miércoles, 12 de diciembre de 2012

El avaro




Fotografía de Larry Sultan

Mi casero era un viejo avaricioso. Le había explicado que la cama era una antigualla y que los muelles del somier chirriaban con el más leve movimiento. No le dije que cuando más crujía era cuando su hija venía a visitarme. Ella había sufrido también por tanta tacañería. Cuanto más estrépito de metales y maderas sonaba, mayor era nuestra furia amorosa, y así se redoblaba una sinfonía cacofónica, que albergaba en sus notas pasiones muy primarias. Mi casero se negó a cambiar el mueble y mandó a un carpintero para salir del paso con un mal apaño. Esa misma noche conseguimos desbaratar el arreglo, dando saltos, como cabras entre unos riscos, antes y después de follar. Al viejo lo llamábamos Pelaperros, apodo que su hija le tenía ya asignado cuando yo la conocí. Durante dos años la cama crujió con una frecuencia que vista desde ahora me maravilla, hasta que llegó el momento en el que decidí dejar aquella casa. El último día, cuando ya lo tenía todo recogido y empaquetado en el coche, le rompí las patas. Las cuatro patas a la cama. A patadas. No quería que aquellos muelles volvieran a sonar con el siguiente inquilino. No quería que el viejo avaro volviese a usar el truco del carpintero. Ciertamente era una cama espléndida, quizás hasta con algún valor como antigüedad. La destrocé. Quedó aplastada en el suelo, vencida, rota hasta un extremo que podríamos calificar de metafísico. Por supuesto, mi acto tuvo sus consecuencias. Mi casero me llamó por teléfono y me llamó vándalo y gitano. No le contradije en nada y acepté la bronca, pero defendí la coherencia de mi proceder. Desesperado por lo que calificó como una actitud de vulgar cinismo, me colgó él a mí. Seguí viendo a su hija sobre camas mucho más discretas, que amortiguaban en su opaca elasticidad nuestras juveniles estridencias. Hasta que decidimos vivir juntos. Pelaperros te quiere conocer, me dijo un día la niña, con su característica picardía.

1 comentario:

Javier Puche dijo...

Magnífico relato, Antonio. El temible señor Pelaperros es un auténtico pelagatos. Un abrazo.