, con la punta de los dedos en los bolsillos y una chupa negra, imitación al cuero. Me hizo muchísima gracia y hubiera estado un buen rato siguiéndola de haber ido solo. He espiado a muchas mujeres desde el interior de mi coche, las he seguido o las he esperado, las he observado y me he enamorado de ellas sin necesidad de decirles nada. La primera vez que me acosté con Lola le conté que un día la había estado mirando desde un coche. Creo que eso fue importante, me refiero a haberla visto así antes de que intimásemos y también habérselo contado. A todos nos gustaría saber quién nos mira. Lola me dijo que entonces ella se creía Vicent Vega. Y que lo que de verdad hubiese querido era encontrarse conmigo por la calle. No lo dudé, porque aquellos saltitos que daba al andar no eran sino una provocación, un delicioso reclamo. El momento fue algo mágico, tan corto y tan insustancial, sin embargo, aunque se me quedó grabado a ¿fuego? en la cabeza. La vuelvo a ver al otro lado del vidrio, con esa distancia simbólica que propone y amortigua, revivo el relato de su necesidad de encontrarme y mi soledad. Esos dos minutos escasos en los que estuvo pasando por delante de mis ojos se convierten en el nudo esencial de nuestras vidas, ajenos todavía a una historia compartida. Todas las rutinas posteriores, todas las miserias previas, todas las insatisfacciones personales arropan en la memoria ese misterio que consiste en mirarla yo a ella así como éramos, aves zancudas, pájaros extraños, compuestos de muchas piezas de tan diversas procedencias que nos dan un aire desquiciado, sin proporciones ni coordinación. Muchos años después, cuando Lola y yo ya habíamos tenido hijos, aparqué por casualidad delante de una peluquería que había cerca de casa. Como siempre, me entretuve antes de salir del coche y vi que la peluquera apagaba las luces, recogía sus cosas y ya en la calle echaba el cierre. Me aficioné a espiarla porque nuestros horarios eran coincidentes: yo llegaba cuando ella se iba. Me gustaba verla hacer todas esas cosas y fantasear con lo que haría a continuación. Me sentía yo mismo un tipo más interesante que si sólo me la cruzaba por la calle como los días que no conseguía aparcar enfrente de su negocio. Por la acera y de frente no pasaba de ser una mujer vulgar, cansada o disgustada, con ganas de tumbarse delante de la tele y más o menos dispuesta a agradar, después de una durísima jornada. Pero desde mi coche todas esas aristas cortantes de la realidad se suavizaban, la mujer adquiría un interés misterioso y simbólico, que le daba sentido a mi investigación. Luego en casa miraba de reojo a Lola pensando que se merecía que un tío la espiase. Todos los días alguien nos puede observar mientras caminamos por la calle. Un hombre se asoma a una ventana y ahí se queda mirando al pasajero de un autobús, un pasajero de un autobús detenido en un semáforo al lado de otro vehículo mira a la chica que lo conduce, un conductor se entretiene en observar a esa compañera de trabajo que cruza el paso de cebra.

¿Estoy? aquí. He llevado en coche a muchos hombres, a muchos lugares y para la realización de los cometidos más diversos. Me he pasado la vida conduciendo para los demás, ahora ya no, sólo conduzco para mí. He estado detenido a la puerta de hoteles, aeropuertos, edificios oficiales, clubes de carretera, hospitales. He sido taxista, pero también conductor de coches de alquiler y de vehículos oficiales. Durante un par de años un tipo me llamaba casi todos los meses para que le diese unas vueltas por la ciudad.
-Me gusta la emisora que llevas sintonizada, me dijo la primera vez.
Cuando le pregunté dónde quería ir, me contestó que necesitaba pensar, intentar encontrar nuevos puntos de vista, abordar una situación enquistada de un modo diferente.
-¿Cogemos la circunvalación?, le pregunté.
-Me parece perfecto, me dijo.
La última vez que le di un paseo me contó que estaba metido en un asunto muy complicado y que esa podría ser la última vez que recurriera a mí. No me aclaró nada más, nunca más me llamó y tampoco volví a saber de él. No me había dicho su nombre, aquí lo voy a llamar el señor Tranquilidad. Os presento al señor Tranquilidad, este tío. Un buen amigo del que no sé nada. Se mete en el coche y me dice:
-¿Qué tal?
Pero no espera que le cuente nada.
-Estupendo, le digo.
-Pues venga, un largo paseo, me dice.
Y cuando se marcha:
-Gracias.
Así que también podría ser el hombre agradecido, el señor Cortés.
A Lola le contaba esta historia y me preguntaba si no me daba miedo.
-¿Por qué voy a sentir miedo?
-No sé, un hombre que sólo quiere que le des unas vueltas, que te llama a menudo y que no te cuenta quién es, puede ser un traficante.
-¿Un traficante de qué?
-De armas, de droga, de personas, yo qué sé, me decía Lola.
Supongo que cualquiera que me vea ahora a mí aquí, en el coche, viviendo así, mirando todo el tiempo lo que hay fuera, pensará que soy un tipo peligroso, un matón, un policía, alguien que está espiando o vigilando. Hasta que un buen día, como a otros les ha ocurrido en otras partes, dejarán de verme porque me habré marchado, simplemente porque en ese lugar mi vida ya se habría complicado de alguna manera, sólo porque alguien me empezaría a señalar, fijaos en ese tío de ahí, lleva días metido en ese coche, sólo sale para ir a mear, ¿qué coño quiere ese tío?, así que prefiero largarme.

