martes, 3 de febrero de 2009

Cogotes


Juan Muñoz, escultor (1953-2001), Towards the shadow, 1998

Cuando por fin entendí que mi padre era un cretino, estaba criando malvas. No mi padre, sino yo. Contra todo pronóstico llevaba dos semanas en un nicho del cementerio de mi pueblo y la gusanera en la que me había convertido no me hacía precisamente un ser envidiable. Lo fabuloso fue llegar a la certidumbre de que yo era todavía más necio que mi padre. Ese instante me hizo revivir. Esto es, me convirtió en un zombie. Fue como si me hubieran aplicado una corriente eléctrica, y se me hubiesen abierto los ojos putrefactos, al tiempo que se sintonizaban las conexiones de mi cerebro, descompuesto en la penosa calidad de la materia de mi ataúd. Pegué una patada y conseguí abrir varios agujeros en una escombrera que se desintegraba por la fuerza de la lluvia. Una vez fuera aspiré por costumbre, pero el aire y su calidad le eran absolutamente indiferentes a los jirones pulmonares que me sobresalían fuera de la camisa blanca. De mi traje de novio. Con la resolución de un chispazo mental me dirigí a la taberna, pero enseguida cambié de opinión. Acerté (al cambiar de opinión), puesto que el mundo ya no existía. No existía el mundo. Sólo llovía. Y todos los muertos empezaron a levantarse en una de esas imágenes, ya sabéis, de videoclip. Me alejé de allí, no sin grandes dificultades para quedarme solo. Lo importante no estaba fuera, en mi aspecto de peli mala, o en la oscuridad rasgada por la cortina de un diluvio, sino dentro. Mi padre tenía la nuca de los imbéciles. Obtusa e ignorante. Las manos finas de un secretario almibarado que se había pasado la vida haciéndole la pelota a alguien de quien dependía. Pero a mí ya no me engañaba. Era su nariz una gran bola de ideas necias y sus cejas dos arcos de miedos y rencores que siempre amenazaban ruina. Todos los aciertos de su vida no escondían sino debilidades, impotencia y celos. Su maña, su habilidad había sido esa: engañarnos durante tanto tiempo. Una vez que estás muerto no te importa un carajo estarlo. Y además sabía lo que sabía. Pero es que yo soy igual. Podría decir soy, era o seré. Por los tiempos de los tiempos mi propia estulticia me acompañaría como recuerdo de una vida. Bajo la lluvia. Y lo único que quedaba por delante era lluvia. Me miré las manos y ahí lo vi: el temblor y la incertidumbre de los necios. Volví a estar rodeado de zombies, que me asqueaban no por su aspecto, claro está, sino por su proceder necio en la esperanza. Dios nos está llamando, decían unos, nos va a reencarnar. No, no, nos va a resucitar, decían otros. Aquella lluvia me empapaba la carne tumefacta y me ponía dos charcos en las cuencas de los ojos. Aquella lluvia esponjaba mi sorda condición de imbécil. Quien desprecia, quien arde, quien ama, quien se deja embaucar y quien se pone delante mil excusas para no saltar al vacío. Ese era yo. Por qué. Por qué ese era yo. ¿Hubiera podido ser otro? Me cogí de la mano, de una de las manos de mi padre. Sólo simbólicamente. Mi padre ya no existía. Ni el mundo. Lo único que había era una gran conciencia apoderándose de un zombie de feria. Un teatro bajo la lluvia. Una mano grande y peluda. Una mano idiota y torpe. Y una mano fina y delicada. Dos modos de herirse. Porque los ojos del centro de las manos habían sido tachados. No lo creo, pero seguramente pudiera haber sido otro. Aunque yo no lo crea. No lo creo porque tengo pocas luces. Porque toda mi vida ha sido ruín. Me sostengo bajo la lluvia y avanzo hacia la taberna del pueblo. ¿Quién dijo que el mundo había dejado de existir? Las calles me reciben con el eco del miedo en mis talones. No ha dejado de llover sobre el desmoronamiento de los edificios. Nadie me reconoce cuando pido un vaso de vino. Me acerco por detrás al grupo de jugadores de cartas. Espaldas y cogotes.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Disculpa que me meta en tu vida privada. Pero...¿estás bien? :)))
Vaya relato.

Anónimo dijo...

Me parece una magnifica manera de expresarlo, enhorabuena.

Antonio Senciales dijo...

Cuando he pensado en mi padre, en otro mundo desde hace años, se me han ocurrido respecto a él las mismas ideas que has dejado esbozadas aquí, creyéndome de joven más inteligente y perfecto (?) y... con los años he terminado por reconocer que estoy acaparando los mismo defectos que él y ninguna de sus virtudes.
O sea, que el idiota siempre he sido yo, pero no lo sabía.
Sigues escribiendo cojonudamente, muchachote, y además nos haces pensar.
Tu segundo libro de relatos, ¿podremos tenerlo entre las manos pronto?
Saludos.