miércoles, 28 de noviembre de 2012

Finisterre


Fotografía: Fuerza del mar, de Arkaiz Morales Leal

En cierta ocasión me alojé en el hotel en el que fue convertido el faro de Finisterre. Muy pocas habitaciones y menos huéspedes. Era invierno y un día de la semana cualquiera. Después de cenar entré en mi coche porque necesitaba fuego para encender un cigarrillo. La radio saltó sola cuando puse la llave de contacto. Fumé allí mismo, acompañado por la música, pensando en lo lejos que estaba o más bien en lo lejos que me sentía de todo. Enseguida me refugié en mi habitación, ya que había empezado a llover y el viento soplaba furioso. Por el precio que iba a pagar, qué menos, me dije. Me llevé un libro a la cama y, mientras leía, oía fuera el temporal e imaginé naufragios como los que había visto en el cine. El mar siempre me dio miedo, aprendí a nadar siendo ya un adulto. Estaba a punto de apagar la luz cuando llamaron a mi puerta. Me sobresalté.
-¿Sí? ¿Quién es?, pregunté cuando aumentó la insistencia en los golpes.
Pero nadie me contestó.
Llamé a recepción.
-Buenas noches, dije, y me quedé cortado, qué más iba a decir.
Entonces pregunté la hora.
-Gracias.
A los pocos minutos oí pasos fuera y luego voces como de una discusión. En el restaurante había coincidido con una pareja que me parecieron alemanes. Seguí leyendo, pero ya me fue imposible abstraerme de los sobresaltos. Antes de apagar la luz miré hacia arriba y observé que una cenefa que adornaba la pared donde tocaba con el techo estaba despegada. Me pareció intolerable que en un lugar de aquella categoría ocurriesen cosas propias de una pensión del pueblo. Estaba la posibilidad de una reclamación al día siguiente, pero también sabía que por la mañana disculparía todos estos sucesos con tal de no enfrentarme al enojoso trámite de exponer mis quejas. Me entraron ganas de fumar y pensé que si no lo hacía no conseguiría relajarme lo suficiente como para conciliar el sueño. Seguía sin fuego, así que rebusqué por toda la habitación y en uno de los cajones hallé unas cerillas que llevaban la publicidad de un pub del pueblo. En realidad se trataba de una nueva señal de negligencia, pero se impuso mi alegría por poder satisfacer el deseo de fumar. Me fumé el cigarrillo mirando la televisión. Sólo se oían fuera las ráfagas del viento y la lluvia. La luz de la linterna emitía sus destellos hacia el océano. Abrí las sábanas y sentí como si me introdujera en una mortaja espesa y pegajosa. Iba a ser verdad que después de todo había llegado al fin de la tierra.

martes, 27 de noviembre de 2012

Banda sonora de Griego para perros, 6




Estaba en mi casa, un séptimo piso, y le pasaba un trapo a los cristales. Entretanto pensaba: que se había casado a los dieciséis años, que había enviudado antes de cumplir cuarenta y que su vida era limpiar por horas. Al alejarse para comprobar la labor, Épsilon se quedó mirando un avión que ascendía por encima de las nubes. Luego volvió a las tareas de la cocina.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Banda sonora de Griego para perros, 5





Miró de reojo la trompeta que me había puesto bajo el brazo como solía hacer con dulzura y chulería Chet Baker. Luego pasé la mañana esperando otra convocatoria para acudir a su despacho. Pero no tuvo lugar. La verdad era que me habría gustado hacer algo con la trompeta, pero tenía muchas dudas. Antes de llegar a casa la introduje cuidadosamente, porque me parecía valiosa como un tesoro, en un contenedor de basura.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Bestias, de Federigo Tozzi





Bestias, de Federigo Tozzi, está editado por Barataria y publicado en 2010 con una ayuda de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía. La semana pasado lo saqué de la biblioteca pública “Narciso Díaz Escovar” o lo que es lo mismo, la del Torcal, por el barrio.