Una vez más. Si en este cuento no puedo vivir la posibilidad de quedarme en el coche no merece la pena que sea llamado cuento. Pero tampoco podrá serlo si no lo hago. Sólo es un cuento lo que ocurre al tiempo que no ocurre. ¿Lola? está dormida cuando abro la puerta, o bien se hace la dormida. ¿Lola? no está en la casa esperándome. Se levanta del sofá cuando oye la llave en la cerradura, se acerca al pasillo, pero no hay llave en la cerradura, es sólo que le ha parecido que mi llave entraba en la cerradura. Lola en mi cabeza, pero también fuera de ella. Por mucho que miro a través de la luna del parabrisas Lola no está ahí. He de decidir si estoy dentro del coche mirando hacia fuera o si estoy metiendo la llave en la cerradura. Toda la aventura de este cuento se ha vivido desde un lugar en el que quizás yo no haya estado tanto como he dicho, quizás toda esta aventura sólo ha discurrido por mi mente durante un trayecto de ascensor, y ahora sí, ahora sí introduzco la llave en la cerradura y cuando entro en casa me encuentro a Lola detenida en mitad del pasillo, como si me esperara.
-Hola, le digo, con esa costumbre del señor Desplazado. Os presento al señor Desplazado, cuya vida trascurre lejos de aquí, en un parking cualquiera. Seguramente ella sabe con seguridad si van a ser 44 o 45.

martes, 17 de enero de 2012

Entrevista a Alberto Olmos, 2


La foto es de Wolf Mario

-¿Hasta qué punto la imaginación es necesaria para un escritor? ¿En qué medida la usas tú combinada con otros ingredientes como la experiencia?

Siempre he oído decir que los niños tienen mucha imaginación, o que el hijo de alguien, según ese alguien o la madre de ese alguien, tiene, sí, mucha imaginación. Mi experiencia es que cuando los niños se ponen a contar cosas, supuestamente inventadas y fabulosas y fruto de su desbordada imaginación, apenas van más allá de la película de moda que vieron hace unos días o de volar por los aires asidos a sus ositos de peluche. Esa es la imaginación de los niños (o, al menos, la que yo tengo vista). Pues en los escritores, si me permites, sucede igual; muchos de ellos son niños que creen tener mucha imaginación, que aborrecen el "realismo" y que entienden que las noticias del periódico ya cumplen una cierta función narrativa, por lo que hay que inventar otros mundos, alejados de nuestra realidad. Sin embargo, esos "mundos" son siempre el Medievo más o menos mágico, unos dragones o unos selenitas, cosa vistas desde hace décadas o, incluso, siglos. A lo que voy es a que la "imaginación" no es un factor literario, sino un cliché social. Entiendo que la propia experiencia, que es también la experiencia de los demás, es el marco fatal de cualquier historia, y que incluso los que creen inventar o crear mágicamente o estar dejando atrás el vagón del metro escriben siempre dentro de sus coordenadas.


-Quedaste finalista de un importante premio literario, el Herralde, a los veintitrés años, con la novela A bordo del naufragio. En ella un joven, como tú mismo entonces, monologaba, o mascullaba, durante toda una jornada sobre sus inseguridades, buscando quizás un hueco entre la existencia de los demás. ¿Cambia algo en uno o en el mundo con el paso de los años?

Es casi indiscutible que uno no cambia, que el carácter –ya dijo el otro- es tu destino. Quizá la edad nos matiza, y la vejez nos indulta a todos. En lo que a autoría se refiere, siempre he pensado que uno suelta lo que tiene que decir burdamente en sus primeras obras, y luego va tecnificando su quehacer artístico y repitiendo los mismos temas, hasta llegar a una perfección formal vacía de contenido. Véase Almodóvar. De ahí que, llegada cierta mediana edad, algunos escritores o cineastas o músicos vean conveniente embrutecerse y volver a hacerlo mal, regresar a lenguajes desaseados, a la cámara en mano o a la guitarra barata a la que se le rompe una cuerda a mitad de concierto, porque en esas roturas de la profesionalidad hay un nuevo comienzo.


-En esa novela, A bordo del naufragio, aparecen algunas ideas que luego encontraremos en Ejército enemigo, relativas, por ejemplo,a la inamovilidad de las clases sociales, la pornografía como gratificación personal, los niños bien con conciencia social, etc. ¿Podríamos identificar al protagonista innominado de la primera con Santiago, el protagonista de la segunda, a los veinte años?

