jueves, 11 de febrero de 2010

El hombre invisible


Conocí a un tipo peculiar en la calle. Desde que perdí el trabajo salía por las mañanas y pasaba el día de un lado para otro. Me di cuenta de que no conocía la ciudad en la que vivía. Me pasaban cosas. Era alguien imponente, con una larga barba pelirroja. Llevaba un pesado palo de dudosa función, sobre el que había grabado el siguiente lema: Allí donde yo estoy es Paz.
Viajo por el mundo.
Sin embargo, yo apenas he salido de esta ciudad, excepto para la mili, hace más de veinte años, y alguna excursión del instituto, hace todavía más tiempo.
Así me gano la vida.
Yo siempre me he ganado la vida trabajando.
Pero ahora no tienes trabajo.
No.
Tienes tiempo libre para pasear.
También tengo una familia que depende de mí.
Por supuesto. Todos tenemos una familia. También yo la tengo.
Mientras conversábamos se preparaba para ocupar su sitio sobre un cajón en el que se exhibía a cambio de una monedas.
No era una estatua humana, no se preocupaba de no moverse. Me aseguró que Dios le acompañaba siempre, aunque había algo en él muy poco tranquilizador. A la hora del aperitivo el lugar que ocupaba era un concurrido punto de encuentro. Las chicas lo admiraban y se hacían fotos a su lado. Luego le dejaban unas monedas.
Te invito a tomar algo.
Era mucho más alto que cualquiera que hubiera estado alguna vez en aquella barra. Tenía una presencia fuera de lo común. Se tomó un refresco, porque después de todo también había en él un componente de infantilidad no superada.
Tuve problemas en mi juventud y estuve en la carcel, pero un buen día Nuestro Señor me hizo una señal y todo cambió.
La cervecita en su compañía me sentó como a Dios, como a su Dios.
Sigo sin trabajo, sigo conociendo los rincones de la ciudad, pero el hombre de la barba roja ya se fue.
Voy por ahí buscando una señal, algo o alguien que me ilumine. A veces he entablado conversación con alguna estatua viviente de las que se colocan en las calles más céntricas.
Un cowboy fue muy explícito.
Es una vida dura, pero las hay más duras.
No he de estarme quieto.
Soy el hombre invisible. Estoy debajo del traje. La gracia es que mis gafas y mi sombrero se sostienen en el vacío, apoyados en una estructura de alambres.
En casa todavía no he dicho nada, yo sigo saliendo como todos los días, como he hecho durante toda mi vida.

1 comentario:

Joselu dijo...

No sé por qué tus relatos me evocan la tradición narrativa americana (norteamericana). Son secuencias de la vida cotidiana presentadas con un punto de inverosimilitud de modo que nos resultan fantásticas. No perteneces a la estirpe de Cela, de eso estoy seguro. Tampoco es realismo fantástico. Me huele a una tradición anglosajona. Me ha gustado. Siempre he pensado que detrás de algunos hombres estatua hay historias más relevantes que en la de algunos probos y acomodados funcionarios. No todas, claro está.