domingo, 22 de noviembre de 2009

El piragüísta


En la imagen el campeón David Cal

Parece como si tuviera que ir tirando de él por medio de un hilo invisible, siempre detrás con aquella obsesión metafórica de ir contándolo todo, habitual en las personas afectadas por su enfermedad. Llevaba un cronómetro y un cuentapasos, y los consultaba compulsivamente para darme los resultados a cada poco. Paseábamos río arriba y era todavía muy temprano, como cada día desde que habíamos tomado ese costumbre, al día siguiente de haber enterrado a papá y a mamá. Era una forma de hacer algo contra, por ejemplo, su gordura, pero la batalla estaba perdida de antemano. Todas las semanas, a pesar de los paseos, el fiel de la báscula se iba un poco más arriba. Yo me solía llevar un libro, pero apenas leía. No maldecía mi suerte, pero se me pasaba por la cabeza, por supuesto, darle un empujón para que todo acabase en el río. Me senté en uno de los bancos y él, juguetón, se ocultó detrás del tronco de un árbol, por cuyos lados le sobresalía el cuerpo inmenso. Exclamé preocupada, como quería él que lo hiciese, fingiendo que lo había perdido, y salió sonriente para venir a sentarse a mi lado. En ese instante ví venir río abajo a un piragüísta arrodillado en su canoa, esforzándose en un entrenamiento que era a todas luces profesional, pues desde una lancha motorizada su entrenador le iba dando instrucciones. Con el libro abierto en el regazo miré hacia el río y busqué que nos mirase, pero no es fácil que un regatista de élite en pleno entrenamiento se distraiga para mirar hacia la orilla, en la que están sentados, como pasmarotes, una lectora distraída y la enorme criatura que cuida y acompaña desde que amanece hasta que se pone el sol. Pasó de largo dando unas enérgicas paletadas con el remo dentro del agua, y una punzante sensación de tristeza se instaló en el hueco que quedaba entre mi hermano y yo misma. Una tristeza de aire dura al tacto, como una resistencia invisible, sobre la que uno podía empujar, aunque nunca se conseguía vencerla.
-Cronométralo hasta el puente, le dije a él.
Un rayo de fugaz dicha le cruzó por la cara.
-Qué rápido va, exclamó.
-Sí, qué rápido.
Nos admiraba su velocidad porque constrastaba con nuestra pesantez de movimientos. Me imaginé al hombre, con una rodilla levantada y la otra en el fondo de la canoa, dibujado armoniosamente en un viejo papiro. Bajaba uno de esos míticos ríos que son cuna de civilizaciones. Cerré los ojos mientras oía el murmullo que él iba emitiendo al llevar la cuenta de los segundos que pasaban hasta la ficiticia meta del puente. Nueve, dijo. Un nueve con dificultades, un nueve que yo reconocí, pero que le hubiera costado mucho entender a cualquier otra persona. Bravo, grité, nueve segundos. ¿Sabes que es un campeón olímpico? Sí, sí, campeón, dijo él de un modo casi ininteligible, y luego se echó a llorar moqueando.
-¿Qué te pasa?
-No quiero que se caiga, dijo varias veces, aterrado como un niño de pocos años por un fantasma de su más oscura imaginación.
-No te preocupes, no se caerá.
Luego vimos que se detenía y se acercaba a la lancha del preparador para recibir nuevas instrucciones.
Mi hermano cronometró la nueva salida hasta que lo perdimos de vista en un codo del río.
-Quince, dijo.
-Es el mejor, dije, un deportista con varias medallas olímpicas.
Mis palabras se mecieron en el aire con el temblor de las hojas cantarinas, primero subieron, luego avanzaron y finalmente fueron a posarse en la corriente. No eran ganas de llorar, era la punzada cortante como los filos de un bloque de hielo, no eran ganas de hundir a mi hermano en aquellas aguas que alimentaban la vida de sus orillas, era la música insonora que nos acunaba los deseos de ser parte de la profundidad. Cerré el libro, volví la cabeza y él ya no estaba allí, cosa que sólo me había ocurrido hasta entonces en algún sueño. Fueron sólo unos segundos, quizás cronometrados por él hubieran llegado a cinco, pero me pareció que se trataba de un punto en el que el tiempo se había expandido: una hilera de patos desfilaba ante mí de mayor a menor. Concretamente conté seis, luego él regresó.

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