Podríamos como podríamos decir que todos los narradores de Javier Marías son el mismo narrador, y además Javier Marías. Sería una simplificación. También podríamos decir que el protagonista de La flaqueza del bolchevique es el protagonista de A bordo del naufragio, milagrosamente superviviente del final que le di y reintegrado en la sociedad en forma de consultor financiero. Creo que no son caminos de análisis muy perspicaces.


-En tus novelas tiene un papel muy destacado la mirada, mejor dicho el mirón, el espía. De hecho Tatami es la historia de uno, pero también la de una escucha, la de la joven que durante un vuelo atiende a lo que le cuentan. ¿Por qué en tus personajes los placeres casi siempre son solitarios?

Por un lado, tenemos tendencias creativas inexplicables: Rafael Azcona, por ejemplo, gustaba mucho, según decía, de juntar a más de cuatro o cinco personajes en una misma escena, cosa que a Hal Hartley no le salía, porque le bastaba con dos. Algunos escritores generan quinientas páginas para contar un entierro, y al final del libro ni siquiera se ve el entierro mismo. Otros, en cien páginas abarcan cienmil lances. Esto no es voluntario sino, como digo, una variable azarosa de la vocación. Por otro lado, creo que mi ánimo escritor se ve cautivado casi en exclusiva por lo que podríamos llamar -por pereza- zonas oscuras de la vida, situaciones retorcidas, dolores varios, sinsentidos. Obviamente he tenido grandes momentos de felicidad en mi vida, pero contarlos no me apetece nada. De hecho, tampoco me apetece leerlos. Cuando leo una novela en la que el personaje está encantado de sí mismo y nos narra sus éxitos, me aburro mucho y, en verdad, me parece una mala novela. Así las cosas, si uno es tan cándido de ver al autor en sus personajes, acaba pensando que Bret Easton Ellis sale por las noches a matar indigentes o que Fernando Vallejo es un tipo detestable; mi teoría es que si algún autor estuviera matando indigentes por la noche sería el que ha escrito una obra en la que "denuncia" la situación "intolerable" de los mendigos de su ciudad.


-¿Has imaginado en alguna ocasión tu carrera literaria en el futuro? Como mínimo supongo que habrás fantaseado con ella. ¿Qué perspectiva tienes de tu trabajo? ¿Te diriges a alguna parte?

He oído hablar de estas cosas, que me son completamente ajenas. Escribo una novela y consigo publicarla, y luego escribo otra. No tengo ni idea de lo que me espera del mismo modo que no sabía cuando empecé en Lengua de Trapo que algún día publicaría en Mondadori, y una novela llamada Ejército enemigo. Es la diferencia entre hacer un camino y hacer una carrera; también es la diferencia entre estar escribiendo y estar dándose importancia.


-¿Leer sirve para escribir? Da la impresión de que lees mucho, y con mucho vicio. ¿Le aprovecha a Alberto Olmos lo mismo que a Juan-malherido?

No estoy completamente seguro de que leer insaciablemente sea fundamental para escribir, ni mucho menos para seguir escribiendo. Seguramente muchos podríamos continuar haciendo novelas en la inercia de lo ya escrito, y con cuatro o cinco referentes insuperables que asumimos a los veinte años. Las novedades o los descubrimientos mantienen activa la máquina de pensar, y algunas veces de esas lecturas surgen ideas puntuales para una trama o un planteamiento técnico, pero en la mayoría de los casos, según acumulas años, la lectura no aporta nada a la escritura, salvo una cierta tonificación de la competencia verbal.


-¿Escribes alguna vez cuentos? ¿No te interesa el género desde el punto de vista creativo? Por la poesía no me atrevo a preguntarte.

No encuentro ninguna motivación para escribir cuentos. La idea de escribir un cuento perfecto, de 10 páginas por ejemplo, se me hace poca cosa, un logro que no colma mi egolatría. Esto, obviamente, no quiere decir que yo sea capaz de escribir un cuento perfecto, ni uno mediocre. Hablo sólo de puntos de partida, como esos empresarios que no aceptan proyectos por debajo de determinado presupuesto.


-¿Es el rencor un buen motor para la literatura? ¿Eres rencoroso desde un punto de vista intelectual?

Soy un rencor vivo.


-En tu primera novela ya se decía lo siguiente: “ahora hay mucho solidario, mucho concienciado, mucho francotirador de buenos sentimientos, y a la que te descuidas te montan el pollo social y reivindicativo.” (pág. 156). ¿Por qué cosas contribuirías tú a montar un pollo social y reivindicativo?

Hacer ruido se me antoja una pérdida de tiempo, aparte de una barrera de contención muy efectiva ante los cambios. "Montar un pollo" es inútil, aparte de una expresión trasnochada.


-¿Cuántos libros recibe Juan-malherido al mes?
¿Cómo son las invitaciones a su lectura y a una posible reseña?¿Qué hacéis con ellos?