Federico Tozzi (1882-1920) nació en Siena dentro de una familia de campesinos acomodados, pero tuvo una educación más bien autodidacta, puesto que su padre, al frente de una famosa trattoria, era un hombre autoritario que odiaba la afición de su hijo por las letras. Escribió Bestias en 1917 dentro de la “poética del fragmento” que propugnaba el grupo artístico del periódico La Voce, así el libro está compuesto por un total de 69 piezas, en todas las que aparece de una forma más o menos secundaria, inesperada a veces, un animal.

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Sé que una víbora ha mordido a uno que me odia. Estamos en paz.

En el fragmento 57 Federigo Tozzi deja constancia de su plan con respecto a la materia que tiene entre manos en Bestias: “Pensaba entonces que de mayor escribiría un libro diferente de todos los que conocía, alguna historia ingenua y trágica parecida a la de uno de aquellos pámpanos que el viento dejaba caer entre mis rodillas; eso es, como existe este pámpano, existirá mi libro.”

En Bestias aparecen elementos biográficos:
 “De niño me compraban pocos libros. Mi padre no quería que yo leyera, y con la excusa de que me estropearía la vista, no se gastaba un real.”
“Siempre recordaré los ocho meses que precedieron a mi boda en Siena, quizá porque nunca me pasaba nada y todos los días escribía dos veces a mi novia.”

También hay evocaciones nostálgicas:
“Siempre recordaré los preciosos prados verdes que empezaban en mi alma o en mis pies y acababan casi en el horizonte.”

Estampas que trascienden el costumbrismo:
“Envidio a ese remendón que toca tan bien la guitarra cuando ya no tiene ganas de lastimarse con la lezna. Una veintena de años, una sola pierna y pocas ganas de trabajar.”

La muerte siempre presente:
“A los diecinueve años se me metió en la cabeza que moriría en pocos meses. No sé por qué; ni estaba enfermo ni había tosido nunca. Me había convencido y ya está.”
“Cuando se está muerto no se habla y entonces lo que hemos dicho lo repiten los demás.
También un ataúd es un juguete que se pone bajo tierra.”
“Busco en el bosque el árbol que, cortado para un ataúd, se pudrirá bajo tierra conmigo”

Según el crítico Giacomo Debenedetti, a través de la solapa del libro, en Tozzi hay una innegable voluntad narrativa que “forzaba al fragmento a convertirse en piedra y ladrillo de un edificio”, “a la construcción orgánica de un texto hecho de teselas que forman un mosaico, en sintonía con otros autores de su tiempo como Luigi Pirandello o Italo Svevo”.

En Bestias se persigue el alma de un hombre, pero también el alma de la ciudad de Siena y el alma de la naturaleza que la rodea. La belleza, pero también la crueldad.

Para todos los entusiastas de lo breve.
Para todos los lectores.
Para ver que no estamos inventando nada con el fragmentarismo postmoderno.
Para abordar el microrrelato desde otras perspectivas.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Acantilados de Howth, de David Pérez Vega.





