lunes, 30 de noviembre de 2009

Las palabras nos desdibujan


La imagen es de Chema Madoz

La palabra que algunos
poetas no quieren dejar fuera
de sus poemas es pixel

Otros no renuncian a tesela

Yo debo recurrir antes que a ninguna
de esas dos a caries

pero no soy el único imagino

podéis enviarme vuestras muestras
por correo electrónico

que ve machas imperfecciones agujeros
en el azogue donde se dibujan
paisajes árboles con caries
rostros amadas con caries
bodegones lebrillos con caries

La misma página de la pantalla
en la que escribo está afectada por un virus
que la hace como la boca de un hombre
que se pudre fuera del tiempo

viernes, 27 de noviembre de 2009

Hijogato


Miquel Barceló, Gato (1981)

a Pablo

Puse las piernas en alto
de puro triste
y abrí el libro, como si en él
me esperase usted, señora, mi muerte,
dos mil años arriba abajo.
Altura y pelos, cómo sustraerse
a este título del poeta César Vallejo.
Y en aquel instante de leer
"¡Ay, yo que sólo he nacido solamente!",
mi gato me saltó encima para dar fe
de que los poemas existen
fuera de los poemas.
Mi gato pasó por mis piernas
como si mis piernas fuesen un puente
sobre un río muy hondo.
Al llegar al otro lado se volvió
y vio humanamente
enseguida
que yo nunca he tenido un gato.

martes, 24 de noviembre de 2009

La ciudad feliz, de Elvira Navarro


Elvira Navarro, La ciudad feliz, XXV Premio Jaén de Novela, Mondadori, 2009

La ciudad feliz está compuesta por dos novelas cortas en principio independientes, dos historias tituladas “Historia del restaurante chino Ciudad Feliz” y “La orilla”, que más allá de un delgado hilo en el que el personaje central de la primera aparece mencionado en la segunda, comparten esa mirada inocente que se empieza a contaminar con el descubrimiento de que el mundo tiene una cara sórdida.
La primera novelita cuenta en tercera persona la lucha de Chi-Huei y su familia por salir adelante en España, desde un asador de pollos-restaurante chino, donde la disciplina, el trabajo y el sacrificio le imponen al niño unas condiciones especiales que van a determinar su carácter. En realidad la familia sólo tiene un discreto barniz chino. Podría haber sido ucraniana y nada sustancial hubiese cambiado, o una de esas familias españolas de hace treinta años en un naciente barrio obrero. La cita introductoria de Georges Perec dice: “Contra la memoria nos queda el olvido”. La mirada del niño descubre la crueldad del mundo al que la familia, en especial la madre y el abuelo, quieren pertenecer por medio de un negocio propio, alejado de las mafias, pero también la del mundo que queda atrás, en China, a través de la figura deshecha del padre. La necesidad de dinero, el ahorro y la miseria emocional que conlleva la precariedad material son el marco que limita las relaciones familiares: necesidad, amargura, odio y desprecio, sobre los que Chi-Huei, a través de la voluntad, habrá de construirse.

A mi parecer está mucho más lograda la segunda, introducida por la siguiente cita de Georges Perec: “Contra el olvido nos queda la memoria”. En ella se nos cuenta la relación de una niña, o preadolescente, todavía en Primaria, con un vagabundo por el que empieza a sentir fijación, desde que descubre que él la acecha. Lejos de todos los elementos morbosos que podríamos imaginar, se trata de la puerta que le sirve a la niña para dejar atrás la infancia. La inquietud no se circunscribe a los manidos clichés de asedio sexual, ya que la curiosidad de ambos sobrepasa la ruindad típica de esos límites. El mundo que hay frente al jardín de infancia puede ser duro y sucio, pero mucho más interesante que los algodones con los que papá y mamá nos quisieron empaquetar la existencia. Vida de barrio en la ciudad, un bar, el transporte escolar, las clases, una academia de dibujo, todo es ruido de fondo para el cortejo existencialista de dos seres que están solos y lo seguirán estando después de todo. Un final excelente, a la altura de todo el desarrollo de la historia. La intervención bienintencionada de los padres no hace si no descubrir, dejar en evidencia la gran cicatriz personal y social de quien está dispuesta a crecer, la traición que supone seguir adelante, el dolor íntimo que desde entonces anidará dentro de la niña. “La orilla” está contada con sencillez y eficacia en primera persona, su confidencialidad es discreta y evita todo vago sentimentalismo.

A Elvira Navarro la entrevistamos desde este blog sobre su anterior obra La ciudad en invierno. Aquí.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Noticias del espacio exterior con risa


El canadiense Guy Laliberté, fundador del "Cirque du Soleil" ("Circo del Sol")

Echan el cierre dos blogs dedicados al mundo del cuento, Masacre en los jardines y El síndrome Chéjov. Se levanta una espesa polvareda sobre la poca tolerancia crítica de los escritores, las susceptibilidades de editores y críticos. Particularmente creo que hay poco sentido del humor en los arrabales de la literatura, se presume mucho y se tiene muy poco sentido de la realidad. No me gano la vida escribiendo ni lo pretendo. Creo que los intereses giran en torno a círculos en los que sus miembros se vigilan unos a otros. Con un simple vistazo desde el espacio exterior este cosmonauta ve dos grupos diferenciados: los autores que orbitan en torno a las bitácoras nocilleras, por un lado, y por otro, aquellos que navegan en la estela de una nave a la que quizás les gustaría subir, como es la editorial Páginas de Espuma, o La nave de los locos de Fernando Valls.
Ni unos ni otros son capaces de reírse de si mismos, pero sí un poquito de los del otro lado. Como no me va nada personal ni con los de aquí ni con los de allí y como de todos tengo cosas que aprender, unas veces para no hacer lo mismo y otras veces para intentar hacerlo parecido, diré que decir todo lo que uno piensa es absurdo, no lleva a ninguna parte. Pero me he reído, en ocasiones, de unos y de otros. ¿Lo habré hecho ya de mi mismo? De quien no me río es de tí, querido lector, hasta que bajas los ojos de la pantalla, entonces ya sí que puedo.

