jueves, 24 de febrero de 2011

La bolsa persona


Una exposición de Andreas Gursky

Mi propuesta es la siguiente: en un lienzo de tres por tres ha de escribirse el texto que viene a continuación. Las letras en Times New Roman de color negro. Tengo que pensar el tamaño. Hacer varias pruebas. Se pondrán sillas delante del cuadro para que los visitantes pueden leerlo con comodidad.

“Tengo una enorme bolsa de tela llena de ropa sucia en mi cuarto, al lado de la cama. La veo crecer día a día con las prendas que me voy quitando y que arrojo en su interior como si estuviese cebando a un animal. O a una persona. Como si la bolsa de tela fuese humana. De una humanidad arrinconada, perezosa, tierna. Hoy he tirado dentro unas botas agujereadas, polvorientas. He querido ver dónde caían, pero la boca de la bolsa, desdentada, ha estado a punto de engullirme. La verdad es que llevo años viviendo con este ser en mi cuarto. Una noche, Dios me perdone, cogí a la mujer que dormía a mi lado y la lancé dentro. La policía inspeccionó la bolsa siguiendo el rastro de esa mujer, pero no la encontraron. Yo no dije ni mu. A veces uso cuadernos para escribir lo que se me ocurre antes de dormirme. Cada vez que acabo las páginas blancas de uno lo lanzo a la bolsa como si fuese un buen encestador, y allá que se pierde, garganta abajo de mi humana bolsa de la ropa sucia. Nunca me decido a llevar la bolsa a la lavandería. Mi cama está rodeada por un mar de desperdicios blandos en el que nadan a contracorriente vermiformes seres diminutos. Sueño que llego a una casa en la que vive muchísma gente, a una calle en la que mucha gente que deambula nunca se cruza con nadie. Toco en el picaporte y me abre la puerta la mujer que una noche, Dios me haya perdonado, desapareció dentro de mi bolsa de la ropa sucia”.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Fábula de una reina


La fotografía es de Leslie Robert Les Krims

Había una vez una reina muy hermosa que apestaba. Era alta y esbelta como las modelos, inteligente y elegante, muy entretenida en la conversación. Siempre tenía alrededor un enjambre de admiradores, uno la quería llevar en un auto a una playa paradisíaca, otro la invitaba a bailar, aquel, que tenía ya entradas para el circo de las pulgas y el otro, que si una merienda en el campo. Todos ellos contrarrestaban el pestazo que la reina emanaba como podían. Uno se ponía una flor de jazmines, la biznaga, en el ojal, el otro perfumaba un pañuelo y de vez en cuando se lo llevaba a la nariz. Aquel aguantaba la respiración cuando ella estaba muy cerca y este se mantiene siempre a una distancia extraña, más que prudente, que ella le afea. Había una vez una ciudad sin pasado, todo sucedía en las boleras. La vida era una canción con un estribillo pegadizo, que esa reina cantaba. La reina tenía la nariz más larga de lo que es normal en una persona, pero por lo demás era una nariz, que considerada en sí misma, sumaba la esencia de todas las narices. La reina tenía una oreja considerablemente más grande que otra, pero las dos eran de forma perfecta en cuanto a la línea de lo que una oreja tiene que ser en este mundo, y en cualquier mundo que no sea este, mundo ese posible donde los haya, con el que sueñan los ilusionistas utópicos. La reina tenía unas rodillas que eran como cabezas de tornillo, pentagonales y duras, que le conferían el aspecto de un prototipo de robot. Y sin embargo, no obstante también, la reina era como una divinidad antigua, clásica, sabia y refulgente. El único defecto de la reina era aquella sudoración nauseabunda que se evanescía en un tufo irrespirable. Pero él la amaba. La amaba desde una ciudad con un pasado difícil, lleno de rencores. La canción con la que él se iba a la cama era una salmodia monótona y triste. Había una vez un hombre. Una vida llena de muescas. Era un hombre como los sarmientos que crecen en mitad de una llanura seca y polvorienta. El hombre que no sabía nada de las leyes del cortejo, que silbaba como las serpientes. El hombre tenía un ojo en mitad de la cara, uno solo, un ojo que miraba muy fijo, que se quedaba embelesado mirando a la reina. Eran otros tiempos, no tenían entonces mucha importancia asuntos que hoy sí la tienen y por el contrario había en aquella época prodigios que hoy serían considerados propios de la fantasía. Más o menos, estas cosas eran frecuentes ayer.

martes, 22 de febrero de 2011

La merienda


La fotografía es de Alex Ten Napel

Mi madre puso el vaso de leche debajo de mis narices y yo sentí algo. Sentí algo importante, reconocí el miedo, terror a morir ahogado en un mar blanco de leche fría, pero no le dije nada, me quedé como estaba, impasible, y mi madre me pegó su tortazo en el cogote, su querido tortazo de niño espabila, de madre que se ocupa de todo, de poner el vaso de leche y también de retirarlo. Porque no tengo brazos, no, amigos, no los tengo, o lo que yo tengo no sé si podrían llamarse brazos o alas con forma de mano, cinco deditos juguetones que salen de mis hombros adheridos a un muñón pulposo. Lo hago todo con la boca, siempre se lo digo a las chicas, desde escribir a sorber la leche blanca que mi madre me pone debajo de las narices. Me trago el miedo, el miedo blanco como un mar de ceguera, sorbido por una pajita, chicas, lo repito, todo lo hago con la boca, pero ellas se ríen y lo dejan correr. Me dejan correr a mí, como si yo fuese un pajarito que quisiera despegar, salir volando, con mis alitas de cinco dedos cada una, que de poco me sirven donde están, nada más que para rascarme las orejas. La leche en el vaso, yo fuera de él, a salvo de la leche, amenazante en su blancura. Niño que mira fijamente un vaso de leche, un ángel, porque lo que yo tengo son alas de ángel, como me dijo alguien alguna vez. Pero también un demonio que contempla la maldad en un vaso de leche fría. Todo el odio que puedo crear, toda la vida que puede sucumbir, todas las tempestades concentradas en el vaso que mamá me pone por delante para que meriende. La tarde estancada en el líquido blanco, en la laguna malsana de mi merienda. ¿En qué piensas que te quedas cuajado?, me pregunta mamá. Y yo le contesto: en nada, en nada, así dos veces en nada. Pues venga, tómate la leche, me dice. Y me la trago, me trago todo el odio, todo el miedo, la pena, la rabia y el espanto que hay en mi vaso de leche. Bastante tengo con no atragantarme, con no morir ahogado. Sorbo la leche de un tirón, como un chico bueno, y sonrío, miro a mamá para que ella pueda sonreír también. En ese instante sé que echa en falta, es una idiotez lo que voy a decir, pero es esa idiotez que tanto se ha usado en los anuncios televisivos, ella echa en falta un bigote de leche blanca sobre mi labio.

