viernes, 26 de diciembre de 2008

Blogs de papel



Los editores Policarbonados acaban de sacar este volumen titulado Blogs de papel con textos de diversos blogueros que andaban perdidos por ahí en el espacio virtual. No es que no sigan perdidos,pero aquí tenéis una oportunidad para encontrarlos en sinfónica reunión. El texto con el que he tenido la suerte de participar es "Invitadas al té", un relato en el que un joven aspirante a escritor se siente irremediablemente atraído por cierto tipo de mujeres mayores. Mayores quiere decir más de 70.
Cuando tenga el libro en mis manos os podré contar más sobre los otros textos. Y os daré más datos.

jueves, 25 de diciembre de 2008

Mensaje navideño con dicción borbónica



El buen soldado Svejk por Josef Lada

Me parece a mí que en Navidad hay un estado de sugestión colectiva, como puede ocurrir en los partidos de fútbol o en ciertas manifestaciones de muchedumbres. Por la ventana he visto pasar un ciclista pertrechado de todos sus avíos y con un gorro de Papá Noel. Enfrente tengo una ventana de la que cuelgan unas escaleras por las que suben en inestable escalada 4 pequeños papanoeles. Si miro hacia mi interior veo sobre la tele un arbolito cargado de regalos y un muñeco de nieve con el omnipresente traje rojo. Está claro que al llenar las calles de luces y soniquetes más o menos repetitivos y ridículos lo que queremos es que la magia inunde nuestras vidas. Lo que yo no sé, y ahí viene el aguafiestas, es si ése es el mejor modo de hacerlo. Una magia tan orquestada, promocionada y uniforme siempre descontenta a los descontentos. Sólo ilusiona a los ilusionados. En Navidad todos hacemos grandes esfuerzos por ser mejores, hasta los malos tienen sus mejores deseos en Navidad. Yo mismo, sin ir más lejos, para qué buscar ejemplos por ahí. Hay quienes no tienen dudas nunca, ni en Navidad ni el resto del año. Se aplican entonces a los villancicos con un frenesí envidiable, pero odioso. Le dan a la zambomba con un método tan excluyente en su efusividad que sólo consiguen que los demás se depriman. Hay quienes en Navidad se sienten como esas flores agostadas por un sol terrible e inclemente. La mayoría intenta bandearse entre una orilla y la otra. Como equilibristas en una cuerda floja. Así más o menos veo yo la puta navidad, como casi todo, una compleja trama de deseos y realidades, en las que las personas que se quieren se comunican con señales de humo. Desde la distancia, a pesar de la proximidad, o a pesar de la distancia.

El mismo día de Navidad por la mañana salí a la fría y húmeda calle de cierta ciudad pétrea, después de pasar dos noches ingresado en un hospital. La sensación de libertad me hizo imaginar la que pueda sentir el preso cuando es liberado. Nada. Qué maravilla de nada. Todo por delante para ser mirado, las calles para caminarlas. Con las manos vacías. Fue un momento único e irrepetible de esta navidad, proporcionado por unos ataques de dolor en el estómago, que me llevaron a urgencias dos noches consecutivas. Supongo que como tenían camas vacías y les venía bien un cliente, con el que cobrarle al seguro una variada gama de pruebas clínicas, me invitaron a pasar con ellos un par de noches. Ahora tengo la tranquilidad de no padecer otra cosa que una gastritis aguda y reflujo desde el duodeno.
-Descartada cualquier cosa maligna, me dijo el apuesto doctor.
-Una úlcera, vaticinó incomprensiblemente la doctora, a falta de la gastroscopia.
Yo estaba feliz con mi úlcera, claro, porque no era nada maligno. Hasta que finalmente ni siquiera eso. Nada es tan grave como parece. Aunque he visto que en ocasiones es mucho más de lo que se cree. A lo que iba: salí a la calle solo, como en una de esas escenas de película. En chándal, con barba, abrigado y con el botellín de agua en la mano. En casa me esperaban recién levantados ella y mis hijos. Me tomé unos minutos para reconocer la ciudad desde esa perspectiva, y sobre todo, para que la ciudad me reconociese a mí. Hubo una vez que sí pasé la nochebuena en un hospital, pero el ingresado era mi hermano, que no sobrevivió más allá de 4 meses. Yo sí puedo contar todas las majaderías que se me ocurran. Con una gastritis cualquiera. A ver con una leucemia cabrona qué se puede hacer. Claro que hay quien escribe un libro describiendo cómo se puede superar el cáncer. Esos tienen suerte. Navidad, Navidad, dulce Navidad.

Mi primo tuvo tanta suerte que le cortaron el brazo hasta el codo y ahora ya no le molestan con eso de ir a la guerra. No se trata de un primo mio, es el de alguien que aparece en la muy cómica, cínica y descacharrante novela “Las aventuras del buen soldado Svejk”, de Jaroslav Hasek con las casi más divertidas ilustraciones de Josef Lada (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2008), traducida por primera vez directamente desde el checo, tomaco de casi 800 páginas, para corregir mi gusto por los libros cortos. Sólo llevo 178 páginas, suficientes para saber que estoy de su parte, de esa imbecilidad tragicómica necesaria para la supervivencia. Prefiero pedirle a Papá Noel que el cretinismo navideño no nos empañe el espejo donde contemplarnos tan felizmente idiotas como siempre. Y a los Reyes ella sabe mucho mejor que yo qué ponerles en la carta.
Y como muestra un botón: el mismo día que me dejaron libre con mi gastritis deambulante, para celebrar que el mal al fin y al cabo no era tan malo, me tomé un vino con patatas a la brava, lo que me pusieron por delante, en una soleada plaza de la hermosa ciudad pétrea. Pero yo ya sabía que el fortísimo dolor que me sobrevino a las pocas horas, perforándome de parte a parte, no era nada que no se quitase con las cápsulas que llevaba en los bolsillos. Que se joda la Navidad y ese puto tarado recién nacido, entre una vaca y un buey, que alimenta los sueños inocentes de mis dos tiernas criaturas.
Con mis mejores deseos, felicidades a mis lectores, y a los demás, pero por ese orden, de todo corazón.

martes, 23 de diciembre de 2008

Discursos sin gravedad


¡Señor!¡Eh, señor!
El hombre asomaba sólo la cabeza. Sin sombrero, gruesa, calva, con una cicatriz. Hizo un gesto con el dedo, extendido, plegado, extendido, plegado.
Quería decir: ¡Venga acá!
El otro, el que pasaba por allí en ese momento, se acercó.
¡Entre!
El otro penetró en el habitáculo. Aséptico, higiénico. Una de esas cabinas de la calle que funcionan con moneda. Había un espejo, una taza de váter, un grifo. Parecía una cápsula espacial. Aislamiento completo.
¿Sí?¿Qué desea?
Un impulso lo había llevado hasta allí, y ahora estaba arrepentido. Quizás el hombre pretendía algo indecente. Se le pasó por la cabeza. Y qué difícil sería convencer a cualquiera de que él lo había seguido inocentemente hasta aquel lugar.
Mire, quiero hablarle, quiero decirle algo.
Dígame, ¿tiene usted algún problema, se encuentra bien?
Perfectamente.
En ese caso me marcho. Hay cosas para las que un hombre necesita intimidad.
No, no es eso. No se deje confundir por el decorado que he elegido para manifestarme. Mire, yo no soy de aquí. No conozco ciertas costumbres de la ciudad y del país.
Si quiere podemos salir e ir a un café. Allí charlaremos a gusto.
¿Un café lleno de gente y humo? Prefiero este lugar, no deja de ser agradable. Está impecablemente limpio. Usted puede sentarse sobre la tapa del váter y yo me apoyaré en el lavabo.
Dígame lo que sea ya, porque tengo prisa. He acudido a su llamada, porque pensé que necesitaba ayuda.
Está usted en lo cierto, necesito ayuda urgentemente. Necesito que alguien oiga lo que tengo que decir.
No se preocupe, estoy atento. Hable con total libertad.
El hombre gordo carraspeó, se aclaró la garganta con un trago de agua y se metió la mano en un bolsillo.
El hombre paciente que se había visto atrapado en aquel enredo sin pies ni cabeza le hizo un gesto apremiante, una especie de amenaza de querer abrir la puerta y salir la calle, a lo que imaginó como el espacio exterior, un cosmos en el que habría desaparecido la ley de la gravedad.
El hombre gordo se rascó la cicatriz de la cabeza y empezó a leer de un papel que tenía en la mano.
Amigo, amigo mío, hermano, un día ya no echaremos el anzuelo. Los peces boquearan preguntándose qué fue de nosotros. No volveremos a desafinar con un par de copas, ¿y sabe usted por qué?
Hizo una pausa. Cambió de opinión, se guardó el papel en un bolsillo y sacó otro.
Señoras y señores: amigo, amigo mío: No es necesario decir que el día ha transcurrido como tenía que ser, sin contratiempos, cada cual ha competido lo mejor que ha sabido, lo hemos pasado bien, un año más.
El hombre volvió a meter la boca en el grifo y al levantarse cambió de nuevo de parecer y estuvo rebuscando un rato entre bolsillos y pliegues de la ropa. Se sacó un papel arrugado de alguna parte, lo alisó, no sin pompa, y volvió a las andadas.
Señor presidente: señoras y señores: amigo, amigo mío, no estoy aquí para pedir el voto. No es eso. Hay cosas que ya forman parte de mi pasado. Son las cosas que deshonran al hombre y aquellos que lo rodean. Ya no canto por las tabernas, ya no vendo lotería ilegal, ya no me gasto lo que gano en los lupanares. Dejo la política, la concejalía de este ayuntamiento y vuelvo, desnudo, se puede decir, a mis orígenes.
En uno de los titubeos discursivos del orador, el hombre que había tenido que soportar aquella colección de majaderías le pegó un empujón a la puerta y salió de la estrecha cabina higiénica precipitadamente a la calle. Al principio se apresuró para alejarse del lugar, pero luego las fuerzas dejaron de responderle y no conseguía empujarse con las piernas hacia delante. Como si la atracción que su cuerpo debía sentir hacia el centro de la tierra se fuese disipando. Como si él mismo, como pompa de jabón, comenzase a elevarse en el aire. Pero encontró una cabina de teléfono a mano y se encerró en ella.

viernes, 19 de diciembre de 2008

22 de Diciembre MuchaSuerte



El día 22 de Diciembre de 3 a 4 de la tarde en el programa de radio 3, rne, La libélula, por fin la entrevista que os anuncié tiempo atrás y que no salió. Supongo que el título del libro la ha hecho coincidir con el día de la lotería.

domingo, 14 de diciembre de 2008

Entrevista a Francisco Romero



Francisco Romero es un escritor singular, pero no extravagante, al que merece la pena acercarse a través de diversos caminos: su blog, su página web y sus libros. Yo lo conocí hace ahora algo más de un año en su tienda-librería de Almagro, en su hermosa plaza mayor, frente al célebre corral de comedias. Llevaba puesta una de esas batas azulonas o grises de tendero antiguo, dedicado a las legumbres, y charlé con él varios minutos, mientras me firmaba un par de libros que le había comprado y otro que me regaló. Después de dar un paseo lo volví a encontrar vendiendo las entradas de la obra que se iba a representar en el corral con la misma indumentaria. Francisco Romero escribe novelas, cuentos, obras de teatro y guiones para el cine y la radio. Prácticamente toda su producción ha sido autoeditada bajo el sello ebaobab y cuenta en su haber con algunos premios literarios como el Río Manzanares de Novela de 2005 o el Dulce Chacón de Novela Corta de 2003, entre otros. Francisco Romero tiene un discurso sencillo, claro y muy sensato, cosa harto difícil de encontrar entre escritores. En cuanto me puse en contacto con él para esta entrevista aceptó sin ninguna reserva, lo que le agradezco enormemente desde aquí. A continuación, mis preguntas y sus respuestas:


A los 32 años dejas la que hasta entonces había sido tu profesión como fotógrafo publicitario y te pasas a la escritura, sin haber sentido al parecer en tu juventud una especial vocación literaria. Desde hace tres años además vives de tu obra, ya que eres tu propio editor y vendes tus libros desde la tienda que tienes abierta en Almagro. ¿Cómo y por qué das estos dos saltos, que se me antojan triples mortales y sin red?