Me nació el otro día el tercer varón, Juan se llama, es muy bueno y muy guapo. Porque su padre puede dudar de si vale como escritor o no. De lo que no duda es de su jeta. Hasta que un día te la partan, hijo, le dice la abuela, de Juan. Los hijos vienen con un montón de historias debajo del brazo, de eso estoy seguro. Ya se ríe con una mueca sobre un abismo de nada desdentada, chupona. Calentito como un panecillo.

Mi editor, Narrador.es, me ignora. Le he mandado varios correos con ciertas dudas e inquietudes y no me los contesta. No sé qué hacer, porque, aunque me río, no sé si me hace gracia.

Este blog ha cumplido dos años hace unas semanas y va por las 300 entradas. Mucho trabajo, muchas horas, mucha diversión, y risa, desde luego, pero cada vez menos comentarios. Quizás es que decidí no contestarlos. No sólo por falta de tiempo, que también, sino porque mi diálogo, mi comunicación, quiere ser por medio de los relatos y las historias.

¿Qué pasó con el Proyecto Troyanos, quién se acuerda, era un proyecto anónimo lleno de muy buenas intenciones? A veces las buenas son peores que las peores, pero de eso no me río, me apena. Sí.

La risa, amiguitos, la risa. No se rían conmigo, háganlo de mí, porque en cuanto pueda yo lo haré de ustedes, aunque no se lo diga a nadie. Es esa risa boba que flota sobre el vacío, sobre la existencia vana y superflua de quien es, por el momento, su centro, quien cree serlo. Si no, a qué iba a venir esta entrada y tantas como ésta.

Abajo sí va la buena: un relato.

El piragüísta


En la imagen el campeón David Cal

Parece como si tuviera que ir tirando de él por medio de un hilo invisible, siempre detrás con aquella obsesión metafórica de ir contándolo todo, habitual en las personas afectadas por su enfermedad. Llevaba un cronómetro y un cuentapasos, y los consultaba compulsivamente para darme los resultados a cada poco. Paseábamos río arriba y era todavía muy temprano, como cada día desde que habíamos tomado ese costumbre, al día siguiente de haber enterrado a papá y a mamá. Era una forma de hacer algo contra, por ejemplo, su gordura, pero la batalla estaba perdida de antemano. Todas las semanas, a pesar de los paseos, el fiel de la báscula se iba un poco más arriba. Yo me solía llevar un libro, pero apenas leía. No maldecía mi suerte, pero se me pasaba por la cabeza, por supuesto, darle un empujón para que todo acabase en el río. Me senté en uno de los bancos y él, juguetón, se ocultó detrás del tronco de un árbol, por cuyos lados le sobresalía el cuerpo inmenso. Exclamé preocupada, como quería él que lo hiciese, fingiendo que lo había perdido, y salió sonriente para venir a sentarse a mi lado. En ese instante ví venir río abajo a un piragüísta arrodillado en su canoa, esforzándose en un entrenamiento que era a todas luces profesional, pues desde una lancha motorizada su entrenador le iba dando instrucciones. Con el libro abierto en el regazo miré hacia el río y busqué que nos mirase, pero no es fácil que un regatista de élite en pleno entrenamiento se distraiga para mirar hacia la orilla, en la que están sentados, como pasmarotes, una lectora distraída y la enorme criatura que cuida y acompaña desde que amanece hasta que se pone el sol. Pasó de largo dando unas enérgicas paletadas con el remo dentro del agua, y una punzante sensación de tristeza se instaló en el hueco que quedaba entre mi hermano y yo misma. Una tristeza de aire dura al tacto, como una resistencia invisible, sobre la que uno podía empujar, aunque nunca se conseguía vencerla.
-Cronométralo hasta el puente, le dije a él.
Un rayo de fugaz dicha le cruzó por la cara.
-Qué rápido va, exclamó.
-Sí, qué rápido.
Nos admiraba su velocidad porque constrastaba con nuestra pesantez de movimientos. Me imaginé al hombre, con una rodilla levantada y la otra en el fondo de la canoa, dibujado armoniosamente en un viejo papiro. Bajaba uno de esos míticos ríos que son cuna de civilizaciones. Cerré los ojos mientras oía el murmullo que él iba emitiendo al llevar la cuenta de los segundos que pasaban hasta la ficiticia meta del puente. Nueve, dijo. Un nueve con dificultades, un nueve que yo reconocí, pero que le hubiera costado mucho entender a cualquier otra persona. Bravo, grité, nueve segundos. ¿Sabes que es un campeón olímpico? Sí, sí, campeón, dijo él de un modo casi ininteligible, y luego se echó a llorar moqueando.
-¿Qué te pasa?
-No quiero que se caiga, dijo varias veces, aterrado como un niño de pocos años por un fantasma de su más oscura imaginación.
-No te preocupes, no se caerá.
Luego vimos que se detenía y se acercaba a la lancha del preparador para recibir nuevas instrucciones.
Mi hermano cronometró la nueva salida hasta que lo perdimos de vista en un codo del río.
-Quince, dijo.
-Es el mejor, dije, un deportista con varias medallas olímpicas.
Mis palabras se mecieron en el aire con el temblor de las hojas cantarinas, primero subieron, luego avanzaron y finalmente fueron a posarse en la corriente. No eran ganas de llorar, era la punzada cortante como los filos de un bloque de hielo, no eran ganas de hundir a mi hermano en aquellas aguas que alimentaban la vida de sus orillas, era la música insonora que nos acunaba los deseos de ser parte de la profundidad. Cerré el libro, volví la cabeza y él ya no estaba allí, cosa que sólo me había ocurrido hasta entonces en algún sueño. Fueron sólo unos segundos, quizás cronometrados por él hubieran llegado a cinco, pero me pareció que se trataba de un punto en el que el tiempo se había expandido: una hilera de patos desfilaba ante mí de mayor a menor. Concretamente conté seis, luego él regresó.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Catástrofe


