jueves, 20 de noviembre de 2008

Frío



Preferiría no hacerlo. Preferiría no contestar a esa serie de interrogantes que el lector se plantaerá sobre mí. Dónde nací, cómo me crié, a qué edad comencé a sentirme viejo. Estoy ante sus ojos, ¿no es suficiente? Me han admitido en un supermercado. Tengo asignadas dos tareas principales: reponer las existencias de los productos que se vayan agotando y marcar los precios. Las dos actividades me satisfacen por igual. A ellas me entrego con aplicación y disciplina. Llego muy temprano, antes de que comience mi turno. Y me marcho horas después de que haya acabado. Estoy en el supermercado, eso es todo. Un lugar como otro cualquiera. Un lugar como una casa en la que vivir, un lugar como un coche en el que viajar, un lugar tan extraño como cualquier otro lugar. Por eso he decidido no moverme de aquí. Sin embargo, preferiría no tener que dar explicaciones. Preferiría no llevar a cabo ninguna de las tareas para las que he sido empleado. Soy consciente de que mi actitud provoca reacciones violentas, desesperadas, adversas, o compasivas. Tampoco me pasa inadvertido que mi actitud no es tan singular como pudiera parecer en un primer momento. Estoy plagiando a aquel célebre Bartleby, del que escribió Herman Melville un delicioso, pero muy triste relato. ¿Lo recuerdan? ¿No lo han leído? Bartleby el escribiente. Vayan a una biblioteca de urgencia. No son más de 60 páginas.
Fuera de estos pasillos hay un mundo, un universo, viajes asequibles, hoteles al borde de la playa, que son una ganga. Pero aquí, en estos pasillos también hay un mundo, un universo, la posibilidad de viajar, aunque ni lo de fuera ni lo de dentro me interesa. Quiero estar aquí, eso es todo. Hasta aquí he llegado y aquí me quedo. El encargado me ha pedido que abandone las instalaciones, que descanse, que vea al médico de la empresa. Pero a todo le he contestado lo que ya sabéis:
-Preferiría no hacerlo.
Me gusta la sección en la que están los artículos de camping, las balsas neumáticas, los platos de papel. Me enfrento a ellos como un hombre de goma en un paisaje artificial. Mis pensamientos tienen la consistencia inerte y pasiva del plástico. Me detengo en una esquina, al lado de los figurines publicitarios, hasta que alguien al cabo de un buen rato descubre mi presencia humana, se sobresalta y me pregunta:
-¿Me podría decir dónde están las cantimploras?
-Preferiría no hacerlo, le contesto.
Ante lo cual el cliente corre por el pasillo como si hubiese visto al mismísimo demonio.
Alguien denuncia mi actitud. Alguien que no tolera que yo sea lo que soy, una presencia que pone en cuestión la historia, esa retahíla de chismes, alguien me quiere poner un ojo negro.
-Ese tío lo que es es un imbécil, dice.
Alguien dice:
-Dejadlo en paz. Hace bien. Denuncia el consumismo salvaje que está destruyendo al hombre.
Alguien dice:
-Pues yo lo veo guapo, triste, pero guapo.
-Llama a seguridad, dice otro.
-Esperad a que cerremos, recomienda el encargado.
Estoy vestido con el uniforme de la empresa, una chapita me identifica por mi nombre, aunque como ya habréis supuesto, prefiero no darlo. Estoy de pie en un pasillo con herramientas de jardinería. Y de allí me voy a la sección de conservas. Me gusta estar entre latas. Mirar las pilas. En cuanto sale a la calle el último cliente, el encargado se me acerca y me pide que me marche.
-Ya no trabajas aquí, me dice, te han despedido.
Lo miro.
-No has hecho nada de lo que te han ordenado, me dice.
Lo miro. El encargado es un hombre compasivo. Pronto a él también lo despedirán.
Al mirarme parece que le alumbra a los ojos un brillo de intuición, de modo que acaba adivinándolo.
-Está bien, puedes pasar esta noche aquí, pero mañana te quiero fuera, me dice.
Miro un rascacielos de latas de atún, me alejo de él y me meto por uno de los pasillos de las ofertas, adonde aún no han llegado los reponedores.
A la mañana siguiente viene a verme el supervisor. Como ya hay clientes y no quieren montar un espectáculo, deciden volver a esperar al cierre nocturno. Muchos clientes dicen:
-Es ese.
Me señalan. Saben que vivo aquí, que no obedezco ninguna indicación, que nadie sabe de dónde vengo y que la documentación que me han encontrado es apócrifa.
-Qué vida tan triste, exclaman.
-No sé, quizás es más triste la nuestra, dice un viejales, que me da ánimos.
No sé para qué me los da.
-Ánimo, resiste, aguanta, me dice.
Pero no entiendo qué me quiere decir. Lo miro. Simplemente preferiría no marcharme, eso es todo. No estoy reivindicando nada. Algunos creen que es una protesta en contra de la crisis, de los recortes que ha producido. Por la noche el supervisor me arroja a la calle. Físicamente. A otros los ha despedido. Uno de ellos es el encargado compasivo. En la calle me coloco a un lado y me quedo allí. A la mañana siguiente el vigilante me retuerce un brazo, pero ha de dejarme en paz pronto, porque se presentan las cámaras de la televisión. Una reportera me pregunta:
-¿Eres el moderno Bartleby?
La miro. Eso es todo.
-¿Eres consciente del plagio que estás cometiendo al actuar de este modo?
La vuelvo a mirar.
-¿Piensas marcharte de este supermercado?
-Preferiría no hacerlo.
La periodista le pide al cámara un plano y dice:
-Esa es la frase, señores. Ahora, en el estudio, damos paso a todo un experto en este trastorno, el señor Vila-Matas, que ha escrito un libro sobre quienes lo padecen.
En torno a mí hay un corro de curiosos que opina.
-Pero qué es, pregunta uno.
-Ese hombre se niega a cualquier cosa y no se quiere marchar del supermercado, dice otro.
-Ah, no, no puede ser, por su propio bien tendría que irse.
-Ya está aquí la policía.
Me meten en el furgón entre abucheos y aplausos.
Por la tarde, en comisaría, me anuncian la visita del señor Vila-Matas.
Estoy de espaldas a la puerta de la celda, recostado en el camastro, con las palmas de las manos juntas entre las rodillas. La humedad me cala los huesos, tengo metido el frío dentro, lo que me provoca una leve y constante tiritera.
-Date la vuelta, me ordena el policía.
No me muevo.
Detrás de mí adivino un gesto amenazante, un puño en alto. Y la aceptación comprensiva del señor Vila-Matas.
-Está bien así, dice, no es necesario. ¿Me oyes, verdad?
-Preferiría no tener que hacerlo.
Me duelen los huesos, tengo una costilla rota. Y no dejo de temblar con espasmos provocados por la fiebre.
-Quiero escribir un relato-reportaje sobre tí, me dice.
-Preferiría que no lo hiciera, le contesto, de espaldas.
-Lo entiendo y me parece bien que te niegues, pero yo lo haré. No te voy a preguntar nada, sólo voy a estar aquí contigo un rato, veinte minutos.
Paso todo ese tiempo temblando, sacudido por los escalofríos.
-Adiós, dice por fin.
No le contesto.
Gracias sobre todo a quien haya transcrito mi letra, temblorosa y sucia. Cuando tú, lector, estés acabando este relato, primero y último de cuantos he escrito, yo ya habré dejado de temblar, de pasar frío.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Me podría decir dónde están las camtimploras? preferiría no hacerlo", es que se me ha puesto una sonrisa de oreja a oreja.
Esta tarde me he encontrado con Markus, tiene treinta y muchos muchos , y a pesar de su edad, es un alumno. Nos conocemos hace años y me cae muy bien. Acaba de volver de Málaga, pasa mucho tiempo ahí. Su novia es de Málaga.
Le he dado los datos de tu libro, jajjaj, se lo va a pedir a su novia de regalo de Navidad.
El mundo es una servilletilla.
Bss

