domingo, 24 de enero de 2010

Callejero: texto completo


Willy Ronis, Fondamente Nuove, Venice, 1959

La mejor manera de leer un relato de poco más de 5000 palabras quizás no sea la pantalla del ordenador, pero lo pongo aquí completo por si alguien tiene interés en ¿imprimirlo? No sé, aquí está. Os agradezco a los que habéis seguido los 10 minicapítulos los comentarios. Sin nadie que leyera no tendría demasiado sentido insistir en escribir. ¿Quién sabe?

Camino por la calle con la atención puesta en que camino por la calle y por otra parte no es raro que alguien en este instante pueda estar observando cómo camino por la calle. Esta es la ciudad en la que no soy un vagabundo, en la que tan sólo deambulo sin intención de regresar a mi casa, aunque haga frío y tenga los pies mojados. Busco un lugar confortable que me haga sentir como si estuviera en mi casa sin estarlo. Las cámaras de vigilancia que hay en las esquinas persiguen mis pasos. Hilvano en estas palabras esas imágenes desconectadas. Estoy dentro de mi, pero también fuera. Pienso, pero tú lees mis pensamientos. Sigo mis pasos, me persigo por las calles de esta ciudad en la que me levanto cada mañana y cada noche me acuesto. Apenas algún viaje. Poca cosa. Mis amigos no entienden cómo no le saco provecho a las ofertas turísticas de la agencia en la que trabajo. Hace un frío pelón. Abro la boca y el aliento se condensa en el aire. Llevo puestos la gorra y los guantes que me regalaron, por ahí no hay problema. Son los pies mojados los que me provocan esa desagradable sensación de vivir entre ruinas vencidas, de viajar en una nave de cartón y plásticos. Pies frios de hombre sin brújula, me asomo a un escaparate. Si estuviese sentado y escribiendo estaría pensando en mí mismo así: asomado a un escaparate con el abrigo puesto en una calle cualquiera. En una ciudad tan pequeña seguro que hay algún conocido que te ve así, esta historia también está hecha con esos testimonios secretos.
-He visto a X mirando un escaparate, me ha parecido que su espalda tenía un peso significativo.
-¿Qué quieres decir?
-No lo sé exactamente.
El hecho significativo no estaba tanto en la cargazón de la espalda como en la frialdad de los pies, pero no se le puede negar su agudeza al observador.
-Un chocolate muy caliente, me oigo decir.
No tengo intención de bebérmelo, sino de meter en él los dedos de los pies como si fuesen bizcochos. Imagino que se esponjan y esa mujer a la que miro tiene un gran antojo de ellos.
-Se está muy bien aquí, le digo a la chica que me trae la taza.
-Me alegro de que le guste la cafetería, me dice.
Abro mi cuaderno con el bolígrafo en la mano. Mis ojos van de la televisión hacia la hoja, pero cada vez que vuelven a la pantalla se quedan allí algún segundo más. Escribo que me gustaría salir por la tele anunciando la cafetería en la que estoy. Tanto a mi como al resto de la clientela nos humean los dedos de los pies desnudos, como bizcochos recién horneados.
Hay un hombre que mira con asombro dentro de un contenedor de basura. He visto a muchos hombres asomados así, pero ninguno con la sonrisa de éste. La luz que le ilumina el rostro parece provenir más que de sí mismo de lo que ve allí dentro, es como una especie de reflejo. El hombre cierra la boca del contenedor y se aleja beatificado. Me gustaría asomarme y ver lo que ese hombre ha visto, pero la vergüenza me lo impide. Paso de largo por delante del contenedor y llego hasta un banco de la plaza. Ha dejado de llover y unos rayos de sol muy debilitados intentan ofrecer un poco de consuelo. El mismo hombre que he visto escarbando antes en las inmundicias se sienta ahora en un banco que queda enfrente del que ocupo yo. Estudia algo que parece haber encontrado a sus pies. Duda dándole vueltas entre las manos. Es uno de esos hombres que viven en la calle, que están como yo en la calle, pero que a diferencia de lo que me ocurre a mí no tienen una casa a la que regresar cuando llegue la hora de dormir. Buscan refugio en un cajero automático o en un rincón en un soportal alejado del paso, y se calientan bebiendo vino de un tetrabrick. Imagino que estoy en mi cama pensando en ese hombre, pero una duda me cruza la mente, más bien una inquietud, o quizás una sospecha, algo de miedo. La imaginación me juega la mala pasada de poner a ese hombre dentro de mis sábanas al lado de mi mujer, pensando en mí. Un tipo que va y viene por las calles de la ciudad sin atreverse a abrir los contenedores de basura por temor a que sus amigos y conocidos lo descubran. El sol vuelve a ser derrotado y se reanuda la lluvia. Corro a refugiarme en los soportales y tropiezo con alguien.