En la imagen, Nicolae Ceausescu

-Vámonos, yo no espero, le dije.
-Pero sí sólo son tres personas, me dijo.
-Ya vendremos luego, le dije.
-No tengo tabaco, me dijo, yo me quedo.
-Yo me marcho, le dije.
No me gusta lo que hago. Traduzco lo que dicen los rumanos que son presentados por la policía ante el juez. No me gusta porque la inmensa mayoría de mis compatriotas es culpable. Tardé diez años en completar mis estudios como ingeniero de robótica. Entre medias fui pool-boy en un crucero de lujo, pinche en un mercante, camarero y no sé cuántas cosas más. Me abrieron la cabeza con el culo de una botella. Me puedes tocar aquí. He tomado hamburguesas de salmón en Alaska. Cuando vi las imágenes de la ejecución de Ceausescu y su esposa Elena por la televisón me juré a mí mismo que abandonaría mi país para siempre. Hice lo que millones de rumanos, con la diferencia de que yo soy, además de rumano, extraterrestre. He aprendido el español con la chica que dejé en la cola. Lo hablo con un acento muy marcado, que me hace parecer un borracho permanente. Sé que va a haber una catástrofe mundial, en la que la mayoría de la gente va a morir. Tengo razones para creer que yo sobreviviré, como ya hice antes. Lo que de verdad me gustaría ahora sería trabajar en Citroën, quizás en el departamento de diseño, pero sobre mí pensan, sobre todo, las sospechas.
-¿Ves?, no se tarda tanto, me dijo ella.
-Vale, está bien, pero yo odio las colas, le dije.
Me dio el cigarrillo y me exigió un beso. Si ella me dejara, tendría que marcharme de este país, qué digo país, de este continente de mierda. Saldría al espacio exterior pilotando mi propia motonave.

jueves, 19 de noviembre de 2009

El soldado



Me detuve en el pasillo a oscuras. La tarde se había echado encima, pero también una nube había sumido en la penumbra toda la huerta. Miré por la ventana y en ese instante lo ví venir. Traía lo necesario consigo. Era un desconocido y sin embargo una repentina intuición me hizo apreciar en él cierto aire de familia. Una ráfaga de viento hizo que una de las contraventanas exteriores comenzase a dar golpes. Levantó la cabeza hacia la casa y me sobresalté. Pensé en el gallinero. Más de una vez nos había visitado una alimaña y había dejado tras de sí un rastro de sangre. Me escondí en un arcón camuflado como asiento y ya empezaba a sentirme ridícula, cuando un grito espantoso atravesó el cielo, del que volvía a caer el diluvio universal con el que Dios quería castigar los pecados de los hombres. Estuvo yendo y viniendo por toda la casa un buen rato. Luego dejó de oírse. Quizás me desmayé. El caso es que cuando abrí los ojos los suyos me enfrentaron. Enseguida supe que no me iba a matar.
-Quiero que seas tú quien lo cuente, me dijo.
Todo lo que viene a continuación es salvaje, sanguinario y predecible. La historia del hombre.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Hibernación



Imagen: Jochen Duckeck, Cueva Chauvet

En un abrigo de la montaña, en la que se sabe que quedan varios ejemplares de oso pardo, uno de ellos duerme y sueña que es un hombre en su lecho de muerte.
-Hay algo que no le he dicho a nadie, dice.
El cura levanta una ceja.
-¿Estamos bajo secreto de confesión?
El cura asiente con la ceja que ha mantenido levantada.
-Ponte en paz con Dios, dice.
-No me jodas, pater, no me trates como a una de tus viejas beatas.
El cura se pone serio. Tiene ganas de que su amigo complete el tránsito a la otra vida, no ve la hora de librarse de sus humillaciones. Afortunadamente cada vez queda menos. Quizás sea cuestión de horas.
El moribundo pide agua.
¿Qué secreto puede haber llevado guardado ese hombre (soñado por un oso) que no quiere llevarse a la tumba?
Al cura, una vez más, las palabras de su viejo amigo de la juventud le repugnan, pero lo absuelve y le da la extremaunción. Enseguida entra en estado crítico, pierde la conciencia y horas más tarde expira. Sus familiares y amigos lo despiden con sentimientos contradictorios de alivio, vacío y tristeza. Ciertamente ha sido un hombre muy difícil de trato, áspero y frágil a un tiempo. No se sabe si con la muerte irá ganando unos puntos en el afecto de los demás. Por lo pronto todo el mundo se marcha a casa aliviado. Esa misma noche el muerto hace sus pinitos fantasmales. Enturbia el precario sueño de su esposa con sentimientos y complejo de culpa. De ahí en adelante regresa cada noche con los bolsillos llenos de veneno, discordia y suspicacias. Por supuesto, tras la apertura de su testamento (era un rico financiero soñado por un oso) se inicia una guerra en la que todos están contra todos. Salen a la luz ciertos detalles de su vida que hasta entonces muchos no conocían. Hay un prestigioso profesor universitario que quiere dar los primeros pasos para escribir una biografía, pero antes ha de sufrir un tortuoso proceso de negociaciones con la fundación que lleva el nombre del filántropo. Al difunto no le divierte nada de lo que ocurre. Pensó que desde la otra vida vería las cosas de esta con las buenas dosis de humor que le faltaron en su momento. Ensucia todo lo que toca con rencores y maledicencias entre sus familiares y amigos. Una de sus hijas se arroja por un balcón al vacío y queda tetrapléjica. El amante de los últimos años abandona a su viuda. El muerto no entiende bien la muerte. Había pensado que se trataba de descansar en paz. Eso que siempre había oído. Sin embargo, quizás todo fuese un mal sueño, si se paraba un momento a pensar descubría que no tenía familia, ni mujer ni hijos, y que pasaba la mayor parte del invierno dormido. Despertó y todo le pareció terrible. La palabra, en fin, es monstruoso: estaba solo en mitad de la montaña y los rayos del sol empezaban a derretir muy poco a poco la nieve.