El salto más difícil es el primero. Yo vivía cómodamente trabajando en una productora. Mi responsabilidad estaba limitada y era un buen profesional en todo lo relacionado con cuestiones técnicas, pero después de doce años no me gustaba la fotografía publicitaria. Yo amaba el cine y comencé a escribir guiones, pero era un juego en el que me sentía protegido porque mi futuro no dependía de ello. Un día, en 1995, la productora decide prescindir del estudio de fotografía y me quedo en la calle y sin paro porque era autónomo. Habría que añadir más cosas, pero no merece la pena recordar un episodio que ya está superado. Entonces dispongo de dos alternativas, por un lado está la de abrir mi propio estudio de fotografía, y por otro, la de buscarme la vida en esa nueva actividad que me atrae más. Elegí la segunda porque carecía de recursos para abrir un estudio, y porque ignoraba todo lo relacionado con el panorama literario. Para contar el proceso que me llevó de escribir guiones, esperando el milagro de que le interesaran a una productora, a tomarme la literatura como profesión necesitaría muchos folios, o quizás baste con decir que se trataba de la necesidad de sacar lo que llevaba dentro y que hasta entonces ignoraba. Después llegó el viaje a Almagro y mi contacto con los responsables de la compañía del Corral de Comedias, a quienes les debo mucho. Con ellos he aprendido a escribir teatro, pero también me ofrecieron trabajo como técnico, taquillero y encargado de sala, y siempre disponiendo de tiempo para escribir. Después llegó el reto de convertirme en editor de mi propia obra, algunos premios literarios, y para cerrar el proceso necesitaba de un lugar donde vender mis libros, por eso abrí la tienda, que al mismo tiempo se ha convertido en el estudio donde escribo.

Sueles presentarte a algunos premios literarios y en ocasiones has tenido éxito. Supongo que eso habrá servido para ir adquiriendo ciertas seguridades en una tarea tan solitaria y carente de asideros como es la escritura. No obstante, imagino que el empuje para afrontar los proyectos en los que te embarcas viene de necesidades íntimas o personales.¿Podrías abundar un poco en este asunto?

Escribir se ha convertido en una necesidad. Supongo que en parte es una forma de terapia que nunca se acaba, pero al mismo tiempo disfruto haciéndolo. Al principio pensaba que iba a ser capaz de escribir pocas historias, y ahora casi me asusto cuando veo que he terminado la décima novela, que tengo una veintena de obras teatrales, aparte de guiones, cuentos y de muchos proyectos pendientes. Los premios literarios se han convertido en un estímulo para seguir trabajando y en la fuente de financiación para seguir editando. El mercado editorial es muy complejo, entre los agentes literarios y las grandes editoriales bloquean el acceso de las nuevas voces. Muchos abandonan en el camino, pero otros buscamos alternativas diferentes, y la de presentarse a ciertos premios, no a todos porque muchos tienen trampa, es una de las vías. He ganado cinco, entre novela, teatro y cuento, y eso aporta seguridad. No tanto en que me considere mejor escritor, en realidad los considero como una beca para seguir trabajando.

¿Qué tipo de relación se establece entre un escritor que vende sus propios libros a pie de un pequeño comercio y el cliente-hipotético lector? ¿Qué reacciones has encontrado? Al presentarte arriba dije que eras singular, pero no extravagante. Eso lo advierte uno enseguida al (h)ojear tus libros. Tu propuesta, tu alternativa a la apisonadora del mercado monolítico es muy moderna, diría que casi ecológica, pero también arcaica, por lo precaria. Algo te asemeja por ejemplo a los escritores que asomamos nuestra obra a través de la red, donde los lectores se ganan uno a uno, como las batallas, con la diferencia de que tu exhibición no es virtual, sino real, en la plaza de un pueblo. Quiero creer que desde una pequeña tienda en Almagro (o desde un blog) se puede tener un alcance universal, pero no sé si serán más las ganas de que eso sea así que que lo sea. ¿En qué medida te interesan internet y la blogsfera literaria?

Una de las mejores decisiones de mi vida ha sido abrir la tienda, situarme en el escaparate ante los posibles lectores. Yo no soy un vendedor y no abordo a la gente para ofrecerle mi obra. El primer contacto nace de la curiosidad de quien se detiene en el escaparate y se da cuenta de que un escritor vende sus propios libros. El primer libro no lo suelen comprar por un interés real en mi obra, salvo los que vienen a través de alguien que ha pasado previamente y les ha recomendado mis libros. Lo que me anima es que muchos repiten hasta coleccionar toda mi obra, y son los que me animan a seguir adelante. Supongo que soy uno de los pocos escritores que conoce a casi todos sus lectores, y entre ellos he hecho buenos amigos.
En cuanto a si mi propuesta es moderna o arcaica, yo la definiría como necesaria. El escritor se ha convertido en una pequeña parte de la industria editorial, donde en el mejor de los casos percibe el 10% de lo que genera su obra, y en muchos casos ni siquiera elige los temas sobre los que escribe. Yo reivindico el proceso completo, desde que nace la idea hasta que se entrega el libro al lector, y por ahora, gracias al apoyo de los lectores, puedo seguir publicando mi obra.
Hablar de un alcance universal desde una pequeña tienda o desde un blog, son realidades muy diferentes. El blog es un escaparate en el que el autor lanza sus palabras al viento, pero no asume riesgos, solo el tiempo que le ocupa. Hay cientos de millones de blog en la actualidad, y en mi caso no deja de ser una forma alternativa de expresar lo que no incluyo en los libros. En la tienda yo lo he arriesgado todo, he decidido que voy a vivir de la literatura y tengo que convertir mis textos en rentables, por lo que tengo que ser muy crítico con lo que escribo para no perder a los lectores que ya he conseguido. Internet me interesa mucho como complemento a la tienda, como recordatorio a los que han pasado alguna vez por aquí para que sepan que sigo adelante publicando nuevos libros. También creo que es un método muy válido para que los escritores independientes se hagan un pequeño hueco en el mercado.


En Papel Carbón, con la que conseguiste el VII Premio Río Manzanares de Novela, editada en Calambur, nos presentas a Leocadio, un fantasioso barrendero madrileño reconvertido en un detective no menos fantasioso, con el mundo literario de fondo, pero también aparecen la publicidad y la fotografía. El tono con el que están contadas las peripecias de Leocadio es una acertada mezcla, creo, entre lo policíaco y lo picaresco. Paralelamente se narran las andanzas del otro yo del personaje, que es Leo Carter, un estereotipado detective que sigue los modelos clásicos. En muchas de tus historias los personajes trascienden su gris y triste cotidianeidad por medio de la imaginación. En el relato Generación Z Prima te ríes de los escritores que buscan estar a la altura de sus personajes en cuanto a lo vivido. ¿Qué tipo de experiencia crees que se necesita, o necesitas tú, para sentarte a escribir?

Muchas de mis historias tienen algo en común, sus protagonistas son perdedores que se aferran a un sueño y lo llevan hasta sus últimas consecuencias, y no importa tanto que al final la aventura salga bien o mal, lo trascendente es el proceso de cambio que viven y la pasión con que se enfrentan a él. Supongo que eso tiene que ver con mi propia apuesta literaria.
No soy un escritor vocacional, la literatura la descubrí tarde y guiado por la urgencia de dar un cambio radical a mi vida. Al mismo tiempo que inventaba historias tuve que aprender a escribir correctamente porque mi formación no era muy completa. En la actualidad hay muchas escuelas literarias donde los estudiantes pueden aprender muchos sobre narrativa y las distintas técnicas literarias, pero no pueden enseñar lo esencial, lo que brota de las entrañas y que hace vivir la historia que estás escribiendo con la misma pasión que los protagonistas. Yo no he asistido a ninguna de esas escuelas que no dejan de ser una parte del negocio del mercado editorial.


El breve prólogo de tu libro Memorias de un paraguas y otros cuentos, que titulas El octavo samurái tiene el encanto de un relato más, en el que queda de manifiesto tu deuda con el cine. Y en muchas de tus historias aparece de manera más o menos explícita el mundo de la fotografía. ¿Cómo crees que se recogen esas y otras influencias en tu trabajo literario?

El cine y la fotografía forman parte de mi vida, y durante mucho tiempo tuve como sueño convertirme en un director de fotografía como Storaro, Alcaine o Alcott. Creo que es normal que todo eso me haya dejado huella. Yo escribo desde lo que veo y todas mis historias son muy visuales. En realidad, cuando escribo me siento más poderoso que un director de cine porque escribo el guión, elijo a los protagonistas, busco las localizaciones, realizo el montaje de las escenas, y hasta encuadro con la cámara la parte de la historia que más me interesa. Mientras escribo disfruto más que si estuviera filmando los guiones ajenos.

¿Es la cita de García Márquez, que encabeza la historia de Memorias de un paraguas el punto de arranque de tu relato? No sé si sabes que ya había un “Memorias de un paraguas”(1883), de un autor que se llama Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895), donde un lujoso paraguas venido a menos describe a los lectores asiduos de “La vida en México” su trayectoria vital desde su nacimiento en una fábrica francesa hasta su actual olvido “en los rincones salitrosos de los patios”. Me interesan mucho este tipo de coincidencias o juegos de negativo-positivo en la fabricación de las historias desde tiempos o lugares distintos.¿Podrías hablarnos de ello?