Tenía curiosidad por este libro desde hace tiempo, porque conozco el blog del autor y me parece que hace unas reseñas muy juiciosas y bien razonadas, lejos de esa tendencia amarillista que se está instalando en la crítica literaria de la red. Comentaristas de libros que se convierten en los protagonistas de sus críticas, como esos periodistas del corazón que rellenan con sus cuitas programas enteros de basura televisiva. La basura no está mal, a mí me gusta la basura, pero no si todo es basura. El blog de Desde la ciudad sin cines es un remanso de cordura en mitad de un panorama lleno de apreciaciones que salen de las malas tripas antes que del sentido común. Por otra parte, no coincido demasiado con las lecturas de David. Coincido con él, creo, en la pasión por la literatura. Me sirve además para informarme sobre autores  hispanoamericanos y americanos, y aquellos de ciencia ficción que no he leído. En alguna ocasión he tenido en cuenta sus recomendaciones, pero soy un lector mucho más indisciplinado que David. Algunas veces ha escrito sobre  su plan de lecturas pendientes y me lo he imaginado abordándolo con rigor y orden. Lo que quiero decir es que da esa impresión, no que sea como yo digo. Por eso, cuando me enteré de la lectura conjunta sobre su novela Acantilados de Howth me apunté enseguida, estando como estaba mi plan de lectura algo desmotivado. Pues bien, para mí leer con un compromiso posterior no es lo ideal. La lectura conjunta te compromete a hacer una reseña. ¿Y si la novela no me motivaba demasiado a escribirla? No ha sido el caso. 
Acantilados de Howth tiene un protagonista en el que el autor ha volcado experiencias más o menos cercanas, sin que sea una novela autobiográfica, según él mismo dice. La biografía de Ricardo es representativa de un tipo de personas, una vida común. Nacido como el autor a mediados de los setenta, es doblemente licenciado y aficionado a la literatura, lector curioso y con deslices poéticos que le llevan a quedar finalista en un concurso provincial. A los veinticinco se traslada a Dublín para perfeccionar su inglés y se queda allí más tiempo del que tenía previsto, hasta el punto de que su estancia y, en concreto, un paisaje, el de los acantilados de Howth, se convierten años después, cuando ya es contable de una empresa en Madrid, en el paraíso perdido. 
Ricardo es hijo de una época, la actual, donde todos queremos nadar y guardar la ropa: se droga, pero con cuidado; es estudioso, trabajador, responsable, tiene inquietudes literarias, pero no se vuelca en ellas, con alguna que otra dificultad de vez en cuando liga, pero pierde a la única chica que de verdad le ha gustado, una polaca que conoció en Dublín, más tarde se casa y fracasa en su matrimonio en poco menos de un año. Sale con sus amigos: de la empresa, del barrio, de los curros en Dublín. 
Ricardo anda desorientado, pero no cae ni en la apatía ni en la rabia, le domina la sutil desilusión de una época tibia, y con su carácter mesurado demuestra tener las terribles y enormes tragaderas de una generación que ha tenido las ventajas de la educación, de la comodidad doméstica y de esas expectativas pequeñoburguesas que proponen la maduración personal a través del trabajo, la familia y una hipoteca.
Terrible. 
Y eso lo cuenta el autor de un modo muy amable, sin aspavientos estilísticos, con gran elegancia natural en el fraseo. El gran acierto de esta novela, a mi modo de entender, no es el retrato de un individuo, sino de la mentalidad de una época.
Muchas veces al acabar un relato o una novela hago un experimento: elimino el último párrafo o la última frase. Y es ahí donde yo encuentro la palabra fin. 
En este caso para mí la historia acaba aquí:
Mi madre me dice que ha visto un piso que está muy bien: cincuenta metros, sólo treinta y un millones de pesetas, en Móstoles, a reformar.
El párrafo siguiente va más con esas ganas de acabar con cierta trascendencia, un vicio que todos los escritores han de combatir. Porque la principal virtud de esta magnífica novela es que la trascendencia está desterrada.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Carta abierta a Agustín Martínez Valderrama sobre su Sentido sin alguno






Señor Agustín Martínez Valderrama es usted un plagiador literario.
En primer lugar se llama usted casi como yo, Antonio Báez Rodríguez.  Podría usted haber elegido otro nombre. Son varias las coincidencias nada más empezar.  Tal como yo decidí nacer en Antequera para 1964, usted no se tomó la molestia de disimular al nacer en 1976 para Gavá.
He leído su libro Sentido sin alguno. No disimule.
Lo he leído y me ha gustado, claro, cómo no iba a gustarme si ese libro lo voy a publicar yo mismo en breve. Claro que ya le he cambiado el título.Y más cosas.
Veamos, usted no es yo, ni yo seré usted, y poco nos parecemos, pero si, como dicen, los hábitos hacen al monje, tiene usted costumbres malsanas como las que yo tengo, que enseguida nos irán igualando y un día puede que sea usted, señor, quien soy yo ahora o yo llegue a ser quien usted fue.