lunes, 21 de febrero de 2011

El hombre del taller


La fotografía es de Phillip Toledano

Ayer, anoche, un hombre entró en mi casa y me puso una bolsa de papel en la cabeza. Me gustó. No tuve tiempo de verlo, pero era el hombre que ayer, por la tarde, me lavó el coche. Supongo que encontró unas llaves y la dirección en mis papeles. Me cobró veinte euros y estuvo liado casi dos horas con él. Cuando fui a recogerlo me di cuenta de que tenía acento del este. El hombre que anoche estuvo conmigo en mi casa mientras yo tenía una bolsa en la cabeza era muy agradable. Me habló de su vida, de sus dificultades, de las cosas que le preocupaban. Nada que ver con mis problemas. Me explicó, y creo que lo entendí, que no pretendía hacer nada que yo no quisiese. El hombre tenía a su extensa familia lejos, con mujer y dos hijos a la cabeza. Me los imaginé como una riada humana fotografiada para el cartel de una película. Me sentía acalorada bajo la bolsa de papel, pero no quería que el hombre me la sacase de encima y me viese los mofletes enrojecidos. Había estudiado medicina o ingeniería, eso no me quedó claro, porque habló de las dos ciencias. Nunca había ejercido su profesión, había sido soldado, barbero, albañil. Ahora tenía aquel pequeño taller de lavado a mano para automóviles. No era la primera vez que entraba en una casa ajena para ponerle a su propietaria una bolsa de papel en la cabeza y darse a conocer. Nunca hasta el momento lo habían denunciado. Sentí algo así como un picor de celos por dentro. ¿Cuántas veces y, sobre todo, con cuántas mujeres había hecho antes aquello? Era un hombre fuerte y tranquilo. En un momento determinado me preguntó si tenía sed. Me sacó la bolsa para darme el vaso. Él tenía una bolsa de papel con dos agujeros para los ojos. En lugar de sentir miedo, me dio la risa. Como si estuviese con un novio preparando un disfraz para Halloween. Sonará increíble, pero me sentía relajada. Identifiqué ese cosquilleo en el estómago preliminar de la excitación. Luego me volvió a encajar la bolsa y siguió hablando de sus dificultades económicas, de las estrecheces en las que vivía su familia. A mí me importaba muy poco todo aquello, pero me hacía bien tener a aquel hombre en mi apartamento. Me hacía bien, he de confesarlo, la humillación a la que me sometía con la bolsa de papel en la cabeza. Intenté decirle algo que no sonase como una protesta, pero no me lo consintió. Cuando terminó su perorata, se levantó y puso una mano sobre la mía, que reposaba en el brazo del sillón. No te vayas, le dije. No pensaba irme, me dijo. Entró en la cocina y estuvo trasteando en el cajón de los cubiertos, decidido a preparar algo. Nunca temí que pudiese hacerme daño, ni siquiera cuando me agarró las muñecas y me las ató cruzadas una sobre otra. Sentí de nuevo una punzada de celos, porque estaba claro que aquel hombre volvería a hacerle a otras mujeres lo que entonces me estaba haciendo a mí. Pasaré muchas veces por su taller y no dudo que será muy educado conmigo. Supongo que encontraré encima de la mesa de su oficina una fotografía de sus hijos y de su mujer. Jamás aparecerá otra vez por mi casa, eso también lo sé. Es extraño echar de menos todo eso que te importa muy poco, pero es lo que me ocurre a mí. Ya añoro todo lo que me contó anoche, asuntos que no me incumben, que no me interesan. Ese hombre hoy me ignora completamente, como si nunca me hubiese tenido a su merced.

domingo, 20 de febrero de 2011

El ascensor de Robinson Defoe


La fotografía es de la ciudad abandonada de Pripyat

No sé si hubiera sido posible averiguar realmente por qué todo el mundo se había marchado, pero yo no quise hacerlo. Nunca creí en la amenza, en el peligro que corría quedándome en la ciudad. No hice caso de las advertencias de las autoridades, de los avisos de evacuación, entré en unos recreativos y dejé que la gente se marchase mientras yo jugaba una partida de billar francés sin contrincante. Desde entonces he practicado mucho, pero reconozco que soy un jugador mediocre. Suponía que no estaba solo, pero en años no había visto a nadie. Me llamo Robinson Defoe. No porque ese sea el nombre que me pusieron mis padres, sino porque me da la gana de llamarme así. Este lugar, que no está rodeado de agua por todas partes, sino de autopistas y vías de circunvalación, por las que no transita ni un solo vehículo, es una isla, no porque lo sea, sino porque no lo es. Escribo porque estar todo el tiempo jugando al billar francés sin contrincante sería muy estupido, y aburrido. Y porque estoy cumpliendo la fantasía de muchos hombres. Sigo viviendo en el mismo apartamento de siempre. Al principio decidí mudarme a un lugar mejor. Busqué en otras zonas, cerca de un parque, con vistas a la bahía, con canchas de tenis y frontón, en fin, alguna cosa mejor orientada, y al principio fue divertido, como andar de mujer en mujer, pero luego volví aquí. A esta torre, al piso doce, sin ascensor, porque aunque funciona, no me arriesgo a que se averie conmigo dentro. Estoy en forma, salgo todas las mañanas y recorro la ciudad a buen paso, intento conservar lo que está a mi alcance, cada semana en un sector distinto, pero sin un gran empeño. No hago nada contra la corrosión del tiempo, del mar, del sol y la ventisca, me limito a cerrar alguna puerta antes de que se desencaje, pero cuando compruebo que eso sólo sirve para que se atasque y correr el riesgo de no volver a abrirla, decido no tocar nada, así que acabo limitándome a mirar cómo la ciudad se va humanizando sin personas, cómo su organismo se oxida, se hincha o se desinfla, cómo pierde vitalidad y gana mansedumbre. Mi rutina es muy parecida a la de un científico. Después del paseo matutino entro en una cafetería y me preparo un desayuno. He de decir que las cámaras frigoríficas y las despensas están bien abastecidas y organizadas. Dibujo un mapa o guía de los lugares de aprovisionamiento, especifico detalles de interés, tomo notas, compruebo que los servicios de agua y luz funcionen correctamente. Hago fotografías de todo. Por la tarde regreso aquí y pongo orden en todo ese material. A última hora, antes de irme a la cama, leo. No tengo noticias del exterior, se ha perdido la sintonía de todos los canales de televisión y la radio tampoco funciona. Desde el piso doce sin ascensor contemplo la inmensidad de un mar de vacío, las calles arrasadas por el viento, el espectáculo sobrecogido de mi mente proyectada en el asfalto, porque sé que la ciudad que hay ante mí es un espacio de imaginación. Como hacer carambolas, como fallarlas en los billares abandonados. Como estas palabras. No obstante, hay que saber qué hacer con uno mismo; a estas alturas salir de la ciudad sería un suicidio, sin noticias de lo que hay tras ese horizonte. En la playa por la mañana un tipo me ha sobrepasado corriendo, un desquiciado, que no dejaba de soltar incoherencias, me ha pedido cincuenta céntimos para el billete del autobús. Nunca he pensado, ya lo dije, que fuese yo el único habitante que hubiese quedado en la ciudad, pero han pasado tres años hasta este momento. El tipo ha seguido corriendo con un discurso enrevesado sobre la actitud positiva. Eh, espera, le he gritado. Pero no lo he podido alcanzar. Cincuenta céntimos, he estado repitiendo toda la tarde, intentando imitar la voz y el acento del hombre, sin éxito. He recorrido las paradas de autobuses, he subido a alguno de ellos. He encontrado restos de comida y recipientes de alguien que ha vivido últimamente por ahí. Durante días, semanas enteras, mi único propósito ha sido volver a encontrar a ese hombre. Subo a un autobús, tomo asiento y espero media hora, mirando por la ventanilla, a que el hombre aparezca, no lo hace y luego me bajo. Tomo otro, en otra línea, detenido en el arcén, y así hasta que me canso del viaje estático, infructuoso. Pero cuando mi esperanza era ya una rutina sin memoria, el hombre entró en el mismo autobús al que yo había decidido subir. Habla con un conductor inexistente, ante el que se disculpa por no tener el importe completo para el billete. Se dirige a pasajeros inexistentes para ver si alguno está dispuesto a ayudarle con cincuenta céntimos. Yo los llevo preparados en el bolsillo para ofrecérselos, pero alguien inexistente se me adelanta y el loco se acerca al lugar del conductor. No parece haberme visto, así que decido quedarme quieto y hacer el viaje que él hace, un viaje estático e interior, lleno de desvaríos. El loco se levanta y le dice al conductor que se detenga, que le abra la puerta, que tiene que recoger algo que se le ha caído por la ventanilla. Y así es. Esa misma tarde, de vuelta a mi apartamento, decido tomar el ascensor hasta la planta doce. El corazón se me iba a salir por la garganta, no recordaba haber hecho nada tan emocionante en mi vida. El ascensor llega a su destino sin problemas.