Admito que no tenía ni idea de la existencia de ese texto, y hare todo lo posible por conseguirlo para saber cómo el autor trabajó con una idea similar hace más de un siglo. Yo creo que no es extraño que se produzcan estas coincidencias porque las preguntas que se hace el hombre no cambian tanto con el paso del tiempo.
Recuerdo que mi relato nació el día en que olvide un paraguas en el metro de Madrid cuando iba a una sesión de psicoterapia. Ese mismo paraguas, que era plegable y barato, lo había encontrado en el pequeño piso en el que tuve que instalarme cuando me echaron de la publicidad. Entonces me di cuenta de que hay una serie de objetos a los que se les toma cariño, pero los paraguas no están entre ellos. En ese momento de mi vida yo me sentía como un paraguas porque creía que no le interesaba a nadie. Esa misma noche comencé a escribir la historia, aunque elegí un paraguas de categoría para que su viaje fuera más largo, y creo que la primera versión no me ocupó más de una semana. Han pasado trece años desde que lo escribí, y es uno de los textos a los que más cariño tengo porque fue la primera vez que convertí una sensación personal próxima a la depresión en una obra literaria.


Para dar una idea del tono con el que cuentas las cosas: “Acababa de trasladarme a un hermoso y acogedor pueblo de La Mancha, un lugar tranquilo donde la luz era inagotable y la mirada no encontraba barreras en su búsqueda del horizonte. Había pasado demasiados años viviendo en Madrid, creyendo que era el centro de todo aquello que me interesaba y atribuyendo a la ciudad unas cualidades que sólo pueden tener las personas.” Supongo que suena a verdad, entre otras cosas, porque es verdad lo que dices. ¿Recuerdas, sin hacer trampa, sin mirar, a qué relato corresponde ese comienzo? ¿Qué importancia tiene para ti el estilo, el modo de contar?

Ese texto es el comienzo del cuento «El cobarde que imagina», y creo que fue el primero que escribí en Almagro, en la primavera del 97. El título refleja muy bien cómo me sentía en esa época. Pensaba que era un perdedor que regresaba a La Mancha tras haber perdido las oportunidades que tuve en Madrid. Ese fue uno de los momentos más dolorosos de mi vida porque creía que estaba huyendo y que no sería capaz de salir adelante. Por fortuna me equivoqué y el coraje pudo más que la depresión.
Yo entiendo que el estilo es el compromiso que el autor adquiere con la historia que está contando, y en mi caso procuro que sea lo más honesto posible, y para ello trato de buscar la manera más directa de contarla. Yo no me considero un gran narrador que domine el lenguaje literario. Puede que en algún momento lo haya intentado, pero me he dado cuenta de que esa no es mi línea, y me aplico los consejos de Billy Wilder: todo lo que se escriba debe estar al servicio de la historia, el lector sólo debe acordarse del autor una vez la haya terminado.


¿Nos puedes adelantar algo de lo que estás escribiendo en estos momentos?

Acabo de dar la última revisión a una novela en la que tengo puesta mucha ilusión: «Las manos prestadas». Ahora la enviaré a varios premios literarios y si no gano alguno la publicaré en el verano. También estoy escribiendo otra novela que se aleja mucho de lo que he hecho hasta ahora porque está a medio camino entre la ciencia ficción muy cercana y la novela policiaca. Desde el año pasado llevó una marcha vertiginosa porque he publicado cuatro libros, tres novelas, dos con mi sello editorial, y una obra de teatro, ganadora del premio Ciudad de San Sebastián 07.

¿Qué autores te interesan?¿Qué es lo último que has leído?¿Y un autor que detestas?

Hay bastantes autores que me interesan, aunque no sigo a ninguno en especial, al contrario de lo que me pasa en el cine donde conozco la filmografía completa de los directores que más me gustan. Muñoz Molina, Auster o Benedetti son algunos de los que respeto.
El último libro que he leído es Gomorra de Roberto Saviano, y me parece el grito sobrecogedor del que ha decidido asumir la condena a muerte por contar la verdad. Es un libro que no se puede juzgar con criterios literarios, el coraje impera para reivindicar el poder de la palabra.
En cuanto a autores que deteste, quizás no sea esa la palabra más adecuada. Digamos que hay muchos que no me interesan lo más mínimo, como Gala, Sánchez Dragó, Juan Manuel de Prada o Luis Antonio de Villena. También hay algunos que gozan de un gran respeto pero con los que no puedo, a pesar de haberlo intentado varias veces, como Javier Marías


Y como le preguntara aquel publicitario a Leo :¿Qué colonia has usado hasta ahora? ¿Una ciudad? ¿Has ido muchas veces?

En cuanto a las colonias, no las robo como Leo en un todo a cien, y suelo usar las que me regalan.
La ciudad, por supuesto Praga, a la que he ido dos veces más que Leo a Nueva York, y a la que siempre deseo volver.


Muchísimas gracias por tu tiempo y por tu interés.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Discurso sostenible


Vicent Bethell

Estimados catedráticos y superhéroes, ponentes en general, lectores, pero también radioescuchas, y a lo mejor hasta televidentes, voy a ser breve. Entre otras razones porque, como verán aquellos que puedan hacerlo, estoy casi desnudo, y en este salón el buen criterio y el pudor hace que todas las personas se mantengan dentro de los límites del decoro, cubiertas por prendas que demuestran un gusto clásico, sin exquisiteces ni extravagancias. Pero alguna fuerza extraña se ha apoderado de mí desde hace unas horas. Voy a limitarme a decir lo que pienso sobre este asunto, del que ya se han oído prácticamente todas las opiniones. Hay quien cree que nos iría mejor si viviéramos en Alemania, allí hay una tradición cultural mucho más sólida. Los alemanes son en estos asuntos de la desnudez pioneros, ya que cuentan con un sólido movimiento hippie que ha conseguido el calado social de ciertas costumbres. Otros prefieren el modelo francés, marchando sin complejos a la búsqueda de la excelencia que, allá donde sea que la encuentre, no tardará en hacer propia. Los franceses se desnudan con glamour y permanecen en pelotas con la elegancia que proporciona un traje de noche. El grupo que quizás destaca en fuerza mediática es el defensor del modelo anglosajón, por esa capacidad de erigirse en referente para el mundo civilizado. Son chicas y chicos atléticos, vigorosos, directos. Luego están los heterodoxos y los raros. Proponen sin complejos, y sin pudor también, según las críticas más aceradas de los demás, que en este punto sí coinciden, paradigmas como el senegalés. Un aire selvático en la mirada, la delgadez del hambre. O el peruano. Tristeza del cuerpo. No tengo yo esa vocación periférica sustentada en un pensamiento marginal. No. Como ustedes mismos, me siento bien con el legado recibido a través de la cultura europea, a lomos de la imprenta. Mi opinión, no obstante, no llega a encajar, hasta el momento y según yo he ido entendiendo por las ponencias que se han presentado, en ninguno de los grupos del catálogo, que, presumo, tan lujosa y prolijamente editará en su momento el Ministerio. Seré breve, como he dicho al principio. Sólo quiero que quede constancia de mi modesta aportación, si la hubiera, cosa de la que no estoy seguro al cien por cien. Me he quedado en pelotas para que me vean. Son cicatrices, pero no recuerdo cómo me las he hecho. Hay quien ha insinuado automutilaciones. No sabría qué decirles. No tengo recuerdos, sólo vagas impresiones. No me olvido, por supuesto, de la propuesta que coloca sus cimientos en el carácter patrio. La desnudez perturbadora propuesta bajo el vestido. Ya que este Congreso tiene lugar aquí y no en tierras foráneas, me parecía que había que darle a la misma un lugar destacado. La bravura de nuestro pueblo, que en tiempos se liberó de todos los yugos que quisieron someterlo, merece el respeto de todas las prodigiosas mentes que se han reunido en torno a una cuestión básica para la educación de nuestros hijos. Para nuestro propio futuro. Porque si por algo estamos preocupados es por el futuro. No queremos la deforestación del planeta, ni su desertización, ni la desaparición de sus lenguas minoritarias. Desde el Ministerio se nos piden aportaciones para la sostenibilidad. Para ello el Ministerio nos ha citado aquí, en este hotel de una categoría superior, a pesar de ciertas quejas sobre el funcionamiento del aire acondicionado. Yo he resuelto desnudarme con naturalidad y sin deseos de ofender. La comida del buffet es buena, aunque le ocurre a todos los buffetes, repetitiva. Las excursiones de la tarde nos están descubriendo una naturaleza virgen, muy poco contaminada por el impacto del ladrillo. Qué mejor lugar para sacarse de enmedio las apariencias, los fingimientos. Lo único que el Ministerio quiere saber a cambio, y creo que está en su derecho, es qué soluciones se nos ocurren para frenar en la medida de nuestras posibilidades la debacle que se avecina, según el Ministerio, por supuesto. Bien, como dije al principio y más tarde por la mitad, seré breve. Sé que se les echa de menos en sus puntos de origen, sobre todo a los superhéroes. Van a encontrar mucho trabajo a su vuelta. Quizás mi propuesta les parezca algo radical. O exaltada. Pero quiero que la piensen unos segundos. Que no la desechen sin haberla contemplado a la luz del silencio, como si la calma de un claustro con un ciprés apuntando al cielo les amparara. Perdonen que haya llegado al final de mi intervención en cueros, sólo con este taparrabos. Lo que se quiere dilucidar en este Congreso me merece todos los respetos. Y perdonen que me marche apresuradamente, pero creo que lo entenderán mejor así.

martes, 9 de diciembre de 2008

Mito de belleza


Soy tan fea, y lo sé, ya que nadie ha esquivado enfrentarme a tan terrible verdad, que algo en mi interior, una perversión, o el desliz de mi mente malsana, me ha llevado a creerme hermosísisma. Pensar que soy la mujer capaz de suscitar los celos de la misma Venus es el remedio con el que me he curado la tristeza de ser más fea que Picio. Anoche sin ir más lejos llamé a uno de esos programas radiofónicos en los que los oyentes cuentan sus historias.
-Mira, Cristina, le dije a la locutora, como si fuese una amiga a la que me confiaba sin pudor, mi problema es que soy tan guapa que prácticamente no puedo salir a la calle. Sufro de hermosura.
Un silencio muy breve y un balbuceo casi imperceptible de Cristina me hicieron comprender que mis palabras causaban algo más que perplejidad.
-¿Puedes aclararnos algo más sobre cuáles son los problemas que te provoca una hermosura, que según tu misma es extraordinaria?
-No puedo salir a la calle porque en un instante me convierto en el centro de todas las miradas. Soy despampanante y supero con creces a las estrellas de cine. La gente se aturde en mi presencia y enrojece, cuando no directamente me insultan o me provocan, incapaces de asumir que tienen enfrente la soberbia majestad de una diosa. No tiene sentido que me alaben con piropos. El otro día en un centro comercial una señora se plantó delante de mí en las escaleras mecánicas y me dio una bofetada. Ese es solo uno de los muchos percances que día a día soporto. Nunca he tenido novio y mis hermanas no quieren que las acompañe. De las amigas es que prefiero ni hablar. Me gustaría que alguien me aconsejase, porque estoy desesperada y más de una vez he pensado en quitarme la vida.
La locutora no sabía si yo le tomaba el pelo, pero no se atrevía a decir nada al respecto. Me tomó absolutamente en serio, pero sin dejar de lado ciertas ironías.
-Bueno, amiga Virginia, me dijo, pues dí ese nombre supuesto, a lo mejor no eres tan atractiva como tú piensas. Mira bien a tu alrededor, en las películas, en las revistas, encontrarás chicas que quizás sean más guapas que tú.
-No es que yo no las vea. Los demás me lo dicen: eres más guapa que las modelos y actrices que estamos hartos de ver en la pantalla.
-¿Y no has pensado en hacer carrera en esos campos?
-No tengo talento interpretativo y el mundo de la moda me resulta superficial, por lo que me he limitado a doctorarme en filosofía. He tenido profesores que me han suspendido sistemáticamente sólo por mi aspecto.
-Virginia, bonita, me dijo una oyente, no te quedes con nosotros, si ese es tu problema, me parece una ridiculez.
-Aféate, me dijo otro, sin pizca de mala intención. Ponte gorros, come chocolatinas y te saldrán granos.
La verdad es que lo pasé estupendamente oyendo los consejos y las ironías de los que menospreciaban el problema de ser tan guapa.
Mañana voy a la tele a uno de esos programas de testimonios, que tiene como argumento la belleza. A ver qué pasa.