No sé cuántos, pero no más de diez. El blog tuvo su momento receptor hace año y medio, y ahora son muchos menos los autores que me envían sus libros. Normalmente me escriben para pedirme una dirección postal y son muy amables; algunos, muy equivocadamente, me escriben usando el estilo de Mal-herido, lo que queda francamente grosero. "Eh, tío, lee esta mierda, cabrón", y así. No me gusta tener libros en casa, de modo que me deshago de muchos de ellos de una u otra manera.


-¿En qué empleas esa rutina de no escribir en que consiste tu rutina de escritura? ¿Cuándo te sientas ya va todo del tirón?

Para mí escribir es como dar conciertos o salir a escena: no puedes quedarte en blanco. Por eso doy el concierto o salgo a escena cuando siento -y no me preguntes cómo lo detecto- que voy a avanzar en el libro. Es una suma de serenidad, horas nocturas -porque el teléfono no suena, los coches no circulan, la gente no grita en la calle-, tensión creativa, desesperación porque llevas muchos días sin escribir, confianza en uno mismo, vitalidad, fe e inspiración.

Muchísimas gracias, Alberto, por tu tiempo y disposición.

domingo, 15 de enero de 2012

Algo huele a podrido en Dinamarca: mi fiestón y casos de la crítica literaria


La fotografía es de Juan Yanes

Hace tiempo, demasiado, hice una fiesta. La mejor fiesta a la que había ido en su vida mucha de la gente que fue a mi fiesta. Fue un fiestón. La mejor fiesta a la que he ido en mi vida. Hubo mucho alcohol, mucha música, muchísima gente muy heterogénea, de muy diversas edades y pelaje, comida suficiente y duró hasta altas horas de la madrugada. Ningún vecino se quejó del ruido que armábamos, y lo armamos. Hubo borracheras, conatos de pelea, exhibición de desnudos, idilios, caídas, bailes exóticos, lágrimas y risas. Vino gente disfrazada, porque a muchos les dije que era una fiesta de disfraces, a otros les concreté que sobre los años 70 y a otros se me olvidó mencionarles ese detalle. Así nos encontramos allí con Tintín, por ejemplo, al lado de un jeque árabe, entre un grupo que componía a los integrantes de Boney M y tipos escurridizos que se habían maqueado de sábado a ver si esa noche pillaban. Cuando todo el mundo se marchó y quedamos eso que se llama los “íntimos” y contemplé el estado en que había quedado mi casa me vine abajo y arropado por el alcohol y mis amigos me deshice en llanto: había goterones de sangre en las paredes, el suelo tenía una pasta pegajosa a la que te adherías y la estantería que había soportado el equipo de música no caía de puro milagro, pues estaba vencida por una esquina. Lo que dije arriba sin la más mínima gota de ironía: una gran fiesta que todavía se recuerda. Al día siguiente después de limpiar, la casa era como uno más de nosotros, convalecía del pasote que nos habíamos pegado. A los pocos días nos marchamos de viaje y estuvimos fuera otros tantos. En otras fiestas, porque aquella fue una época de fiestas. Cuando por fin regresamos y abrimos la puerta un insoportable hedor nos golpeó en la cara. ¡Qué pestazo! ¡Dios mío! ¿Qué era aquello y de dónde procedía? ¿Habría entrado algún animal, se habría muerto allí y se estaba descomponiendo? Por ninguna parte aparecía nada, pero por mucho que ventilábamos el olor no se iba. Finalmente en el cuarto de baño abrí la tapa del recogedor de agua de un lavamanos antiguo que usábamos de adorno, y un líquido espeso y pestilente se meció bajo mis narices, provocándome grandes arcadas. Todavía pasaron varios días hasta que cualquier resto odorífero desapareció. Todo olía a podrido. Pero esa fue la mejor fiesta a la que yo y muchos de los que fueron a ella fuimos en nuestra vida. Tiempo después concluimos que un tipo, no pudiendo aguantarse, usó el recogedor de agua como orinal, mientras el váter lo usaba otra persona. Ya lo decía Horacio, el mejor amigo de Hamlet: “Algo huele a podrido en Dinamarca”.