-Perdone, digo.
-Hola, me dice, tendiéndome la mano como a un viejo amigo.
Lo miro con mayor atención por ver si lo conozco, pero es evidente que no. Me sonríe, pues para él ese detalle es superfluo.
-Le invito a jugar una partida de ajedrez, me dice.
Estoy a punto de excusarme cuando me oigo aceptar.
Hace años que no juego, pero descubro con placer habilidades tácticas adormecidas.
-Estupendo, dice mi adversario, cada vez que lo sorprendo con una jugada que finge no tener prevista.
Se me esponja el orgullo y ya no tengo los pies fríos. No obstante, él se maneja con un nivel muy superior al mío, que pone en práctica en cuanto aparece alguien por la puerta del casino, a mis espaldas.
-Le ruego que me disculpe, tengo que dejarle, pero si quiere llamo a otra persona para que ocupe mi lugar, me dice, después de un jaque mate fulminante.
-Tengo que irme, le digo.
En la puerta de la calle evito saludar a un conocido de la única manera que se me ocurre. Abro la tapa de un contenedor de basura. Lo que veo en su interior es un deleite para los sentidos. Una alucinación que te lleva por un túnel al otro lado del detritus. No es raro que mi vecino haya puesto una cara extraña al verme en semejante tesitura. Dan fe de ellos las cámaras de vigilancia en el exterior del propio casino.
Ahora camino distraído, con la cabeza en el otro lado. Hay fuertes ráfagas de viento que consiguen deshacerme el lazo de la bufanda. La ciudad está ahí, pero sin la importancia de antes. Un laberinto de callejas me lleva una y otra vez al mercado de abastos. Las llamadas de las pescaderas hacen que por fin mi atención vuelva a lo más cercano. El suelo está encharcado y huele a agua de mar sucia y visceras. Me pierdo por los pasillos y las mismas mujeres que hace unos minutos me han ofrecido la mercancía en oferta comienzan ahora a burlarse de mí. Ante mi cara de circunstancias una de ellas me toca un codo y me hace una señal con la cabeza ofreciéndome la salida. Antes de llegar a la puerta siento como si las tripas se me encabritasen. Necesito con urgencia ir al cuarto de baño, pero temo que quizás el lugar en el que estoy no sea el más adecuado. Siento un asco preventivo. Me lanzo a la calle a grandes zancadas intentando amortiguar los movimientos de los intestinos. A ver si dando un paseo se me pasan las ganas, pienso. En ningún momento se me ocurre regresar a la agencia de viajes en la que trabajo. A esa hora estoy seguro de que no habrá nadie. Ni a mi casa, en la que tampoco. Estoy decidido a resolver mi situación de otra forma. Me dirijo al mejor hotel de la ciudad y entro en la sala del trono, donde me descargo por completo. Al vaciar la cisterna me siento un hombre nuevo, renovado y limpio. Apoyo la sien sobre una baldosa de la pared y cierro los ojos. Me sumerjo en un sueño muy dulce y cálido durante unos minutos, que le dan a la experiencia elasticidad y hondura, como si hubiera penetrado por una puerta que no se abriese a ninguna parte, como si se pudiese vivir dentro de la puerta misma. Me enfrento al espejo.