Plagio de una idea que Andrés Neuman ha usado en un relato mejor que éste, de cuyo nombre no me puedo acordar y que le oí leer hace poco.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

A la sombra de las muchachas pálidas



Tres muchachas, de Egon Schielle, 1911

Psique murió inesperadamente. Iba en un avión y el avión se estrelló. Psique penetró por un agujero del tiempo. Apareció a los 16 años, en el momento en el que la azafata intentaba cogerle una mano, la azafata o aquel árabe, al que todos miraron cuando el avión comenzó a precipitarse hacia el océano. Psique se desintegró en el impacto. Fundida con las intenciones del resto del pasaje. Apareció en la enorme casa que sus padres tenían en Ática, junto a la piscina, bajo un sicomoro.
-Psique, Psique, despierta, le decía su madre, mientras la zarandeaba por un hombro.
Abrió los ojos desplegando la dulce cortina de sus pestañas, movió los labios resecos, pidió:
-¿Me alcanzas la limonada?
-Toma, le dijo su madre, solícita, mucho más joven de lo que la recordaba.
Era evidente que se encontraba aturdida.
-Psique, acaban de llegar tus amigas. Tienes que atenderlas.
Se tragó todo lo que había en el vaso. En el sueño que su madre había interrumpido Psique viajaba en un avión que se estrellaba en el océano. Psique se desintegraba con 30 años más. Pero era mucho más urgente recibir a sus amigas, que caminaban como haciendo equilibrios y reían al borde de la piscina. Las muchachas más hermosas, más dulces e infelices de toda la ciudad. En el este, Ática. Todas ellas eran vírgenes. Había hecho una primavera inestable, lluviosa, y aquel era el primer día, entrado ya el verano, que el sol podía sentirse con toda su inclemencia. Eran muchachas que destestaban el sol, de modo que todas se refugiaron en los espacios sombreados. Se deshicieron de sus ropas negras y dejaron al aire sus cuerpos blancos como la leche. Habían decidido adquirir un tono más cálido, o dorado, pero la cosa se complicó cuando comenzaron a embadurnarse en crema protectora extra.
-Chicas, si no tomáis un poco el sol, seguiréis igual de blancas, les advirtió la madre de Psique.
Todas rieron.
Luego le pasaron revista a los chicos. Desde luego de entre todos destacaba aquel Tobías, que era un insolente, porque te miraba y no apartaba la vista, se limitaba a estudiarte como si fueses un pastelillo. Según Diana, Tobías estaba acostumbrado a las mujeres de verdad.
-¿Por qué piensas eso?
-Porque se le nota.
-¿Y nosotras no somos mujeres de verdad?
-¿Vírgenes?
-Y con impulsos suicidas, no lo olvides, dijo Iuno.
Todas las amigas de Psique y ella misma habían llevado a cabo tentativas de suicidio, que se habían frustrado en el último momento. Psique había sido sometida a un lavado de estómago el curso pasado, en otoño. Una se quiso cortar las venas, pero se desmayó al ver la sangre. Otra se arrojó por la ventana, pero cayó sobre el capó de un automóvil. En fin, el muestrario clásico. Eran seis, incluida Psique. Su madre trajo primero una bandeja de sandwiches y luego otra con dos jarras de limonada fresca y casera.
Psique les agradeció mucho que estuviesen allí. Pero las otras no alcanzaron a comprender del todo la emocionada carga de sus palabras. Psique sabía que si estaba en aquel momento allí con sus amigas, a los 16 años, era porque se había colado por un agujero del tiempo, que se le había abierto en la mente en el momento de la desintegración. Psique dejó de ser virgen al ser violada por su padrastro una semana después. El resto de sus amigas no sufrió un trauma parecido. No volvieron a estar juntas siendo todas vírgenes. Se encontraron en el funeral de Diana, que consiguió salirse con la suya. Acordó acabar con su vida a la vez que una amiga internauta. Diana consiguió su objetivo, pero la otra fue interceptada por sus padres.
Psique no le contó a sus amigas lo que le había hecho su padrastro. Se desintegró 30 años más tarde con ese secreto dentro de sí. El secreto está en el océano, y en este plagio.
En el funeral se abre un pasillo que comunica a Diana, muerta y fría, con el futuro.
Un instante antes de que el avión comience a desestabilizarse Diana está en el pensamiento de Psique.
-Te voy a contar algo que nunca ha sabido nadie, le dice Psique al fantasma de su amiga.
-Lo siento, responde la otra, cuando acaba de conocer tan dramática historia.
-Aquel verano todas debimos habernos muerto contigo.
-Cada una tenía un destino, dice Diana.
Y ya Psique sólo abre los ojos para ver la mano de alguien que la quiere aferrar, una azafata o aquel atractivo árabe del que ella ha sospechado, como el resto del pasaje.
De nuevo la encontramos al borde de la piscina, con sus amigas, vírgenes y con inclinación al suicidio. Ninguna tiene ni idea de lo que le espera. Embadurnadas en crema protectora apenas consiguen coger un tono algo más cálido, dorado. Psique y sus amigas, las más hermosas criaturas de una ciudad apacible, al este, llamada Ática.

sábado, 29 de noviembre de 2008

Declaración ante la Academia


La mayor parte de los señores académicos, críticos y profesores despreció mis escritos aduciendo que plagiaban obras mayores, en intención y envergadura, por lo que consideraban que entretenerse con ellos era perder el tiempo. Asímismo el público no especializado, al no encontrarse mi obra en los anaqueles de las historias comerciales, me desdeñó con esa pretenciosa suficiencia que tiene el público no especializado, el lector o peatón de a pie. Ello me llevó en su día a declarar un aspecto personal que me hubiera gustado dejar de lado, pero no hallé otra forma para encontrar un hueco entre las preferencias literarias del gran público, tras el visto bueno de los suplementos culturales. Señores, soy un mono, escribí. Un artículo en el que declaraba mi verdadera naturaleza de simio. Sin metáforas. Le pedí a un fotógrafo que viniese a mi despacho y me sacase una instantánea sentado delante del ordenador. Acompañé mi declaración con la fotografía, pero como hubo quien habló de fraude, de estrategia publicitaria y de tomadura de pelo, decidí llamar a un programa de la televisión para hacer las mismas declaraciones de viva voz. Con cierto anacronismo en mis maneras aparecí en batín, con o en pantuflas, y una cálida cachimba entre los dedos. El entrevistador me pidió permiso para pellizcarme. Para que el público viese que realmente yo era un mono y no un hombre escondido bajo un disfraz. Conté que había escrito un número no despreciable de relatos que los académicos se empeñaban en ignorar, lo que repercutía en la escasa difusión de mis libros entre el público mayoritario. Dejé claro que no pretendía poner por delante de la mayor o menor importancia de mi obra mi naturaleza de mono. Que no deseaba usar una anécdota extraliteraria para colocar mis libros en los anaqueles de los centros comerciales. Pero ocurrió, por supuesto. Encabecé todas las listas de libros más vendidos y fuí el escritor que más ejemplares firmó. En tertulias, cafés y foros de internet se comenzó a insinuar que mis textos eran endebles incluso para un simio. Y es que hubo una legión de monos que comenzó a bajar de los árboles para venir a las ciudades del mundo civilizado. Aprovechaban dos rutas que ya se habían consolidado con el tráfico de drogas y con la inmigración ilegal. Los monos contamos las cosas con una perspectiva particular, que no es ni mejor ni peor que la de los demás escritores, pero a la que la crítica no ha tenido más remedio que darle el nombre de perspectiva simiesca. Si nunca hubiese revelado mi naturaleza de mono, los señores académicos no habrían tenido la oportunidad de actualizar las categorías de sus manuales, lo que siempre es de agradecer en las disciplinas humanísticas, que en determinadas épocas padecen un anquilosamiento aparente frente a otras ciencias en continuo cambio. Los diarios de todo el mundo han colocado mi fotografía en sus portadas a raíz de mi ingreso en la Academia. La literatura ha conseguido la atención de todos los focos y miradas, señores y señoras académicos, gracias a un mono. No es mi intención personalizar tal honor en mi nombre, pero no quiero dejar de darle a mi especie el reconocimiento que se merece. Ni siquiera cuando fue admitida la primera mujer en esta noble institución se llegó a un nivel tan alto.
A estas alturas de la vida, con las edades que uno ya maneja, todos los reconocimientos los recibe uno con alegría, por supuesto, pero también con una relativa indiferencia, o un bienhumorado desapego. Nunca me atrevería a decir que desprecio. Acepto gustoso el honor de pertenecer a la Academia. Les doy las gracias a mis padrinos y a todos aquellos que apoyaron mi difícil candidatura. Espero cumplir con mis obligaciones dentro de la noble institución y no dejar de aportar mi perspectiva simiesca en todas aquellas tareas que puedan verse enriquecidas por la misma. Por otra parte, me propongo dejar de fumar, ya que por los estatutos queda expresamente prohíbido para todos los académicos de número. Antes de entrar en esta sala he dado las últimas caladas. Nunca he sido yo mono de pitillos o cigarros puros. Lo que siempre me sedujo fue la calma y serenidad que proporcionan los aparejos y el ritual de cebado y prendido de las pipas. Pero me avengo a los consejos de la ciencia médica y sobre todas las cosas a las normas de esta mi nueva casa.
Señoras y señores académicos, el público nos contempla como referencia y espejo en el que reconocerse. Soy consciente de mi papel como autoridad. Hasta en el país más importante del planeta un negro ha logrado ser presidente. La Academia no es ajena a las transformaciones que experimenta la sociedad. Ante todos ustedes lo digo con todas las letras, sin que suene a exabrupto o a provocación, sin elevar la voz, pero con una claridad rotunda. Permítanme que me aclare la voz con un sorbo de agua. Voy a dejar de lado los méritos literarios que considero que me han servido para ingresar en la Academia. Soy un mono.

