miércoles, 19 de enero de 2011

Academia del hambre


La fotografía es de Scott Mutter

Puedo decir ya que me he pasado más de media vida entrando y saliendo de oscuras academias de enseñanza, enredado con esas materias y disciplinas que se adhieren a la piel de todos los subalternos, como si fuesen una parte imprescindible de su naturaleza. Empecé con la taquigrafía y la mecanografía en una lejana adolescencia de pajillero ensimismado. Luego me inscribí en cursos de guitarra, de electrónica, de pintura al óleo, cuando empezaba a aparentar que me preocupaba por el rumbo que le quería dar a mi vida. Lo mío no eran las artes: en casa tengo todavía un bodegón que da fe de mi impericia con los colores y las formas. Manzanas que parecen plátanos por querer parecer algo del reino vegetal. La guitarra, por su parte, huyó, hecha un barquito a la mar, en la riada del año 89. Me centré, entonces, en los circuitos, pero no pasé de desbaratar un par de transistores de mi abuelo, con cuyo perdón no conté si no al final de su vida. Después de fingir malamente que estaría dispuesto a entregar mi vida por mi patria, conseguí entrar de dependiente en unos grandes almacenes y al final de la jornada acudía a clases de francés, donde mis ojos miopes dieron con los ojos marrones de una chica que enrojecía por contacto con el aire. Quisimos ir de luna de miel a París, pero la conformé con una buena espada toledana en ristre, mientras improvisaba la pacotilla de un parlamento de los mosqueteros. Para entonces lo que más me gustaba era esa mezcla de fatalismo, desilusión e ingenuidad que se podía respirar en las aulas de cualquier academia y me preocupaba muy poco de lo que desmañadamente me querían enseñar o yo quería aprender. He estudiado contabilidad, solfeo, ofimática, vela, por poner algunos ejemplos. He conocido a mucha gente en todo este tiempo. He tenido compañeros que han conseguido destacar en algunas de esas disciplinas y a otros les ha valido para conseguir un trabajo nuevo o prosperar en el que ya tenían. Pero me quiero referir aquí con un recuerdo especial a ese grupo de académicos (olé por nosotros) que hemos intentado calmar una especie de, cómo diría, creo que puede ser hambre. No hambre de saber, ya que nunca nos hemos quitado de encima la polvareda de nuestra ignorancia. Hambre de qué, os preguntaréis. Es hambre, pero no sabría decir de qué. Hombre y hambre, qué curioso, sólo hay una sola letra de diferencia, como en ese número que se le queda a alguien en la mano cuando sale el premio de la lotería. Un número que no es el gordo porque le falla una de sus cifras. Hay más cosas en mi vida, pero no aportan nada a lo dicho.

1 comentario:

Fernando Sánchez Ortiz. dijo...

Qué extraña -y preocupante- forma de identificación encuentro en este relato.

Me gustó.

Un saludo.