sábado, 19 de febrero de 2011

La ciudad soñada



Un muro se aproximó a un hombre. Admitidlo. Fue así. El hombre estaba quieto en mitad de la calle y fue el muro el que vino corriendo hacia él, estrechando el perímetro de la ciudad, empujando casas, calles y vehículos hacia dentro. El hombre se vio ante el muro y lo quiso saltar, pero en el intento se rompió una pierna. Se dijo: por mí no ha quedado, pero nunca volvió a caminar como antes. Un día, sin haberlo pensado de antemano, el hombre marchó hasta el muro, que se había ido alejando campo através, aproximándose a cualquier viajero que aparecía por los caminos. Lo saltó entonces con sorprendente facilidad, a pesar de los achaques de su pierna, y se encontró extramuros cerca del paso de los viajeros, a los que el hombre advertía que tuviesen cuidado con el muro. En los sueños las personas son quienes son y sus contrarios con la mayor naturalidad. Yo a veces era el muro y a veces era el hombre, en ocasiones los dos a un tiempo. Despertaba por la mañana, miraba hacia fuera a través de la ventana para ver qué tiempo hacía, y así averiguaba también si ese día, para ir a mi oficina, tendría que salir de la ciudad o entrar en ella.



Las dos fotografías son de las pintadas sobre el muro de Berlín, de Rafael Muñoz

jueves, 17 de febrero de 2011

El laberinto


La fotografía es del monumento contra el holocausto de Berlin

-Ya me habían hablado de su taxi. Y de usted.
-Espero que bien.
-Y veo que es cierto todo lo que me dijeron, coincido en sensaciones con mis informantes.
-¿Sigo recto?
-Conduzca usted intuitivamente. Yo le avisaré dónde me bajo. ¿Le incomoda?
-No se preocupe, en más de una ocasión he estado haciendo tiempo con algún cliente, dando vueltas por la ciudad.
-En este caso más que de hacer tiempo se trata de alcanzar un objetivo, de llegar a una parte.
-¿Es una especie de prueba, un experimento?
-Digamos que es un reto personal, un viejo sueño.
-Usted paga la carrera, usted manda.
-Sin su colaboración sé que nunca lo conseguiría, se lo agradezco.
-Hay cientos de taxis en esta ciudad y sus conductores son excelentes profesionales.
-Ya. Pero va a ser usted y no otro quien me lleve adonde tengo que ir.
-Vale, ¿pero no hay pistas?
-Por el momento, ninguna, déjese llevar por la fluidez del tráfico, coja los desvíos que le parezcan oportunos, evite las vías que no sean de su agrado, y marche con seguridad y confianza.
-¿Pongo la radio?
-Es una idea excelente.
-¿Prefiere usted noticias o música?
-Eso también lo dejo a su gusto.
-Perfecto.
-Esta vez voy a conseguirlo. Llevo años intentando llegar a un lugar. Casi cada mes he hecho una prueba, pero nunca he tenido suerte. Fallaba algo al principio o en el último momento, señales que me decían que no era el lugar al que tenía que ir.
-Vamos a ir hacia la periferia.
-Emocionante. Procure por lo que más quiera no tener un pinchazo, eso nos cortaría la buena racha...
-Cruce los dedos, hace años que no tengo uno, y voy a evitar también embotellamientos.
-Los tengo cruzados desde que me monté.
-Allá vamos.
-Tiene usted una seguridad prodigiosa, me lo habían advertido, pero no llegué a imaginar hasta qué punto.
-Llevo muchos años en el taxi, he visto y oído de todo y me tengo por un buen profesional.
-Es usted mi ángel de salvación.
-Sólo hago mi trabajo.
-Esta zona me es completamente desconocida, nunca antes había venido por aquí.
-Pese a su fama y su aspecto es un lugar seguro. Allí hay una laguna y un pinar, y más allá un barrio, el último al que llegan los autobuses urbanos.
-Este lugar podría servir para hacer desaparecer el cuerpo de un hombre o para venir a dar un agradable paseo con la familia y luego merendar en una terraza. Deténgase. Es aquí. Este es el lugar. Me bajaré.
-¿Aquí?
-Si.Tome, quédese con el cambio.
-Le ayudo con la maleta.
-Gracias.Estoy muy contento, muy feliz por haber encontrado la salida. La verdad es que ya no podía más, pensaba que me quedaría dentro para siempre.¿Sabe usted lo que llevo en la maleta?
-No, pero veo que le pesa.
-¿No siente usted curiosidad? Se lo diré. Es usted la primera persona, y la última,que estará al tanto de mi secreto. En esta maleta transporto la cabeza de toro que le corté a un hombre. Se la muestro.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Nominaciones a los II Premios Revista de Letras



Con el patrocinio de ACER y la colaboración de LA VANGUARDIA.ES y LIBRERÍAS BERTRAND, estos son los nominados:

PREMIO REVISTA DE LETRAS AL MEJOR BLOG NACIONAL DE CREACIÓN LITERARIA:

- Bosque de luciérnagas, de Luciana Salvador Serradell

- El doctor Frankenstein, supongo, de Jesus Esnaola Moraza

- Cuentos de barro, de Antonio Báez Rodríguez

- El blog oculto del Caboclo, de José Mª González-Serna Sánchez

- Loulou revisited, de Inmaculada C. Pérez Parra

PREMIO REVISTA DE LETRAS AL MEJOR BLOG NACIONAL DE CRÍTICA LITERARIA:

- Blog de Patricio Pron, de Patricio Pron

- Sólo critico los libros que leo, de Albert Fabregat Gorro

- El lamento de Portnoy, de Javier Avilés Viaplana

- Poéticas de Ixil, de Jon Obeso Ruiz de Gordoa

- J. S. de Montfort escribe, de J. S. de Montfort

PREMIO REVISTA DE LETRAS AL MEJOR BLOG INTERNACIONAL DE CREACIÓN Y/O CRÍTICA LITERARIA:

- Rox-Puros cuentos, de Rosalinda Muñoz Rodríguez (México)

- Percepciones de la ignorancia, de Rodrigo J. A. Valla (Argentina)

- Un esqueleto en el escritorio, de Natalia González de la Llana Fernández (Alemania)

- Y ahora, ¿qué hora es en Australia?, de Sam Corcobado Moreno (Australia)

- El melancólico vacío, de Juan Pablo Carrillo Hernández (Argentina)

Enlaces a los blogs, aquí.

El PREMIO ESPECIAL RDL DIVULGACIÓN 2010 se hará público en el acto que se celebrará el 26 de marzo en la librería Bertrand de Barcelona.

¿Cómo votar?

. A través del siguiente enlace:

http://www.revistadeletras.net/votaciones/


. No es necesario registrarse. Los votos son anónimos.

. Los votos en cada categoría son independientes (se puede votar en una, dos, tres… o en todas). No es necesario que se haga el mismo día.

. Tan sólo se puede votar una vez en cada categoría. El sistema identifica ip y ordenador desde el que se emite el voto. Se investigaran votos sospechosos anulandose todos aquellos que se consideren fraudulentos.

