martes, 15 de marzo de 2011

Los altavoces



Ficha de Arhur Bispo do Rosario en el sanatorio mental Juliano Moreira

Había un interno con un proyecto. Consistía en pintar de una manera tridimensional, hiperrealista y virtual el edificio con todas sus dependencias, módulos de atención a los externos, patio de recreo, salas de actividades, botiquín, dormitorios y aulas de castigo. Una pintura mural, la llamaba él, el pintor hiperrealista, tridimensional, que no usaba pinceles, que se limitaba a pasar las manos a pocos milímetros por encima de todas las superficies, con lo que quedaban representadas en su mente, levantado un espejismo superpuesto al edificio del edificio mismo, a sus dependencias y módulos, aulas de castigo, botiquín y dormitorios. Era necesario que él pintase con sus manos para que esa pintura existiese sobre los objetos como una funda. Había empezado siendo muy pequeño, de tamaño y de edad; el pintor virtual tenía una estatura infantil, pero se las apañaba bien para pasar las palmitas de sus manos de niño con una caricia casi imperceptible por encima de todos los objetos o seres que quería pintar sin pintura. ¿Qué hace este niño?, había preguntado la madre una vez. Ellos creían que acariciaba la fruta, pero él estaba pintando un bodegón hiperrealista y tridimensional. Las frutas quedaban envueltas por el espejismo de las propias frutas, que él podía contemplar, y si él lo podía contemplar, ¿por qué no iban a poder hacerlo los demás?, lo que un hombre puede hacer, también lo puede hacer otro. El interno que desarrollaba este proyecto quería primero pintar los espacios, luego los objetos y después a las personas. Acababa de retomar la pintura allí donde la había dejado el día anterior, en una baldosa despostillada, a la que le pasó su manita por encima como si quisiera insuflarle vida de baldosa despostillada en mitad del patio de recreo. Y siguió pintando, como todas las tardes, toda la tarde hasta que el sol comenzó a descomponerse en múltiples incendios en el rostro de aquellos hombres y mujeres que venían pasando su vida arrimados al muro, como si fuesen insectos refugiados en la verticalidad, alimañas protegidas en el corte de los planos, rincón sobre el que parecían haber caído vertidos desde arriba, adonde uno miraba mientras expulsaba los excrementos hacia abajo, otro se negaba a abrir los ojos, aquel que pedía que lo soltasen para emprenderla a golpes con su propia cabeza apaleada por cualquiera que tuviese ganas, puesto que no era extraño que si no podía castigarse le pidiera a los demás que lo hiciesen, lo que es natural que por un buen amigo se llevase a cabo con la alegría de poder complacerlo. Quien se bajaba los pantalones buscando dentro de su ropa un enorme lagarto, lo encontraba y se lo mostraba a los demás, que indiferentes recibían el riego espermático en el rostro. Uno no podía dejar de gritar su discurso a los cuatro vientos, levantando una poética de la enfermedad, del dolor, de la imaginación, que agotaría a cualquiera que no le quedara más remedio que escucharle. Quien se tapaba los oídos para no oír nada que ya no estuviese en su mente. Y una legión de hombres que tenían una fisonomía de pescados colgados de unos tendederos, puestos a secar al sol, con una vida amarga, oscura, indescifrable. Había megafonía allí. No solía usarse, porque muchos se asustaban al oírla. Comenzaban a llorar, a rezar los que habían aprendido a hacerlo. En otras épocas se había usado para poner música, pero ahora no se ponía música. Aquella megafonía era como el desagüe de un fregadero atascado. En cada rincón del patio un pequeño altavoz, una boca llena de óxido, desconchada, una mueca inmutable como la de esas máscaras de teatro, que en este caso ni sonreían ni estaban tristes. El pintor hiperrealista no había pasado todavía sus manitas de niño a pocos milímetros de esos altavoces. No tenían aún esa funda virtual de sí mismos, no eran el espejismo de la realidad de altavoces, en los que cualquier voz se atoraría, ya fuese una orden o una invitación. Como un faro abandonado, lo que verdaderamente quiere decir un faro que ya no se usa. Eso eran aquellos altavoces allí, en las cuatro esquinas del patio, como cuatro angelitos de la guarda sin eficacia.

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