Nada más abrir su Sentido se corta usted una oreja. En eso, lo admito, ambos hemos plagiado a Vicente Van Gogh.
Yo, lo confesaré, también plagio descaradamente. Plagio lo que me da la gana y con alevosía. A lo mejor me puse Antonio por Agustín, sin ir más lejos.
Luego coge usted una bolsa de plástico y se la pone en la cabeza.  Menos mal que confiesa usted que todo el mundo por la calle lleva una con dos agujeritos para los ojos y uno para la boca.
A mí, señor, esas cosas me las hacen en privado, me gustan, no voy a negarlo. Y si he sido yo quien le ha plagiado a usted poco me importa a estas alturas. ¿Conoce usted a alguien original? Preséntemelo, dejará de serlo.
Tiene usted su estilo, yo el mío. Pero su estilo no sería nada, como nada sería el mío, de no llamarse usted Valderrama, como Juanito, y yo Báez, como Joan.
En Sentido la gente encima se le arroja al vacío, es gente que tiene ganas de volar, vaya. Como a mí. Los personajes se me van por las ventanas. Me está entrando el pánico, puede que sea yo quien le copié a usted, o mis seres arrojadizos a los suyos. Habrá que buscar un perito en materia que dictamine. Usted arroja a niños, a viejos. Yo una vez tiré un piano. ¿Tirará usted en el futuro uno?

Pasemos ahora a sin. Usted se hace amigo de los perros que no son perros, sino cachos de aire. Hasta aquí podríamos llegar, no le consiento que tome el nombre de los perros en vano. Señor, a mí los perros me dan compañía y charla. Pruebe usted con eso, ya que más da.
Y luego riza usted el rizo, como yo detesto el fútbol, para despistar, le da a usted por Maradona.
Bueno, tengo que reconocer que usted o yo mismo, tiene su personalidad, la tengo. Pero no va de eso el caso, lo que hay que dilucidar aquí son esas sutiles coincidencias que un día te confunden al punto de ya no saber si fue usted el primero, lo fui yo o lo primero fue algo que no viene a cuento.
Además en sin sale un puente. Voy a pasar quizás por la circunstancia de que usted como yo en persona carnal habrá cruzado más de uno. Los puentes están ahí para que cada uno los cruce como le de la gana. Pero no deja de ser otra coincidencia.
Sin embargo, tengo una prueba definitiva, escribe usted la palabra gintonic como la escribo yo, sin guioncito de marras o espacio. Hemos dado ese paso equivalente al del hombre en la luna.

En la última parte, titulada alguno, donde ya creía que ni usted ni yo nos habíamos robado ideas, poco antes de cerrar el libro, me mete usted cada día un dedo en un buzón. Al menos uno de tantos podría ser que me perteneciese, me lo arrancaron de un bocado cuando siendo muy joven salí una noche de juerga.

Señor Juanito Valderrama  Rodríguez Agustín, le recuerdo lo que usted mismo escribió:
Se miró en el espejo y se vio gorda como un palillo.

Me he asomado a su Sentido sin alguno y allí estaba Joan Báez Martínez Antonio. Sinceramente, no sé. Por un momento, pero ya sé que no. Le pido disculpas.

jueves, 15 de noviembre de 2012

Banda sonora de Griego para perros, 4





-Mira, podemos, no sé, te acompaño al trabajo y ya buscaremos ocasión para sacar la merienda. ¿No dices siempre que en el patio de la cárcel hace un sol espléndido y que los presos se distribuyen alrededor de un gran rectángulo imaginario como si fuese una piscina?
-Sí, se broncean, hacen ejercicios de gimnasia, toman refrescos, preparan coreografías  y fuman como si no hubiese cosa en este mundo que les preocupase. Pero hay algo que no tienes en cuenta: ellos están dentro, no pueden salir; tú estás aquí fuera, no puedes entrar.

martes, 13 de noviembre de 2012

Griego para perros en Sabara Editorial





Sabara Editorial, dedicada al libro electrónico, publicará en las próximas semanas Griego para perros. Dejo aquí el enlace en el que se puede ver una nota sobre los asuntos que trata, y la otra novedad, de Fernando Aínsa, titulada Los guardianes de la memoria. Cinco ensayos más allá de la globalización.





Mujer perro, de Paula Rego

Entre otras cosas los editores dicen lo siguiente:

Nuestro propósito es editar a autores consagrados y noveles. Frente a la enorme cantidad de textos deslavazados y dispersos que pueden encontrarse actualmente en la red, Sabara pretende ejercer un cierto papel de discernidor, de seleccionador de aquellas propuestas que nos parezcan doblemente interesantes: por su intrínseca calidad literaria y por su valor añadido dentro del panorama editorial en español. Por eso mismo, no nos vamos a conformar con editar obra nueva, sino que buscaremos recuperar algunos de esos libros publicados tiempo atrás y que una deficiente distribución o un mal planteamiento editorial condenó a una injusta intrascendencia.

