miércoles, 19 de diciembre de 2007

Dalton Trevisan


También llamado “El vampiro de Curitiba”, según tituló la colección de 15 relatos protagonizados por Nelsinho, un héroe vagabundo y provinciano que acechaba a las mujeres escondido en lugares cerrados y oscuros. Un vampiro al acecho de sus víctimas, cuyas andanzas, a veces siendo un adolescente, otras un adulto, se cuentan en 3ª y en 1ª persona.
Nació en Curitiba en 1925, estudió Derecho y tuvo dos hijas. Un escritor reacio a las entrevistas y a mostarse en público.
“En la calle oscura, sola, allá viene la ruca. La agarro por atrás y le aprieto el cuello. Calladito, digo. O te apago. La llevo a los matorrales, al lado de la vía del tren. Todo mundo desnudo, digo. Ella más que de prisa. Entonces me sirvo. La tía es a todo dar. Lo hace muy bien. Acepta sin problemas lo que tú quieras. No doy puñetazos ni digo groserías. Así es, carnal.”
Este minicuento aparece en “El vampiro de almas”, una antología de cuentos hecha en Méjico, que muestra el camino que sigue el cuento hasta el haikú.
Trevisan explora y muestra la crueldad provinciana. Todas sus historias transcurren en la ciudad en la que nació y ha vivido de una fábrica de botellas, Curitiba, Paraná, Brasil. Hace uso de un realismo costumbrista, pero también del existencialismo y del expresionismo.
En 1959 publicó “Novelas nada ejemplares”, en 1974 “El pájaro de cinco alas”, en 1979 “Virgen loca, locos besos”.
Desde 4 euracos se puede conseguir la primera en las librerías de viejo que se anuncian en la red.
En “Pao e sangue”, Joao y María se asesinan alternativamente a lo largo de los 22 relatos del libro.
Hasta el momento la única referencia más o menos accesible o encontrable es la que hemos dicho de “Novelas nada ejemplares”, de la que la semana pasada conseguí un ejemplar editado en Caracas, Venezuela, en 1970. Sé que en 1989 Laia lo editó en Barcelona. Pero poco más. 30 cuentos.
¿Lo conocen los editores? ¿Y si lo conocen, cómo permiten que el público español no se pueda acercar a este interesantísmo cuentista?
“Trevisan pertenece a una tendencia narrativa que no se vale de la literatura para redimir o condenar al hombre, sino para acercarlo a nuestros ojos, mostrárnoslo y, (...), hacernos comprender que es nuestro semejante,que somos idénticos a él.” Son palabras sacadas de la presentación y la contraportada escritas por otro brasileño de su quinta.
“Tendida de espaldas en la cama,ojos abiertos, manos cruzadas sobre el pecho, ella imitaba al muerto allá en la sala.”
“El muerto en la sala” es un cuento de 7-8 páginas llenas de crueldad, miedo y justa venganza.
“Tio Galileo” se puede leer en la red, pero no soy capaz de poneros el enlace. Si en Google ponéis: Tio Galileo trevisan os sale. Merece la pena.
Al brasileño le gusta hacer referencias al corazón: “se encogía el corazón medroso como un bicho bajo el pie que lo va a pisar” (p.174); “Abrió la canilla de la pileta. El agua corrió mansamente por el corazón afligido: era el murmullo de la casa. No estaba solo” (p.152).
Muerte, soledad, miedo,enfermedad, abandono, vejez o infancia son algunos de los motivos por los que este escritor transita.
Nada que ver con lo que el público lee.

domingo, 16 de diciembre de 2007

Efferalgan, literatura y mucho amor


La semana ha estado complicada.

