viernes, 22 de julio de 2011

Rodaje



Después de pasar seis meses en la cárcel, me prometí a mí mismo no volver a hacer tonterías y terminar la carrera a pesar de todo, para lo que tuve que contar con los exámenes de Setiembre. La mayoría de mis compañeros empezó a preparar oposiciones para dar clase. Decidí que me tomaría un año sabático para pensar en mi futuro. Había un dinero ahí para salir adelante mientras tanto. Empecé a escribir como simple distracción. Para que el tiempo pasase. A veces uno no sabe que algunas sensaciones que se experimentan en un contexto de liberación de ciertos condicionantes son muy parecidas a las que se tendrían si estuviésemos encerrados en contra de nuestra voluntad en una estrecha celda. En cuanto me levantaba me sentaba a escribir, como si siguiese preso. Escribía mucho sobre investigadores en general, escribía mucho sobre mí, sobre compañeros de celda que no había tenido, sobre mujeres de las que me enamoraba simplemente porque bebían más de la cuenta. Cuando me cansé de escribir puse un anuncio buscando quien me pasase todas aquellas cuartillas a máquina. Ahí apareció Juana. Me cobraba por folio. Cuando terminó su tarea me preguntó si pensaba mandar el manuscrito a alguna editorial. Hizo varias copias y me ayudó a recabar algunas direcciones. Yo ya había empezado a llamarla secretaria. El día que obtuvimos la última respuesta, negativa como las anteriores, Juana se acostó conmigo por última vez. Me preguntó si las experiencias de la cárcel eran ciertas y yo le contesté que todo era ficticio, metafórico, que mi cárcel era hacer lo que me daba la gana. Juana salió de mi vida con una beca para el extranjero. Nos escribimos varias cartas. O bien las escribió ella y yo nunca le contesté. Guardé el manuscrito en una caja, no sin antes tachar el título con el que lo había enviado a las editoriales y escribir uno nuevo, consistente en una palabra inventada por Juana, que no consigno aquí. En un momento dado recibí una llamada de mis padres pidiéndome que fuera a verlos. Mi padre tenía una tienda de ultramarinos de la que pocas veces en su vida había salido. Mi madre le ayudaba en la tienda y se ocupaba de las tareas domésticas. Yo era su único vástago. Uno de los relatos de mi malogrado manuscrito contaba el doble crimen de unos tenderos a manos de su desapegado hijo, estudiante en otra ciudad, con ocasión de una visita. Hasta ese momento no me había sentido culpable, pero fue al besarlos en las mejillas, blandas y descoloridas, cuando me di cuenta de que mis labios eran cuchillas que hendían la carne que estaba dispuesto a sacrificar. Las noticias eran poco halgüeñas. A mi padre le habían descubierto un tumor. Mi madre me dijo que el pronóstico era malo, pero que teníamos que engañarlo como fuese. No sólo me instalé con ellos, sino que empecé a ocuparme de la tienda. Mi padre murió en pocas semanas. Y a los pocos meses, consumida por la pena y la tristeza, lo hizo mi madre. En cuanto pude disponer del estimable capital que había heredado traspasé la tienda e inicié una existencia itinerante, despreocupada, viciosa en algunos puntos y por temporadas: mujeres, juego y alcohol, sobre todo, aquellos pasatiempos más frecuentes y normales con que tolerar una existencia que se me antojaba incoherente, pero de la que pude extraer algunas enseñanzas, muy endebles, desde luego, que ya estaban contenidas en el manuscrito que en alguna parte dejé olvidado dentro de una caja. Después de veinte años, un buen día decidí hacer un alto, quizás cuando ya era tarde para todo. Apenas podía hilar tres palabras seguidas con sentido en un ordenador que alguien se había dejado atrás en la pensión en la que vivía, pero todas las mañanas me sentaba delante del teclado, porque allí experimentaba un sentimiento de libertad que nunca antes había conocido.