Pero para leer toda la explicación de su propuesta, aquí.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Banda sonora de Griego para perros, 3




Caminar, caminar hasta que la ciudad se acabe. ¿Dónde se acabará esta ciudad? Caminar y caminar hasta llegar a la siguiente ciudad a la que buscarle un principio y un fin. Con esos pensamientos acometo la última pendiente antes de llegar a una pequeña rotonda con una circulación de vehículos considerable.

sábado, 10 de noviembre de 2012

Banda sonora de Griego para perros, 2




Luego habré de desvestirme, me quitaré la chaqueta, la camisa de seda, la falda, las medias, ese corpillo negro que tanto me gusta. Y con las toallitas me desmaquillaré. Los párpados sombreados, los labios rojos, las mejillas. Frente al espejo, insomne y cansado, como después de todas esas noches de tormenta de mi vida, que he pasado en la penumbra. A lo sumo fumando, con las piernas cruzadas, haciendo del núcleo de mi ser una ausencia, la suposición de no haber sido totalmente. Vestido yo mismo como si fuese Lola o como su doble aumentada.

viernes, 9 de noviembre de 2012

Banda sonora de Griego para perros, 1



Aparecen a eso de las once, cuando el dentista se yergue como un ídolo exótico ante su paciente. Están haciendo novillos. Y se llaman. Paula, grita la amiga. El dentista se vuelve a la ventana y susurra, con el alma en vilo: Paula. Pasan toda la mañana riendo, fumando, tomando el sol. El dentista es un hombre de gestos amplios, orquestales, pero la efervescencia de esa vida en el exterior, a la que no sabe cómo acercarse, tiene un efecto de merma, de reducción, de recorte físico, hasta el punto de que un día sale corriendo de su consulta por miedo a ser engullido por una boca desmesurada, honda como un pozo.

martes, 6 de noviembre de 2012

Mar de pirañas en SUR de Málaga


Ayer apareció una hoja entera dedicada al volumen que ha coordinado Fernando Valls. Al tratarse de un diario local la noticia recoge tres textos de los escritores de dicha antología que somos de Málaga. Me gustaría ir viendo a los otros autores a lo largo y ancho de las provincias.


Para poder leer la página, Aquí.

jueves, 1 de noviembre de 2012

El magnetofón


LIGHTS AND SHADOWS - Adam Korzeniewski

Este relato se lo dedico a Rafael Muñoz, que muy generosamente me dio la pieza que le faltaba al puzzle para poder escribirlo.