El lunes después del puente fue como hundirse hasta las rodillas en la realidad. Trabajo, gestiones domésticas, dolor muscular.
El martes ya no hubo escapatoria: gripe.
Gripe: dolor y fiebre.
Miércoles: más de gripe. Pleno en la consulta del médico: hemos concertado cita para los cuatro. Más de gripe: los minutos no pasan. La noche es eterna. Todos los teletiendas están ahí, como sintonía de fondo.
Jueves: empieza a disiparse el dolor y la fiebre. Ya puedo leer algo. Ni pensar en escribir, nula capacidad de ocurrencia. Empiezo “Las benévolas”, de Jonathan Littell, un tomaco en papelbiblia, que me interesa enseguida, pero que temo por su extensión.
Buscando otra cosa encuentro en la red una referencia a Dalton Trevisan, un autor brasileño fiel a las distancias cortas. Husmeo y hallo que hay un ejemplar de “Novelas nada ejemplares” en la librería de lance Abadía.
Viernes: regreso al trabajo y me encuentro el follón que mi ausencia en periodo de exámenes de la primera evaluación me ha provocado. Me llevo a casa una bonita colección de trabajos escolares sobre Catulo, unos, y otros sobre La poesía lírica arcaica griega.
Nos hemos recuperado todos excepto el pequeño, que con 20 meses suena como si bebiese aguardiente por las mañanas. Lleva tres días sin salir de casa y por la tarde se rebela: me arroja a la cara su muñeco favorito y el chupete, así que he de salir con él a dar un paseo, que nos sienta a los dos muy bien.
Sábado: Pablo sigue tosiendo y con fiebre. Nos vamos a Urgencias de excursión. De camino recojo el libro de Dalton Trevisan. Editado en Caracas, Venezuela en 1969 por Monte Ávila Editores. 15 euracos, 208 páginas tostadas por el tiempo, 25 cuentos.
Salimos de Urgencias con un nuevo tratamiento para Pablo. Comemos cerca del Hospital. Santiago quiere paella. Encontramos un sitio muy anodino con una comida casera excelente. Nos prometemos comer allí cada vez que volvamos a Urgencias de excursión.
Por la tarde todo el mundo duerme una siesta y a última hora vamos a un cumpleaños infantil en el que Pablo y Santiago lo pasan de maravilla.
Domingo: Los cuentos de Dalton Trevisan son apabullantes, han conseguido que desplace mi interés desde “Las benévolas” hacia ellos.
Abro mi correo y tengo una noticia que llevaba días esperando: hay alguien que quiere publicar una selección de mis relatos.
Estoy contento, por supuesto, pero lo soñado siempre es superior al momento de la realidad, en la que yo tengo las piernas hundidas por las rodillas.

domingo, 9 de diciembre de 2007

El terrorista bueno


Hace ya unos meses intenté subirme a un avión con un explosivo camuflado como mermelada. Me confiscaron los cuatro botes y una vez en el avión decidí que aplazaba su secuestro para otra ocasión. Por fin ésta llegó el viernes pasado. Pasé un alambre en forma de percha y las instrucciones bajadas de internet para convertirlo en un arma convincente. Una parte importante de mi mundo fantasioso se gestó con el personaje de McGuiver, que era capaz de transformar un clip en una llave maestra. Sin embargo, de nuevo fracasé. Me tocó ir en el asiento de enmedio, y en el del pasillo una de esas ancianas francesas hincó la frente sobre sus rodillas y no fui capaz de saltarla por encima e ir a buscar la percha, con la que pretendía desviar el vuelo a un lugar quizás más exótico que los castizos madriles, adonde, si nadie lo remediaba, me dirigía para asistir a una boda.
Las medidas de seguridad para acceder a los aeropuertos no son capaces de intimidar a los terroristas buenos como yo. Me paso los vuelos imaginando distintas formas de dirigirme a mis compañeros de pasaje para anunciarles que mejor que el destino al que nos dirigimos sería, por ejemplo, aterrizar en Atenas. En fin que llegué con mi señora a Barajas. Si soy bueno no es por otra cosa que porque el 90% de lo que pienso no lo practico. La bondad en mi caso es una elección, que, por otra parte, no sé si va a durar mucho.
He dicho mi señora porque ya tengo edad para ello. Lo que no tengo es cabeza para tener una señora. Bueno, sea como sea, ella y yo cogimos el metro y llegamos adonde teníamos que llegar para cambiarnos de ropa. Yo me puse un traje negro y adopté perfil de enterrador, de asesino eficaz. Ella se puso uno de esos vestidos globo, que luego camufló bajo un abrigo. En la recepción parecían estar acostumbrados a todo, así que nadie se sorprendió por nuestras pintas. Fuimos a comer a una de esas tabernas en las que siempre hay oreja y torreznos. Y después ya casi que era la hora. Teníamos que llegar a la iglesia de San Antonio de la Florida. Por el camino mi señora, digo, ella, y yo nos preguntábamos si veríamos las pinturas de Goya.
El metro es un lugar en el que un terrorista bueno lo primero que hace es comprobar si las papeleras han sido selladas. Luego estudia con disimulo la disposición de las cámaras de seguridad. En el metro, ella y yo. A mi señora le prestaron un abrigo de otra época. Para cuando hacía más frío en Madrid. Así que se echó a sudar en el metro. Ella porque tenía calor y yo porque, aunque sea bueno, los terroristas siempre sudamos en las ratoneras.
La celebración fue en un hotel con un portero vestido de lacayo del 19. Es de agradecer encontrar de vez en cuando manifestaciones así de elocuentes de lo que significan las categorías. Lo refuerzan a uno en ese mundo interior de absoluto terrorista. Ni bueno ni malo.
Muchas amigas de la novia eran azafatas y estaban muy buenas, así que el terrorista bueno se reconcilió con el mundo y sus disparidades, diferencias y desigualdades. Le ayudó además el whisky.
De vuelta al albergue, donde ella y yo compartíamos habitación con cuatro muchachos ahippiados, nos reímos un buen rato de todo y de todos. Pero sobre todo de nuestros aspectos, a la par que nos encontrábamos muy guapos y muy buenos, ella como ella y yo como terrorista.
Las pinturas de Goya representan el milagro de San Antonio de Padua, en el que el santo resucita a un muerto en Lisboa. Alrededor de este motivo una serie de personajes de la época con trazos más o menos gruesos, muchos abocetados: le gente corriente y moliente, los tipos de la calle. De ese modo, ir a Madrid volvió a ser un curioso placer. La cola para comprar lotería en Doña Manolita tenía una cuantas decenas de metros. Al lado, en la casa del libro, dí con otra historia que seguramente no leeré nunca: Manual del perfecto terrorista de Mathias Enard. Sonreí con suficiencia.