-Buenas tardes, me dice alguien que ha puesto sus manos bajo el grifo.
-Hola, le digo.
Enseguida llegan otros hombres que lo saludan con bromas y risas. Son los invitados de una boda que se celebra en el hotel. Entre ellos está el novio.
-Vamos a celebrar aquí y ahora un concurso de micropenes y necesitamos el dictamen de un jurado imparcial, me informa otro.
-Usted, usted va a designar al ganador, propone el novio, señalándome.
Enseguida se forma en torno a mí un círculo de hombres con los pantalones en el suelo y las mingas en la mano.
-A ver, dí tú cuál es la más pequeña.
El novio, que no participa en la competición, está muy interesado en ayudarme en mi juicio. Conseguimos descartar a varios concursantes hasta que sólo quedan tres. Uno me ofrece un puesto de trabajo como directivo en la empresa que dirige si sale elegido. Lleva un enorme puro en la mano libre y lo agita en el aire.
-Tómese su tiempo, mire y juzgue, me dice otro, que al oído me sopla su soborno y me lo muestra en la muñeca, su valiosísimo reloj.
El tercero es el que va más allá.
-Una mujer, me dice, la que tú quieras, para ti.
Todo eso sucede en el interior de una puerta.
Luego salgo del hotel. En la calle un remolino de bolsas de plástico y papeles me envuelve los pies con el mismo acaloramiento que una camada de cachorrillos.

Encuentro de nuevo en la calle una felicidad muy precaria, pero muy querida, que consigue imponerse a la inclemencia de la temperatura, la cual comienza a bajar en poco tiempo. Me pego a las fachadas sin otro objetivo que ir buscando un rastro calorífico, pero no tardo en aventurarme hacia las plazas y de ahí al paseo que por el río me conducirá hasta la estaciones de tren y autobuses. He de atravesar varias pasarelas y puentecillos decorativos, por donde mis pasos sienten el suelo reblandecido. A esa hora es un paraje solitario con una vida inquieta, secreta e invisible de la que me propongo ser testigo. En los troncos de los árboles hay mensajes grabados a navaja, bajo un banco una motocicleta sin ruedas. En las zonas que van quedando en penumbra ese lamento con el que uno intenta encontrar un hilo de ayuda, aunque sea desde el miedo. Desde un alto del camino diviso las cristaleras de una piscina climatizada, donde el contraste de la desnudez de unos pocos bañistas con el abrigo de los escasos paseantes me hace sentir otra vez la necesidad de postergar el regreso a mi casa todo lo posible. Caminar, caminar hasta que la ciudad se acabe. ¿Dónde se acabará esta ciudad? Caminar y caminar hasta llegar a otra ciudad a la que buscarle un principio y un fin. Con esos pensamientos acometo la última pendiente antes de llegar a una pequeña rotonda con una circulación de vehículos considerable. Penetro en la estación por la puerta del centro comercial, donde ha quedado encajada como una pieza de puzzle. Enseguida siento el abrazo del oso bueno, una recompensa a la altura de todas mis necesidades, pero también de mis deseos más superfluos. Llevo la tarjeta de crédito y dinero en metálico. Si me apeteciera ver una película o solamente dejar pasar el tiempo ahí fuera tengo diez salas de cine. Para saciar el hambre puedo elegir un sinfín de establecimientos donde estar comiendo a los cinco minutos de haber entrado por la puerta. Podría cambiar la ropa que llevo puesta por algo más informal, o por un traje de ceremonia, o por un equipo de aventura. Quizás sea ésta el tipo que necesito, puesto que en mi empeño, en mi manía hay indicios de explorador. En la tienda una señorita muy amable me asesora sobre prendas inteligentes. Ante mi asombro me aclara que son capaces de adaptarse a diferentes niveles de humedad ambiental o de cambiar la coloración del tejido. Finalmente me decido por unas bengalas de localización y un potabilizador de agua, además de una camisa inteligente.