. El plazo para poder registrar los votos finaliza el 2 de marzo de 2011 (inclusive).

martes, 15 de febrero de 2011

La escultura


La fotografía es de Tamar Levine

He tomado una decisión, no soy un hombre muy decidido, pero por fin hoy me he cortado un trozo de carne del cachete izquierdo, de la nalga, podría decir, del culo, hablando en plata. Es una cosa que he tenido que hacer. Una obligación moral muchos años aplazada, un sentimiento de culpa enraizado en esa madeja de tiempo y pequeñas obligaciones con las que se va construyendo un modo de ser, de querer ser. La escultura. Pensé quitarme ese pedazo, que me pareció sobrante. Si hubiese sido una rinoplastia otro gallo me habría cantado. Muchos años oyendo: tienes que tomar una decisión al respecto. Hasta donde pude ir tirando con el culo almohadillado, bien. Pero llegó el día que dije: no más. No sé. Me dijeron: repercutirá en tu bienestar. Otros: has tomado la decisión correcta, has sido muy valiente. No voy a entrar en detalles. Lo importante es, sin embargo, que estratégicamente, me podéis considerar un hombre como otro cualquiera; la sicología a la que me he visto abocado ha sido producto de compromisos e imposturas. Desde que he decidido prescindir de ese trozo inútil de carne, tengo libertad para no ser quien he sido tanto tiempo con el cachete entero. ¿Me he preocupado de decir cómo me llamo, cómo me peino o qué marca de tabaco fumé durante más de veinte años, en el supuesto caso de que haya sido fumador? Tomada la decisión y ejecutado el plan, un mecanismo de relojería se ha puesto en marcha para encontrar un lugar en el que mi gesto salve al mundo. Si he de ser sincero, no lo he hecho tanto por mí como por los demás. Podría no haber tomado ninguna decisión, no haber movido un dedo por nada ni por nadie. Haber llegado a ser alguien extremadamente decidido que no toma decisiones porque no le da la gana. Pero hice lo contrario. Es paradójico ¿verdad? En el bote que presento en esta sala está ese trozo de mí del que decidí deshacerme, porque en cierto modo me pareció sobrante. Sólo en cierto modo, si he de decir toda la verdad.

lunes, 14 de febrero de 2011

Tres hombres y unas moscas



Hay tres hombres fumando en la calle bajo el foco de una farola. El primer hombre acaba de bajar la basura, pero todavía no se ha librado de ella. A veces la tiene en una mano, otras la deja a sus pies. Es este hombre el que ha ofrecido los cigarrillos. El segundo hombre se acerca de vez en cuando al contenedor, cuya boca está desmesuradamente abierta y repleta de bolsas, que caen en una cascada inmóvil hasta el suelo. Lleva un palo largo en la mano que le sirve para inspeccionar lo que hay dentro de las bolsas. Fuma con avidez, mira con avidez todo lo que hay fuera del cerco de luz, como si quisiera penetrar con sus ojos dentro de las sombras. El tercero lleva uniforme del servicio de limpiezas municipal, roto y sucio, como uno de esos veteranos de guerra incapaces de deshacerse de las viejas prendas.
-Muchos años escarbando en la basura. Buscando tesoros, ¡eh?
-Mi mujer me regaña porque dice que no reciclo. A veces me hago un lío y echo una lata o un tetrabrick en el recipiente equivocado, pero es que no es fácil. Hemos tenido muchas broncas por ese motivo.
-Para mí no fue fácil acostumbrarme al trabajo. Al principio no podía contener las arcadas.
-Y mira ahora, tan a gusto aquí los tres, al fresco, bueno, bajo este aire pestilente.
-No huele tan mal.
-A tí el oficio te hizo perder el olfato.
-No deberías bajarla hoy, por la huelga.
-Tampoco la puedo dejar en casa, me van a llegar al techo. Esta bolsa no tiene desperdicios, sólo latas y plásticos. Además a esta hora ya no sé bajar sin una bolsa en la mano.
-Je, je, je. Te has venido con las zapatillas de andar por casa.
-Ni me he dado cuenta.
-Yo tendré como cien pares de zapatillas de andar por casa, eso sí, todos muy parecidos. Pero nunca uso unas. Cuando me quito estas botas es para meterme en la cama, y muchas veces ni me las quito.
-Primero mi padre. Yo me juré que nunca me dedicaría a lo mismo, pero cuando entré en la empresa me consideré afortunado. Ya lo hubieran querido muchos para si. Entonces era un puesto seguro. Luego lo que pasa, que la vida se encarga de llevarte por donde ella quiere.
-¿Y tú crees que la huelga servirá para algo?
-Bueno, las ratas ya han empezado a escalar hacia los balcones.
-Ayer mi mujer encontró una en mitad del salón.
-La gente está muy cabreada.
-Todo el mundo está muy cabreado.
-Hay enjambres de insectos por todas partes.
-A mí me gustan los insectos, las moscas, los mosquitos, las cucarachas.
-A la gente normal no. A mí no.
-Puede surgir una epidemia en cualquier momento.
-Los niños no tienen culpa de nada.
-Los niños son unos grandísimos hijos de perra culpables de muchas cosas.
-Quizás sea asunto, entonces, del ejército.
-Deberían entregarnos el control a los veteranos.
-Sí, a los chiflados como tú.
-Bueno, he de volver a subir, si no quiero que mi mujer se preocupe. La verdad es que no sé dónde poner la bolsa. Quizás me sea más fácil encontrarle sitio en casa.
-Dámela a mí, la colocaré en la mía.
-Gracias.
-¿Vais a venir mañana?
-Hombre, habrá que ver en qué para todo esto.
-¿Bajarás con una bolsa?
-Lo he dicho ya. Sin la bolsa no sería capaz de bajar.
-No te preocupes, yo me la llevaré.


Las fotografías proceden de El arte es basura

domingo, 13 de febrero de 2011

Una pizza de encargo


La fotografía es de Alec Soth, de un libro titulado Niágara

-Buenas noches, su pizza.
-Buenas noches, pero yo no he pedido una pizza.
-¿Esto no es Carrera Farala, número 6, 3ºB?
-Sí, correcto. ¡Diana!, ¿has encargado tú una pizza?
-¡Yo, no!
-Me temo que ha habido un error. Quizás sea otro número.
-¿Su teléfono es el 6745126773?
-Sí, correcto. Pero nosotros no hemos llamado para encargar una pizza. Estamos mi mujer y yo solos y además no nos gustan ese tipo de pizzas.
-¿Qué quiere decir usted? Le aseguro que usamos ingredientes seleccionados de primera calidad. Mire yo he trabajado en todo tipo de bares y restaurantes y le puedo decir que en esta empresa los controles de higiene son los más rigurosos.
-No me malinterpretes, muchacho.
-No me llame usted muchacho.
-Perdona, no te he querido ofender. ¿De qué es la pizza que traes?
-Marítima.
-¿Qué lleva?
-Anchoas, mejillones, atún y pimientos.
-Bueno, mira me la quedo. Por hacerte el favor. Pero que sepas que no la hemos encargado nosotros.
-No hay problema, la puedo devolver. Les digo a mis jefes que alguien les ha querido gastar una broma y les ha encargado una pizza sin su consentimiento.
-La verdad es que me apetece la pizza.
-Está muy buena. A mí el pescado no me sienta bien, tengo una alergia, pero los clientes que la piden siempre dicen que es exquisita.
-Venga, dámela.
-Viene con unas latas de cocacola.
-Mi mujer y yo no tomamos cocacola.
-Es una promoción, son de regalo.
-Bueno, vale. ¿Cuánto es?
-Son 16 euros.
-Toma.
-No llevo cambio de eso. ¿No tiene usted un billete más pequeño?
-Creo que no.
-Advierten siempre cuando se hace el encargo que los repartidores traemos el cambio justo.
-Oye, te he dicho antes que nosotros no hemos encargado esta pizza, así que nadie nos ha advertido de nada.
-Perdón.
-Bueno, mira, no ha sido buena idea la de quedarme con la pizza.
-¡Dile a ese chico que pase, no lo tengas en la puerta!
-¿Qué dices, Diana? ...Dice mi mujer que pases. A lo mejor ella tiene un billete más pequeño.
-De acuerdo, con su permiso.
-Entra, al fondo, estábamos en el estudio.
-Pero, oiga, esta mujer...
-No te preocupes, ninguna de las cuerdas le hace daño, sólo sirven para inmovilizarla. Diana, cariño, ¿tienes tú suelto para pagar la pizza?
-Mira en mi bolso.
-Sí, aquí hay uno de 20. Toma.
-¿Pero por qué hacen ustedes esto?
-¿A qué te refieres?
-¿Por qué está su mujer colgada del techo, atada como si fuese...?
-Mira, ya sólo queda ponerle la mordaza. ¿Se la quieres poner tú? Cariño, este chico tan simpático va a sellar tu sucia boca.
-Yo me tengo que marchar.
-De acuerdo, chico, si no quieres, no te voy a obligar, pero no olvides que me debes el cambio.
-Aquí tiene.
-¿Sabes salir?
-Sí, sí, no se preocupe. Buen provecho.
-Gracias.
-¡Oye!
-¿Sí?
-Que ha sido una broma, que sí que encargué yo la pizza.