La fotografía es de Patricia Esteve

martes, 19 de julio de 2011

El flautista callejero



El flautista callejero. Sobre el flautista callejero. Al flautista callejero. Contra el flautista callejero. En un platito blanco sobre la mesa de la terraza el cliente amontona los huesecillos de las aceitunas que desnuda entre dientes, entre los dientes o con los dientes. Qué bien los limpia del más pequeño resto de carne de aceituna. Y por encima de la cabeza de los ciudadanos suben las estridentes notas de la flauta, y por debajo de las piernas de los ciudadanos pasa el perrillo que acompaña al flautista que parece que acaba de caer del cielo a la calle a la mitad de la calle o por lo menos desde un tejado. Flautista con pulgas de perrillo o perrillo con pulgas de flautista, acomodados en la primera casa abandonada que han podido ocupar al otro lado del río. Me dice el flautista, escupiendo por los huecos de los dientes que le faltan, que quién lo va a querer ahora a él en la hostelería sin dientes. Ni con dientes, que la cosa ahora está mal. Muy mal. Para un flautista callejero, dice, unas monedas para un flautista. ¿Quién te enseñó a tocar la flauta? Eso lo aprendí yo solo. Ya se ve. Mira cómo me veo, ¿cómo te ves? Duermo ahí con uno en una casa que da miedo, pero más miedo da él. Y tú, que me estás asustando a los niños. Miedo. ¿Le has puesto algo al pan enmedio? Sí, miedo. Me tienen que operar de la pierna, me cayó encima un muro. Me gustaba andar por encima de los muros, me gustaba correr por debajo. Un día vino la policía junto a mí, yo estaba sentado en el suelo, debajo de un árbol que daba sombra, yo estaba sentado allí como si me hubiese sentado hacía siglos, tranquilo, sabio, con una botella de agua al alcance para no tener que moverme de allí, pero llegó un policía y después otro, más tarde otro con un perro que empezó a ladrarle al árbol. Quería trepar al árbol y la gente comenzó a mirar, qué ocurre ahí. Ese ha escondido algo en el árbol, un alijo, pero ya los perros ya lo han localizado en el árbol, qué tío, y se ha sentado debajo tan tranquilo como si estuviese pasando el tiempo con sabiduría. Bueno, yo me saqué la flauta de un bolsillo del pantalón que ya entonces tenía mugre y comencé a tocar. Acompáñanos me dijeron. Me hubiese gustado elevarme en el aire en ese momento, tal como estaba con las piernas trenzadas entre sí, lo pensé, lo deseé, lo quise y así sucedió, porque en volandas me llevaron al coche celular. No pesa nada, se dijeron uno al otro. Un flautista callejero apenas pesa, tiene que tener cuidado con las ráfagas de viento, porque también puede salir volando. Los flautistas callejeros levitan a veces y otras si se descuidan vuelan. Podría decirte ahora una cosa bonita para que me dieses unas monedas, dice el flautista callejero, podría decir, en este cuento desde luego lo dice: que gracias a ellas, a su peso, conseguimos seguir pegados aquí, pero, mira, no, no sería eso cierto. Dentro del flautista callejero: al flautista callejero, como es delgado, le entran delante de las ropas todas las preposiciones.

La fotografía procede de Flickr y su autora es C. Muá (Marta)