martes, 10 de noviembre de 2009

Hallazgo y pérdida



Yo, con mi poca cabeza, seguía engachado a la vieja ideología. Me parecía que el comunismo todavía no había descubierto al hombre nuevo. Abrí la nevera y vi en su interior aquella precariedad de los abastecimientos en plena guerra fría. Una luz muy socialista, esa nada metódica, ese modo despojado de la vida. Me asomé por la ventana para descubrir que el mundo se gobernaba, no obstante, con las leyes de la propaganda publicitaria. Me asaltaron las ganas de beberme una Coca-Cola, eso es todo. Salí por la escalera de incendios, más emociomante. La chica me puso delante el vaso con los hielos y la rodaja de limón.
-Lo siento, me dijo, al cabo de un rato de verla ir y venir dentro de la barra, no me queda ni una sola Coca.
Estaba, y eso era más que evidente por su modo de transpirar y de frotarse las manos, muy alarmada. Con ganas de llorar.
-No importa, me tomaré una cervecita, dije, como quitándole toda la importancia al asunto.
La chica me compensó como pudo con unos aperitivos de obsequio. Al pasar por delante del chino un impulso ciego me obligó a entrar y buscar en el refrigerador, pero no encontré ni latas ni botellas de Coca-Cola.
-Se han llevado la última hace nada, me dijo el dependiente.
Bueno, ya sabrán ustedes lo que pasaría si les describiese mi peregrinaje por la ciudad buscando una última reserva del refresco.
Regresé a casa agotado. Mi poca cabeza no sabía interpretar aquel inaudito desabastecimiento y me dio por pensar lo típico, que todo era un sueño. Pero no lo era. Desde la ventana de mi apartamento intuí en la gente que caminaba por la calle ese disimulo de la inquietud, de la alarma. Una mujer no pudo más y comenzó a gritar en mitad del tráfico, se sacó la ropa y llamó la atención de todos los conductores. Llevó a cabo una danza frenética y salió por un margen del escenario sin volver a regresar, así que volví a mi raído sillón de lectura. Abrí un libro sobre termodinámica, que era uno de mis temas preferidos, y no quiero hacer chiste con ello. Estuve leyendo hasta que la luz natural me lo permitió. Luego me preparé una cena con fiambre y pepinillos. Me fui a la cama pronto, ya que a la mañana siguiente tenía turno en la depuradora. Antes de dormir repasé, como es mi costumbre, los acontecimientos de la jornada. Tengo que volver a verla, me dije. Mañana mismo, por la tarde. La chica del bar no se me iba de la cabeza. Nunca, pasara lo que pasara, olvidaría que la encontré el día que desapareció de la faz de la tierra la Coca-Cola. Parecía imposible que algo así sucediera, y sin embargo, allí estaba yo con mi poca cabeza para dar fe.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Revista Kafka de Humanidades nº 6



En el último número tengo el gusto de participar con el relato "Tatuajes", muy bien acompañado: Aquí el enlace.

Este es el contenido:

Artículos:
La vida me sienta mal, de Alberto Santamaría
XII Symposium internacional de historia de la masonería española, de Manuel Pecellín Lancharro

Poesía:
Martín López-Vega (inéditos)
Eduardo Moga (poema inédito)
Jorge Brotons (inéditos)
Julieta Saurit (inéditos)

Relatos:
Tatuajes, de Antonio Báez Rodríguez
Con vistas a ti, de Isabel Mellado Bravo
Inmaculada, de Marina Cano
Fragmentos de Después de Grecia, de Francisco León

Entrevista:
Luis Mateo Díez

Artes Plásticas:
Adrià Fruítos (ilustración)

martes, 3 de noviembre de 2009

¿Quién no quiere un poco de diversión?