lunes, 24 de noviembre de 2008

La cabina




En la última gira mundial del Circo Americano, cuando andaban por Gredos, hubo un detonante que hizo que aquel payaso llorase como una magdalena. De por si su número, Bertoliiiniii y sus cosiiicas, tenía mucha llantina. Era un payaso de la escuela llorona. Cuanto más lloraba él, más se reía el público. Claro que había truco. Entre la ropa llevaba escondido un depósito de agua que accionaba, a veces con frenesí, para que el llanto le saliese como si se tratara de una regadera humana. Miradme, les decía, entre hipidos. Lloro como una magdalena. Y a continuación cogía una magdalena, la metía en un tazón lleno de agua, la sacaba y la estrujaba, para que no quedase duda de que las magdalenas, no sólo son capaces de despertar un mundo dormido en aquel que les hinca el diente, sino que también se prestan a experimentos, en los que pierden toda su dignidad. Proust le dio a la magdalena un estatus iconográfico y simbólico que él pretendía, consiguiéndolo, todo sea dicho, cargarse. La magdalena estrujada de Bertoliiiniii, mientras Bertoliiiniii lloraba sobre el regazo del público que estaba sentado en las primeras filas, lograba imponerse en la imaginación de los niños, y en la de sus padres, porque la inmensa mayoría de ellos no había leído a Proust. Y quizás nunca lo iban a leer.
Este escritor de plagios está obsesionado con Proust, con las únicas 166 páginas que ha leído dos veces de toda su obra. Proust como reto le aburre. En su pensamiento están todas las posibilidades. En el pensamiento del autor de plagios: leerlo, no leerlo, leerlo a medias, decir que lo ha leído sin hacerlo, hacerlo y negarlo, etc.
Pero a lo que el narrador iba al principio, al detonante que le hizo llorar al payaso a mares, digamos, para que no nos distraiga la bollería. Ocurrió fuera de la pista. Un día que hubo que cancelar la función por un corte eléctrico en el pueblo en el que iban a actuar. Había luna llena. Cuando estuvo claro que no habría función, el payaso llorica se dio una vuelta y acabó sentado a la puerta de una casa, sobre un improvisado taburete hecho con una tabla sobre dos troncos en el suelo. Escabel para tomar el fresco por las noches. No había nadie, porque todo el mundo merodeaba por las aledaños de la carpa. Encendió un cigarrillo y de repente la vio allí. Delante de sí. Iluminada no ya por la luna, que era perfecta en su circunferencia, sino por su propia luz interior. La cabina telefónica. El corazón le pegó un salto en el pecho y a continuación la tristeza se apoderó de él. En una larga gira mundial, aunque uno se encuentre en ese momento en Gredos, todos los lugares están muy lejos de todos los lugares. Aunque en el bolsillo llevaba el teléfono móvil y en su agenda estaban aquellos números que solía marcar con desperanza o ilusión, la cabina telefónica lo enfrentó a los fantasmas de la soledad. Fumó y bebió de su inseparable petaca. La cabina telefónica estaba en aquel lugar perdido de la sierra para conectarlo con el universo. Un universo de números que eran la puerta de entrada a cálidas palabras de comprensión, a voces emocionadas de poder hablar con Bertoliiiniii, el payaso del que tanto habían oído hablar a sus amigos. La cabina le ofrecía el paso de una dimensión a otra, de la magdalena llorona y las risas del público, de las rutinas en una vida de sucesivas desgracias; alcohol, ordenes judiciales de alejamiento, caravana desvencijada y maloliente, entre otras, a la dimesión de la armonía celeste, del amor universal. Entonces el llanto se apoderó de él, lo agarró por la garganta y lo sacudió como si fuese un saco sin voluntad. Desde luego que lloró como una magdalena, pero no es de creer que a alguien, que le hubiese visto en aquel rincón de un pueblo en Gredos, enfrentado a una cabina telefónica, le hubiese hecho gracia su llanto. Quizás los lugareños ya sabían que aquella conexión que les ofrecía la cabina era con la nada, que se abría al otro lado de las montañas. La nada de unos hijos o nietos que se habían marchado de allí a una ciudad, en la que encontraban más y mejores oportunidades. Cuando el payaso se levantó del improvisado banco para tomar el fresco, ya se le habían cerrado todas las puertas a las que mentalmente había acudido para pasar a la otra dimensión. La cabina seguirá en aquel lugar para quien se atreva a penetrar en ella, para quien sea capaz de usarla. Él ya está fuera de allí, en el lugar donde son depositados todos los que se quedan encerrados en una cabina. Volvió a su caravana dando un rodeo por las tabernas del pueblo. Dando un rodeo por otros pueblos en los que no hubo corte de la corriente eléctrica y pudieron actuar. Llorando noche tras noche en la pista central, dando traspiés de borracho, que a los niños no le pasaban desapercibidos y que los padres de las criaturas no podían creer. Luego iban y le pedían cuentas al empresario:
-Anoche el payaso Bertoliiiniii estaba como una cuba. Si vuelve a pasar no vuelvan por este pueblo.
Cada vez que en uno de esos lugares daba con la cabina telefónica, la única quizás que había, se sentía tentado de entrar en ella y pasar a la dimensión de las estrellas, pero con su mala suerte, se decía, seguro que acababa en el lugar equivocado. Y no hacía nada. Bueno sí. Una cosa. Bebía como un cosaco. Hasta que un día el Circo Americano en su gira mundial recaló en Madrid. El payaso entró en una cabina de la que no pudo salir. Unos operarios lo recogieron y lo depositaron en unos almacenes municipales llenos de cabinas con personas atrapadas dentro.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Frío



Preferiría no hacerlo. Preferiría no contestar a esa serie de interrogantes que el lector se plantaerá sobre mí. Dónde nací, cómo me crié, a qué edad comencé a sentirme viejo. Estoy ante sus ojos, ¿no es suficiente? Me han admitido en un supermercado. Tengo asignadas dos tareas principales: reponer las existencias de los productos que se vayan agotando y marcar los precios. Las dos actividades me satisfacen por igual. A ellas me entrego con aplicación y disciplina. Llego muy temprano, antes de que comience mi turno. Y me marcho horas después de que haya acabado. Estoy en el supermercado, eso es todo. Un lugar como otro cualquiera. Un lugar como una casa en la que vivir, un lugar como un coche en el que viajar, un lugar tan extraño como cualquier otro lugar. Por eso he decidido no moverme de aquí. Sin embargo, preferiría no tener que dar explicaciones. Preferiría no llevar a cabo ninguna de las tareas para las que he sido empleado. Soy consciente de que mi actitud provoca reacciones violentas, desesperadas, adversas, o compasivas. Tampoco me pasa inadvertido que mi actitud no es tan singular como pudiera parecer en un primer momento. Estoy plagiando a aquel célebre Bartleby, del que escribió Herman Melville un delicioso, pero muy triste relato. ¿Lo recuerdan? ¿No lo han leído? Bartleby el escribiente. Vayan a una biblioteca de urgencia. No son más de 60 páginas.
Fuera de estos pasillos hay un mundo, un universo, viajes asequibles, hoteles al borde de la playa, que son una ganga. Pero aquí, en estos pasillos también hay un mundo, un universo, la posibilidad de viajar, aunque ni lo de fuera ni lo de dentro me interesa. Quiero estar aquí, eso es todo. Hasta aquí he llegado y aquí me quedo. El encargado me ha pedido que abandone las instalaciones, que descanse, que vea al médico de la empresa. Pero a todo le he contestado lo que ya sabéis:
-Preferiría no hacerlo.
Me gusta la sección en la que están los artículos de camping, las balsas neumáticas, los platos de papel. Me enfrento a ellos como un hombre de goma en un paisaje artificial. Mis pensamientos tienen la consistencia inerte y pasiva del plástico. Me detengo en una esquina, al lado de los figurines publicitarios, hasta que alguien al cabo de un buen rato descubre mi presencia humana, se sobresalta y me pregunta:
-¿Me podría decir dónde están las cantimploras?
-Preferiría no hacerlo, le contesto.
Ante lo cual el cliente corre por el pasillo como si hubiese visto al mismísimo demonio.
Alguien denuncia mi actitud. Alguien que no tolera que yo sea lo que soy, una presencia que pone en cuestión la historia, esa retahíla de chismes, alguien me quiere poner un ojo negro.
-Ese tío lo que es es un imbécil, dice.
Alguien dice:
-Dejadlo en paz. Hace bien. Denuncia el consumismo salvaje que está destruyendo al hombre.
Alguien dice:
-Pues yo lo veo guapo, triste, pero guapo.
-Llama a seguridad, dice otro.
-Esperad a que cerremos, recomienda el encargado.
Estoy vestido con el uniforme de la empresa, una chapita me identifica por mi nombre, aunque como ya habréis supuesto, prefiero no darlo. Estoy de pie en un pasillo con herramientas de jardinería. Y de allí me voy a la sección de conservas. Me gusta estar entre latas. Mirar las pilas. En cuanto sale a la calle el último cliente, el encargado se me acerca y me pide que me marche.
-Ya no trabajas aquí, me dice, te han despedido.
Lo miro.
-No has hecho nada de lo que te han ordenado, me dice.
Lo miro. El encargado es un hombre compasivo. Pronto a él también lo despedirán.
Al mirarme parece que le alumbra a los ojos un brillo de intuición, de modo que acaba adivinándolo.
-Está bien, puedes pasar esta noche aquí, pero mañana te quiero fuera, me dice.
Miro un rascacielos de latas de atún, me alejo de él y me meto por uno de los pasillos de las ofertas, adonde aún no han llegado los reponedores.
A la mañana siguiente viene a verme el supervisor. Como ya hay clientes y no quieren montar un espectáculo, deciden volver a esperar al cierre nocturno. Muchos clientes dicen:
-Es ese.
Me señalan. Saben que vivo aquí, que no obedezco ninguna indicación, que nadie sabe de dónde vengo y que la documentación que me han encontrado es apócrifa.
-Qué vida tan triste, exclaman.
-No sé, quizás es más triste la nuestra, dice un viejales, que me da ánimos.
No sé para qué me los da.
-Ánimo, resiste, aguanta, me dice.
Pero no entiendo qué me quiere decir. Lo miro. Simplemente preferiría no marcharme, eso es todo. No estoy reivindicando nada. Algunos creen que es una protesta en contra de la crisis, de los recortes que ha producido. Por la noche el supervisor me arroja a la calle. Físicamente. A otros los ha despedido. Uno de ellos es el encargado compasivo. En la calle me coloco a un lado y me quedo allí. A la mañana siguiente el vigilante me retuerce un brazo, pero ha de dejarme en paz pronto, porque se presentan las cámaras de la televisión. Una reportera me pregunta:
-¿Eres el moderno Bartleby?
La miro. Eso es todo.
-¿Eres consciente del plagio que estás cometiendo al actuar de este modo?
La vuelvo a mirar.
-¿Piensas marcharte de este supermercado?
-Preferiría no hacerlo.
La periodista le pide al cámara un plano y dice:
-Esa es la frase, señores. Ahora, en el estudio, damos paso a todo un experto en este trastorno, el señor Vila-Matas, que ha escrito un libro sobre quienes lo padecen.
En torno a mí hay un corro de curiosos que opina.
-Pero qué es, pregunta uno.
-Ese hombre se niega a cualquier cosa y no se quiere marchar del supermercado, dice otro.
-Ah, no, no puede ser, por su propio bien tendría que irse.
-Ya está aquí la policía.
Me meten en el furgón entre abucheos y aplausos.
Por la tarde, en comisaría, me anuncian la visita del señor Vila-Matas.
Estoy de espaldas a la puerta de la celda, recostado en el camastro, con las palmas de las manos juntas entre las rodillas. La humedad me cala los huesos, tengo metido el frío dentro, lo que me provoca una leve y constante tiritera.
-Date la vuelta, me ordena el policía.
No me muevo.
Detrás de mí adivino un gesto amenazante, un puño en alto. Y la aceptación comprensiva del señor Vila-Matas.
-Está bien así, dice, no es necesario. ¿Me oyes, verdad?
-Preferiría no tener que hacerlo.
Me duelen los huesos, tengo una costilla rota. Y no dejo de temblar con espasmos provocados por la fiebre.
-Quiero escribir un relato-reportaje sobre tí, me dice.
-Preferiría que no lo hiciera, le contesto, de espaldas.
-Lo entiendo y me parece bien que te niegues, pero yo lo haré. No te voy a preguntar nada, sólo voy a estar aquí contigo un rato, veinte minutos.
Paso todo ese tiempo temblando, sacudido por los escalofríos.
-Adiós, dice por fin.
No le contesto.
Gracias sobre todo a quien haya transcrito mi letra, temblorosa y sucia. Cuando tú, lector, estés acabando este relato, primero y último de cuantos he escrito, yo ya habré dejado de temblar, de pasar frío.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Cara de tonto