El pasado jueves 12 de Enero Fernando Valls en su blog La nave de los locos publicó una encuesta sobre los mejores libros de narrativa española (novela, cuento y microrrelato), escritos en castellano y publicados durante el 2011. Para ello se dirigió a quince críticos profesionales que él consideraba independientes, bien informados y con una dilatada trayectoria, de los cuales tres no le respondieron. Hagamos un somero análisis de los resultados, teniendo en cuenta lo siguiente: aquí no somos críticos profesionales, la independencia que manejamos es la que nos da el teclado del ordenador y la posibilidad de publicar lo que escribimos en este blog por medio de un sencillo clic, por otra parte la información que tenemos se limita al interés por el asunto literario desde el tendido de la lectura (muy de refilón la escritura) y nuestra trayectoria se recoge en el archivo de este blog, ahí abajo, desde el 2007. Pues bien, después de repasar los resultados, no nos quedó más remedio que hacer el siguiente comentario en ese magnífico blog, que es punto de referencia y encuentro de escritores y lectores:
“De los libros citados sólo he leído Las cuatro esquinas, de Manuel Longares, El vigilante del fiordo, de Fernando Aramburu y Vidas prometidas, de Guillermo Busutil, así que sólo puedo opinar desde ese sesgo: el libro de Longares me pareció sobresaliente (http://cuentosdebarro.blogspot.com/2011/08/las-cuatro-esquias-de-manuel-longares.html); el libro de Fernando Aramburu, que es un excelente escritor y me interesa muchísimo, me pareció que no estaba a la altura conseguida por ejemplo con Los peces de la amargura y que era muy desigual, sin embargo aparece en la lista de cinco críticos; en cuanto al libro de Guillermo Busutil, mencionado por dos críticos, me deja perplejo: es un libro muy limitado en su alcance, tanto estilística como temáticamente, así que no me queda más remedio que poner en duda los criterios de estos críticos, que no han encontrado nada mejor entre sus lecturas: o leyeron poco o el año pasado fue un desastre”
O sea, que los críticos a veces son perezosos: lo más fácil es citar a un escritor de reconocido prestigio como Fernando Aramburu. Pero lo realmente grave es que se incluya en esa lista a un autor que a todas luces no lo merece, sólo porque él dirige la revista literaria Mercurio y de vez en cuando les encarga a quienes lo citan artículos para ella, que suponemos de pago.

jueves, 12 de enero de 2012

Entrevista a Alberto Olmos, 1



La fotografía de Olmos está hecha por Asís G. Ayerbe

Alberto Olmos (Segovia, 1975), que mantiene en la red el blog Hikikomori y con el alias de Juan Mal-herido Lector-malherido, ha publicado los siguientes libros:

* A bordo del naufragio (Editorial Anagrama,1998). Finalista del Premio Herralde.
* Así de loco te puedes volver (Tertulia de los martes, Caja de Ahorros de Segovia, 1999).
* Trenes hacia Tokio (Lengua de Trapo, 2006)
* El talento de los demás (Lengua de Trapo, 2007).
* Tatami - 畳 (Lengua de Trapo, 2008).
* El estatus (Lengua de Trapo, 2009).
* Ejército enemigo (Literatura Mondadori, 2011).


-¿Cómo te ganas la vida y en qué contribuye a ello tu actividad de escritor?

[me abstengo]

- ¿Has calculado alguna vez la cantidad de lectores con los que cuentas? Si es así en qué has basado esos cálculos.

En la Wikipedia. Dice que hay 500 millones de hispanohablantes en el mundo. Parto de ese mínimo cuando escribo. Si uno no escribiera pensando que el resultado puede ser compartido con, pongamos, “el género humano”, ¿para qué escribe? No he hecho nunca cálculos de mis lectores reales. El único documento que indica este dato son las liquidaciones que le envían a uno las editoriales a mediados de marzo, normalmente tras solicitárselas desde mediados de enero. Apenas las miro porque, como se murmura, las editoriales las adulteran. Pero no, como se murmura, para decirte que has vendido menos de lo que has vendido; sino, en realidad, para decirte que has vendido más, no sea que te deprimas y lo dejes.

-¿De dónde procede tu vocación literaria? ¿Tienes antecedentes familiares? ¿A qué se dedican o se han dedicado tus padres, tus familiares más directos?

En mi casa no había ningún libro, ningún compañero mío de facultad escribía, nunca hice una revista literaria en el campus, no conocí a un escritor famoso hasta los treinta, hoy en día apenas veo a tres o cuatro escritores de cierto prestigio... Mi vocación es, por tanto, inexplicable.

-¿Qué tipo de rutina de escritura tienes?

Mayormente la de no escribir. Si me sentara a escribir 8 horas al día escribiría mucho menos que ahora, que me pongo a escribir cuando me apetece. Muchos creen que la literatura es cuestión de esfuerzo, pero en realidad uno no se tiene que esforzar en escribir, a no ser que uno sea un escritor realmente malo. Miró no es esforzaba en pintar sus cuadros, seguramente los pintaba en veinte segundos; se esforzaba en llegar a pintar sus cuadros. Esta actitud, considero, es que la diferencia el arte de la artesanía.

-¿Podrías hacer una tipología sobre el impacto público de los libros que hasta la fecha has publicado?

El impacto en la sociedad de todos los libros publicados en España durante los últimos veinte años comparado con el de la implantación de Facebook en nuestro país es: ninguno. Y los míos están ahí, ensanchando la nada. Es muy deprimente pensar que no volverá a producirse un libro como Dublineses, un libro que, literalmente, toma una ciudad, la deforma y la convierte en literatura. Me encanta ir a Dublín y ver que Joyce está por todas partes, incluso a sabiendas de que la mayoría de los dublineses no han leído Dublineses ni el Ulises, abstenciones lectoras que es difícil no comprender, por otra parte. ¿Volverá algún escritor a crear un mito como Lolita, a merecer que su apellido de lugar a un adjetivo, kafkiano, proustiano, que sea usado aún sin haber leído a Kafka o Proust? Ojalá. La gran tragedia de las letras en nuestro tiempo es su fracaso en lo superficial.