-Trabajo en una agencia de viajes, le digo, y me han gratificado con un viaje a Sudamérica.
-Enhorabuena, me dice, y suerte, añade, cuando me marcho entusiasmado con mis adquisiciones.
En la ventanilla de los tickets pido información sobre las próximas salidas y llegadas de trenes, pero ninguno se adapta a mis horarios. En la cafetería potabilizo una Cocacola y el buen juicio que aún no me ha abandonado me impide prender la bengala. Estoy deseando estrenar mi camisa inteligente.

Cuando me aproximo al final de una cola en mitad de la calle me doy cuenta de que he dejado olvidado en algún lugar la bolsa de mi compra y un paraguas.
-¿Es usted el último?, me pregunta una chica por detrás.
Le digo que sí y me encajo como un anillo de serpiente entre la espalda de quien me precede y la sonrisa de quien sin saberlo me ha empujado involuntariamente a formar parte de una cola de la que no tengo ninguna referencia: ni para qué ni hacia dónde, ya que la cabeza está más allá de la primera esquina. Miro a la chica y ella me devuelve una sonrisa muy ilusionada y contagiosa.
-Qué nervios.
-Sí, le digo.
-Tú pareces muy tranquilo.
-No creas, la procesión va por dentro.
Al cabo de unos minutos mi inquietud ya es manifiesta.
Alguien pasa corriendo a nuestro lado, hacia la cola de la cola, que ya va tan crecida que no vemos al último.
-Se ha mareado un chico, uno de los primeros, dice otro.
-Pobre.
-Dicen que el primero está ahí desde ayer.
-Yo he hecho un viaje de 600 kilómetros antes de llegar aquí.
-Pues yo creo que entrar de los primeros no es lo mejor.
-Sí, hombre, es lo mejor.
-Tal como estamos nosotros situados tienes que destacar mucho para que te elijan.
Me llega a las manos un paquete de galletas. Cojo una y se lo paso a la chica de atrás, con la que sigo manteniendo una corriente de simpatía fundada en primer lugar en nuestra llegada casi simultánea a la cola. Ya somos como viejos conocidos.
-Gracias, ella me ofrece una barrita de caramelo.
Oímos gritos y protestas. La fila se agita y se deforma, hay algunos empujones y lamentos. La chica y yo nos giramos buscando y ofreciendo protección.
-¿Qué ocurre?
-Ha llegado uno con intención de colarse y ha habido una pelea.
Todo el mundo en la cola está indignado, pero la ola de malestar se disuelve en cuanto se corre la voz de que han abierto las puertas y ya han entrado los cinco primeros aspirantes. Esto me provoca una inquietud nueva, pero no soy capaz de renunciar a esa cola, ya que me encuentro muy bien en ella. Me gusta la chica de atrás y me divierto con los comentarios de todos.
-Es mi última oportunidad, dice un hombre entrado en kilos.
-Yo seguiré intentándolo si esta vez no hay suerte, dice su compañero.
-¿Y tú?, me preguntan.
-Bueno, para mí es la primera vez. No sé. Estoy aquí un poco por casualidad, digo y miro a la chica de atrás, que me sonríe con aire comprensivo.
-¿No estás muy convencido, verdad?
-La verdad es que no, pero para abandonar la cola se necesita más valor que para ponerse en ella.
-Tienes razón.
Hace mucho frío, pero circula entre todos un termo de café.
-Tarde o temprano la cola va a desaparecer.
-Sí, y es una pena.
-Os echaré de menos, chicos.
-Y yo.
Se forma un corrillo que se abraza por los hombros.
-Yo os daría mi teléfono, pero fuera de esta cola las cosas ya no serían iguales.
-Es cierto, quizás volvamos a encontrarnos en otra parte, pero prefiero que si sucede sea por azar.
-A mí me da mucha pena eso.
-En la siguiente tanda estaremos dentro.
Abro la puerta, paso y quedo enfrentado a una mesa. Me han colocado una pegatina con un número en el pecho.
