domingo, 30 de marzo de 2008

¿Quién?


Los secretos circulaban entre los mayores. Nadie le daba mucha importancia a la presencia de un niño. Creían que las medias palabras, o los susurros o los movimientos imperceptibles de una ceja o de los ojos eran suficientes para camuflarlos. Eran secretos entre unos y otros. Las maniobras que ejecutaban les servían para mantenerse a salvo entre ellos. Pero de nada valían con el niño. El niño iba y venía entre unos y otros. El niño sabía lo que muchos ignoraban, pero nadie le hacía especial caso. Iba recogiendo las piezas del puzzle. Por la noche, encerrado en su cuarto, tapado hasta el borde de la nariz, con los dos ojos como dos astros de azabache, invisibles en la espesa oscuridad, encajaba las piezas. Ese era el secreto. Lo podría haber desvelado, pero nadie se lo pidió. Nadie le dijo:
-¿Qué has oído tú por ahí?

Al cabo de los años empezó a comprender de qué se trataba. Porque conocer el secreto no era suficiente para llegar a su significado. Supo interpretar otras miradas, que se habían quedado en la memoria sin explicación. Ojos que tenían la intensidad y el brillo de los deseos. Pero no eran deseos como los suyos, de jugar a la pelota o montar en bici, cuando la madre se lo había prohibido a la hora de la siesta. Era un deseo que se despertaba en la carne, en los labios, en las manos, en las zonas ocultas del cuerpo, aquellas que los mayores siempre llevaban tapadas. La prima Evelina era una muchacha, él era un niño. Había cosas que podían compartir, pero para otras estaba el soldado que iba a verla sin que los tíos se enterasen de nada.

Los tíos estaban muy preocupados con lo que Evelina les había dicho. Temían que el vientre se le empezase a hinchar de un momento a otro y todo el mundo se diese cuenta. El soldado había estado apareciendo por las puertas del hospital, entre el barullo de visitantes que acudía a ver al abuelo, que los despachaba a todos desde su cama, como si fuese el trono de un déspota. Al abuelo nadie era capaz de llevarle la contraria. El soldado aparentaba ser uno más de sus deudos. Y cuando todo el mundo cuchicheba en un rincón del dinero que se estaba perdiendo en el negocio por las extravagancias del abuelo, él se acercaba a Evelina. El niño era testigo de lo que no llegaba a comprender, pero a Evelina se le ponía una cara muy rara. Se dejaba comer sin que el soldado abriese siquiera la boca.

¿Quién? Esa era la pregunta. Con ella todos sabían de qué estaban hablando. Finalmente el abuelo se había muerto.
-Dando coces, dijo alguien.
Evelina esperó un par de semanas después del funeral. Les dijo que estaba encinta. El niño oyó encinta por primera vez en su vida. Fue la palabra que utilizó su prima. Él jugaba en el patio de atrás. Había ido a pasar unos días con su prima. Había notado que ella estaba disgustada, que no quería tenerlo cerca. Pero no se negó para no levantar sospechas. Hasta que decidió que quizás el mejor momento para soltarlo era aquel en el que el primo estaba en la casa. Sus padres no querrían que nadie más se enterase y reaccionarían teniendo en cuenta que el niño no era tonto.
-¿Quién?
El niño oyó la pregunta repetida a lo largo del intenso fin de semana. Evelina lloraba por la noche, sorbiéndose los mocos, aguantando hipidos, para que él no la oyese, pero era inútil. El niño la adivinaba en la oscuridad de su cama. Las sábanas mojadas por el grifo del llanto abierto.
Sus tíos discutían conteniendo la voz en la cocina.
Lo único que se les entendía era:
-¿Quién?

Esa sería la pregunta que empezaría a hacerse en los corros familiares, cuando de nuevo regresaron al hospital, al cabo de los meses, porque Evelina iba a tener una criatura. Quienes se habían dado cita para visitar al abuelo, venían ahora para el drama de Evelina.
-¿Quién?
El niño sabía quién, pero nadie le preguntaría nunca.
Cuando entró en la habitación de su prima, la encontró con aquella criatura agarrada a una de sus tetas. Era como una rata. El niño puso cara de asco, pero no por el mismo motivo que lo habían hecho sus tíos. Su prima le dijo que estaría más bonito cuando engordase. ¿No había él visto nunca bebés preciosos? El niño sonrió. Ya lo empezaba a ver bonito. Se sonrieron. Y luego la prima le guiñó un ojo y le dió un beso. Ese instante no lo olvidará jamás el niño. Ahí se sintió un hombre por primera vez. Se dió cuenta de que un hombre se lleva los secretos a la tumba, como tal vez había hecho el abuelo. Y ahora comprende por qué el viejo se mostraba distinto con él. Por qué ese respeto del viejo hacia el niño, cuando se había cagado en la puta que los parió a todos. Sabe que aunque alguien le llege a preguntar alguna vez, él no va a decir nada. Es en lo único que confía su prima.

5 comentarios:

Diego Flannery dijo...

Confianza y labios cerrados, valor y actitud unidos. Un secreto compartido que habilita una nueva etapa de la vida. Los códigos. La experiencia. Muchos adultos sostienen todavía que los niños son niños y nada más, cuán equivocados están.

Abrazo cálido a la distancia.
Diego.

Recaredo Veredas dijo...

Muy buen relato, hombredebarro. Consigues un personaje complejo -el niño- y convincente en muy pocas líneas.

Jordi Roldán dijo...

Tus posturas y opiniones me han traido hasta aquí. Muchos blogs pero casi ninguno escribe cosas originales, quiero decir textos literarios suyos, el tuyo me ha gustado.
Un relato cojonudo hdebarro.

Y me alegro de nuestro debate en el blog de recaredo.

No estamos tan en desacuerdo

Un saludo

hombredebarro dijo...

En efecto, Diego, los niños tienen antenas especiales para captar cosas que procesarán con el tiempo.

Recaredo, celebro lo que dices: es lo que intenté, mostrar en poco espacio a un ser complejo.

habitacio d´arles, procuro ceñirme al nombre del blog. yo también encuentro interesante el debate.

Carlos Frontera dijo...

Por un momento pensé que el niño no lo era tanto y que, aun sin conocer el significado de la palabra "encinta", era sabedor de cómo llevarla a la práctica.

Bueno el relato, sin duda.