lunes, 23 de agosto de 2010

La dormida


Matisse, Retrato de Marguerite dormida

Anoche en los servicios de la estación de autobuses un hombre se puso a mi lado y me hizo una propuesta concreta. Lo acompañé a su coche, que no estaba estacionado lejos, y me enseñó cuatro o cinco técnicas esenciales. Luego llegué a mi casa y mi mujer se dio cuenta de que estaba muy cansado. Me quedé dormido enseguida, pero a las pocas horas me desvelé y supe al instante que no volvería a pegar ojo, aunque permanecí en la oscuridad pensando en el hombre que había conocido. Era extranjero y me contó que acababan de expulsar del país a todos sus amigos. Hablaba, sudaba y bebía al borde de mi cama. Tengo facilidad para hablar con desconocidos no sólo en unos urinarios. No soy además persona demasiado íntegra, todo hay que decirlo, pero tampoco le debo a nadie nada. Cada cual tiene sus problemas, sin embargo me gusta darle preferencia a los demás para que se desahoguen. Aquel hombre dijo de repente que se tenía que marchar de allí, que no se sentía seguro. Estamos en mi dormitorio, le dije, en la oscuridad y solo porque me he desvelado has aparecido ante mí, tranquilízate. Era un hombre guapo, del tipo que se busca la vida sin demasiado esfuerzo, pero pagando un alto precio. Me puso una mano en un hombro como si se sintiese en deuda conmigo y no tuviera muchas posibilidades de saldarla. Adiviné que escondía un arma y le dije que aunque eso me solía repugnar en ese momento me estaba provocando una erección. Quiero aclarar que entre ese hombre y yo no había habido nada personal contra lo que muchos ya habrán pensado, al no haber sido demasiado claro en mi relato ya que tampoco tengo motivo ninguno para serlo. Me gustan las situaciones morbosas y ambiguas. El hombre sacó la pistola de alguna parte y me la enseñó. Era la primera vez que yo tenía un arma de ese tipo en mis manos. Me invitó a que le apuntase, pero me limité a dejarla sobre la cama, al lado del bulto del cuerpo de mi mujer, que tenía la respiración de un sueño muy profundo. Somos su sueño, me dijo. Y me convenció. Ella se levantará dentro de unas horas y ni tú ni yo estaremos aquí para verla, añadió. Eso me provocó una sensación de dolor y tristeza sobrecogedoras y estuve a punto de dejarme llevar por el llanto. Aquel hombre y yo nos acercamos a la dormida, tan pegados el uno al otro que si de repente se hubiese despertado sólo habría encontrado a un desconocido en su cama.

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