sábado, 5 de marzo de 2011

Palacio


La fotografía es de Naomi Harris

La caravana de furgonetas y camioncillos renqueantes entró segura en su marcha dentro de la ciudad medieval o renacentista o histórica, de piedra, ¿o de cartón-piedra?, decorado para malas películas de época que se rodaban allí, para anuncios televisivos, sede de ministerios, conjunto artístico, vacinilla del onanismo institucional, placas de calidad europea, sellos de identificación comunitaria y logotipos de una imagen que quería exportarse universalmente, todo lo que se podía venir al traste con aquella invasión plebeya de gentuza poco aseada, mal afeitada, de imposible ducha cada día. La caravana de vehículos, que no conocían la inspección técnica obligatoria, manejados con pericia por conductores que nunca habían asistido a escuelas de conducción, avanzó contra las señales que prohibían el sentido de esa marcha y superó los pivotes levadizos, disuasorios para el tráfico no autorizado. La caravana colonizadora llegó a una plaza con iglesia de san pablo, con palacio de señores de la guerra privilegiados por los reyes católicos, marcada noblemente en sus fachadas con escudos y blasones nobiliarios, con las enseñas de color granate y las letras de oro que anunciaban un restaurante con sus productos de caza mayor y sus platos típicos de la región, en la que a esa hora madrugadora, intempestiva para todo quisqui, no había ni un alma. Bueno, un gato sí que cruzó por delante de la camioneta que abría la expedición, a cuyo volante se encontraba un hombre de pocas letras, menos leyes aún, pero de temerarias decisiones, que había conocido los trullos más importantes, proveniente además de una larga y prestigiosa saga de chatarreros, asentados sus reales a lo largo de todos los poblados chabolistas del país, cuyo mapa los estudiosos no terminaban de fijar con exactitud. ¿Pero un gato en esas circunstacias de ocupación y criminalidad no representaría aquí al mismo demonio? Todos los conductores eran como el primero, de modo que si el gato se hubiera cruzado por delante del cuarto o quinto vehículo las palabras anteriores se podrían haber referido a sus conductores. Eran una legión. Pero una legión no de soldados, a cuya disciplina y organización no consentían someterse, sino de ocupas con chiquillos moqueantes, señoras rollizas, abuelos paralíticos y sonados, a veces poseídos por la lujuria. Una legión de gentuza de todas las edades. Llamamos gentuza aquí a lo que no sé si un día se llamó gente, pero calificados así por quienes se reservan para ellos esa denominación, que parece haberse convertido en una marca de origen también, como el jamón de jabugo o la torta del casar, con toda su garantía de excelencia. No ofrecía, por supuesto, aquella plaga plebeya ninguna garantía de excelencia ni de obediencia ni de ninguna otra cosa de bien, allí solo había garantía de mogollón, de conflicto, de roturas, de poca higiene, mucha fritanga, despreocupación por las consecuencias y jaleo, ruído, musica alta por los altavoces y un idioma retorcido hasta límites imposibles de expresión, risotadas y más risotadas infantiles, mujeriles, en fin, PROBLEMAS. Los vehículos no podían apagar sus motores, que tosían como moribundos crónicos, hasta estar seguros de que no habría que volver a arrancarlos, así que se celebró una reunión de legionarios frente a la placa de san pablo y se decidió que entrarían en la señorial casa de la esquina, que según las observaciones parecía la más soleada de todas. Se procedió entonces a la rotura de la puerta, que fue violenta, explosiva, y luego a la descarga de enseres y colchones. En una maniobra marcha atrás de uno de los caminones la caja del mismo chocó contra la irrompible placa de metacrilato que se hizo añicos, allí donde figuraba cuál era el organismo institucional que tenía su sede en tan noble e insigne edificio.

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