viernes, 15 de julio de 2011

Vacaciones



Me tomé varios gintonics en un hotel de lujo. Me gustan los gintonics, me gustan los hoteles y me gusta el lujo. Luego salí a echar una siesta en unos jardines cercanos. Duermo sin problemas en la calle. Me despertó una mujer lamiéndome la cara. La miré y ella me husmeó como si fuese un perrillo, dando una vuelta completa alrededor de mi cuerpo tumbado en la hierba. Cerré los ojos conforme, sabiendo que no estaba solo. Cuando al rato extendí una mano se acercó de nuevo juguetona y dió su primer ladrido. El primero de unos cuantos. Me ayudó a que me pusiera en pie de esa forma animosa y saltarina que tienen los chuchos cuando quieren colaborar.
-Qué vacaciones me estoy pegando, le dije.
-Me alegro de que lo estés pasando bien, me gustaría acompañarte.
-Después de una siesta tan estupenda lo mejor sería dar un paseo por...
-¿La isla?
Me sorprendió y luego recordé haber conducido a través de un puente, pero no sabía que había llegado a una isla. Caminamos un buen rato para ver la puesta de sol. Era una mujer callada, pero en modo alguno taciturna, yo le hablaba y ella sonreía o ladraba, a veces ladraba hacia algunos árboles, hacia algún turista, que aceleraba el paso espantado.
-¿Y mis amigos?, le pregunté, cuando caí en la cuenta de que los había dejado en el hotel de lujo bebiendo gintonics.
Pero ella no me hizo caso, se limitó a escarbar un poco entre la hojarasca.
Antes de que el último rayo del sol se ocultase en el horizonte me dio por pensar que quizás podría tener una aventura con aquella mujer, pero fue una idea que no cuajó en mi cabeza. Sin darnos cuenta, en animada compañía, pero sin apenas conversación, le habíamos dado la vuelta a la isla y nos encontrábamos de nuevo en el jardincillo donde nos habíamos encontrado.
-Tengo que buscar a mis amigos, le dije.
Sonrió y ladró con conformidad. El grupo de sus amigas salía en ese momento del casino cercano y la llamaron, algunas con ladridos breves, tímidos.
Me acerqué para besarla en una mejilla y volvió a lamerme.
-Adiós, le dije, ha sido una bonita puesta de sol.
-Siempre merece la pena, me dijo, antes de volver con su grupo, que se repartió en un par de coches.
Voví al hotel por ver si mis amigos continuaban bebiendo, lo cual no sería extraño, pero en el bar del hotel no supieron darme ninguna noticia. No tengo problemas con dormir al raso, creo que ya lo he dicho, pero me pareció que lo mejor sería coger una habitación y darme una ducha antes de bajar a tomar unas copas.

La fotografía es de Manuel Lemos

martes, 12 de julio de 2011

Desamparo



Poniéndose un dedo sobre el agujero de la garganta para que pudiéramos oírle nos anunció aclaratoriamente:
-Yo no soy homosexual.
Se había acercado metiendo baza porque había oído retazos de nuestra conversación, pero la traqueotomía que tenía hecha, la música ambiente, la oscuridad y el alcohol que ya habíamos ingerido nos obligaban a hacer grandes esfuerzos si queríamos saber exactamente de qué estaba hablando. Se me acercó un par de veces a la oreja y me la dejó empapada de saliva. Me dio asco, pero no hice nada por cortar su perorata. En un momento dado se sacó la cartera y mostró un carnet con una fotografía en la que no parecía el mismo, estaba como quince o veinte años más joven, aunque era evidente que no había pasado ni mucho menos ese tiempo, luego me entregó una tarjeta en la que pude leer que era el jefe de negociado del cuerpo de bomberos. Lo habría sido, sin duda, pero era evidente que ya no estaba en activo. La conversación acabó como se había iniciado, de sopetón. Su aspecto tenía algo repulsivo, demasiado evidente, como esos personajes secundarios de las películas que transcurren en lugares exóticos de clima bochornoso, que no dejan de transpirar, que son infantiles y crueles: se había calado un sombero negro para más inri. Volvió a merodear entre nosotros, pero yo ya no le presté atención. Cuando salimos del local el día clareaba. Encaminó sus pasos en dirección contraria a la nuestra. Después de levantarme quise hacer algunas averiguaciones sobre él entre los noctámbulos con los que habíamos coincidido, pero lo único que podría añadirse a lo dicho sería que había sufrido un cáncer de garganta.