-¿Sabe usted que lo estamos grabando?
-Lo imaginaba, digo, pero ni una palabra más.

Hay un perro al que le intereso mientras me fumo un cigarrillo. He comprado un paquete. Empiezo a fumar hoy y me gusta. Todos los días a esta hora me fumaré uno en este lugar, me digo, aunque sé lo difícil que será cumplir con mi propósito. No conozco las razas de los perros, es un perro, porque se comporta como uno de ellos, me huele los bajos del pantalón, pero bien podría ser un hombre con aspecto de perro.
-¿Qué clase de chucho eres?
Me mira resignado. Fumo que da gloria verme. Fumo como si estuviese en una película de travelos. Todo un estilazo. La gente que pasa por la calle a mi lado me mira fumar, algunos con descaro, otros con disimulo. Fumo como si lo que fumo fuese una sustancia sicotrópica, pero sólo es el inocente veneno que mata y provoca cáncer, según el verso de la cajetilla.
-¿Me das un cigarrillo?
Es un chico joven, descarado. De repente ya lo tiene encendido en la boca. Es muy agradable fumar y charlar con un desconocido en plena calle, cuando uno no tiene prisa por regresar a casa.
-¿Y este perro es tuyo?, me pregunta.
-¿Tú crees que es un perro? ¿Conoces su raza?
-No, pero es un perro, de eso estoy seguro, me confirma.
-Pensé por un instante que quizás fuese un hombre que me olía las piernas, le digo sin ningún tipo de temor.
-Qué punto, yo a veces también flipo, dice.
Río de buena gana.
-Trabajo en esa oficina de ahí, le miento, todos los días a esta hora salgo a echar un pitillo. Si quieres mañana podemos seguir charlando.
-Vale, me dice, eres un tío tranquilo, a lo mejor me paso.
-Si no me encontraras en este lugar sería porque haya tomado la drástica decisión de no volver a fumar, le digo.
-Vale, tío, me dice, y se marcha.
El perro parece haberme adoptado siguiendo mis pasos, metiendo el hocico debajo de mis suelas. Camino como si pisase algodones, como si la cabeza me flotase, como si los brazos se me fuesen despegando del cuerpo. Camino por una ciudad que regresa, que se escabulle, que juega. La ciudad es un perro grande al que yo persigo, al que le husmeo las patas. Yo mismo soy un perro con orejas de hombre. Las calles son de pelo, y las ventanas y las puertas. Me agacho y por primera vez en mi vida acaricio un perro en la calle sin temor a que pueda morderme.
-Hola, precioso, le digo.
En ese instante desde alguna parte lo llaman.
-Adiós, perrito, adiós.
Tengo las manos heladas, me las froto, me echo el aliento. Me las sacudo y miro en torno. He de decidir por qué calle continúo mi paseo. Las cuatro calles, cada una de ellas con un destino a la espera. En cada una de las esquinas una taberna. Tomaré un vino en cada una. No hay hombre más contento en esta ciudad que quien bebe, ha bebido o está a punto de beber. Ese hombre soy yo.

