viernes, 13 de mayo de 2011

Andar por el aire, de Julio Jurado


Medardo Fraile, el gran maestro del cuento en español, hace una muy acertada descripción de Julio Jurado cuando en las notas sobre el autor y el libro que nos ocupa dice que los escultores de la Grecia clásica se hubiesen disputado su perfil grecorromano de Vallekas, así con K. Julio Jurado, que nació en Madrid en 1958 y allí ejerce en la actualidad como profesor de escritura creativa en la Escuela de Escritores, publicó en diciembre de 2010 en la editorial Gens un libro de relatos titulado Andar por el aire, en el que se incluyen también aquellos que habían sido su debut editorial dentro de la antología llamada Parábola de los talentos en la misma editorial en el año 2007. Su formación como escritor estuvo muy ligada al grupo “La llave de los campos”, que publicó en su momento 22 dogmas en torno al cuento breve con cierta repercusión entre aficionados y practicantes del género. Andar por el aire está dividido en tres partes o secciones con un total de diecinueve cuentos y uno más a modo de prefacio. En general las historias destilan humor, también amor, ciertas dosis de crueldad y gran gusto por los apetitos de la vida, no sólo por los físicos. La extensión de los textos es variable: hay historias de una sóla página, microrrelatos, muy conseguidos; de dos hojas, como El constructor que no se queda a cenar, un relato muy eficaz, y otros más o menos largos, sobre la decena de páginas. Con la misma generosidad que destilan sus cuentos, Julio Jurado está dispuesto a contestar las preguntas de una pequeña entrevista que aparecerá próximamente en este espacio. Mientras tanto dejo aquí una muestra de su quehacer en el siguiente relatillo:



PROVISIONES


Aquella mañana, el cebo que utilizaba por primera vez el pescador le trajo una agradable sorpresa.
Una sirena de ojos coralinos y todavía adolescente llevaba el anzuelo como un adorno, atravesando sus labios amoratados. Seducido por el canturreo lastimoso de la sirena, la subió a su pequeña embarcación y, tras arroparla con mucha delicadeza con su chaquetón marinero, enfiló la proa en dirección al puerto. Ardía en deseos de llegar a casa, y en esta ocasión no echó un trago en la taberna.
Cuando el pescador rebasó la puerta con su trofeo, se sintió el hombre con más suerte del mundo, pues en los días que siguieran su familia podría elegir, sin penurias, qué llevarse a la boca. Casi todos comieron carne hasta hartarse. Sólo la hija más pequeña no quiso modificar sus costumbres, y pedía, cada vez que le preguntaban: ¡De la parte que es pescado!

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