jueves, 10 de febrero de 2011

Prisionero y libertador


-¿Es usted un prisionero?
-¿Y usted es un libertador?
-No me conteste con una pregunta. Si no es usted un prisionero lo tendré que tratar como a un enemigo.
-Tráteme usted como quiera.
-Le advierto que habrá diferencia en el trato.
-Puede usted tratarme un rato como a un prisionero recién liberado y luego como a uno de sus carceleros. Me hace esa ilusión.
-Veo que no se está tomando usted en serio su destino.
-Perdone, perdone las risas, son los nervios, no sé qué es lo que me pasa. Pero le juro que le agradezco su preocupación por mí.
-Muchos hombres han dado su vida por llegar hasta este lugar para liberarles.
-Lo siento. No he querido...
-Póngase en su fila, sea cual sea.
-¿Puedo ofrecerle un cigarrillo? ¿Una chocolatina?
-No, gracias. Traigo los bolsillos llenos de cigarrillos y chocolatinas. Nos dijeron que cuando los liberásemos se los ofreciésemos. Pero me temo que nada está saliendo como era de esperar.
-A nosotros nos dijeron que nunca vendría nadie a sacarnos de aquí, y estábamos convencidos de que así sería.
-Eso fue una estrategia para derrotarles moralmente. Y creo que bastante eficaz, por lo que veo.
-No lo sé. Voy a fumar.
-Es la misma marca que traemos nosotros.
-Sí, pero no.
-Ya, sí, pero no.
-¿Y ahora?
-Todo el mundo está esperando la liberación. Van a ser recibidos ustedes como héroes.
-¡Un héroe!
-Así es.
-Me alegro por mi madre. ¿Sabe, antes de caer prisionero, le di muchos disgustos?
-Pues ahora ella se sentirá muy orgullosa de usted.
-No sé si estará viva. ¿Usted tiene familia?
-Mujer e hijos. Mire, tengo una fotografía en la cartera.
-Muy guapa su mujer. Y sus hijos tienen pinta de chicos inteligentes.
-La verdad es que soy un hombre afortunado.
-Hoy todos lo somos. Es el día de la liberación.
-Es un día histórico.
-Sí que lo es. Me gustaría darle un abrazo.
-Puede usted hacerlo. Los fotógrafos estarán encantados.
-Huele usted muy bien. Perdone, pero yo apesto.
-Eso no tiene importancia en momentos como éste.
-Me gustaría volver a verle alguna vez después de que pase todo esto de la liberación.
-Estaré encantado. Le invito a visitarnos en nuestra casa. Es grande y tiene cuarto de invitados.
-Prefiero que venga usted a mi casa, vivo solo. En la suya me sentiría violento. Su mujer es demasiado hermosa.
-Pues búsquese una novia. Así podríamos quedar para ir a cenar algún sábado.
-Esa sí que me parece una buena idea. Mi madre también se alegraría.
-Claro, hombre, esa es la actitud.
-Ha sido usted muy bueno conmigo, muy paciente y no se merece que yo le engañe. La verdad es que creo que no soy uno de los prisioneros. Cuando les he visto entrar en la fortaleza me he quitado mi uniforme de guardián y me he vestido así.
-Me lo ha puesto usted difícil de principio a final. Podría pegarle un tiro ahora mismo y decir que se ha resistido.
-Lo sé.
-Empecemos de nuevo.
-Gracias, gracias, gracias, nunca hemos dejado de tener esperanza.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Los zapatos del mudo


La fotografía es de Chema Madoz

He visto a un hombre con un zapato en la cabeza. Y me ha sobrecogido. Conozco a ese hombre, pero no sé de qué. Tiene un aire desquiciado, irreductible. Es un zapato muy roto, lleno de pegotes de polvo endurecido, enlodado, con un agujero en la punta. Me da la impresión de que es exageradamente grande para los pies del hombre, que está descalzo. El otro zapato sale disparado como un proyectil desde una de sus manos. Se estrella contra el asfalto, rueda a trompicones y los coches le pasan por encima. Tiene unos pies muy pequeños el hombre, muy delicados, blancos y reblandecidos, en contraste con el resto de su fisonomía, que es seca y áspera: sus manos, su rostro sin afeitar, su cabeza encrespada. El hombre articula gañidos más que palabras. Ya sé quién es. Cómo no he podido reconocerlo antes. Ese hombre y yo hemos jugado mucho de niños. Hemos peleado también. Siempre ganaba él, ganaba y gritaba de un modo ininteligible, pero todos sabíamos lo que quería decir. Se hacía entender levantando un brazo, golpeándose el pecho con el orgullo de los guerreros. Las palabras eran nuestras, los gestos suyos. Ese hombre ha detenido el tráfico para recuperar su zapato con el otro sobre la cabeza. Cuántos años. Seguramente dejé de jugar con él, de pelear con él cuando éramos niños, luego dejé de verlo, y lo olvidé. Alguna vez acaso conté una anécdota de la infancia en la que él estaba presente, siempre con sus gruñidos, con esas pocas palabras llenas de vocales que algunos le entendíamos cuando nos daba la gana. Nunca nada más. Y hoy, al mirar para cruzar la calle, veo a un hombre con un zapato en la cabeza. Me siento desolado al ver ese zapato sobre su cabeza. El mundo se me viene encima. Sus pies pequeños y débiles me encogen el corazón, sus pantalones rotos y caídos, la mugrienta ropa interior al descubierto, el zapato que vuela. Chilla como un pájaro, como un animal cogido. Un grito que reconozco inmediatamente, que identifico desde aquellas peleas de niños, cuando los dos nos enganchábamos por la cabeza con la mala intención de no soltar nunca en la vida al otro, aunque a mí me flaquearan antes las fuerzas. Vencía y gritaba de la misma manera que lo ha hecho ahora. Lo entiendo. Sé que es el gañido del animal que vence, pero finjo que no lo entiendo, como ya hacía cuando era un niño, cuando mi venganza consistía en fingir que no entendía sus gestos, sus ruidos. Ahora el hombre recupera su zapato y también ese se lo pone sobre la cabeza. No quiero que me vea. Me da miedo que pueda reconocerme. Quiero ser, como todos los transeúntes que lo observan, un transeúnte más. Esta cobardía nueva, a la que me acojo, tendrá sus efectos más tarde, cuando ya no me encuentre ante el hombre con los zapatos en la cabeza. Llegaré a alguna parte, a cualquiera de esos lugares cotidianos en los que me escondo, supongo que a la oficina o a mi casa. Abriré una ventana y me gustaría poder escupir y con ese sencillo gesto olvidar que he visto a ese hombre.