Salí de casa con la única intención de pasarlo bien. Sin saber que pasarlo bien es una de las tareas más arduas a las que puede enfrentrarse un muchacho con todas las extremidades del cuerpo en su sitio. En la plaza había un anciano ciego que fumaba o quizás sólo sostenía el cigarrillo entre los dedos. Al verlo me entraron ganas de hacer lo mismo: fumar o sostener el cigarrillo entre los dedos, ya se vería, pero primero habría de comprar un paquete de tabaco. En todas partes se prohibía su venta a menores y, aunque yo no lo era, no me apetecía nada que por mi aspecto aniñado cualquier idiota me reclamase el carnet. Me acerqué al viejo y él husmeó el aire.
-Gracias por el fuego, le dije.
Por supuesto, aproveché para mangarle el tabaco donde prender la llama.
A veces sentía ese tipo de impulsos, grandes, ambiciosos, y me ponía en marcha. Había pasado la tarde vigilando la ciudad desde mi ventana. Una gran caja, como un ataúd, con un enorme cadáver compuesto de cientos, miles o millones de cadáveres a escala para la maqueta de una representación teatral. El río pudriendo todo lo que quería crecer. Aspiré el aire frío que me entraba por la ventana y murmuré algo que no comprendí bien, pero que me asaltó la cabeza. Pasé los próximos minutos en el cuarto de baño haciendo muecas en el espejo, sacándome la raya en el pelo, destruyéndola y hablando solo:
-Te vas a tumbar en el suelo y vas a enseñarme lo que tienes escondido ahí.
-Oh, Dios mío, no te has depilado.
-A cada uno de vosotros os voy a dar lo que os toca, y me señalé con el rabo del cepillo de dientes las sienes:
¡¡Bang!!
El viejo ciego me gritó desde lejos:
-Que te diviertas, muchacho.
-Lo haré, le dije. Y di un salto en el aire. Luego di otro. Esos saltos en los que se unen los pies en el aire y sirven para mostrar que todo está, estuvo y estará OK.
Al fondo de la calle vi a uno de mis profesores de la secundaria, al que llamé y saludé como si fuese un imbécil (yo el imbécil, no él). Resultó muy divertido. Me presentó a su esposa:
-Margarita, este es uno de los muchachos que tanta guerra me dio en aquel curso del que tanto te hablaba cuando nos conocimos.
Un hombre-zoquete y una mujer-policía.
-Estoy trabajando, le dije, en una panadería y le conté todas esas mentiras con las que la pareja zoquete-policía disfruta.
Luego seguí hacia el mar, por el paseo, buscando luces y gente. La avenida era ancha y la circulación invitaba a ser detenida imprevistamente. Lo mejor hubiera sido que estallara una bomba, pero me limité a tocar el botón de parada en el semáforo. Al cruzar saludé con la mano a los conductores y hubo algunos que me devolvieron el gesto, otros se agarraron al volante con deseos de apretar sus aceleradores y pasarme por encima. Mi suerte fue que cruzaba al tiempo que una mamá joven con su carrito de bebé. Cualquier tío de mi edad se hubiera sentido terriblemente solo, apartado del planeta, ya que no era un asunto para tomárselo a risa. Lo que pasa es que cada uno tiene su carácter, su personalidad, y yo siempre me he sentido más ser vivo que hombre, más razonable que sentimental. No tengo reparos en hablar solo, en hablar con los tigres, en conversar con los viejos que se han quedado ciegos. Le he planteado, en momentos en los que me sentía desbordado, a mis espermatozoides cuestiones que nunca he tratado con mis padres o parientes próximos. Y de ese modo he acabado sabiendo más que nadie sobre ciertas materias. Materias negras, si queréis, pero materias al fin y al cabo tan dignas como las ganas de amar y ser amado, la caída del cabello o la depilación a láser. Que soy un soñador que sueña despierto también es una manera de decirlo. Cursi, pero válida. Cuando llegué al otro lado de la avenida, en la parte del paseo que corre paralelo al mar, catalogué de odisea la travesía de los 15 metros acechado por aquellos conductores rabiosos, a los que les levanté la mano y les sonreí teatralmente, con eficaz intención.
Una mujer muy bella acabó en el lado contrario al que llegué yo. Me crucé con sus piernas, con sus caderas, con su presentido ardor. Y eso me hizo más sabio en un instante. Con un gusto agridulce en el paladar, dentro de la bragueta y en el brillo de mis ojos, quiero suponer. ¿Y si me volviera y la secuestrara? Pensé. Seguí andando en sentido contrario, alejándome con cada paso un millón de años luz de ella, pero con las vivencias derivadas del secuestro al que la sometía en mi imaginación.
-Túmbate en el suelo, le dije, y abre las piernas.
-¡¡Estás depilada!!
Dentro de la bragueta se endurecía el reptil que había estado durmiendo la siesta. Lo tuve que colocar bien en su jaula para que no estorbase mis pasos decididos a pasarlo bien. Todo a su tiempo. Qué gran lección, qué enorme lección no aprendida. El lagarto escondió enseguida la cabeza y volvió a dormitar. No lo he dicho aún, pero no soy el típico adolescente de esa clase de historias en las que es un gordo repugnante. Lo único, las gafas, eso sí que llevo. De leer, de eso os habréis dado cuenta por el modo que tengo de expresarme. Aunque soy un desastre. Casi nunca acabo lo que empiezo. Eso sí, es posible que haya empezado todos los libros de la biblioteca pública. Estos detalles suelen gustar en este tipo de historias, aunque suelen ser poco fiables. Sin ir más lejos, otra exageración de ese calibre: esta historia va en mi cabeza y se desarrolla a partir de la modificación de ciertos títulos que conozco, pero que nunca he leído. A ver: Ada o el ardor, cuando digo más arriba que me crucé con el presentido ardor de una mujer muy bella, ésta por Bella del señor y así sucesivamente. Luego sentí un enorme placer meando contra el tronco de una palmera, que me hubiera gustado escalar, pero vi que no era de cocos. Voy a dar mi nombre, por muy falso que sea, pues todo el mundo necesita un nombre. Me podéis llamar Conejito. Conejito tiene ganas de pasarlo bien y ya está sudando de tanto esfuerzo como hace para conseguirlo. Hay un botellón. Un ritual de fertilidad bajo la luna. Vodka y fanta de naranja. Mis amigos son los que tienen poderes. Muy friquis. El grupo tranquilo que ni folla ni habla de follar. Una especie de muermo tóxico.
-Hoy para variar podríamos divertirnos, pienso.
-Yo llevo un rato divirtiéndome, piensa Muchacho Vladimir.
Hablamos así, sin hablar, pensando.
La Invisible volvió a echarme una de sus miraditas lánguidas y anuncié con voz aflautada, ridícula:
-Voy a dar una vueltecita por ahí.
El seísmo que suscité hizo que se tambalearan, aunque las culpas se las echaron al vodka con naranja.
Algunos detalles más: voy de negro, con un guardapolvo hasta los pies y collar de perro.
-Perfecto, colega, ¿quieres uno?
El tío encendió el cigarrillo que le ofrecí a cambio del fuego.
-Le he mangado el paquete a mi padre.
Aprobó exhalando el humo sobre la punta brillante de la brasa.
-Ha sido fácil, está ciego.
Me miró desconcertado.
-Es una broma, le dije, no era mi padre.
-Es tronchante, dijo.
-Sí, tronchante, dije.
Primero nos miramos muy serios y luego estallamos en una carcajada.
-Tus colegas parecen aburridos, me dijo entre risas.
-Follan demasiado, ya no tienen motivaciones, repliqué yo.
-El vicio es lo que tiene.
-Es lo que tiene, añadí y le hice un gesto de despedida inseguro y dudoso.
Oí como sus colegas le decían:
-Ese tío es maricón.
No tengo nada en contra de los maricones. Le he comido el rabo a muchos, pero no soy maricón.
-Conejito, gritó alguien.
Miré por todas partes.
-¡Conejito!
El tono hizo que ya no le hiciera caso a la llamada. Muchos de los que había allí sabían mi nombre y lo usaban para hacerse unas risas. Humor para subnormales. Tenía el bolsillo del pantalón lleno de dinero, billetes sobados y medio rotos, que comencé a repartir entre los grupos:
-Gracias, Conejito, me decían.
-Comprad drogas, alcohol y un bidón de gasolina, les recomendaba yo.
Pensé: mañana por la mañana descubrirán la nota en mi mesa. Los pequeños detalles son los que hacen que la vida tenga coherencia. En ella les explico a mis padres que me he marchado en busca de un poco de diversión, que los quiero, pero que me resultan aburridos (primero escribí muermo y luego taché). Les pido que no me busquen, que confíen en mí, como siempre han hecho, y que respeten mi decisión. A pesar de mi aire aniñado soy mayor de edad. Os llamaré, un beso.

