domingo, 1 de noviembre de 2009

Bernhard al acecho


La ilustración es de Ray Caesar

Por la ventana entró un insecto o un artefacto, yo no lo sabía muy bien, o simplemente es que era las dos cosas, puesto que soñaba. Aquel ingenio vivo subía y bajaba por las paredes y se ocultaba detrás de los cuadros, a pesar de tener un tamaño considerable. Las patas se me antojaba que eran cuerdas y el cuerpo tenía un caparazón negro muy brillante, bajo el que uno podía adivinar partes gelatinosas y algún dispositivo electrónico que emitía destellos rojos. Lo perseguí enseguida con un palo, guiado por el resorte de la repugnancia. Conseguí alcanzarlo, atontarlo del golpe y aplastarlo después. Sonó como si estuviese reventando con la suela de mis botas una bolsa repleta de cucarachas. Luego ella, que en este momento no tengo ni idea de quién era, pero que en el sueño reconocí, me dijo que Felipe, un compañero mio de la infancia, de quien recientemente había hablado con alguien, podía entrar en su casa siempre que quisiera, y lo repitió significativamente con un tono intencionado: siempre que él quiera, como queriendo decir que ella se entregaría a él cada vez que eso ocurriera. Luego le pregunté a ella dónde vivía él y me contestó que criaba caballos en Algeciras, lo cual me asombró por lo absurdo del lugar y la ocupación.
-¿Viene a ver a su familia? Pregunté.
Y ella se emocionó mientras negaba con un gesto.
Digamos que gran parte de la familia de mi antiguo compañero de colegio, al que no había visto quizás en los últimos 20 años, estaba tocada por la enfermedad mental.

El motivo que me había llevado a la escritura no era el haber estado a punto de morir de un modo accidental y ridículo, ni el de haberme salvado de la misma forma. Es verdad que existe en mi vida un antes y un después. Antes pensaba sin necesidad de ordenar mis ideas o imágenes, en bruto. Ese sueño, sin ir más lejos, se habría esfumado con toda la complejidad y misterio de lo que es soñado, si no lo hubiese anotado. Creo que el conflicto del que nació mi necesidad de escribir todos los días reside en la clase de relación que mantuve con la persona que me salvó. Que me salvó de una muerte segura. Era un hombre al que antes no conocía ni de vista y al que después veía todos los días, y había de llamar por su nombre, aunque en mi pensamiento.

Alguien que cada vez que me sonríe me gustaría ver muerto. No sé si esto que me ocurre a mí le habrá pasado a otros, pero no había día en que tarde o temprano no apareciera mi rescatador en un lugar en el que ya me parecía imposible encontarlo. He dudado tantas veces de que su aparición fuese real que mi vida ha tomado derroteros de pesadilla, de sueño confuso y abigarrado.
La última línea de esta historia será sin duda la última línea de mi vida, de esta prórroga que el destino tuvo a bien concederme para que la escritura me diese una fuerza luminosa, ese destello sintáctico del que carecía cuando era un tipo infeliz, esperanzado, querido por mis parientes y celebrado por los amigos como un gran contador de chistes.
De un día para otro perdí una existencia y gané una no-existencia.

El hombre que me facilitó ese tránsito me sonríe cada vez que nos cruzamos en cualquier parte. Un tipo al que deseo perder de vista ya, al que le deseo la muerte. Al que yo mismo no tendría reparos en coger del cuello y apretar hasta que dejara de respirar.
Sin embargo, las cosas no son fáciles. Para nadie.

Me llamo Polonio. Uno de mis amigos de la infancia y casi adolescencia, Felipe. El tipo que me salvó de una muerte a destiempo, Bernhard. Me informé sobre él. Pregunté si tenía familia, hijos. Para hacerles un regalo como agradecimiento por lo que su esposo o padre había hecho por mí, algo que en el fondo no podía pagarse de ninguna manera. Una bicicleta para las críos, un aparato electrónico para la familia. Algo material que representara mi agradecimieto. Pero Bernhard vivía solo. No exactamente solo, sino con otros compañeros en un piso de estudiantes extranjeros, aunque Bernhard sólo compartía con ellos la condición de extranjero, no la de estudiante. Le pregunté si necesitaba alguna cosa concreta y se limitó a sonreírme diciendo que no me preocupara por ese asunto. Mi esposa me dijo que le escribiese una carta mostrándole mi gratitud. Me pareció buena idea, pero cuando me senté a escribirla sentí que me quedaba en blanco. No era yo entonces un hombre de letras. En este momento hubiera sido distinto. Sin embargo, ni mi esposa está ya a mi lado ni Bernhard me parece al cabo del tiempo digno destinatario de ningún deseo de gratitud por mi parte. Los días fueron pasando y la figura de mi salvador parecía diluirse en la marea de la rutina. Le ofrecí dinero y también lo rechazó con aquella sonrisa tan extraña y ambigua.