Se me ha quedao cara de tonto.




Primero porque el lunes grabé una entrevista, que en teoría se iba a emitir hoy en el programa La libélula. En teoría, en la práctica no ha sido así.




Segundo porque corrí a decírselo a mi mamá y ella salió corriendo a la ferretería a comprar un cable pal radicocasete pa poder oírlo.


Así que mi mamá pensó que se había equivocao de cadena.


-No, mamá, no la han puesto, le he dicho, a lo mejor piensan que es tan mala que no merece la pena emitirla, pero a mí no me han avisado.




En su lugar han puesto otra entrevista. Muy bien. Pero yo esperaba la mía. Pa una vez que iba a poder hablar de mi libro a los cuatro vientos. Todos los escritorcillos queremos hablar de nuestro libro. El de los otros en el fondo nos importa un puto carajo. Eso es lo que me importaba hoy a mí el de Alberto Olmos, Tatami. Alberto Olmos, por si a alguien le importa, es el titular de Lector-malherido, blog muy interesante que reparte, reparte y se queda con la mejor parte.


Lo dicho: hoy, por mal que estuviese, me había hecho a la idea de oír la mía. Y mi mamá también.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Mucha suerte en Radio 3 en el programa La libélula


Hoy he grabado una entrevista para el programa La libélula de Radio 3, en RNE, con Mucha suerte como excusa para irme por los cerros de Úbeda y otros picos. Si el miércoles 19 del presente, de 3 a 4 de la tarde, sintonizáis la emisora me podréis oír. Si no es así, me oiréis.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Sed

El escritor Joseph Roth

No sé si fue la suerte, el azar o la providencia, pero mi vida experimentó un cambio, cuando alguien a quien yo no conocía de antemano y tampoco volvería a ver después, me entregó una importante cantidad de dinero. Imagínense. Un desconocido se les acerca y les entrega dos billetes grandes. Mi vida, ya les digo, cambió, porque en ese momento contraje una deuda, que acordé pagar en la parroquia. Los que conozcan la historia original, sabrán que yo era uno de esos clochards que vivían bajo los puentes. A los que se acerquen a ella através de este plagio, he de advertirles que durante toda mi vida experiementé una nefasta sed de vino, que hizo que se malograsen todos mis proyectos. El vino no es malo, consigue suavizar las aristas cortantes del mundo. Es el vino el que hace el mundo esférico. Si no fuera por él, sería un dodecaedro, por ejemplo. Para mí el vino es el elemento gracias al cual existe una ley de la gravedad que no es severa. Pero todo lo que yo pueda decir del vino son cosas de borracho. Como punto de vista el de un borracho es intolerable a la hora de explicar una historia, a la que le exijamos un mínimo hilo de coherencia. Por eso el que haya llegado aquí está a tiempo. Mejor haría en dejar de leer. Por mi parte, a mí me es indiferente, gracias a dos buenos vasos de vino, que me he tomado antes de ponerme con este relato.
Todo iba bien al principio, cuando bebía. A los demás les iba bien siendo abstemios. Con el dinero que ganaba me pagaba un cuarto, un par de comidas diarias y todo el vino que me apetecía. Pero luego vino la crisis, hubo recortes y me echaron del trabajo. Ya no tuve dinero. Me acostumbré a la calle, al refugio de los puentes y a comer poco. Pero seguí bebiendo. Lo más difícil, sin blanca, para mí, era calmar aquella sed. En cuanto caían en mis manos unas monedas iba a la tienda y las gastaba en vino, así que cuando aquel caballero me entregó los billetes y yo acabé por aceptarlos no sin ciertas dudas y temores, me fuí a un restaurante y me bebí dos botellas de buen vino con una frugal comida. Pensé que quizás la calidad del vino contribuiría a calmar mis ansias de beber. Por el contrario aquel vino excelente las abrió. Y en la cena me eché al coleto otras dos. El mundo, todo hay que decirlo, no había pasado de parecerme una ciénaga a parecerme un oasis. Pero yo me sentía mejor, sin duda.
Yo era un homeless honesto, así que cuando el tipo me ofreció los dos billetes, mi primera reacción fue el rechazo.
-No se preocupe, cójalos, me dijo, y en cuanto pueda hacerlo me los devuelve.
En ese momento repicaron las campanas de la parroquia. El hombre hizo un gesto significativo que señalaba en el aire aquella vibración metálica. Resolvió la duda que traslucían mis ojos al apuntar brevemente:
-En el cepillo de la iglesia. Con eso su deuda estará liquidada, dijo.
Y se marchó. Fue entonces cuando supe que no volvería a verlo, e incluso que me costaría trabajo más adelante saber si este episodio me había ocurrido realmente o sólo se trataba de una ensoñación. El vino iguala con el color de los sueños las vivencias más patéticas.
El dinero en el bolsillo se convirtió en un motor de felicidad para mí. Ese dinero me proporcionó ropa limpia, un aspecto aseado, una cama a cubierto y mi suerte cambió. Conseguí más dinero para seguir saciando mi sed de vino. Volví a saborear el cálido abrazo de las mujeres y el humo del tabaco. Recuperé el placer de la oscuridad en una sala de cine, la música de los bailes. Y todo comenzó a marchar medianamente bien, aunque por una u otra razón nunca tenía tiempo de devolver aquella cantidad. Y cuando lo intentaba, mis ganancias menguaban al punto de que se me hacía imposible su restitución. Me sentía en deuda con aquel hombre que me había ayudado y mi deseo era saldarla cuanto antes, pero como no me resultaba fácil, mi sed aumentaba. Sólo conseguía cierta calma con el cuerpo lleno de vino. Sin embargo, en ese estado perdía toda noción de mí y no tardaba en acabar en la calle, arruinado de nuevo. Hasta que volvía a ocurrir. Otra vez la providencia ponía en mis manos una buena suma de dinero. Todo volvía a empezar. Y la deuda me volvía a agobiar.
Una noche encontré a un hombre en un puente.
-¿Qué vas a hacer? Me preguntó.
Sólo por eso me di cuenta de lo que estaba a punto de hacer. Bajé del petril al que me había encaramado.
-No me molesta que saltes, si crees que es lo mejor, me dijo.
Yo ya estaba en el suelo, mirando la corriente del agua como si fuese una fuente inagotable de vino.
Me tendió un tetrabrick. El caldo era agrio, asqueroso, pero me hizo bien. En el bolsillo ya sólo me quedaban unas monedas.
-Me han encargado buscar a un cortador de leña, la paga no es mucha, pero el trabajo durará todo el invierno. ¿Te interesa?
No hice ningún gesto, pero él me tendió un papelito con la dirección. Al día siguiente me presenté en el lugar sin la menor idea de a qué y por qué, pero lo hice, quizás porque estaba desesperado. Porque el vino ya no conseguía aplacar las dentelladas que el mundo me daba.
La mujer me presentó un montón de leña en un patio trasero. Aquél no era trabajo para alguien debilitado por el vino. Me ahogaba en cada golpe, la mayoría de los cuales resultaba infructuoso, pero al cabo de las horas ya había conseguido un montículo que la patrona consideró suficiente. Al día siguiente me dolía todo el cuerpo, pero sobre todo los brazos. Tomé vino en el desayuno para mitigar el dolor, y volví a la casa con la insana idea de darme un hachazo en una mano o en una pierna, tal era mi deseperación y poca claridad de ideas, pero apenas levanté la hoja hacia el cielo me desmayé.
En el hospital no me aguantaron mucho tiempo.
-Sí sigues bebiendo de esa manera, me dijo el médico, morirás en unos meses.
No me aclaró cuánto se alargaría mi vida si dejaba de beber, pero desde aquel momento sólo tuve una idea por la que vivir el plazo con el que me habían sentenciado. Quería a toda costa cumplir mi promesa de devolver el dinero al cepillo de la parroquia. Y quería beber, volver a saborear el vino de la vida, aquello que era lo único que me había gustado de verdad y me había hecho tan feliz como desdichado. Era todo lo que sabía. Me senté en un escalón y contemplé a aquellas buenas gentes, mis conciudadanos. Abstemios unos y otros, borrachos como yo.
El río acunaba en sus brazos minerales la criatura enferma, con sus chimeneas altas, humeantes, de una ciudad gris, húmeda y triste. El río cantaba una nana de mal presagio y la ciudad boqueaba sin esperanza. La visión, el sueño, el delirio me llevaron de taberna en taberna, donde todo el mundo sabía quién era yo. Los bebedores me sentaban a sus mesas y yo les contaba mi propósito y les dibujaba uno de esos retablos alucinados de los charlatanes, de los profetas, de los borrachos. Todo el mundo quería invitarme y oírme. Apagaban mi sed y me entregaban unas monedas. En primavera pareció que mi cuerpo podría estallar de un momento a otro, me había convertido en un globo etílico, de mejillas rojas, con el eterno bigote mojado, la ropa percudida y el tesoro de mis ganancias a resguardo, en uno de esos dobladillos miserables que cosen el miedo y el fracaso en las ropas de los indigentes.
Entre la cofradía de los mendigos se había instaurado la creencia de que yo alimentaba mi avaricia con afán. En unos meses envejecí treinta años.
-Viejo, empezaron a llamarme todos.
-Viejo, me dijo aquella voz en el puente. Otra vez el puente.
Lo miré y sus ojos me produjeron un escalofrío. Sus ojos, no el cuchillo que empuñaba.
Abajo el agua circulaba como un río negro de vino en el que la luna se bañaba. Se me secó la lengua, la boca entera.
-Amigo, le dije, ¿me puedes dar un trago?
El tipo me dió la primera cuchillada en uno de mis bracitos de marioneta, delgados como cordeles a los lados del pellejo tenso de la panza.
-Viejo, dame todo el dinero que llevas encima.
-¿Me ves pinta de acaudalado comerciante o qué? Le dije con sorna.
-Sé que guardas una cantidad importante para saldar tu estúpida deuda, me dijo, te lo he oído contar muchas veces.
-También me habrás oído contar que el río se levanta de su lecho por las noches y arropa a la ciudad cuando tirita de frío, dije.
-Puto borracho de los cojones, exclamó, y me dió la segunda cuchillada en el hombro escuálido.
Luego me alcanzó la cara.
-Si no me das todo ese dinero que escondes para llevarlo a la parroquia, te abriré por la mitad y luego te arrojaré al río.
El plan me parecía de lo más acertado y así se lo comuniqué a mi asaltante.
Cuando el acero rajó el pellejo abultado de mi vientre, ambos pensamos que el vino que se alojaba en su interior saldría a borbotones como de un odre, pero manó una sustancia viscosa, magmática, vientre abajo, como si lo hiciera por la pronunciada colina de un etna antropomórfico. El líquido sanguinolento me empapó los pantalones y se me escurrió por las ingles. La boca me ardía, seca como un árido territorio sahariano. Caí al suelo, todavía con un hilo de borrachera en mis ojos, el suficiente para ver venir hacia mí a mi asesino en busca del tesoro. Me palpó todos los bolsillos, todos los escondrijos en los que podría haber ido acumulando una fortuna, mi deuda pendiente. El río se levantó de su lecho, con su oscura barba vinosa y me acogió de manera protectora.
Supongo que estoy muerto y que aún así sigo siendo un puto borracho de los cojones. No sé. Supongo que éstas son cosas de borracho y habrá quien piense que es mejor no echarles cuentas. No seré yo quien les quiera quitar razón. He contado mi historia animado por el calor del vino y al acabarla me han venido más ganas de vino. Habrá quien se pregunte qué fue del dinero, si lo llevaba encima o se me seguía escurriendo como agua de las manos. A los borrachos el dinero nos importa muy poco. Tanto si es para ganarlo como para gastarlo. En el fondo lo que me ha movido a contar esta historia es deciros lo difícil que resulta saldar una deuda, una de esas deudas de verdad, no la miseria por la que nuestros acreedores se contentan con, al menos, vernos en la indigencia. Eso, y mi amor por el plagio.