Estoy algo borracho y sigo las huellas de otros pasos, huellas que se han quedado grabadas en la arena de la playa, adonde he llegado andando. Al fondo algunas figuras que no sé si puedo identificar con esas huellas. Unos zapatos que no serán ni pequeños ni grandes. Lo mismo pueden ser de hombre que de mujer. Hay en ellas un misterio, un enigma que trato de desentrañar en mi persecución. Llegar hasta el final significa seguir caminando hasta que ya no haya más huellas o hasta que las huellas acaben en quien las va dejando atrás como si fuesen semillas. No me resulta nada fácil encajar mi paso en ellas y cuando lo consigo me aburro del juego. El ruido del mar, las nubes amontonadas en el cielo y las figuras solitarias que diviso a lo lejos le dan a mi paseo una atmósfera de distancia que me ayuda a ir llenando los pulmones de aire. Y de repente grito. Un grito que es el ensayo del siguiente grito, de una calidad y textura mejoradas. Y luego viene otro y así consecutivamente, hasta que grito sin parar, con una continuidad que hace que me encuentre con mi voz y con mis pulmones. Después inicio mi carrera, de modo que sigo gritando mientras corro, hasta que ya no puedo más y he de sentarme en la playa, justo al lado de una mano que sobresale de la arena. Es una mano muy fina y delicada, la toco y está fría, mojada también por la lluvia y por el mar. Su contacto disipa los últimos y transitorios residuos de mi reciente embriaguez. Detrás de esa mano sale un brazo y si sigo tirando llegaré a un hombro, luego encontraré unos pechos, bonitos, pero tumefactos, de un fuerte tirón se llegará a la cintura, y una vez recuperado el aliento, con un último esfuerzo conseguiré dejar al aire su desnudez total. Un cuerpo, un cadáver, junto al que he llegado corriendo y gritando. Ahora miro en derredor, miro a todas partes y veo todo tipo de huellas mezcladas, reconozco la marca de mis zapatos junto a otras. Estoy allí junto a una mujer muerta que he desenterrado. Las gaviotas son indiferentes a mi miedo, a la angustia que se apodera poco a poco de mí. Podría ser acusado de asesinato. A estas alturas seguro que tengo tejidos de esa mujer bajo las uñas y seguro que ella tiene pelos que me pertenecen pegados en algún lugar de su cuerpo, así que me alejo, primero a gatas, hasta que consigo levantarme y luego a la carrera, hundiéndome en la arena mojada. Era una mujer extraña de todas formas, una mujer muerta que nunca ha tenido vida quizás, una de esas muñecas hinchables de última generación. No era una mujer, me repito. Y cuando quiero volver a poner en claro mi juicio ya no sé qué pensar y mucho menos aún me atrevo a volver al lugar en el que la he dejado, donde imagino que las gaviotas ya estarán picoteándola. Me detiene el coche de la policía con el que me cruzo por el paseo marítimo. En la comisaría consigo entrar en calor y declaro que no sabía si lo que estaba desenterrando era una mujer o una muñeca.
-Tranquilícese, me dicen, ha sido una broma de mal gusto de unos gamberros.
Rompo a llorar.
-Váyase a casa y descanse, me aconseja el comisario.
Asiento y les hago creer que eso será lo que haga inmediatamente, después de pasar por la máquina del café. Adivino que toda la secuencia de la playa habrá sido grabada desde alguna parte. Me gustaría saber, eso sí, su nombre, el de la muñeca, pero no me atrevo a manifestar mi deseo.

Se me ocurre que para averiguar el nombre de una muñeca hinchable lo mejor quizás sea buscar un establecimiento especializado, así que me dirijo a la zona del centro sobre la que gravitan los sexshops, los prostíbulos y las chicas de la calle. Las luces de los faros de los coches iluminan bajo la lluvia ciertos rincones por los que se escabullen algunas sombras huidizas. La luna ya está en el cielo, entre nubarrones. La precariedad del amor y de los deseos se asienta sobre un solar de derribos, con ese brillo que se espesa en el pelo mojado de las alimañas urbanas y nocturnas. Transito de esquina en esquina, perseguido por la ironía y la burla de los travestis, que para provocarme recurren a las imágenes más soeces, sopladas al oído.
-Busco a una chica, digo por allí.
-¿Tu novia?, me preguntan.
-La verdad es que no sé cómo se llama.
-Aquí hay muchas chicas que se ajustan a esa descripción.
-Es una chica hinchable.
-Ese dato tampoco resuelve nada, esta es la calle de las chicas hinchables, puedes elegir a la que quieras.
-La que yo busco ha desaparecido.
-¿Aquí?
-La han encontrado en la playa, enterrada en la arena.
-Anoche unos chicos se llevaron una Vanexxxa. A mí me parecía la típica despedida de soltero de unos pijos, pero ellos hablaban de grabar una película con ella, una cámara oculta.