Ayer llovía tanto y hacía un día tan bueno para quedarse en casa calentito y mirar de vez en cuando por la ventana, que decidí salir a dar un paseo bajo el aguacero. Una noche de nubes oscuras, como cortadas en papel, caía sobre la ciudad y bajo su tétrico amparo me dirigí al centro. Me pasa de un tiempo a esta parte que la inquietud y, por qué no decirlo, el miedo me asaltan, cuando siento calma a mi alrededor. Por eso quizás preferí la intemperie otoñal a la calidez de una sala iluminada para la lectura. Vivo solo, he sido soltero, en el viejo caserón que compartí con mi hermano. Me voy temprano a la cama, porque siempre me ha gustado cerrar los ojos antes de quedarme dormido. Me ocurre últimamente que cierro los ojos y el pasado y el futuro empiezan a molestarse, pero no renuncio a una costumbre que he conservado a lo largo de toda mi vida. No me inquieta morirme, no es eso, es algo raro. Temo que se vayan a morir mis padres, cuando hace ya tiempo que crían malvas, y también temo que muera mi hermano, que lleva muerto más de diez años. Esos siempre fueron minutos muy placenteros antes de entrar en el sueño, pero ahora me meto en la cama con curiosidad y también con mucha precaución. Mi paseo bajo la lluvia de ayer me llevó a episodios sobre los que hacía bastante tiempo que no pensaba. He salido muy poco de esta ciudad, nunca me han gustado los viajes, ir de un lado a otro sin ton ni son. Mientras caminaba con los bajos del pantalón cada vez más empapados, atravesé las espesas capas superpuestas de este cuerpo, que poco a poco comienza a desprenderse de la parte magra de su carne, para ser cuenta atrás. La nuestra era una casa de vecinos llena de ruidos, de carreras infantiles, de voces que se cruzaban de una ventana a otra. Habitábamos en la alegría. Mamá cantaba oyendo la radio, regando las macetas y cantaba también cuando papá regresaba de viaje y se encerraba con él en el dormitorio. Papá quizás era un hombre adelantado a su época, un visionario que se ganaba la vida como viajante de comercio. Representaba máquinas de escribir, aspiradoras, enciclopedias, cualquier artículo que sirviese para que la vida del hombre adquiriese, lo decía él, horizontes más amplios. Tenía un espíritu deportivo y jovial, ensombrecido sólo por un bigote nietzscheano que había heredado de sus años estudiantiles, truncados cuando mamá se quedó encinta. A mal tiempo buena cara, entonaban papá y mamá, y corrían al dormitorio, cuando ya nosotros éramos capaces de sentir vergüenza ajena por sus apasionamientos. La propietaria de aquella casa de vecinos en la que teníamos alquilada nuestra vivienda era una viuda de guerra que tenía como único defecto lo mucho que le gustaba o necesitaba beber, cuando la melancolía se adueñaba de su ánimo. Por las mañanas la señora Trini era un sol que iluminaba a sus vecinos y solía repartir chucherías entre los niños e invitaciones a sus padres para ver por la noche algún programa de televisión como las Galas de los sábados. Sin embargo, ciertas tardes comenzábamos a hallar en la escalera indicios de que la jornada se empezaba a torcer. Podía ser un grito aislado, maaarrrraaanaaas, era muy frecuente. O bien una maceta de geranios estrellada en el suelo, o un sospechoso reguero que corría escaleras abajo y atufaba a meados. A veces era su propio gato maullando sin consuelo, como si no pudiese huir de las garras del mismísimo demonio. Cualquier alteración de las rutinas vespertinas era inequívoca señal de que la señora Trini ya se encontraba empinando el codo. El festival de gritos, insultos y blasfemias podía durar un par de días, con sus correspondientes noches, al cabo de los cuales la señora Trini, desfondada y vacía, se apaciguaba y dormía como una bendita. Los inquilinos soportaron tales escándalos, bien porque sabían que la señora Trini no era mala persona y se apiadaban de su soledad, o porque era la dueña de todo el edificio y temían verse de patitas en la calle. No obstante, como llegó un momento en el que las imprecaciones y los destrozos resultaban alarmantes, el vecindario pensó en darle un escarmiento. Papá acuñó una expresión que mi hermano y yo nunca olvidaríamos, aunque jamás la tendríamos en cuenta. Al contrario que papá sus hijos nunca fuimos forofos de las innovaciones tecnológicas.

-La solución a nuestros problemas está en el magnetofón.

Ese era el último artilugio que papá llevaba en su cartera de representaciones. Le explicó la idea a los vecinos, consistente en grabar a la señora Trini, cuando en pleno éxtasis báquico comenzase las ofensivas arengas a sus inquilinos, y así fue cómo se presentó la ocasión en la que papá se hallaba, muy de pura casualidad, en casa y la señora Trini arrojó una jaula de loros al patio. Papá puso a funcionar la grabadora, pero no se oyó nada más, ni un grito ni un insulto. Tuvo que desconectarla y nos pidió a mi hermano y a mí que llamásemos a voces a la señora Trini, lo que podría servirle de acicate para desplegar todo su repertorio, pero mi hermano y yo estábamos demasiado intimidados y apenas nos salía un hilillo de voz inaudible. Para cuando la señora Trini comenzó a despacharse, papá había manipulado tantas veces el magnetofón que la cinta se había hecho un lío y no pudo grabar nada. El caso es que cada pocas semanas volvía a repetirse uno de esos episodios y la señora Trini llegó a enterarse de los intentos de papá por grabarla para amenazarla con una denuncia, así que desde entonces la cantinela era la misma:

-Ya sé, ladrones, hijos de perra, muertos de hambre, que me estáis grabando, pero no os tengo miedo a ninguno, piojosos.