martes, 11 de noviembre de 2008

El blog de Mita


Cuadro de Javier Pagola que aparece en una entrada del blog de Mita


Desde su blog, Corrientes de agua y azahar, Mita me está haciendo una promoción impagable a través de un emotivo post que ha escrito después de leer Mucha suerte.


Se lo agradezco a ella y a cuantos se han interesado por el libro.

viernes, 7 de noviembre de 2008

La metralleta

Metralleta Stein, José Antonio de la Loma, 1974, película inspirada en la vida de Quico Sabate, resistente libertario antifranquista, integrante de la guerrilla urbana itinerante en Cataluña, pero ambientada aproximadamente 20 años despues de sus acciones.


Salí temprano de mi casa. Compré el periódico y me senté en un bar con las ofertas de trabajo por delante. Pronto me di cuenta de que la tarea sería ardua y algo más tarde advertí que también infructuosa. Pero mantuve las formas, lo típico, ya sabéis, lo habréis visto en el cine infinidad de veces, un chico va rodeando con un rotulador rojo aquellos anuncios que cree que le pueden interesar, luego queda patente que no. Que no hay nada para él. Así estuve hasta que la gente pasó del desayuno al aperitivo. Luego cambié mis dos últimos billetes por monedas y me senté delante de la máquina tragaperras con el firme propósito de pasar delante de ella el resto de mi vida. Empecé a introducir monedas por la ranura y durante una hora las gananacias apenas compensaron las pérdidas. Pero desde que una chica con el uniforme de Mercadona se sentó en una de las mesas, que había a mis espaldas, la balanza inclinó su fiel hacia la otra parte. Fue casual: miré sin intención en el espejo y la vi. Cuando se marchó temí que mi suerte volviese a cambiar de signo, así que me levanté para pedir un refresco en la barra. Una mujer se acercó a la máquina y comenzó a alimentarla, sin que ello me importase en absoluto. Al cabo de veinte minutos la mujer se marchó mascullando algo, visiblemente contrariada. Me senté de nuevo en el taburete y estuve allí hasta que el bar cerró. Cuando llegué a mi casa metí en un bote de la cocina los dos billetes y puse el resto del dinero, que eran ganancias, encima de la mesa. Me acosté y me quedé dormido enseguida. A la mañana siguiente volví a salir pronto de mi casa con aquella cantidad de dinero que consideré necesaria para pasar todo el día jugando en las tragaperras. Antes de sentarme en un taburete y empezar a echar monedas por la ranura, compré el periódico y marqué una serie de ofertas de trabajo, que finalmente no se ajustaban a mi perfil profesional, según las palabras de mis entrevistadores telefónicos. A mediodía por fin metí la primera moneda. La música, que la máquina entonó desde ese instante hasta que a la hora del cierre me levanté para marcharme a casa, llenó mis oídos, mi corazón, todas mis expectativas. Metí en un bote dos billetes como los que ya tenía guardados y el resto del dinero volví a dejarlo sobre la mesa. En la cama recé sin fervor, pero con buena memoria. Llevaba treinta años sin entonar una plegaria. A la mañana siguiente me descubrí en la ducha una inusitada erección, que satisfice con el recuerdo de la chica del Mercadona. Aquella tarde, cuando la vi aparecer por el espejo retrovisor de la cafetería sentí que mis mejillas se ruborizaban. Mientras ella estuvo allí con sus compañeros fuí ganando. Cuando se marchó comencé a perder y la racha duró hasta la hora del cierre. Llegué a casa y pude echar dos billetes al bote de mis ahorros, pero apenas me quedaron unas monedas para el día siguiente. Antes de cerrar los ojos me acordé de ella. Le di un beso imaginario y me quedé dormido. Tuve un sueño de metralletas. Un chico como yo buscaba trabajo. No lo encontraba y se entretenía jugando a las máquinas. En cierto momento la tragaperras fallaba y al comprobar si es que se había desenchufado de la corriente el muchacho encontraba una metralleta apoyada en la pared, con la misma naturalidad que si fuese un mocho. El muchacho, o sea, yo, empuñaba el artilugio con reverencia, salía a la calle y comenzaba a disparar en derredor con una inmensa alegría por poder hacer saltar por los aires astillas, cascotes, cabezas. Todos me felicitaban y me decían:
-Ya tienes trabajo.
-Me gusta mi trabajo, pensaba yo.
A la mañana siguiente volví a mi rutina ludópata. Miré detrás de la máquina antes de meterle la primera moneda. Perdí todo lo que había cambiado en pocos minutos, así que regresé a mi casa y saqué de aquel bote dos billetes, que no me llegaron más allá del medidodía. Antes de la hora del cierre ya lo había perdido todo y miré de nuevo detrás de la máquina.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

La Clandestina y Editores Policarbonados


Un reportaje sobre la labor librera y editora de estos amigos en Madrid:




Para Diciembre están preparando un nuevo trabajo en el que he tenido la suerte de participar.


jueves, 30 de octubre de 2008

Hambre

Fernando Falcone: Metamorfosis, 2005


Desperté en mitad de la oscuridad y sentí que algo no iba bien. Quizás era la cena que la criada nueva nos había preparado la noche anterior. Alguien acababa de tirar de la cisterna y volvía a la cama. Agucé el oído para descubrir que era mi hermana, que regresaba a su dormitorio y cerraba la puerta tras de sí. Me toqué el estómago. Duro y abultado. Durante un rato dudé en levantarme, y cuando lo decidí, las piernas no me respondieron, así que lo pensé mejor: quizás no debía esforzarme inútilmente. La última vez que vi los dígitos rojos en la oscuridad eran las 3:45. Me volví a dormir aprisionado en un proceso de agarrotamiento que me paralizaba boca arriba. Tuve un sueño que iba a ser premonitorio. Un juez me condenaba a la pena capital por plagio. Mi única defensa consistía en repetir, sin que nadie me tuviese en cuenta, que yo no era responsable de la peripecia a la que el escritor me había sometido, que en todo caso era él el plagiario. Él quien debía de ser condenado, ya que yo no era una criatura real. Volví a entrar en el sueño con las preocupaciones derivadas de una situación tan difícil como ésa. Por la mañana, cuando las noticias de la radio-despertador saltaron a las 7:31, los hechos ya estaban consumados. Lo primero que pensé fue que no volvería a cenar tanto como la noche anterior. Me sentía abatido para iniciar una larga jornada laboral que no me permitiría el regreso a casa hasta más allá de las 7:30 de la tarde. Me dí unos minutos antes de empezar a levantarme para poner orden en mi cabeza. Repasé las tareas que me esperaban pendientes en la oficina, calculé el tiempo mínimo necesario para llegar al tren que me llevaría al centro, intenté encontrar un ritmo adecuado de respiración, busqué de nuevo esa satisfacción interna, que era orgullo personal, de poder seguir contando con una criada que se marchaba después de servirnos la cena, a pesar del descalabro económico de papá. Me pareció que de alguna manera lo que iba buscando para afrontar la nueva jornada, después de la pesada digestión nocturna, era sentirme útil y, sobre todo, que devolvía, cuando era necesario, lo que mis padres habían invertido en mi educación durante tantos años. Yo era ahora el encargado de que el nivel social y económico del que había disfrutado la familia no se viniese abajo. Eso era suficiente para levantarse. Decidí que era lo que tenía que hacer a las 7:36. Pero ninguna parte de mi cuerpo me respondió. Me quedé allí, en la penumbra, pensando que era la hora de levantarme, sin saber aún que no podía hacerlo, porque durante la noche me había transformado en un curioso insecto. Yo conocía, por supuesto, la historia de Kafka, no porque la hubiese leído, sino porque había visto la función teatral. Pensé que quizás me encontraba enfermo, pero antes de llamar a mi hermana o a mis padres, quise asegurarme, pues no me dolía nada. Vi una raya de luz bajo la puerta de mi habitación, lo que quería decir que mi hermana iba y venía ya por la casa.
-Gregorio, me dijo, ¿te has quedado dormido?
No me llamo Gregorio, como habrán podido suponer. Mi nombre es Juan. Pero sin duda se trataba de la voz de mi hermana. No le di mucha importancia al lapsus . Interpreté que ese era el nombre del chico con el que la había visto pasear por el centro de la ciudad. Estará pensando en él, pensé. Desde bien temprano, me dije. Yo a veces también me había despertado con un nombre extraño en los labios, incluso lo había susurrado contra la almohada.
-No, no, ya me levanto, le grité.
Pero al querer incorporarme no se produjo ningún movimiento perceptible en mi cuerpo. Noté la rigidez, una dureza que me paralizaba, así que me miré para descubrir que me había transformado en un bicho con una gran cantidad de patas a lo largo de un caparazón.
-Estaré soñando, pensé.
Cerré los ojos y los volví a abrir. Todo seguía igual. Volví a cerrarlos y los mantuve apretados durante unos largos e interminables minutos, al cabo de los cuales los abrí de nuevo y descubrí que ya era capaz de mover las patitas a mi antojo.

