lunes, 7 de febrero de 2011
Sin blanca
La fotografía procede del blog The sartorialist
Me senté en una mesa de la terraza del restaurante, me trajeron la carta y pedí. Según los precios marcados hice mentalmente la cuenta. Una costumbre, no una manía, más bien la prevención de quien siempre ha ido apurado de dinero. Enfrente había una tienda de moda femenina en la que los maniquíes del escaparate habían sido desnudados. No me quedaba ni un céntimo, pero había encargado una comida que no iba a poder pagar y la desnudez plástica de los maniquíes me resultaba amenazante. Le pregunté al camarero si vendían tabaco y me dijo que en la esquina había un bar con máquina dispensadora. Me levanté y ya no volví. Luego fui a tomar café. Tuve suerte. Encontré a un conocido en la barra y él me lo pagó. Quise corresponderle y lo invité a una copa. Me marché en una de las visitas al servicio, que estaba al lado de la puerta. Volví a la terraza en la que me había sentado al mediodía y ya estaba cerrada. Una dependienta vestía a los maniquíes. Busco un vestido para un regalo, dije. Es para alguien así como tú. Después de una amplia exhibición de telas, cortes y colores, me decidí. Le dije que me lo reservara, que pasaría a última hora con la chica para recogerlo. Los maniquíes se habían quedado a medio vestir. Pero los sentía más cómplices ahora que hacía un rato. Pensé que si tomaba un helado recobraría la seguridad y confianza perdidas. Pedí un cucurucho mediano de chocolate y cuando la chica estaba a punto de entragármelo le dije que se me había olvidado coger la cartera, pero ella insistió con la misma amable sonrisa para que me lo llevase y se lo pagara otro día al pasar por allí. Gracias, encanto, le dije. Nunca antes en mi vida le había dicho a nadie gracias, encanto. Me parece ese un lenguaje de viejas, y a mí la chica me gustó, de modo que enrojecí. Me entraron ganas de leer, de enredarme en alguna historia con la que inspirar mi pobreza. Luego llegué a la estación de trenes, que es un lugar al que había acudido cuando era joven y me sentía apenado. Pero la estación está ahora integrada dentro de un gran centro comercial. Subí y bajé varias veces por las escaleras automáticas hasta que llegó la hora de que un tren partiera. La emoción de perderlo de vista en el horizonte me llenó de melancolía, de una tristeza lejana que envolvía mis penurias en un celofán metafísico. Quizás alguien esté pensando en un heredero cuya fortuna vino paulatinamente a menos o en la bancarrota de un hombre de negocios. Me entretuve un rato más paseando por el centro comercial, buscando la complicidad de los maniquíes en los escaparates, que a esas alturas me ofrecían ya en su distante estatismo el alivio y consuelo que los empleados de los negocios no me podían proporcionar como cliente. Todas las veces que pasé la tarjeta de crédito, se me informó de que no se les permitía el cargo. Lo solucionaré y volveré mañana, les decía yo. No, no recuerdo haber malgastado ninguna herencia, ni haber hecho un mal negocio. Toda mi vida ha sido así, llena de apuros, con dificultades para llegar a fin de mes y pendiente de trabajos con sueldos miserables.
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2 comentarios:
Qué recuerdos. :-))
Y qué actual. :-(
me encanta esa suerte de huida hacia adelante, muy bueno, y la figura de los maniquís en pelotas es estupenda.
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