-¿Vanessa o Vanexxxa?
-Vanexxxa, tres equis, no es que sea hinchable, es que el material de que está hecha parece carne.
-Esas putas están acabando con el negocio, dice alguien.
-Gracias, sólo quería saber su nombre, fuí yo quien la encontré esta tarde en la playa, digo, y me marcho. Nadie se me vuelve a ofrecer mientras me alejo de la zona, supongo que porque transmito la profundidad de una abatimiento del que se evita su contagio.
Ni siquiera la muerte de mis padres pudo en su momento transmitirme un sentimiento tan fuerte como el que se apodera de mí desde que sé que la chica se llamaba Vanexxxa, y que unos desconocidos grabaron mi encuentro con su cuerpo abandonado en la arena. De repente estoy ante el espejo de unos escaparates, en mitad de una calle vacía, y veo mi imagen de cuerpo entero como si fuese un actor estrafalario que me sorprende ver en escena . Tardo en identificarme con sus ropas, con su figura desmañada y plomiza, y tambaleante, pero al cabo de unos minutos mi mente cede a todas las resistencias. Mi imagen se multiplica en los monitores televisivos que dan a la calle. Me figuro que soy uno de esos avatares que habitan en el mundo virtual, como si esa fuera la única forma de encontrar una puerta de acceso a un espacio que pueda aproximarme a Vanexxxa, allá donde ella esté. Levanto una mano en la que sostengo un adoquín y amenazo la luna del escaparate y los monitores televisivos llenos de pasmarotes, que a su vez me amenazan a mí con adoquines en sus manos.

Tengo un desgarro en la camisa, que intento cubrirme disimuladamente mientras converso con una chica en la parada del autobús. Me conoce, dice que es vecina mía y trato de encajar su rostro en mi memoria. Aunque no consigo reconocerla le digo lo contrario y me disculpo.
-He tenido un día muy intenso.
-¿Mucho trabajo?, me pregunta.
-Sí, sí, eso, mucho trabajo.
-Yo también estoy rendida, me dice, y me explica que es cajera en un supermercado de una importante cadena.
No quiero volver a mi casa, pero he llegado a la parada del autobús sin saber por qué. No sé cómo resolver mi situación sin quedar en evidencia ante una chica tan simpática, a la que, según parece, le caigo bien, de lo contrario no me daría tanto palique.
-Te invito a tomar algo. Puedes coger el siguiente autobús.
-¿Y tú?
-¿Yo?
-¿No cogerás el siguiente autobús?
-No, acabo de recordar que tengo que hacer unos recados.
En ese momento llega el autobús y abre la puerta.
-Otro día, me dice la chica.
Siento cómo me ruborizo hasta la raíz del pelo. Ella sube, pica su ticket y la veo avanzar por la mitad del pasillo, como si penetrase en una nave espacial que estuviese a punto de llevarla a un planeta desconocido. Me dice adiós con una mano y yo le digo adiós también con una mano. Por un instante hemos representado algo que está muy lejos de nosotros, pero que nos ha encadilado a ambos. Le hago un gesto, como de querer telefonearla, pero no tengo su número. Ella se encoge de hombros y ríe. Señala la parada como si indicase ese lugar para un encuentro en el futuro. De alguna manera una terrible certidumbre se abre a través de mi mente. La de que no nos volveremos a ver nunca más. Me quedo solo en la parada viendo cómo el autobús se aleja. He emprendido un viaje que no se parece a ninguno de los viajes que vendo cada día en la agencia a novios en luna de miel, a estudiantes ansiosos de experiencias y exotismo, a jubilados con ganas de bailar. Camino de nuevo hacia las calles por las que he estado yendo y viniendo a lo largo de todo el día. Ya han cerrado muchos comercios. La gente se concentra en algunos bares con animadas charlas o bien se dispersa para regresar a sus casas a preparar la cena y bañar a los niños. Dirijo mis pasos al puente de piedra, por donde está prohibida la circulación de vehículos y los