miércoles, 13 de enero de 2010

Callejero 4


De flickr, Caminos de hierro, SantiMB

Encuentro de nuevo en la calle una felicidad muy precaria, pero muy querida, que consigue imponerse a la inclemencia de la temperatura, la cual comienza a bajar en poco tiempo. Me pego a las fachadas sin otro objetivo que ir buscando un rastro calorífico, pero no tardo en aventurarme hacia las plazas y de ahí al paseo que por el río me conducirá hasta la estaciones de tren y de autobuses. He de atravesar varias pasarelas y puentecillos decorativos, por donde mis pasos sienten el suelo reblandecido. A esa hora es un paraje solitario con una vida inquieta, secreta e invisible de la que me propongo ser testigo. En los troncos de los árboles hay mensajes grabados a navaja, bajo un banco una motocicleta sin ruedas. En las zonas que van quedando en penumbra ese lamento con el que uno intenta encontrar un hilo de ayuda, aunque sea desde el miedo. Desde un alto del camino diviso las cristaleras de una piscina climatizada, donde el contraste de la desnudez de unos pocos bañistas con el abrigo de los escasos paseantes me hace sentir otra vez la necesidad de postergar el regreso a mi casa todo lo posible. Caminar, caminar hasta que la ciudad se acabe. ¿Dónde se acabará esta ciudad? Caminar y caminar hasta llegar a otra ciudad a la que buscarle un principio y un fin. Con esos pensamientos acometo la última pendiente antes de llegar a una pequeña rotonda con una circulación de vehículos considerable. Penetro en la estación por la puerta del centro comercial, donde ha quedado encajada como una pieza de puzzle. Enseguida siento el abrazo del oso bueno, una recompensa a la altura de todas mis necesidades, pero también de mis deseos más superfluos. Llevo la tarjeta de crédito y dinero en metálico. Si me apeteciera ver una película o solamente dejar pasa el tiempo ahí fuera tengo diez salas de cine. Para saciar el hambre puedo elegir un sinfín de establecimientos donde estar comiendo a los cinco minutos de haber entrado por la puerta. Podría cambiar la ropa que llevo puesta por algo más informal, o por un traje de ceremonia, o por un equipo de aventura. Quizás sea ésta el tipo que necesito, puesto que en mi empeño, en mi manía hay indicios de explorador. En la tienda una señorita muy amable me asesora sobre prendas inteligentes. Ante mi asombro me aclara que son capaces de adaptarse a diferentes niveles de humedad ambiental o de cambiar la coloración del tejido. Finalmente me decido por unas bengalas de localización y un potabilizador de agua, además de una camisa inteligente.
-Trabajo en una agencia de viajes, le digo, y me han gratificado con un viaje a Sudamérica.
-Enhorabuena, me dice, y suerte, añade, cuando me marcho entusiasmado con mis adquisiciones.
En la ventanilla de los tickets pido información sobre las próximas salidas y llegadas de trenes, pero ninguno se adapta a mis horarios. En la cafetería potabilizo una Cocacola y el buen juicio que aún no me ha abandonado me impide prender la bengala. Estoy deseando estrenar mi camisa inteligente.

1 comentario:

leon no es feroz dijo...

Engancha el relato. Creo que la magia,del caminante, explorador, buscador de algo siempre atrapa al lector.Yo también quiero una camisa inteligente y una cantimplora. Un saludo.