-¿En qué momento y por qué Alberto Olmos se desdobla en Juan-malherido? ¿En qué ha perjudicado y en qué ha beneficiado Malherido a Olmos?

El blog Mal-herido formaba parte de mi maquiavélica estrategia para conquistar el mundo. Era obvio que si uno abría un blog en blogger, donde sólo hay 500 millones de blogs, llamaría enseguida la atención, sobre todo si escribía sobre libros. Y así fue. Beneficios del blog: creo que cuando recomiendo un libro, se vende más, lo cual me da una enorme satisfacción. Y cuando lo pongo mal, también se vende más. Así que no sé de qué se queja nadie.

-Me parece que tu última novela Ejército enemigo recibe la influencia fundamental del escritor francés Houellebecq, pero también la de la escritora española Belén Gopegui en El padre de Blancanieves.¿Estás de acuerdo?

Me pregunto qué hubiera pasado si en lugar de citar a Houellebecq en las entrevistas hubiera citado a Sófocles. ¿Verían los cibercríticos influencias claras de Sófocles en Ejército enemigo? Hay una larga y conocida lista de libros airados, de novelas violentas y de propuestas similares a Ejército enemigo a lo largo de toda la historia de la literatura. Me gustó, incluso marcó, por nombrar una no canónica, La flaqueza del bolchevique, de Lorenzo Silva, cuando la leí en los años 90. También Henry Miller. Y, en fin, un largo etcétera. (Realmente tenía que haber nombrado a Sófocles.)


-A estas alturas de la película en que el capitalismo consigue reciclar en beneficio propio cualquier movimiento alternativo de respuesta social o cultural, ¿dónde puede encontrar un escritor las referencias no sólo literarias, sino también éticas, sin caer en ese buenismo progre, que has criticado muy acertadamente, donde se confunden las buenas intenciones con la calidad de una obra?

Mi única referencia ética es, convocando al sesgo a Albert Camus, el hombre que dice no.


-Eres un gran conocedor de todo lo que sucede dentro de internet, incluida la pornografía. ¿En qué lugares van a transcurrir las historias del siglo XXI? ¿Cuáles serán los nuevos asuntos de que ocuparse? ¿Están los escritores tardando y le van por delante ya cineastas, dibujantes, etc?

Creo que la literatura siempre ha transcurrido en el mismo lugar: el lenguaje. No hay que estar especialmente obsesionado con llevar a los libros las novedades tecnológicas de tu tiempo; pero también es verdad que un escritor sólo merece la pena cuando traza el retrato de su época, así sea ese retrato desfigurador o, incluso, desacertado; y para hacer ese retrato, naturalmente, uno tiene que salir a la calle de vez en cuando, o poner la tele, y no considerar que las sopitas que le preparaba su mamá son de interés para el conjunto de la especie humana.

-Europa se va al garete y con ella los tópicos culturales que arrastraba consigo. ¿Cómo se posiciona Juan-malherido frente a la catástrofe? ¿Y Alberto Olmos?

Con un insondable cinismo, para serte sincero.


-¿Qué es mejor para la creatividad de un escritor español al que no le son indiferentes las cuestiones políticas, ser gobernado por Zapatero o por Rajoy?

Tener la foto de un presidente del gobierno sobre la mesa donde escribes debe inspirar muy escasamente, la verdad.


-¿Qué gustos cinematográficos, musicales o interés por otras disciplinas del conocimiento tienes? ¿Y a qué aportaciones externas a la literatura has dado cabida en tus novelas?

Creo que la única influencia real sobre mis novelas procede del cine, específicamente en la composición de los argumentos. Mis gustos musicales o cinematográficos considero que carecen de interés, salvo la extravagancia de que me gusta mucho el rap, tanto el original, en inglés, como el español. Creo que el rap es la poesía social de nuestro tiempo desde mediados de los noventa.


-Has respondido a las críticas desfavorables que ha recibido Ejército enemigo, lo que quizás te deja en evidencia ante algunos lectores que pueden pensar que se trata de rabietas infantiles. ¿Por qué lo has hecho?

Me apetecía, obviamente. Siempre he escrito y publicado on line lo que me pedía el cuerpo. No voy a cifrar en tacos lo que me importa la reacción de los demás ante mis textos. Me he quedado tan a gusto, escribiendo El patatús. Me parece que eso ya invalida cualquier objeción.


-¿Qué opinión te merece la reciente supresión de la dirección general del libro por el gobierno de Rajoy? ¿Piensas que servía de algo cuando existía?

No sabía que existía la Dirección General del Libro. Hay tantas Direcciones y Secretarías y Oficinas de que uno pierde la cuenta. No soy tan hipócrita como para lamentar públicamente la desaparición de algo que apenas conocía.

-¿Qué tiene que hacer un escritor español que no sea un best-seller para sacar cabeza entre esa oferta continuamente renovada que se le presenta al lector en las mesas de las librerías?