A Raquel la conocimos al salir de uno de los tugurios en los que estuvimos bebiendo y charlando, cuando su amiga Tere se nos acercó pidiendo fuego. Tere entró en crisis allí mismo: se le salía el relleno del sujetador e insistía en llamar por teléfono a su novio, por el que parecía sufrir, o al menos haber bebido. Raquel nos dijo que estaba harta de ella, que quería pasarlo bien, que estaba harta de sostenerle la cabeza para que vomitase y luego estaba harta de llevarla a su casa. Nos dijo que le parecíamos una gente mayor, pero que le dábamos buen rollo y que quería bailar con nosotros. Nos contó dónde había nacido y para certificarlo me mostró su carnet, a lo que yo respondí exhibiendo también el mío. Raquel tenía una mirada asombrada y penetrante, por momentos asombrada y por momentos penetrante. Iba agarrada a su bolso con una seguridad y resolución inapelables, pero pensé que sin él, sin el bolso, sin su asidero, se podría derrumbar enseguida. Alguno de nostros se quiso ocupar de su amiga Tere, que hacía complicados equilibrios por mantenerse en pie, pero todo intento fue infructuoso. Raquel se vino con nosotros y Tere se perdió entre la muchedumbre que se desplazaba calle abajo como un río sucio, enlodado. No sabría decir si fue Tere la que nos llevó a nosotros a bailar o fuimos nosotros los que la llevamos a ella, pero lo pasamos muy bien, generosos en abrazos y arrumacos nosotros y generosa ella. Finalmente cuando decidimos cambiar de local, en el trayecto de camino, Raquel se encontró con un amigo que le dedicó una reprimenda descomunal y allí la perdimos, mientras un flautista callejero nos interpelaba. El flaustista llevaba nueve meses en la ciudad, pero se refirió a lugares que distaban más de mil kilómetros de aquella plaza y que yo conocía bien, porque curiosamente nos habíamos criado en barrios vecinos de la ciudad del sur. El flautista vivía en una casa abandonada y se quejaba con amarga distancia de su suerte, que había empezado a empeorar definitivamente cuando se había visto implicado en el hallazgo de un alijo de droga en un árbol por parte de la policía. Toda su relación con el asunto, aseguraba el flautista, era encontrarse en ese momento debajo del árbol. Hacía meses que no oía nada tan divertido y me entretuve un rato con el flautista antes de seguir nuestro noctámbulo periplo como argonautas en busca de un vellocino dorado.

En este relato vamos hacia atrás. Ya con el título nos queremos referir a la última meta de los noctámbulos. Siempre me parece que quien se acuesta el último se va a la cama con el desamparo, aunque esté recubierto con una capa de brillante ilusión, como un crujiente celofán con el que se nos ofrece un regalo, como el brillo que despiden los metales preciosos, pues en esta ocasión estábamos celebrando un emotivo encuentro.

Yo había quedado con uno de esos amigos virtuales que hoy te ofrece internet, alguien con quien había tenido entretenidas charlas de índole literaria, pero a quien nunca había visto cara a cara. El vivía en una ciudad del interior y yo en una del sur. Ahora por una serie de circunstancias y casualidades habíamos coincidido en una del norte. Nos habíamos citado por teléfono en un lugar de encrucijadas, una plaza repleta de restaurantes y bares que se llama las cinco esquinas, en la que apareció un grupo de jovencísimos escritores en ciernes, mientras que a mis acompañantes la literatura sólo les interesaba en el mejor de los casos secundariamente. Sin embargo, todos nos dejamos llevar por el alcohol, la risa, el tabaco y las ganas de pasarlo bien, sin las que el desamparo, que se revelaría en todos los episodios que la noche nos prometía, nos instalaría en la boca un regusto amargo de decepción y tristeza. No obstante, a la mañana siguiente nos pudimos reír de nuevo contando todas las anécdotas y viendo en el móvil fotografías que ni siquiera recordábamos haber hecho.

La fotografía es de Humberto Rivas