Todo esto de escibir arrancó con la cantidad de sueños nuevos que empecé a tener. Caí subyugado por algunas imágenes. Comencé a verme de modo distinto. Siempre me las había dado de chistoso y había cosechado algunos éxitos por ese camino. Había hecho amigos y había embaucado a alguna chica. De repente una nube de melancolía me estorbaba para contar con gracia cualquiera de los chascarrillos que me sabía de memoria. Mis amigos fingían que no pasaba nada, pero es muy fácil ver cuándo los otros ríen sin ganas, y todavía más, preocupados porque se ríen sin ganas con quien antes lo habían hecho a mandibula batiente.
Bernhard me estaba mirando con tristeza, pero sonriente.
-Hola.
-Hola.
-Nunca te había visto en este bar, le dije.
-Pues no es la primera vez que vengo, dijo él.
Me sentí obligado a presentar a Bernhard a mis amigos.
-Es él quien me salvó la vida.
Todos le estrecharon la mano agradecidos. Este encuentro tuvo lugar cuando yo andaba dándole infructuosas vueltas a lo de escribirle una carta. Poco a poco dejé de contar chistes. Una noche desperté en mitad de un sueño y me levanté para apuntarlo. Al principio me costó, pero descubrí que me resultaba más fácil su transcripción si ponía cierta distancia, si la extrañeza de la vivencia nocturna se convertía en el papel en una extrañeza de la misma índole, pero aligerada de su peso y densidad originarias.

Mi mujer deseaba ardientemente que tuviéramos hijos, pero hasta la fecha eso no había sucedido. Habíamos barajado diversas alternativas, entre las que se encontraban la adopción y los tratamientos de fertilidad. A veces yo soñaba que había un bebé en casa, pero nunca escribía estos sueños. Bernhard me había preguntado si tenía hijos cuando yo le pregunté a él con intención de hacerle un regalo.
-Pero tienes a tu esposa, me dijo.
-¿Y tu familia? Le pregunté.
-No tengo familia, me dijo, mis padres murieron.
Cuando la figura de Bernhard empezó a molestarme cada vez que me lo encontraba inesperadamente, volví a pensar en aquella breve conversación.
Llegó el momento en el que mis padres también estuvieron muertos y mi mujer me había abandonado. La planta del odio arraigó en suelo propicio. Bernhard y yo apenas cruzamos unas palabras después. Nos mirábamos y seguíamos adelante. Supongo que también él había desarrollado un sentimiento de animadversión.

La última vez que lo vi fue en el puente. Yo llevaba una mochila pequeña con todas mis pertenencias dentro y mi intención era coger un autobús que me alejaría de la ciudad para siempre. Me sobresalté porque se me ocurrió que podría seguirme allí donde fuera, así que me abalancé sobre él y le di un golpe en la cara. No se lo esperaba y eso le provocó un aturdimiento aún mayor.
-La próxima vez que te cruces en mi camino te hago pedazos, le dije.
Se alejó como un perro maltratado.

No lo he vuelto a ver en estos años, pero se me ha aparecido en muchas pesadillas, en las que he acabado con él de las más variadas formas. El grueso de las libretas que tengo escritas contiene muchos de esos sueños. Sin embargo, anoche fue distinto. Mi esposa me animaba para que le enseñase lo escrito a un editor.
-¿Dónde has estado todo este tiempo? Le pregunté. Estaba muy hermosa y me gustaba mucho.
-He vuelto, te quiero ayudar, me contestaba.
Me levanté y lo escribí.

Antes de cerrar los ojos desaeré que Bernhard aparezca una vez más. Sentiré que descanso. Eso es todo. Espero que sea dulce y fácil, que mis dudas sean de felicidad por librarme de él para siempre.

1 comentario:

BELMAR dijo...






"C'est faux dire: je pense: on devrait dire on me pense."


("Es falso decir: yo pienso; deberíamos decir: alguien me piensa.")

Arthur Rimbaud