jueves, 27 de diciembre de 2012

Johnnie Walker








Hace más de veinte años tuve que seguir a un hombre que tenía las piernas muy largas y daba grandes zancadas. Se ofreció para enseñarme un piso que estaba en alquiler y que podría interesarme. A mitad de camino me dio un ataque de risa porque aquello no tenía sentido. Era una estrafalaria persecución en la que irremediablemente me estaba quedando demasiado retrasado. Él miraba hacia atrás resentido y yo me disculpaba intentando sofocar la risa. No soy paticorto, ni perezoso para caminar, pero lo de aquel hombre enseguida se mostró más como una venganza que como un favor. A mitad de camino le llamé la atención para que me esperase y eso lo disgustó visiblemente. Más tarde el piso no sería de mi agrado. En muchas otras ocasiones vi al hombre de las zancadas imposibles de seguir, pero después jamás volvimos a cruzar una palabra. Llegó un momento en el que parecía que nunca nos hubiéramos conocido, sin embargo, nuestra intimidad había sido muy profunda: yo sabía cómo se las podía gastar con aquellas piernas largas y flacuchas y él había comprobado mi temperamento burlón. Al cabo de un tiempo ambos volvimos a nuestras ciudades de origen, tan distantes entre sí que lo más lógico era pensar que jamás volveríamos a vernos. Me he vuelto a acordar de él no sin cierto rastro de nostalgia. No sé si como yo seguirá dedicándose a la traducción. El caso es que tras un largo paseo, hoy mismo, se me ha venido a la mente aquel curioso episodio. He subido a un monasterio hasta el que me he acostumbrado a caminar de vez en cuando. Desde allí se ve un codo del río, se ven los trenes engullidos o vomitados por el monte. Había un grupo de gente con bolsas en la mano. A todas luces esperando un reparto de alimentos. Todavía me ha dado tiempo, antes de ir a tomar un aperitivo, de afeitarme en el barbero. Me ha puesto una toalla humedecida y templada sobre la cara para abrir los poros y ablandar el pelo. No es que en ese momento haya descubierto algo que antes no sabía. No. Pero he cerrado brevemente los ojos, poquísimos segundos que me han servido para vacilar entre el dulce sopor del abandono y la seguridad de unas costumbres que hacen que un reo no pierda la cordura.

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