Me he montado atrás con dos chicas. A una la conocía de vista, a la otra no la había visto nunca. Nos hemos perdido buscando la salida de la ciudad, pero ya vamos por la carretera que nos lleva al pueblo.
-Son unas fiestas cojonudas, ha dicho la chica que no conocía. Al parecer ninguno de los que vamos en esta expedición ha coincidido antes con ella,
pero es muy simpática y le gusta al conductor, que ha consentido, con tal de ligársela, que los demás nos subiésemos al coche.
-Habrá fuegos artificiales, dice nuestra anfitriona.
-Las fiestas de un pueblo, dice el copiloto, hace un montón de tiempo que no voy a unas.
La chica que yo conocía de vista ha dejado caer una mano sobre mi pierna y al volverme hacia ella me ha metido la lengua en la boca de un modo muy dulce, como si fuese una lengua de espuma, cremosa, azucarada o tibia. Luego me ha sonreído y ha señalado el resplandor de las luces de fiesta en el cielo. En ese estado de gracia iba cuando el coche se ha salido de la carretera y hemos dado una vuelta de campana. Hemos conseguido salir los cinco del coche por nuestros propios pies. Nada, ni un rasguño, así que hemos entrado en el pueblo caminando. Las primeras bromas después del accidente sólo se han producido delante de las barracas de la feria. Nos hemos animado disparando contra latas y mondadientes. Acabo de descubrir que tengo el meñique torcido, pero no me duele. Doblado hacia fuera.
-Tengo la sensación de haber estado en las fiestas de este pueblo antes, pero no sé cuándo. Además con vosotros.
-Tío, es la primera vez que voy con gente como vosotros, dice el que nos ha estrellado.
-Pues a mí me pasa lo mismo, añade la chica de la lengua deliciosa.
-¿Lo mismo qué es:haber estado antes con nosotros en estas fiestas o salir con gente con nosotros por primera vez?
-Creo que ambas cosas.
-Ambas cosas no son posibles a un tiempo.
-Mira tú.
-Esta noche hay un macrobotellón en la ermita, nos anuncia la chica del pueblo.
-¿Qué esperamos?
Dios mío, a los pocos minutos de entrar en aquella explanada llena de bebedores, ya había perdido a todos mis compañeros de viaje. Imaginé que entraba en un campo en el que dos ejércitos enemigos se enfrentaban en un combate cuerpo a cuerpo. De las sombras surgieron unas manos que me zarandearon, alguien se echó sobre mí y alguien dio la orden de dejarme pelado. Llevaban uno de esos perros asesinos, que fue lo único que vi. Salí de esta aventura herido, pero limpio. Curiosamente, en el forcejeo me habían puesto el meñique en su sitio, y ahora me dolía muchísimo. Limpio de espíritu, comencé a buscar algún residuo de alcohol en las muchas botellas abandonadas. Me hice un combinado que bauticé de una manera absurda, pero genial: Pelado de vodka. Imposible quedarse quieto con una música tan enfebrecida. Salto, salto, salto. Con lo que voy a caer sobre un río de cuerpos,en el que por un instante me cruzo con el de la chica cuya lengua es almíbar. Soy consciente de que tengo que salir de allí antes de que pase alguien con un revólver en la mano para rematar a los que todavía estén vivos.

Me siento en la plaza,cuando el grupo de verbena que ha actuado para las parejas que bailan pasodobles empieza a recoger su equipo.
-¿Tienes un cigarrillo?
Es la cantante. Posiblemente me dobla la edad, pero no puedo evitar la erección mientras me habla.
En su caravana coge una tableta de chocolate y corta unas onzas, que me ofrece.
Mientras se las come me introduzco desde atrás, según se me ha ofrecido. Pero antes de la tercera embestida hay alguien aporreando la puerta.
-¿Qué hago?
-Siéntate ahí y come chocolate, me dice.
Abre la puerta y sin saber qué ni cómo alguien me saca de allí a puntapiés, lo que me lleva a salir corriendo y no mirar atrás.
Sin embargo, no soy el único que ha saltado la valla de las piscinas municipales. Como ingenuos pececitos en mitad del océano todos los que nos hemos concentrado allí nos hemos metido en las redes de un pesquero sin escrúpulos. Pero nadie tiene esas noticias, nos subimos a los trampolines y desde ellos vemos dibujados en el aire trayectos luminosos y radiantes por los que podemos volar hasta caer en el agua,después de la descripción de la parábola que a cada uno le corresponde. Hay quien se queda sumergido, brillante cual luciérnaga atómica, y hay quien se salva, emergiendo oscuro, normativo y perfumado de razones sentimentales. Antes del amanecer sentí frío y no hallando con qué cubrirme, me envolví dentro de mí mismo. En efecto, al día siguiente, ya era otro día. Estarán leyendo la carta que les dejé, pensé. Buen hijo, me dije. Tenía tanta hambre que podría comerme un toro, pero con una docena de churros podría ser suficiente. Encontré a la chica que la noche anterior nos había conducido hasta aquel pueblo. Le pregunté por el conductor, pero lo había perdido de vista en algún momento.
-¿Tienes dónde dormir? Me preguntó.
Abrí los brazos y me dijo:
-Ven conmigo.
Vivía en un pequeño apartamento.
-¿Lo has pasado bien en mi pueblo?
-Muy bien, le dije.
Cuando desperté en el sofá horas después encontré una nota, en la que me decía que había tenido que marcharse y que no volvería hasta el siguiente fin de semana. Un beso. Podía disponer hasta entonces de la vivienda. Qué rollo más hippy.