Fernando García Pañeda dijo...

Le resultan a maese Antonio muy rentables los plagios.
Pero sólo artísticamente, por desgracia.

Joselu dijo...

Sugerente recreación del relato de Melville. Sorprende cómo un relato de sesenta páginas puede crear tan amplias resonancias. Para mí, Bartleby es un personaje inolvidable, y todo es por su dichosa frase que todos algún día nos gustaría haber dicho. Alguna vez se lo he hecho leer a alumnos de cuarto de ESO, pero tengo la impresión de que no se dieron cuenta en su momento de la maravilla que tenían ante sus ojos. No conocí a ninguno realmente fascinado por el personaje, por la situación llena de tristeza, como tu relato. Un cordial saludo.

Anónimo dijo...

jijiji, que divertido.

Carlos Frontera dijo...

Además de con Bartleby y con Vila-Matas, encuentro ciertas similitudes con el cuento A buen entendedor, de Hipólito G. Navarro. En aquel cuento el protagonista repetía insistentemente "yo venía por lo del anuncio", como el tuyo insiste en que "preferiría no hacerlo".

Lo dicho, de no ser porque el euribor me pone de mala hostia, celebraría la crisis, por estos diveridos relatos que nos estás brindando.

hombredebarro dijo...

Mita, eres una propagandista de lujo. Y eso que todavía no hemos hablado de comisiones.

Amigo Fernando, no busca uno otras rentabilidades que esas. Por el arte y por la cara.

Sí , Joselu, es un relato que va bien para clase; yo he pensado leerlo alguna vez con mis alumnos, pero todavía no lo he hecho. Lo de comprenderlo es lo de menos a esa edad. Lo importante es leerlo. No todo va a ser la jodida Marina de Zafón.

emma, te ríes como alguien a quien conozco. Y es ese tipo de risa que se contagia.

Viajero, celebro que te esté gustando la serie. La puta informática y sus misterios (reto a duelo a quien me diga es una tecnología sin metafísica) hace que no sea capaz de abrir un archivo en el que comencé un plagio de un cuento menos conocido que estos, llamado Mi hermana Elba de Cristina Fernández Cubas. Tenía unas 500 palabras escritas, de las que soy incapaz de recuperar de memoria ni media. Lo cual cuento aquí para que conste.

Unos saludos y unos besos, claro.