martes, 8 de febrero de 2011

El vino de los amigos


La fotografía es de Haisisi Park

Todavía soy un hombre de amigos. No he cultivado en mi vida otra cosa con más ahínco que la amistad. El amor conyugal me aburrió enseguida y después de mi divorcio sólo me he entretenido con aventuras sin trascendencia. Los negocios me agobiaban, así que le entregué las riendas a mis hermanos en cuanto se me presentó la ocasión. Ni el estudio ni las maquetas de barcos vikingos ni el cine ni la ópera han conseguido arrebatarme. No entiendo la amistad sin copas de por medio, tampoco sin comida, sin tabaco ni lupanares. El resultado saltaría a la vista si me tuvierais delante. Estoy muy entrado en kilos, toso como un perro, me ahogo subiendo tres escalones y me muevo sin prisa, como un viejo dinosaurio remiso a abandonar la habitación de un soñador. Me he citado en el bar de la plaza con un viejo amigo que murió el año pasado. Me he citado mentalmente, no soy un loco. Es un pequeño homenaje que le quiero rendir. El bar en el que solíamos encontrarnos al menos una vez al mes. Mi amigo era escritor. Nunca en vida conversamos de literatura. Mi amigo me contaba sus proyectos o los chismes del mundillo literario, pero no pasábamos de ahí. Bebíamos, fumábamos y proyectábamos una serie de viajes irrealizables. Nos despedíamos y hasta la siguiente ocasión. Mi amigo estaba casado, tenía hijos y llevaba una vida agobiante en un despacho ministerial. Le quedaba muy poco tiempo para los amigos, hasta el punto de que puedo decir que yo era uno de los pocos, si no el único. Supongo que lo habrán mandado al infierno. No le encuentro méritos para que haya acabado en el cielo. El caso es que lo imagino allí solo. Como aquí. Por eso he decidido quedar una vez al año con él. Nunca se sabe. He pedido una botella de vino y precisamente ahora estoy hablando de él con el dueño. Ninguno de los dos leíamos sus libros. Ese mundo cerrado en el que él se refugiaba a nosotros nos importaba muy poco, pero ahora lo echamos de menos sin haberlo conocido. Ahí están los volúmenes que nos regalaba intactos. Me pregunto qué sentido tiene abrir cualquiera de ellos. ¿Quién en su sano juicio quiere contemplar la fotografía de un muerto? ¿No es mejor pasar a su lado sin verla? Todo ese papel lleno de extrañas huellas, de palabras que habría que barajar nuevamente para que la vida que las ordenó adquiriera su verdadero significado, el sinsentido de tanto fingimiento anulado por un nuevo sinsentido. Me gusta beberme las botellas de vino a pares. Me ayuda a celebrar la amistad. Y también la soledad de quien no ha hecho otra cosa en su vida que cultivar a los amigos. Esas pesadas sombras que regresan del infierno cuando uno menos lo espera. Soplan como un viento malsano y frío que nos obliga a subirnos el abrigo de vuelta a casa, nos dicen al oído que también nos echan de menos.

lunes, 7 de febrero de 2011

Sin blanca


La fotografía procede del blog The sartorialist

Me senté en una mesa de la terraza del restaurante, me trajeron la carta y pedí. Según los precios marcados hice mentalmente la cuenta. Una costumbre, no una manía, más bien la prevención de quien siempre ha ido apurado de dinero. Enfrente había una tienda de moda femenina en la que los maniquíes del escaparate habían sido desnudados. No me quedaba ni un céntimo, pero había encargado una comida que no iba a poder pagar y la desnudez plástica de los maniquíes me resultaba amenazante. Le pregunté al camarero si vendían tabaco y me dijo que en la esquina había un bar con máquina dispensadora. Me levanté y ya no volví. Luego fui a tomar café. Tuve suerte. Encontré a un conocido en la barra y él me lo pagó. Quise corresponderle y lo invité a una copa. Me marché en una de las visitas al servicio, que estaba al lado de la puerta. Volví a la terraza en la que me había sentado al mediodía y ya estaba cerrada. Una dependienta vestía a los maniquíes. Busco un vestido para un regalo, dije. Es para alguien así como tú. Después de una amplia exhibición de telas, cortes y colores, me decidí. Le dije que me lo reservara, que pasaría a última hora con la chica para recogerlo. Los maniquíes se habían quedado a medio vestir. Pero los sentía más cómplices ahora que hacía un rato. Pensé que si tomaba un helado recobraría la seguridad y confianza perdidas. Pedí un cucurucho mediano de chocolate y cuando la chica estaba a punto de entragármelo le dije que se me había olvidado coger la cartera, pero ella insistió con la misma amable sonrisa para que me lo llevase y se lo pagara otro día al pasar por allí. Gracias, encanto, le dije. Nunca antes en mi vida le había dicho a nadie gracias, encanto. Me parece ese un lenguaje de viejas, y a mí la chica me gustó, de modo que enrojecí. Me entraron ganas de leer, de enredarme en alguna historia con la que inspirar mi pobreza. Luego llegué a la estación de trenes, que es un lugar al que había acudido cuando era joven y me sentía apenado. Pero la estación está ahora integrada dentro de un gran centro comercial. Subí y bajé varias veces por las escaleras automáticas hasta que llegó la hora de que un tren partiera. La emoción de perderlo de vista en el horizonte me llenó de melancolía, de una tristeza lejana que envolvía mis penurias en un celofán metafísico. Quizás alguien esté pensando en un heredero cuya fortuna vino paulatinamente a menos o en la bancarrota de un hombre de negocios. Me entretuve un rato más paseando por el centro comercial, buscando la complicidad de los maniquíes en los escaparates, que a esas alturas me ofrecían ya en su distante estatismo el alivio y consuelo que los empleados de los negocios no me podían proporcionar como cliente. Todas las veces que pasé la tarjeta de crédito, se me informó de que no se les permitía el cargo. Lo solucionaré y volveré mañana, les decía yo. No, no recuerdo haber malgastado ninguna herencia, ni haber hecho un mal negocio. Toda mi vida ha sido así, llena de apuros, con dificultades para llegar a fin de mes y pendiente de trabajos con sueldos miserables.

