martes, 15 de septiembre de 2009

Un cleptómano



Jared Leto, por Terry Richardson

Sobre la mesa hay una gran variedad de objetos a los que les cuesta convivir: lo pesado amenaza a lo frágil, lo líquido mancha a lo sólido, lo perecedero se corrompe, lo vivo escapa, lo muerto ilumina. Sobre la mesa va depositando el ladrón sus botines. Es un hombre diagnosticado y está sometido a una terapia. Sufre, claro, y el sufrimiento y la tragedia le dan un aire de hermosura a la que cualquier mujer se entregaría, pero nuestro chico es gay. Mejor para él, y para los que buscan un rato de melodrama, porque enseguida te echa su rollo, mira lo que me pasa, pero vamos a follar o qué, le tienen que decir la mayoría de las veces, porque merece la pena aguantarlo un poquito, incluso comprenderlo, intentar ayudarlo. Su nombre, Jesus. Y por bocas malvadas, Jesucristo, pero él de eso no se entera. No está mal puesto el mote. Cuando camina por la calle de la Oliva es como si paseara por encima de las aguas.
Hay un sicólogo al que Jesús y otras personas con su mismo problema van todas las semanas. Allí hacen eso a lo que la dramaturgia cinematográfica se ha aficionado de una manera excesiva: se ponen unos frente a otros y cuentan lo que les parece, o lo que el sicólogo les propone. El sicólogo, de hecho, les ha pedido permiso para grabar las sesiones. Se cree un poquito director de cine, se las da de creativo.
-Me he vuelto a follar a la enfermera, dice quien está frente a Jesús, un chico con aire grotesco.
-Le he inventado un nombre y la llamo por él, a ella parece gustarle. La tía tiene novio, a veces está fuera esperándola bajo la lluvia. Ella sale y se marchan juntos. Muchas veces no hace ni un cuarto de hora que me la estaba cepillando dentro del cuarto de las escobas.
El chico sonríe como si esperara una felicitación, pero los demás hacen mohines de asco. Jesús lo contempla con sus los ojos expandidos por esa fuerza naturalista con la que el otro habla.
-¿Y qué nos quieres decir con eso?
-Con eso no sé, pero hoy le he sacado a un cirujano la cartera y ya me he fijado en un reloj de oro. Mientras me la tiraba, estuve examinando mi botín.
-¿Y con qué nombre te diriges a ella?
-Casandra.
-Pobre chica.
-No te creas, también yo soy un pobre diablo.
-A ella que la apoyen en su grupo de terapia, nosotros es a él a quien tenemos que ayudarle, apostilló Jesus.
Todos se volvieron a mirarlo. Tenía razón.
Jesús piensa en su hermana Gloria, que trabaja en un hospital, pero iba a ser mucha casualidad que esa Casandra fuese ella. Además, las descripciones que su compañero de terapia hace de su lugar de trabajo no coinciden con lo que su hermana cuenta. Para él la clínica es como un gran burdel celestial, lejos de cualquier tiempo. Ella se refiere siempre a la precariedad de las instalaciones, a las deficiencias de los equipos, al caos organizativo, al espectáculo estremecedor de la muerte.
Bla, bla, bla. Jesús no oye las otras intervenciones, sólo oye su propio discurso mental y no vuelve a abrir la boca ni en esta ni en las próximas sesiones a lo largo de las semanas siguientes. Entro por una punta de las galerías. No lo puedo evitar. Miro unos pañuelos. Digo que le quiero regalar uno a mi madre. Un pañuelo para una señora a la que le gusta el estilo clásico, discreto. La dependienta aprueba la decisión de Jesús, que le parece un chico muy educado, como son ahora los chicos, con su melena y sus barbitas, pero con qué cara de buena persona. Claro que sí, señora, lo es. Tardará en descubrir, si es que lo hace, que le falta un pañuelo y para entonces ya no lo relacionará con un chico que olvidará enseguida, porque sus impresiones no porfían en su memoria. Jesús dejará caer el pañuelo sobre la mesa al entrar en su casa, donde están todos los botines de la quincena. No pasa nada si volvéis a coger algo que no os pertenece, les dijo el sicólogo cinéfilo. Pero sí es importante que sea lo que sea aquello que robéis lo vayáis poniendo todo junto en un lugar bien a la vista de vuestra casa. Nada de esconder nada. Ahí me ha caído a mí el pañuelo encima, no sé si te acuerdas de mí, me presenté en el capítulo anterior, el que se acababa de morir en Monte del Cielo y todavía no había sido descubierto, pero ya con superpoderes. Pues mira, ya soy las cenizas en esta urna que Jesús se trajo a casa, una especie de conciencia narrativa consustancial a la muerte, perdona que me ponga altisonante. Cuando un chico viene a su casa y le pregunta qué es este revoltijo, Jesús se explaya en su problema. Todo tiene una parte divertida. En este caso es cómo ha llegado cada uno de esos objetos hasta aquí. Se parten el culo, pero Jesús tiende a ponerse pesadito con las lamentaciones. Entonces ellos le suelen decir vamos a lo nuestro, me vas a comer la polla o qué. Claro, claro, dice él. Tanto mutismo donde el sicólogo, que le cuesta una pasta, y luego con la gente inocente no es capaz de mantener el control. Jesús, no lo retraso más, es un diseñador de moda muy moderno, provinciano, lo que significa doble ración de modernidad. Y además tiene un gemelo al que no se parece: el otro no es que esté gordo de intelectualidad, sino que la vida le ha alargado los huesos, su masa muscular se ha compactado y tiene un pene sobresaliente, frente a Jesús, cuya constitución corresponde más al modelo asiático reprimido. Ha hecho una colección de ropa inspirada en los trabajadores del matadero municipal y quiere que su hermanita del alma participe en el desfile.
-Podrías ser modelo, le dice él.
Pero ella lleva una vida alienigenada, sin contacto con la realidad, en Monte del Cielo, un lugar cambiante y metafórico. No le importa darle gusto a su hermano y desfilar, pero ese no es su mundo. Intenta averiguar dónde se halla su mundo, si es la chica que algunos sueñan que es, como esa Casandra a la que se refiere el camillero o estas cenizas o aquella novela que le dedicó el gemelo de Jesús , o la enfermera superada por las angustias y amarguras de los que sufren, como le gusta sentirse.
Viva México, cabrones. Y la anorexia.

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