No por ello en los periodos de serenidad la señora Trini dejaba de invitarnos a mí y a mi hermano a ver algún que otro episodio de Bonanza, que solía endulzar con galletas y chocolate.
En uno de aquellos festivales de aguardiente y cachivaches volanderos a la señora Trini le dio un síncope y se quedó tiesa como un palo de escoba. Debió de coincidir que mi hermano y yo volvíamos de la academia a la que papá nos había apuntado para que estudiásemos francés, idioma que a él le parecía que acabaría imponiéndose al inglés y que a nosotros nos inspiraba muy poco respeto, aunque nos servía para coincidir con unas chicas tristes y feas que sólo contribuían a deprimirnos el resto de la tarde. El caso es que entre los dos recogimos a la señora Trini, que apenas si tenía peso, y la llevamos a su cama, donde de repente la vimos tan poquita cosa, tan indefensa e inofensiva, que ningún extraño la hubiese creído capaz de pronunciar las palabras que había soltado por su boca hacía tan solo unos minutos, en pleno éxtasis. Aquella noche las mujeres de la casa velaron el cuerpo sin vida de la viuda y, a la mañana siguiente cuando tocó transportar el féretro en hombros hasta la iglesia, no había otro varón que el empleado de la funeraria. Mamá nos miró a mi hermano y a mí como si estuviese calibrando el tamaño de unos melones en la frutería, puesto que lo que hacía era comparar nuestras estaturas con la de aquel hombre. Como vio que más o menos estábamos parejos concluyó que también éramos ya unos hombrecitos y que había llegado la hora de comportarse como tales.

-Vosotros llevaréis a la señora Trini a hombros, nos anunció, como si ese fuese un gran honor al que no nos podríamos sustraer.

Enlutados y circunspectos, como empleados de un juzgado, a la edad de trece y quince años, metimos el hombro debajo del féretro y enfilamos la calle camino del templo en el que se oficiaría el funeral. La verdad es que debíamos de componer una pompa algo desmejorada, de escasa solemnidad y con cadencia peripatética, yendo el empleado de la funeraria en un lateral, hacia la parte de la cabeza, y nosotros dos a la parte de los pies. El peso era mínimo y la mayor parte del mismo correspondía más bien al ataúd, que alardeaba de ínfima categoría. Tras nosotros la comitiva de plañideras iba encabezada por mamá y la vecina del bajo derecha, a la que el gañán de su marido, en paradero desconocido desde el día anterior, le había puesto muy oportunamente un ojo a la funerala. La señora Trini recibió unas exequias exquisitas.
Cuando papá volvía a casa al final de la semana traía el traje sucio y arrugado. Mientras mamá se lo adecentaba un poco, él estaba en calzoncillos casi todo el tiempo. De esa guisa se pasaba los sábados y los domingos, con un pitillo en la boca y en paños menores. Mi hermano y yo ya experimentábamos una sensación incómoda que nos azoraba al verlo así. Preferíamos salir a pasear con las compañeras de la academia de francés, que habían ido ganando puntos desde que habíamos descubierto que no le hacían ascos a algunas maniobras que les habíamos propuesto. Aquel fin de semana papá llegó con una versión mejorada del magnetofón para descubrir que la señora Trini estaba ya en el cementerio. Mamá le contó a papá que habíamos sido sus hijos quienes la habíamos cargado a hombros. Papá nos estrechó la mano y por primera vez nos ofreció un cigarrillo, que cogimos con indecisión y luego fumamos entre toses. Recuerdo que mamá cantaba y se grababa en el magnetofón, recuerdo a papá hablándole al micro, exponiendo algunas de sus teorías. Ya lo dije antes, a veces me meto en la cama y antes de quedarme dormido cierro los ojos. Veo el magnetofón. El magnetofón siempre ha estado en el estudio. Ahí están sus voces. Ahí, voces. Y yo aquí, bajo las mantas o bajo la lluvia, igual da, porque me siento en la misma intemperie.