domingo, 6 de febrero de 2011

Inventos


Cigarette Pack Holder, 1955

En el cielo había nubes, lagartos, espárragos, flores, monedas. Me detuve y le señalé generoso a mi acompañante un banco de carpas que en ese instante lo cruzaba.
-Me horripila el silencio, le dije. Me he pasado la vida inventando cosas. Todas las que ya existían.
Me miró. Puedo decir que mi acompañante era el futuro. Un hombre apenado, a veces mujer, según le diera la luz se iba modificando. Me miró, he dicho.
-Lo sé, has existido tus silencios en inventos sin porvenir. Digas lo que digas. No olvides que soy una divinidad entristecida.
Inventé la muerte. Yo. Antes de mí, pensaba, no existía en el mundo. Las pobres gentes se morían sin muerte. Yo fabriqué un cacharro, un molde. La muerte sin muertitos. Luego las pobres gentes me fueron trayendo sus muertitos para que en el cacharro, en el molde, yo los etiquetara de muerte. Violenta o natural, precipitada o tardía. Dejé el chisme en la calle. Desapareció, pero las pobres gentes se fabricaron uno propio. En cada casa había muerte antes que los muertitos y después.
Pero yo nunca me enriquecí. Siempre inventando algo y abandonándolo después en un jardín, en una playa, en un dormitorio.
Una tarde de domingo inventé el amor para los enamorados, que antes de mí no existía, pensaba yo. Les gustó, les vino bien en general, aunque siempre hay quien le da malas aplicaciones a un invento.
-Me espanta toda palabrería, le dije a mi acompañante.
Me miró. Puedo decir que mi acompañante era el pasado del pasado. Un tipo circunspecto, con bombín y paraguas. Llevaba un diccionario dentro de la camisa, allí donde todos los hombres, las pobres gentes, tienen el corazón. Se golpeó en la cubierta, como diciendo pues con bueno has ido a dar.
-Eres una sombra clavada, me dijo. Un trozo de tierra reseca en la que cae la lluvia.
Inventé el tiempo, que no estaba inventado, me parecía. Había relojes, mucha filosofía, obras de arte. Les di a las pobres gentes de mi ciudad una linterna con la que podían alumbrar el futuro. Salían apenados, como si hubiesen visto una película muy triste. Con la misma linterna podían alumbrar al señor del bombín y el paraguas, que al instante se derretía, lo que provocaba decepción.
Ahora estoy inventando el humor para las pobres gentes que ríen. Es un cacharro con una escobilla en la punta. Pero aún no lo he probado. El humor, que me parece tan necesario y a nadie se le ha ocurrido inventar, cosa que no entiendo. Le he puesto pechos a la maquinita, como naranjas.
-Estoy asustado, le dije a mi acompañante, que leía lo que acabáis de leer. Todo es ridículo.
Me miró. Puedo decir que mi acompañante era un bebé que apenas sabía imitar el ladrido de los perros. Ladró, a su manera.

sábado, 5 de febrero de 2011

Mi novio me pide que me afeite


La fotografía es de Arnold Odermatt

Mi novio quiere que me afeite, pero yo no estoy por la labor. Me quiere convencer sacando fotos de los cajones donde estoy muy guapo afeitado, como mucho con barba de tres días. Pero estoy harto de mi novio. No sé cómo decírselo. He decidido dejarme una de esas barbas de profeta que tanto le horrorizan. Mi novio dejó a su mujer, a sus hijos, y decidió venirse a vivir conmigo. Nunca me pareció una buena idea. Yo lo prefería como un respetable médico con familia tradicional y doble vida. Me bastaba con aquella parte clandestina, me excitaba su moral indecisa, ambigua, escindida. Ahora me aburre todo lo que hacemos: las aventuras de gimnasio, los viajes a Grecia, a Italia, a Túnez, las cenitas de los sábados que organiza para distraerme. Trabajo en el zoo de la ciudad. Me quedé huérfano muy pronto y siempre soñé con trabajar en un zoo. Siempre he asociado la ausencia de un padre y una madre con mi inclinación por los animales exóticos y salvajes. Conocí a mi novio cuando visitó el zoo con su familia. Los estuve acompañando un buen rato, expliacándole a los niños las costumbres de los leones, de los cocodrilos, de las jirafas. Me gustó. Lo volví a encontrar casualmente en un bar de copas, al que había llegado con unos amigos después de una cena. Era la primera vez que se acostaba con un hombre. Yo nunca me he acostado con una mujer. Mi novio me pide que por favor me afeite. Se le saltan las lágrimas. Yo intento recordar los versos de Lorca sobre la barba de Walt Whitman, pero como tengo una memoria malísima, mientras él saca las fotos en las que estoy tan guapo afeitado, yo saco el libro y busco los versos donde dice: “Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman,/ he dejado de ver tu barba llena de mariposas”. Él no se da cuenta de que lo quiero dejar. Desde que tengo barba ha cambiado el tipo de hombres que se me acercan y también a los que me acerco. La barba me llega ya por el pecho. En el zoo han empezado a llamarme Noé, porque he ido cogiendo su apariencia bíblica. A veces me acuerdo de mis padres, pero son imágenes creadas por mi imaginación, mi madre acaricia la cara de mi padre mientras él conduce. Yo los contemplo desde el asiento de atrás. Me gusta ver cómo la mano de mi madre acaricia la cara de mi padre, ambos sonríen. Desde mi asiento de niño inventado, porque en realidad mis padres son una pareja que ha decidido no tener hijos, veo cómo a mi padre le van saliendo pelos en la cara, cada vez más y más largos. Mi madre acaba acariciando su barba, que le baja por el pecho, luego se le amontona en el regazo y sigue, sigue creciendo. Un día, por fin, mi novio decide marcharse. Me dedica unas palabras envenenadas que me merezco, entre las que oigo asco y vergüenza. El coche en el que viajo con mis padres vuela como si fuese una máquina voladora, pero ellos gritan espantados, como si de un momento a otro fuese a estrellarse contra la dureza del terreno. Sólo los niños inventados sabemos que nada justifica que vaya a caer.

viernes, 4 de febrero de 2011

Ladrón


La foto es de Alberto García-Alix

Hace un rato, en la calle, me han robado. Una chica me distrajo preguntándome por una dirección, otra tropezó conmigo, y bien, no sé si tenían más complices o no. El caso es que llegué a casa, me eché mano a la cartera y ya no la tenía. Al contárselo a mi mujer he notado en ella cierto disgusto. ¿Qué hacías tú con esas chicas?, me ha preguntado. Te acabo de decir que una me hizo una pregunta e inmediatamente después la otra tropezó conmigo, le he dicho. Pero ha hecho un mohín. Mi mujer. De disgusto. Será mejor que aparezca la cartera, ha replicado. No entiendo muy bien el alcance de esa advertencia. Yo también quiero recuperar mi cartera. La chica que me preguntó la hora era singularmente fea, pero se acercó a mí con una sonrisa muy dulce. Mi mujer ha puesto el grito en el cielo. Primero haz dicho que te preguntó dónde había una relojería y ahora dices que te preguntó la hora. Mi mujer está muy enfadada. La chica que tropezó cayó con sus pechos sobre mi brazo. A veces es agradable chocar con alguien. Lo he practicado a conciencia yo también, pero nunca para birlar una cartera. Dentro había documentos, carnets, pero no tenía dinero. Yo acababa de salir de la caja de ahorros, y me había metido el dinero de la pensión en los calcetines. Espero que hayan tirado la cartera en cualquier parte. Voy a bajar a dar una vuelta por el barrio a ver si doy con ella. Si, anda, y no te pongas a charlar con nadie, que ya sabes lo que pasa. Me he sacado el dinero del calcetín y lo he puesto entre los calzoncillos de la cómoda. Mi mujer todavía no sabe que en la cartera sólo iban los documentos. Como siga así, la va a sacar de su error Rita la Cantaora, porque a mí ya me tiene harto. Nunca he sabido plantarme ante ella, la verdad. Mi mujer es hermosísima, guapa de caray. Y bastante más joven que yo. Cuando nos casamos yo ya sabía que no le gustaba, pero ella estaba cansada del mundo en el que se desenvolvía. No la culpo de nada. Echo de menos a las dos chicas de esta mañana, a la fea que me preguntó si quería pasar un buen ratito, y a la de las tetas gordas. Quizás no eran cómplices. Quizás no tenían que ver entre ellas. Miro en las papeleras hasta que en una aparece mi cartera. Esta vez lo que arrojo dentro es el reloj. Mi mujer se va a cabrear mucho a pesar de que la he encontrado.