Pasé un par de días muy entretenido. En aquella casa no había ni un solo libro, pero en cambio encontré un armario lleno de ropa de la chica. Me probé un top. Era ropa moderna, yo ya me había vestido antes con prendas femeninas, pero no tenían nada que ver con aquellas, puesto que pertenecían a mi madre, que tenía un estilo mucho más clásico. Me hice unos rellenos, pero finalmente opté por salir a la calle sin ellos, aunque vestido con su ropa. Encontré la biblioteca municipal, donde me hice dos carnets, uno a nombre de Rosaura, y otro a nombre de Adolfo. El fotógrafo se me insinuó en las dos ocasiones, mientras me sacaba una foto de carnet como Rosaura, y al rato, como su hermano. Tenía muchísimo interés en tomarnos unas fotografías artísticas, me dijo.
-De acuerdo, pero siempre y cuando no coincidamos mi hermano y yo. No nos llevamos demasiado bien, le dijo Rosaura.
-No hay problema, dijo él.
No sé qué rollo me echó el tipo sobre desvelar la verdad oculta, de ver lo que el ojo no ve, de mantenerse impasible ante lo cambiante para ir a la esencia, pero al final quería lo que todos, comerme el rabo de Rosaura. Dejé que lo hiciese. Lo de las fotos y le dije:
-Mira no, el rabo te lo como yo.
Por supuesto, sucumbió a mis condiciones.
Poco después de nuestro primer encuentro Adolfo se presentó en su estudio y le dijo:
-Deja a mi hermana en paz.
-No he hecho nada que no haya querido ella, le dijo.
Adolfo lo agarró por las solapas, pero no fue capaz de nada más. Se vino abajo y se sometió a todas las pequeñas vejaciones que le infligió el artista.
Entre otras la campana, pero sin campana. No queráis saber en qué consiste. Es demasiado asqueroso para ponerlo aquí. El tío tenía una verruga encima de la ceja que fue lo que le abrió el camino hasta mí. Yo miraba aquella bolita de carne intentando encontrar una respuesta a ciertos misterios. La miraba como Rosaura y como Adolfo y me parecía que estaba a punto de desvelarme el secreto de la felicidad, pero no terminaba de hacerlo. No fue una cosa que yo premeditase ni mucho menos, pero en cierto momento, en una pausa de una de las sesiones fotográficas me avalancé hasta su verruga con la boca abierta y se la arranqué de una dentellada. El pobre tipo empezó a sangrar y a gritar como si fuese un cochino. Lo increíble de todo es que aquella excrecencia tenía un sabor increíble en mi paladar. Ese era su secreto, ese era. La sabiduría estaba en el sabor. Lo dicen las palabras, pero hasta que no le arranqué a aquel tipo la verruga de su ceja de un mordisco no lo supe. La lengua de la chica sólo había sido el anticipio de las delicias secretas de la vida. Cuando el fotógrafo se encontró en la siguiente ocasión con Adolfo se vengó bien de lo que le había hecho Rosaura. Desde entonces tengo la visión del ojo izquierdo muy disminuída. Sin embargo, también tuve mis momentos de tranquilidad: la mayor parte del tiempo estuve en la biblioteca. Eso sí, con un parche en el ojo, que me daba un aire muy interesante. El parche pedía a gritos un cigarrillo en la boca, que por supuesto nunca llegué a encender. No porque le tenga terror al cáncer de pulmón, sino porque me estremeció la mirada de la bibliotecaria justiciera.

Salgo a la terraza y miro las estrellas. Estoy sobre el mar. He encontrado un viejo tocadiscos en el trastero y un montón de discos antiguos. Me alimento de lo que hay en la despensa: pasta, alguna conserva, y poco más. Hay un resplandor en el cielo que cae sobre el mar y señala un camino, me limpio las gafas, me las ajusto. Tengo un ojo hinchado, alguien me dio un codazo la noche que me zarandearon y me quitaron el dinero. Entre las sombras de la calle de abajo, que desemboca en unas empinadas escaleras, se mueve el cuerpo escurridizo de un gato que parece estar dándole instrucciones a otras alimañas menos domésticas. Dentro del apartamento cae algo al suelo y me sobresalto. Arriba, sobre las nubes hay un chico como yo que tiene ganas de divertirse. Saca su dedo pulgar. Es un dedo giratorio. No hay mucho tráfico galáctico esta noche, pero por fin se detiene un vehículo al que él se acerca corriendo. Antes de subir se detiene, pero no mira hacia atrás. Algo ha pasado fugazmente por su cabeza. Escribiré una nota y me largaré, me digo, me dije, me diré.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Bernhard al acecho


La ilustración es de Ray Caesar

Por la ventana entró un insecto o un artefacto, yo no lo sabía muy bien, o simplemente es que era las dos cosas, puesto que soñaba. Aquel ingenio vivo subía y bajaba por las paredes y se ocultaba detrás de los cuadros, a pesar de tener un tamaño considerable. Las patas se me antojaba que eran cuerdas y el cuerpo tenía un caparazón negro muy brillante, bajo el que uno podía adivinar partes gelatinosas y algún dispositivo electrónico que emitía destellos rojos. Lo perseguí enseguida con un palo, guiado por el resorte de la repugnancia. Conseguí alcanzarlo, atontarlo del golpe y aplastarlo después. Sonó como si estuviese reventando con la suela de mis botas una bolsa repleta de cucarachas. Luego ella, que en este momento no tengo ni idea de quién era, pero que en el sueño reconocí, me dijo que Felipe, un compañero mio de la infancia, de quien recientemente había hablado con alguien, podía entrar en su casa siempre que quisiera, y lo repitió significativamente con un tono intencionado: siempre que él quiera, como queriendo decir que ella se entregaría a él cada vez que eso ocurriera. Luego le pregunté a ella dónde vivía él y me contestó que criaba caballos en Algeciras, lo cual me asombró por lo absurdo del lugar y la ocupación.
-¿Viene a ver a su familia? Pregunté.
Y ella se emocionó mientras negaba con un gesto.
Digamos que gran parte de la familia de mi antiguo compañero de colegio, al que no había visto quizás en los últimos 20 años, estaba tocada por la enfermedad mental.

El motivo que me había llevado a la escritura no era el haber estado a punto de morir de un modo accidental y ridículo, ni el de haberme salvado de la misma forma. Es verdad que existe en mi vida un antes y un después. Antes pensaba sin necesidad de ordenar mis ideas o imágenes, en bruto. Ese sueño, sin ir más lejos, se habría esfumado con toda la complejidad y misterio de lo que es soñado, si no lo hubiese anotado. Creo que el conflicto del que nació mi necesidad de escribir todos los días reside en la clase de relación que mantuve con la persona que me salvó. Que me salvó de una muerte segura. Era un hombre al que antes no conocía ni de vista y al que después veía todos los días, y había de llamar por su nombre, aunque en mi pensamiento.