Mi hermana estaba en la ducha. Supuse que el tal Gregorio también podría estar pensando en ella con los dientes apretados contra la almohada, al tiempo que la invocaba por su nombre, entre jadeos, en una pensión solitaria. Una corriente desagradable me circuló por el interior de aquel cuerpo extraño y después ya no tuve dudas de mi metamorfosis. ¿No era Gregorio el personaje de Kafka? Me pareció que quizás se trataba de una broma pesada, de una pesadilla causada por la copiosa cena que la criada nueva nos había preparado la noche anterior.
Mi madre entró en la habitación, levantó la persiana al tiempo que me preguntaba si me encontraba bien y dio un alarido de terror cuando me descubrió encima del colchón, sin sábanas ni mantas que me cubriesen, porque se habían resbalado hasta el suelo.
-¡Juan!, gritó, pero no supe si se refería a mí o a mi padre, que en ese momento, como si hubiera adivinado algo, apareció en la puerta con una llave inglesa, que no dudó en arrojarme con todas sus fuerzas. La herramienta cruzó la habitación a través del aire, pero afortunadamente mi padre erró el tiro. Fue a dar en un cajón de la cómoda, donde abrió un agujero. Con todo aquel alboroto se presentó también en mi habitación mi hermana envuelta en un albornoz de color rosa. Lo que dijo nos sorprendió a todos. Ella sabría qué quería decir, nadie en aquel momento le preguntó nada:
-Dios mío, tarde o temprano, esto iba a pasar.
La miré con mis cien mil ojos de bicho repugnante.
-No le hagas daño, papá, es Juan.
Con los cien mil ojos miré a mi padre.
Mi madre tenía las manos en la boca, horrorizada.
-Somos víctimas de un plagio, le dijo mi hermana a mis padres.
-Por si no era suficiente la ruina económica, dijo alguien, uno de los tres, pero no me di cuenta de quién.

Me mantuvieron en secreto. El pretendiente de mi hermana aprobó unas oposiciones que lo convertían ipso facto en un respetable miembro de la comunidad admistrativa en la pequeña ciudad en la que vivíamos. A mis jefes, vecinos y familiares, mi hermana y mis padres les hablaron de una enfermedad nerviosa por la que me debía mantener alejado de cualquier preocupación, bajo los atentos cuidados de los especialistas médicos. Tuvieron que despedir a la criada nueva y apretarse el cinturón. Mi madre comenzó a trabajar desde casa y yo me sentía culpable por haber dejado de contribuir con mi trabajo a solventar las deudas que mi padre había contraído en su negocio. Mi hermana tenía miedo de que su novio descubriese las dificultades de su vida doméstica, por lo que fingía un buen humor inexistente, lo que fue minando sus nervios. Me empeñé en imaginar a quién se le había ocurrido aquella peregrina idea. La de hacerme despertar de un día para otro convertido en una repugnante cucaracha. El novio de mi hermana se llamaba Teófilo. No abreviaba su nombre.
-Necesito leer el libro de Kafka, le dije un día a mi hermana.
-Te lo traeré a la noche.
Vomité en cuanto comencé la lectura. Vomité sobre el libro. Nadie lo limpió. Mis padres se asomaban desde el quicio de la puerta y me decían que procurase estar en silencio. Se ponían una mano en la nariz, asqueados, indecisos, esperando un desenlace que no acababa de llegar. Mi hermana me acariciaba el caparazón, una vez que se había sobrepuesto al asco.
-Juan, quiero casarme con Teófilo, me dijo, me gustaría que lo conocieses, pero ya sabes que a lo mejor no es buena idea, es un hombre muy impresionable y con un sentido de la justicia y el deber algo intransigentes.
-No te preocupes, alguna vez te ví de su brazo de paseo por el centro.
-¿Cómo?¿Y por qué no te acercaste?
Aquel reproche cariñoso nos enterneció a los dos.

Mis padres decidieron acoger a un huésped. Me dijeron que no hiciera ningún ruido. El huésped cenaba en mi silla, en el lugar de la mesa en el que yo siempre me había sentado. Alabaron al huésped en mi presencia y eso provocó un sentimiento que hasta entonces yo no había conocido, los celos. Deseé que el huésped cayese por las escaleras y se descalabrase. Un día oí unos pasos extraños por el pasillo. Me arrastré por la habitación y golpeé la pared con el caparazón. Alguien intentó abrir la puerta de mi dormitorio, pero estaba cerrada con llave. Intenté gritar, pero hacía tiempo que yo sabía que había ido perdiendo las cuerdas vocales, así que me froté las patas en los laterales del caparazón y de ese modo conseguí unos sonidos lastimeros.
-¿Hay alguien ahí dentro?
Me volví frenético y conseguí armar un gran barullo al empujar con mi cuerpo la mesilla de noche.
Desde fuera alguien estaba forzando la cerradura. Seguí frotándome las patas hasta que quedé exhausto. En ese instante la puerta se abrió.
-¿Quién hay ahí?
La habitación estaba sumida en la oscuridad.
-Dios mío, qué olor.
Me arrastré por el suelo hacia el recuadro de luz de la puerta. Tropecé con algo, que se alejó de mí como si tuviese un resorte.
-¿Qué es eso?
Seguí avanzando. Arrastraba conmigo un montón de inmundicias que se habían acumulado bajo mi caparazón.
Primero fue el grito de espanto, luego el cuerpo cayó al suelo, a la altura de mi boca. Lo agarré por una manga y pude arrastrarlo hasta debajo de la cama. Volví a la puerta y conseguí encajarla. Pero nadie volvió a abrirla. Oí cómo la cerraban desde fuera. El hombre intentó volver en sí varias veces, pero enseguida caía en un delirio afiebrado, que en pocos días lo fue consumiendo, hasta que murió. Entonces me lo comí.

Mis padres y mi hermana volvieron a tener huéspedes en casa. El procedimiento siempre era el mismo. Un buen día, quizás cuando el muchacho llamaba a su trabajo, porque sentía punzadas en el vientre (gracias al exquisito guiso que mamá había condimentado, pues toda la casa olía a hierbas aromáticas), todos buscaban un pretexto para salir y dejarlo solo. No era descabellado pensar que el pobre diablo aprovecharía la soledad para vagar por la casa con cierta curiosidad, que nunca antes había tenido ocasión de satisfacer. En cuanto oía sus pasos delante de mi dormitorio, yo comenzaba a frotarme las patas contra el caparazón. Más o menos solía ocurrir casi siempre lo mismo.

Una noche en la que la mitad de un huésped estaba todavía debajo de mi cama comencé a oír gritos y portazos, y luego el llanto desconsolado de mi hermana. Mis padres iban y venían intentando calmarla, pero ella estaba fuera de sí, y arrojaba todo lo que iba encontrando a su alcance al suelo. Yo me acerqué a la puerta, por la que ya no hubiese podido salir de haberlo intentado. Mis movimientos eran torpes y lentos, mi cuerpo se había ido abotargando y la suciedad me había infectado las heridas que me hacía al arrastarme con la panza bocabajo. Intenté adivinar lo que ocurría. Me dí cuenta de que el novio de mi hermana había roto su compromiso con ella. Estaba furiosa, enloquecida y no dejaba de gritar su venganza. Mis padres intentaron calmarla, pero creo que sólo el cansancio lo consiguió. No volví a tener a mi disposición otro huésped, después de que dí cuenta del último, porque mis padres no volvieron a aceptar a ninguno más. Los días fueron pasando, y también las semanas; mi cuerpo se alimentaba de las reservas acumuladas en aquel periodo, en el que la casa había estado abierta a inquilinos solitarios, sin vínculos afectivos. Pero el hambre era cada vez más acuciante, me arrojaba contra la puerta intentando derribarla. Creo que con fuerzas suficientes la hubiera podido echar abajo y haberme comido a mis padres o a mi hermana, pero ya estaba muy débil para conseguirlo. Caí en un estado melancólico producido por el agotamiento, y enseguida me vi envuelto en los desperdicios entre los que vivía. Allí la vida se me fue yendo poco a poco, conforme con la muerte que estaba a punto de sobrevenirme. Antes de cerrar los ojos y dejar escapar el último suspiro un recuerdo me esponjó el alma, esa misma que estaba a punto de presentar ante Dios. Un día luminoso antes de que aquella locura hubiese comenzado. Mis padres estaban en el jardín: mi madre regaba sus flores y mi padre leía en el periódico la subida de sus cotizaciones en la bolsa. Mi hermana y yo jugábamos en el césped. Yo levanté los ojos al cielo y miré las nubes. Tenían formas muy diversas, señalé una y dije:
-Es un gato.
No se lo dije a nadie. Simplemente lo dije.
Antes de cerrar los ojos supe que estaba solo en la casa. Que mi hermana y mis padres contemplaban el cielo y quizás buscaban en él, entre las nubes, una forma familiar que les diese consuelo. Mi hermana había conseguido hacer las paces con su prometido y en unos meses se iba a casar. Su vientre aún no se había abultado, pero pronto se vería perfectamente que llevaba a alguien en su interior, como si se lo hubiese comido.