Cuando volví a publicar, en 2005, conocí a un escritor que no paraba de promocionarse, ir a cócteles, comadrear y visitar a escritores importantes, todo enormemente rastrero. Sin embargo, le iba bastante mal. Eso me relajó mucho, porque uno no se veía dotado para seguir ese camino de baboseo y camarillas. Un escritor destaca cuando escribe un libro interesante, de modo que en realidad es cuestión de suerte. Luego los demás escritores –yo incluido- querrán ver en el éxito ajeno toda una concatenación de factores deleznables para aplacar la propia envidia. Creo que no hay que hacer nada especial para destacar, en el sentido en el que me lo preguntas; sólo hay que escribir con honestidad los libros que a ti te interesan, y cruzar los dedos.

lunes, 9 de enero de 2012

Olmos y Gopegui


Alberto Olmos, Ejército enemigo, Mondadori, 2011


Belén Gopegui, El padre de Blancanieves, Editorial Anagrama, 2007

Estas dos novelas se ocupan de asuntos contiguos, tales como la solidaridad, el compromiso, la transformación de la sociedad, las acciones concretas de la lucha, el activismo y la justicia social. En Ejército enemigo aparece un lema,“la solidaridad ha fracasado”, que desencadena parte de la acción y es el resumen de la tesis que desarrolla; sin embargo, en El padre de Blancanieves las fisuras sobre la posibilidad de la transformación de los esquemas sociales y políticos no son más que objeciones de actitudes personales de algún personaje que está en minoría. Las reflexiones que cruzan los caminos de una y otra novela tienen alcances bien diferentes, aunque a veces comparten puntos de partida, e incluso recorrido:

En Ejército enemigo uno de los personajes hace la siguiente reflexión:
“la mayoría de los profesores de instituto son hijos de profesores de instituto. Mis padres daban clase de Lengua y de Ciencias Sociales. Te dirán que lo llevan en la sangre, cualquier profesor, que tenían vocación y demás estupideces. Nadie lleva nada en la sangre, ¿entiendes?, ninguna vocación. Uno hace lo que hacían sus padres porque es lo fácil; lo fácil. Si tu padre es director de cine, te metes en el mundo del cine; si tiene un bar, lo heredas y sigues con él; y si es profesor de Lengua pues opositas, que ya sabes cómo se hace y qué esperan de ti. En realidad seguimos siendo una sociedad gremial.
(…)
-¿Tu padre qué hace?
-Está jubilado, fue repartidor toda la vida. De bebidas.
-Hostia, pues felicidades. Tú has dado un salto en lateral que muchos no son capaces de dar. Aunque trabajes en esa mierda de la publicidad. (...)”(pág. 122)


En El padre de Blancanieves, Manuela, profesora de instituto, sufre una crisis debido a un incidente en el que por su culpa despiden al repartidor inmigrante de un supermercado. El caso es que a imitación de lo que hiciera Simone Weil (1909-1943), autora de los Ensayos sobre la condición obrera, deja temporalmente su trabajo, su casa, su familia y se muda a un barrio popular, donde ingresa a trabajar en una tintorería: “salvando las distancias, a Simone Weil le pasó algo parecido. Ella buscaba conocer lo que piensa un obrero, lo que siente, lo que le pasa a un obrero, algo así, pero a donde ella y yo, salvando, digo, las distancias, hemos podido llegar es a conocer lo que le pasa a Simone Weil o a mí cuando nos ponemos a trabajar en una fábrica o en una tintorería.” (pág. 142)

Me llamó mucho la atención el proceder del personaje de Manuela en El padre de Blancanieves, pues su comportamiento, a estas alturas del siglo XXI, no sé todavía si resulta inverosímil o ingenuo. Me cuesta creer que una profesora de instituto no sea consciente de la realidad obrera de su entorno. Es evidente que ella misma procede de una clase media de profesión liberal, pero que no haya tenido un contacto mínimo con los modos de vida de las clases populares se me hace difícil de creer.

Yo mismo me dedico a la enseñanza en un instituto y procedo de una familia obrera, así que cuanto menos su actitud no deja de parecerme frívola, que es como la propia Manuela se describe en más de una ocasión:
"Me gustaría decirle simplemente esto: que para ser revolucionaria hay que ser un poco frívola. Bueno sí, es que tengo una hija revolucionaria. Ya sé que parece algo del siglo pasado, pero resulta que en Madrid, en una zona céntrica, arbolada, y a principios del siglo XXI, a mí va y me sale una hija revolucionaria. Creo que no es moda, como cuando dijo que quería esquiar, le compramos las botas, los esquíes, las gafas, todo, y a los tres meses se hartó" (pág. 97)

Quizás no nos cueste mucho ver en la fotografía que ilustra la portada de Ejército enemigo esa descripción que hace Manuela de su hija y que es una de las cosas contra las que arremete Alberto Olmos, aunque Belén Gopegui se toma muy en serio el activismo social y político de madre e hija.

En Ejército enemigo se sostiene la siguiente tesis:
“Ya no se hacen las cosas para que cambie la realidad, sino para que se sepa que se hacen cosas. Es como el gobierno. El gobierno no quiere que las mujeres dejen de morir asesinadas, quiere, sobre todo, principalmente, que se sepa que está haciendo algo para que no mueran asesinadas. La campaña social-publicitaria emite este mensaje: nos preocupamos...pero no hacemos nada efectivo. Quien entiende que el mundo es así consigue el éxito. Mira los cantantes, los putos artistas solidarios.” (pág.124);

“la solidaridad, (…), debe iniciar el camino hacia la intimidad, es decir, debe ser una acción que a uno le cueste algo, no sólo hacer clic en una de esas payasadas de red social o ir a un concierto. No se puede cambiar el mundo haciendo fiestas.” (pág. 125)

En El padre de Blancanieves hay un episodio en el que la solidaridad se concreta cuando Rodrigo, estudiante de la ESO, se mete en una pelea en el patio de su instituto para defender a una compañera: “Rodrigo no empezó la pelea porque tú le cuentes cosas sino porque lo que vio le pareció humillante. Y si tú le has ayudado a verlo así, sólo podemos estarte agradecidos. Además, tienes razón, la realidad de hoy, desaprensiva, cínica, está ahí fuera, nosotros hemos vivido pensando que podríamos librarnos, pero seguramente sea mejor así. Es muy angustioso estar todo el día pendiente de no abrir la puerta, por si es la realidad, de no coger el teléfono, por si es la realidad.(...) resulta que amenazar y pegar y abusar son cosas habituales, y no sólo, ni mucho menos, en los colegios: me refiero a nuestra sociedad, a nuestro modo de vida encantador.” (pág. 297)

Los lemas de El padre de Blancanieves podrían resumirse en estas frases, que no descartan las posibilidades del cambio político y personal:
“Antes de saber cómo hacer las cosas hay que saber lo que se quiere, y elegir lo que se quiere supone haber imaginado la vida.” (pág. 81)
“Imaginar lo que no existe es fácil, en cambio imaginar lo que existe exige conocer.” (pág. 288)

“La solidaridad ha fracasado”, es, por el contrario, el lema de Ejército enemigo, que funciona también como motor narrativo. En este sentido se afirma lo siguiente: “No nos engañemos, la solidaridad es una forma de ocio, una ficción para el puro entretenimiento de personas con mucho tiempo libre. Los jóvenes, sobre todo. Espera diez años, y verás a todos esos amigos tuyos solidarios dejar en la estacada a todos los pobres del mundo. Como mucho, reciclarán su basura correctamente, pero en cuanto tengan una hipoteca y un par de mocosos, verás tú lo que aportan” (pág. 77)

En El padre de Blancanieves hay una visión mucho más ideal del asunto:
“Dicen que la mayoría de los que empezaron luego cambian, ya sabes, que cuando envejeces te haces conservador y de derechas, y vas contando lo ingenuo que eras cuando de joven querías transformar el mundo. Pero no es verdad (…)
No están en los telediarios. Hay que ir a sus lugares de trabajo, de reunión, hay que conocer sus vidas. Puede que muchos de los que siguen no estén organizados. Puede que muchos ya no voten. Sin embargo siguen.” (pág. 281)

Lo que Olmos analiza como estado general de las cosas, Gopegui se lo adjudica al personaje que argumenta contra la transformación social desde un punto de vista socialdemócrata:

“Pensé que no tenían ni puta idea de la realidad, que la realidad estaba esperándolos con los brazos cruzados y riéndose a carcajadas. Que cambiar el mundo era el mejor eslogan de todos los tiempos, que debería habérseme ocurrido a mí para no estar en el último casillero de la vida. Pensé que todo era publicidad, que todos éramos imbéciles, que unos compraban zapatillas deportivas y otros compraban compromiso social (…) que ninguno de esos chicos y chicas, ni el profe Eduardo, dedicaban ni un solo minuto de su vida a pensar en el conductor de autobús que les llevaba a casa, ni en el camarero que les ponía las cervezas, ni en el repartidor que aprovisionaba de bebidas el bar; que todo era ridículo y un poco miserable.”
(Ejército enemigo, pág. 252)

“¿Voy yo a recordarles que si hay cincuenta sitios de la web de eso que llamas prensa alternativa, hay cincuenta millones de sitios pornográficos? ¿Que antes se inundará la tierra que habrá en Europa una revolución? ¿Que mientras cuatro personas leen a Marx en Madrid, dos o tres millones leen el Marca, las revistas femeninas, etcétera?”
Estas son palabras de Enrique, marido de Manuela, en El padre de Blancanieves, pág. 192., que no puede evitar que sus hijos y su mujer deriven hacia el compromiso y la lucha social.

Lo que nos parece, en definitiva, y a modo de resumen, es que frente a la actitud programática y marxista de Belén Gopegui, Alberto Olmos contrapone una lectura pesimista y cínica de los movimientos de lucha social.

viernes, 6 de enero de 2012

2012


Antes de saber cómo hacer las cosas hay que saber lo que se quiere, y elegir lo que se quiere supone haber imaginado la vida. (Pág. 81)