martes, 23 de diciembre de 2008

Discursos sin gravedad


¡Señor!¡Eh, señor!
El hombre asomaba sólo la cabeza. Sin sombrero, gruesa, calva, con una cicatriz. Hizo un gesto con el dedo, extendido, plegado, extendido, plegado.
Quería decir: ¡Venga acá!
El otro, el que pasaba por allí en ese momento, se acercó.
¡Entre!
El otro penetró en el habitáculo. Aséptico, higiénico. Una de esas cabinas de la calle que funcionan con moneda. Había un espejo, una taza de váter, un grifo. Parecía una cápsula espacial. Aislamiento completo.
¿Sí?¿Qué desea?
Un impulso lo había llevado hasta allí, y ahora estaba arrepentido. Quizás el hombre pretendía algo indecente. Se le pasó por la cabeza. Y qué difícil sería convencer a cualquiera de que él lo había seguido inocentemente hasta aquel lugar.
Mire, quiero hablarle, quiero decirle algo.
Dígame, ¿tiene usted algún problema, se encuentra bien?
Perfectamente.
En ese caso me marcho. Hay cosas para las que un hombre necesita intimidad.
No, no es eso. No se deje confundir por el decorado que he elegido para manifestarme. Mire, yo no soy de aquí. No conozco ciertas costumbres de la ciudad y del país.
Si quiere podemos salir e ir a un café. Allí charlaremos a gusto.
¿Un café lleno de gente y humo? Prefiero este lugar, no deja de ser agradable. Está impecablemente limpio. Usted puede sentarse sobre la tapa del váter y yo me apoyaré en el lavabo.
Dígame lo que sea ya, porque tengo prisa. He acudido a su llamada, porque pensé que necesitaba ayuda.
Está usted en lo cierto, necesito ayuda urgentemente. Necesito que alguien oiga lo que tengo que decir.
No se preocupe, estoy atento. Hable con total libertad.
El hombre gordo carraspeó, se aclaró la garganta con un trago de agua y se metió la mano en un bolsillo.
El hombre paciente que se había visto atrapado en aquel enredo sin pies ni cabeza le hizo un gesto apremiante, una especie de amenaza de querer abrir la puerta y salir la calle, a lo que imaginó como el espacio exterior, un cosmos en el que habría desaparecido la ley de la gravedad.
El hombre gordo se rascó la cicatriz de la cabeza y empezó a leer de un papel que tenía en la mano.
Amigo, amigo mío, hermano, un día ya no echaremos el anzuelo. Los peces boquearan preguntándose qué fue de nosotros. No volveremos a desafinar con un par de copas, ¿y sabe usted por qué?
Hizo una pausa. Cambió de opinión, se guardó el papel en un bolsillo y sacó otro.
Señoras y señores: amigo, amigo mío: No es necesario decir que el día ha transcurrido como tenía que ser, sin contratiempos, cada cual ha competido lo mejor que ha sabido, lo hemos pasado bien, un año más.
El hombre volvió a meter la boca en el grifo y al levantarse cambió de nuevo de parecer y estuvo rebuscando un rato entre bolsillos y pliegues de la ropa. Se sacó un papel arrugado de alguna parte, lo alisó, no sin pompa, y volvió a las andadas.
Señor presidente: señoras y señores: amigo, amigo mío, no estoy aquí para pedir el voto. No es eso. Hay cosas que ya forman parte de mi pasado. Son las cosas que deshonran al hombre y aquellos que lo rodean. Ya no canto por las tabernas, ya no vendo lotería ilegal, ya no me gasto lo que gano en los lupanares. Dejo la política, la concejalía de este ayuntamiento y vuelvo, desnudo, se puede decir, a mis orígenes.
En uno de los titubeos discursivos del orador, el hombre que había tenido que soportar aquella colección de majaderías le pegó un empujón a la puerta y salió de la estrecha cabina higiénica precipitadamente a la calle. Al principio se apresuró para alejarse del lugar, pero luego las fuerzas dejaron de responderle y no conseguía empujarse con las piernas hacia delante. Como si la atracción que su cuerpo debía sentir hacia el centro de la tierra se fuese disipando. Como si él mismo, como pompa de jabón, comenzase a elevarse en el aire. Pero encontró una cabina de teléfono a mano y se encerró en ella.

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