jueves, 21 de abril de 2011

Masticar las palabras



La fotografía es de Pierre Gonnord

La vida se le fue convirtiendo en un líquido espeso, de sabor y aspecto irreconocibles. Había días que no encontraba las palabras para vivir. No era cuestión de ánimo, de que el sol luciese o le hubiesen felicitado en el trabajo, era un asunto puro, un asunto de índole artística. Si no aparecían las palabras, si las perseguía y no daba con ellas, se sentía burlado, pero a la burla respondía con burla, se sacaba la lengua, se enfrentaba con muecas en los escaparates de la ciudad hostil y con un ahínco renovado e inútil se cocía con las palabras que ya había combinado en ocasiones anteriores con el mismo afán autodestructivo que conocía bien en los alcohólicos. No valía saber lo que sabía, saber lo que sabía era un peso más que lo arrastraba al fondo de la negrura, a eso que cualquier chiflado con título universitario en siquiatría llamaría depresión. En la mente estaban los caminos, las salidas, los cruces, el mundo se construía con edificios de palabras, pero poco a poco se fue quedando sin ellas, con ellas, pero sin ellas, un sabor que amargaba ahora en la boca. ¿Cómo podía ser? Había habido tiempos en los que todo aquello le hubiera parecido imposible, una pesadilla de la que, tarde o temprano, podría despertar, pero ahora reconocía que no había otro camino que la renuncia, esa renuncia a seguir viviendo que cada vez adivinaba en más personas de su alrededor, por mucho que unos y otros disimulasen entusiasmándose con la vida. Clara prueba de que para ellos la vida ya era un guiso indigesto. No obstante, todo quisqui se empeñaba en sonreír o en buscar remedios para recuperar la sonrisa. Era tan simple como eso. Que las palabras se le habían podrido dentro. Que las palabras del exterior ya no lo representaban. En definitiva, como en todos los asuntos importantes, era una cuestión de estilo y de elegancia. De empezar a morirse en vida y dejar paso a la indiferencia con la que los más jóvenes lo tratarían. De renunciar al magisterio. Era fundamental ingresar en el siguiente estadio, el de la ridiculez. De hablar solo como los lunáticos, de combinar las prendas de la vestimenta de modo estrafalario, de caminar por la calle sin pudor, desvergonzado como un perro. Había que masticar las palabras, rumiar la vida, escupir la suerte. A veces bastaba detenerse en mitad de la calle y ponerse a mear entre dos coches. Una meada larga, expiatoria, a la que muy pocos acabarían teniendo derecho.

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