jueves, 3 de febrero de 2011

El hombre de los agujeros


La fotografía es de Shangai, de David Burdeny

Me siento aquí, en mitad de todo el trasiego del tráfico urbano, tapando el agujero para que nadie caiga dentro de él, hasta que me canso. Me levanto, camino hasta las afueras, contemplo el horizonte, y acabo regresando a los pocos días, acompañado por un enjambre de insectos que sobrevuelan por encima de mi cabeza, otros alojados entre los hilos de mis ropas y muchos que parasitan en mi piel, enredados en el pelo o en el interior de mi organismo. El agujero es suficientemente grande como para que un hombre se pueda colar por él. Quien lo conoce da un rodeo y evita sus bordes, pero siempre hay forasteros que, atraídos por extrañas historias, se quieren asomar a su interior. Si me encuentran a mí sentado encima, con el culo haciendo de tapón, se mantienen alejados, limitándose a hacerme preguntas, mientras aguantan la respiración, debido a la hediondez, y saltan como si estuviesen sobre ascuas, o manotean, porque el bicherío los atosiga. Si yo ando en otra parte alguno acaba cayéndose dentro, pero las autoridades no reconocen la existencia de este agujero, así que nadie acude a rescatarlo. Es gente de pocos amigos, sin familiares, que nadie echa en falta, pero cuyas desapariciones sirven para aumentar la leyenda del pozo. Nosotros lo llamamos agujero. Ayer vinieron dos policías y me dijeron que no podía estar aquí sentado. Me ofrecieron una cama, una ducha y una cena, pero lo rechacé todo. Les dije que cuidaba que nadie se colara por el agujero. Lo estoy tapando con mi cuerpo. No te queremos ver por aquí, vete. Cuando camino lo hago como el general de una legión, allá me siguen en perfecto orden de formación los escuadrones de abejas, mariposas, avispas y avispones, y las columnas de hormigas, escarabajos, chinches, grillos y mariquitas. Arrastro mi país conmigo, en bolsas de plástico. Alguien importante quiso ver con sus propios ojos el lugar del que había tantas murmuraciones y noticias espurias, y estudiar las posibilidades de explotación turística, pero sólo encontró una acumulación de inmundicias y excrementos. Luego reunió a un grupo de arqueólogos para que le explicaran su valor histórico, pero nadie supo darle datos coherentes, de modo que se decidió echar sobre él una capa de cemento. No obstante, el agujero siempre acaba saliendo a la superficie, la calle se rompe por ahí. De vez en cuando alguien desaparece dentro, aunque oficialmente el agujero no existe. A estas alturas ando sentado sobre otro, del que tarde o temprano también me expulsarán.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Mi jefe


La fotografía es de Inge Morath

Mi jefe me llamó a su despacho. Yo sabía que había cometido varios errores imperdonables durante la jornada. Me gusta mucho bailar salsa. Hay pocos hombres a los que les guste mucho, en general los hombres se limitan a acompañar a sus mujeres o a sus novias para que ningún cazafantasmas se las levante. A veces alguna compañera se acerca a mi mesa muy compungida porque no le sale el paso de enchúfala doble y yo ni corto ni perezoso hago sitio, la cojo en mis brazos y allá que vamos para regocijo de toda la oficina. Mi jefe es un tío campechano que alguna vez se ha hecho ver por el pub en el que bailo los jueves. Nunca pasa de la barra y se agarra al cubata como si le fuese a servir de catalejo para el ojeo de la perdiz, como él llama a su actitud chusca y hortera. Me invitó a sentarme con esa señal característica de quien sabe usar el mobiliario de su despacho. Apuntó algo en un papel, quizás una idiotez con faltas de ortografía, pero con gran concentración, como si fuese un apunte fundamental que impedirá que la empresa se venga abajo en los próximos meses. Una de esas ideas que hacen que uno sea jefe. Como se verá, soy un hombre resentido con su jefe. Supongo que como casi todos los hombres que están en el mercado laboral. Me miró fíjamente y me llamó por mi nombre. En ese instante sonó el teléfono, se agarró a él con una sonrisa heladora. Sí, desde luego, en este mismo momento, le dijo al auricular. Me miró nuevamente; tendremos que hablar en otra ocasión, me dijo, ahora me reclaman con urgencia. Salí del despacho mucho más inquieto que intrigado. Volví a mi mesa y mis compañeros acudieron a ver lo que me había dicho. Lo han llamado por teléfono y se ha tenido que ir. Muchos silbaron, otros hicieron esos gestos de los actores histriónicos que agitan los dedos en el aire. La verdad es que ese jueves mi pareja de baile me preguntó si me ocurría algo y le conté el episodio de la mañana. No te preocupes, no será nada malo lo que te quiere decir, me dijo. El viernes mi jefe no fue a la oficina, pero el lunes, cuando lo vi entrar por la puerta, supe enseguida por qué aquel tipo, que se tenía por buen ojeador de perdices, era el jefe, y yo, que me tengo todavía por buen bailarín de salsa, no pasaría nunca de ser un administrativo en la cuerda floja.

martes, 1 de febrero de 2011

Un hombre en el cine


Fotograma de la película El increíble hombre menguante

Un hombre entra en un cine. Dejémosle que penetre en la sala en una sesión matinal. Es fácil que vea la película solo. ¿Qué empuja a un hombre sano al cine un martes a las doce de un radiante mediodía? Además dos cosas: no se ha preocupado de saber de qué trata la película y el importe de la entrada es, en su situación, un dispendio que no se puede permitir. Un hombre, ¿sin remordimientos por el gasto que acaba de hacer comprando la entrada que le permite el acceso?, se sienta en la oscuridad y mira en la pantalla una aventura de la que no comprende mucho. No entiende, en primer lugar, por qué se besan él y ella, hay algo de la trama que se ha perdido, quizás porque el hombre no está sano, sino algo ido, pirado. Un hombre en sus cabales no llega a un cine al mediodía como él lo ha hecho, sin saber lo que va a ver y con los bolsillos vacíos, que el pobre no se puede comprar ni siquiera el combo pequeño de palomitas. Pero los cines están abiertos al mediodía, hay gente que entra en ellos a esa sesión. No todo el público de los cines del mundo de la primera sesión está pirado. Nuestro hombre, protagonista de nuestro relato, es un tipo especial, de lo contrario habríamos elegido a cualquier otro. Es él el que está aquí hoy, a esta hora, en un libro ilusorio, en el que tú acabas de entrar. Es fácil que ahora mismo te encuentres solo. ¿Qué empuja a alguien sano un día como hoy a estar aquí? Imagina que en este relato ahora él y ella se besaran después de mucho tiempo. No vendría a cuento, simplemente. Tan sencillo es como que nos van, sin necesidad de nada más, los chiflados que tienen el bolsillo vacío. No todos los lectores de relatos del mundo están pirados. Sólo tú, de lo contrario no te hubiese escogido. Mira a ese hombre, él en la oscuridad de una sala de cine, tú en la oscuridad de la sala de tu mente. A partir de ahora sigue el relato sin abrir los ojos. Ese hombre no tiene otra cosa que hacer en el mundo que estar en esa sala de cine, por lo que ha tenido que pagar un precio, y no me estoy refiriendo ahora al de la entrada. Imagínate lo que le ha llevado hasta ahí, pero hazlo con trazos gruesos, no entres, por favor en detalles minúsculos, en esa insignificancia de una tragedia particular. Imagina tu propia vida. Sin esas idioteces que nos harían llorar contigo, reírnos contigo. No hay otro lugar sobre la tierra mejor para ese hombre que una sala de cine, bla, bla, bla....