Alguien que cada vez que me sonríe me gustaría ver muerto. No sé si esto que me ocurre a mí le habrá pasado a otros, pero no había día en que tarde o temprano no apareciera mi rescatador en un lugar en el que ya me parecía imposible encontarlo. He dudado tantas veces de que su aparición fuese real que mi vida ha tomado derroteros de pesadilla, de sueño confuso y abigarrado.
La última línea de esta historia será sin duda la última línea de mi vida, de esta prórroga que el destino tuvo a bien concederme para que la escritura me diese una fuerza luminosa, ese destello sintáctico del que carecía cuando era un tipo infeliz, esperanzado, querido por mis parientes y celebrado por los amigos como un gran contador de chistes.
De un día para otro perdí una existencia y gané una no-existencia.

El hombre que me facilitó ese tránsito me sonríe cada vez que nos cruzamos en cualquier parte. Un tipo al que deseo perder de vista ya, al que le deseo la muerte. Al que yo mismo no tendría reparos en coger del cuello y apretar hasta que dejara de respirar.
Sin embargo, las cosas no son fáciles. Para nadie.

Me llamo Polonio. Uno de mis amigos de la infancia y casi adolescencia, Felipe. El tipo que me salvó de una muerte a destiempo, Bernhard. Me informé sobre él. Pregunté si tenía familia, hijos. Para hacerles un regalo como agradecimiento por lo que su esposo o padre había hecho por mí, algo que en el fondo no podía pagarse de ninguna manera. Una bicicleta para las críos, un aparato electrónico para la familia. Algo material que representara mi agradecimieto. Pero Bernhard vivía solo. No exactamente solo, sino con otros compañeros en un piso de estudiantes extranjeros, aunque Bernhard sólo compartía con ellos la condición de extranjero, no la de estudiante. Le pregunté si necesitaba alguna cosa concreta y se limitó a sonreírme diciendo que no me preocupara por ese asunto. Mi esposa me dijo que le escribiese una carta mostrándole mi gratitud. Me pareció buena idea, pero cuando me senté a escribirla sentí que me quedaba en blanco. No era yo entonces un hombre de letras. En este momento hubiera sido distinto. Sin embargo, ni mi esposa está ya a mi lado ni Bernhard me parece al cabo del tiempo digno destinatario de ningún deseo de gratitud por mi parte. Los días fueron pasando y la figura de mi salvador parecía diluirse en la marea de la rutina. Le ofrecí dinero y también lo rechazó con aquella sonrisa tan extraña y ambigua.

Todo esto de escibir arrancó con la cantidad de sueños nuevos que empecé a tener. Caí subyugado por algunas imágenes. Comencé a verme de modo distinto. Siempre me las había dado de chistoso y había cosechado algunos éxitos por ese camino. Había hecho amigos y había embaucado a alguna chica. De repente una nube de melancolía me estorbaba para contar con gracia cualquiera de los chascarrillos que me sabía de memoria. Mis amigos fingían que no pasaba nada, pero es muy fácil ver cuándo los otros ríen sin ganas, y todavía más, preocupados porque se ríen sin ganas con quien antes lo habían hecho a mandibula batiente.
Bernhard me estaba mirando con tristeza, pero sonriente.
-Hola.
-Hola.
-Nunca te había visto en este bar, le dije.
-Pues no es la primera vez que vengo, dijo él.
Me sentí obligado a presentar a Bernhard a mis amigos.
-Es él quien me salvó la vida.
Todos le estrecharon la mano agradecidos. Este encuentro tuvo lugar cuando yo andaba dándole infructuosas vueltas a lo de escribirle una carta. Poco a poco dejé de contar chistes. Una noche desperté en mitad de un sueño y me levanté para apuntarlo. Al principio me costó, pero descubrí que me resultaba más fácil su transcripción si ponía cierta distancia, si la extrañeza de la vivencia nocturna se convertía en el papel en una extrañeza de la misma índole, pero aligerada de su peso y densidad originarias.

Mi mujer deseaba ardientemente que tuviéramos hijos, pero hasta la fecha eso no había sucedido. Habíamos barajado diversas alternativas, entre las que se encontraban la adopción y los tratamientos de fertilidad. A veces yo soñaba que había un bebé en casa, pero nunca escribía estos sueños. Bernhard me había preguntado si tenía hijos cuando yo le pregunté a él con intención de hacerle un regalo.
-Pero tienes a tu esposa, me dijo.
-¿Y tu familia? Le pregunté.
-No tengo familia, me dijo, mis padres murieron.
Cuando la figura de Bernhard empezó a molestarme cada vez que me lo encontraba inesperadamente, volví a pensar en aquella breve conversación.
Llegó el momento en el que mis padres también estuvieron muertos y mi mujer me había abandonado. La planta del odio arraigó en suelo propicio. Bernhard y yo apenas cruzamos unas palabras después. Nos mirábamos y seguíamos adelante. Supongo que también él había desarrollado un sentimiento de animadversión.

La última vez que lo vi fue en el puente. Yo llevaba una mochila pequeña con todas mis pertenencias dentro y mi intención era coger un autobús que me alejaría de la ciudad para siempre. Me sobresalté porque se me ocurrió que podría seguirme allí donde fuera, así que me abalancé sobre él y le di un golpe en la cara. No se lo esperaba y eso le provocó un aturdimiento aún mayor.
-La próxima vez que te cruces en mi camino te hago pedazos, le dije.
Se alejó como un perro maltratado.

No lo he vuelto a ver en estos años, pero se me ha aparecido en muchas pesadillas, en las que he acabado con él de las más variadas formas. El grueso de las libretas que tengo escritas contiene muchos de esos sueños. Sin embargo, anoche fue distinto. Mi esposa me animaba para que le enseñase lo escrito a un editor.
-¿Dónde has estado todo este tiempo? Le pregunté. Estaba muy hermosa y me gustaba mucho.
-He vuelto, te quiero ayudar, me contestaba.
Me levanté y lo escribí.

Antes de cerrar los ojos desaeré que Bernhard aparezca una vez más. Sentiré que descanso. Eso es todo. Espero que sea dulce y fácil, que mis dudas sean de felicidad por librarme de él para siempre.