pocos caminantes que lo transitan se ocupan de pasear a sus perros o son estudiantes que regresan de sus clases de recuperación en una academia cercana o hacen un suave footing. Siempre que llego al puente se apoderan de mí los mismos pensamientos y fantasías. Llego al otro lado, a la orilla de allá del río, y encuentro la mitad de otra ciudad que no es la mía, como si en un puzzle se hubiesen encajado dos piezas que no corresponden. Llego a una dirección y subo a un piso, saco una llave del bolsillo y abro la puerta. Penetro en una casa que no es la mía, pero que me acoge con la confortabilidad de lo que un hombre sencillo como yo le pide a su hogar. Una familia que no conozco de nada me recibe con todo el cariño del mundo y por la noche me acuesto en una cama en la que nunca he dormido con una mujer a la que nunca he amado, lo que no me impide para nada ser absolutamente feliz. Andando y meditando llego a la conclusión de que siempre he albergado deseos contradictorios, como si me obstinara en no tener que elegir entre Vanexxxa o la chica del autobús. Lo cual me parece que bien puede ser siempre que continúe de un lado para otro, callejeando, doblando esquinas y volviendo a pasar por los mismos lugares una y otra vez.

Encuentro un hotel barato en el que creo que puedo sentirme como en casa para pasar la noche. Tengo una cama en una habitación compartida con estudiantes y mochileros, pero paso un rato en el salón viendo la tele con dos japonesas que no dejan de cuchichear y reír.
-¿Quieres cenar?, me pregunta una cabeza desde la puerta.
Arriba, según me han informado al entrar, hay una pequeña cocina a disposición de los huéspedes. Acepto la invitación y me incorporo. Las japonesas me parecen unas ardillitas inquietas al pie de un árbol en el parque.
-Son simpáticas, le digo a mi anfitrión, pero no me contesta. Sube el tramo de escalera en dos zancadas y tras él voy yo. Encuentro un grupo alrededor de una mesa a la espera de que quien actúa de cocinero termine unos espaguetis. Ahí ya no sé quién es el que me ha invitado, porque me confundo entre todas las cabezas greñudas de ellos y ellas. Están hablando de viajes, de los lugares de los que vienen y de aquellos a los que van. Me han puesto una lata de cerveza en la mano.
-¿Y tú, cuánto tiempo te vas a quedar en esta ciudad?, me pregunta una de las chicas.
-No lo sé, acabo de llegar.
-Como todos, dice ella.
-Todos hemos llegado hoy, dice él.
-Parece un lugar interesante.
-Mi guía recomienda una estancia de al menos tres días.
-Depende de lo que busques.
-Yo quiero encontrar un trabajo por horas para quedarme una temporada. Desde aquí se pueden conocer otras ciudades interesantes. Hay buenas comunicaciones por tren y autobús.
-¿Y de dónde vienes?, la chica siente curiosidad por mí.
No me atrevo a decirle que soy de esta ciudad, que no me gustan los viajes, que vengo desde mi casa, a la que por alguna razón, que no está a mi alcance, por el momento no me apetece volver.
-De muchas partes, le digo a modo de resumen, con una sonrisa y ella, incrédula, sonríe también.
Me meto en la cama y voy oyendo cómo se relajan las respiraciones de mis compañeros, hasta quedarse dormidos. Por mi parte no estoy acostumbrado a pasar la noche entre extraños de trato tan familiar. Alguien ronca y pone en mitad de la noche una de esas señales de los puertos para aquellos que hacen la travesía del mar. Caigo en esos paisajes con los que se tiene un pie en el sueño y otro en la vigilia. Camino o muevo los pies fingiendo que camino para que el suelo se deslice bajo ellos. Me quedan todavía algunas horas por delante antes de tener que tomar cualquier tipo de decisión. Horas de sueño que saboreo anticipadamente, arropado por la canción de la distancia. En casa no tienen todavía noticias mías.

No hay comentarios: