viernes, 17 de abril de 2009

Clase turista


Acabo de llegar. He sacado la ropa de la maleta de mano y la he metido directamente en la lavadora. Entre todas las prendas he dado con una que no me pertenece. Una blusa con un tacto muy suave, esponjoso. He hecho lo que cualquiera de vosotros, olerla. He aspirado profundamente y se me ha abierto una senda en el pecho, como si le hubiese dado una calada a un cigarrillo mentolado. Una herida que refresca al tiempo que rompe. La he llevado al cajón de los souvenires, donde se ha posado, como una mariposa en un pétalo, sobre otras blusas, prendas y objetos igualmente dulces. Luego he fumado mirando el mapa y he señalado un nuevo destino, una ciudad conectada con la mía por una de esas compañías aéreas de bajo coste. He hecho las consultas pertinentes por internet, mientras la ropa daba vueltas dentro del bombo. Hay que coger aliento antes de proseguir. He llamado a unos amigos, a los que les voy a contar el viaje. Sólo una parte. Luego he descargado las fotografías en el portátil. Salgo de nuevo dentro de tres semanas. Tres semanas para soñar con quién y dónde. Cuando llegue allí ya tendré mucho caminado por sus calles a través de Google-Earth. Conoceré las direcciones, adónde van a dar los dos lados del puente. Las callejuelas por las que se puede bajar a los jardines. Se tratará entonces de elegir a alguien, de seguir sus pasos, de plantear en el hotel, por la mañana, antes de salir, mientras desayuno en el buffet, una pauta o leitmotiv por el que dejarme guiar. En total son cuatro días para aprovechar. Tres noches. El avión regresa el lunes a última hora. Me he pedido el día en el trabajo. El tema del viaje nunca es premeditado aquí. En París me dije: Sombreros. En Londres: Paraguas de flores. En Praga: Camistas negras con dibujos. La última vez lo habréis adivinado si pensasteis en blusas de seda. También ha habido medias negras, gabardinas grises y cinturones de fantasía. Muchas veces ha surgido como un chispazo después de ver una revista o de un programa de televisión. Me gusta mucho mirar la tele en los hoteles. De hecho el tiempo que no lo dedico a mi proyecto lo empleo en fumar mirando la programación en lenguas que desconozco casi por completo. No suelo visitar los monumentos más emblemáticos, no soy asiduo de los puntos de interés turístico. Si algo me lleva a salir de esta ciudad no es precisamente otra ciudad, sino una pequeñísima parte de sus desconocidas habitantes. Mujeres que caminan por sus calles con esa inocencia premeditada ante el espejo antes de salir de sus casas. Cada vez que elijo a una, la máscara se le empieza a resquebrajar con cada paso. Sólo me decido a llegar hasta el final, si estoy completamente seguro de que ya ha soltado todos los fingimientos, y lo único que le queda para ofrecerme es el miedo que se desarrolla delante de la verdad. A veces me quedo con una prueba, con un pequeño detalle de su feliz existencia, una frivolidad de su trayectoria por este mundo raro. Otras veces ni siquiera eso. Regreso con unos ojos clavados en la pantalla del cerebro. Pero la costumbre es siempre la misma. En cuanto llego a casa pongo una lavadora y me vuelvo a asomar al mapa que tengo sujeto en la puerta del frigorífico con unos imanes. Nunca les hago daño. Eso sería, quizás, lo más fácil.

La imagen es de Alex Prager, Susie and Friends, 2008

1 comentario:

Manu Espada dijo...

Muy bueno lo de los souvenirs, y muy apropiado el título al texto.