martes, 4 de diciembre de 2007

Fotos ( 3 )


Tengo miedo, hija mía. Aquí, en ésta tu hermano torció el gesto. Durante una temporada salió en las fotos haciendo muecas. Papá se enfadaba muchísimo. El era el fotógrafo, y tu hermano aprovechaba el momento en el que más concentrado lo veía, buscando un encuadre, para doblar la boca y bizquear. A tí luego te hacía muchísima gracia, pero papá amenazaba a tu hermano con castigarlo,
me toma el pelo,
me decía a mí. Yo intentaba explicarle que era cosa de chiquillos. Cuando empezaste a colgar tus fotos en internet, nos pediste a todos que posáramos.
Pon caras,
me dijiste. Y te saqué la lengua.
Tus hermanos apretaron la boca y subieron las cejas, pero papá fue incapaz de mover un músculo del rostro.
Tengo miedo, mi vida, de no volver a verte. A veces pienso que eso es lo que va a ocurrir, pero no se lo digo a nadie. Me he pasado la tarde delante del espejo, esperando al joven experto de la policía que viene a estudiar todas tus fotos. He estado haciendo muecas sin parar. He hecho las muecas que hacía tu hermano y las que hacías tú imitándolo, mientras jugabais a la familia que sale de vacaciones y se hace fotos delante de los monumentos. En una de ésas he sentido que ya nunca jamás iba a volver a verte. Y me he echado a llorar. He llorado como si me pudiera deshacer en el llanto para ir a reunirme contigo. Luego ha llegado el policía.
Buenas tardes,
me dice , unas buenas tardes normales, como si nada, como si su presencia en casa fuese lo más natural. Es un muchacho muy atento y procura tratarme con un cuidado exquisito. Ha notado mis ojos enrojecidos e hinchados. Ayer me pidió permiso para escanear las fotos. Yo no he sido capaz de decirle que me enseñe a ver, a mirar, a buscar en esas imágenes congeladas un rastro que nos pueda proporcionar pistas sobre lo que haya podido pasar contigo. Mientras el joven policía y su ayudante hacen su trabajo, me voy a la cocina a prepararles un café.
Gracias,
me dicen, como si adivinasen lo que he estado pensando antes de que llegaran, que no te voy a volver a ver nunca más. De modo que tengo que aceptar que la vida ya cuenta con esa posibilidad, de que no volver a verte está en los cálculos del universo. En la rutina de todo lo que abarcan mis sentidos, de todo lo que veo, toco, huelo, oigo o pruebo, tú eres y serás ausencia. Para siempre.
Me gustaría saber lo que ellos piensan. Pero son muy profesionales. No se les escapan gestos. No hacen ningún tipo de mueca.
Al llegar con el café en la bandeja los dedos se me deshacen en las manos, la bandeja va al suelo y el café cae sobre ellos. Ahí estás en esa fotografía escaneada, con un gorro que yo misma te tejí. Me miras, me sonríes y me guiñas un ojo.
Luego llega la noche, la noche se introduce en mí con un dolor morboso. Es una tortura ver las sombras comiéndose la casa. La noche avanza hacia un abismo de sueños congelados, como si una fina película gelatinosa me recubriese el cuerpo entre la carne y la piel. Son las peores horas. Las horas en las que a los enfermos les sube la fiebre. También a mí me atenaza una garra por el cuello. Me abrazo a tu peluche, al peluche de tu infancia. A ese peluche que arrinconaste detrás de todos tus nuevos abalorios, detrás de tus collares con púas, detrás de tus medias rotas y tus gorras. Un peluche de color rosa con el que dormiste durante tantos años. Un peluche que conservará tu olor, aunque lo meta cien veces en la lavadora. Y con él me voy a la cama.
Allí los sueños son fotos y yo nunca antes había soñado de esa manera. Siempre sueño despierta. No sé si habré dormido desde que no estás, hija mía. No lo creo. He cerrado los ojos muchas veces y en todas una imagen tuya ha acudido a mí, como si fuese la punta de una lanza que me atravesase el cuerpo de parte a parte. Ahora, con los ojos cerrados,
está dormida,
le ha dicho papá a tus hermanos, te vuelvo a ver guiñándome y sonriendo. Y esa película de gelatina que me recorre por debajo de la piel comienza a cristalizarse en duras puntas, que se me clavan en una carne tumefacta y embotada. Me gustaría arrojarme de cabeza contra las paredes, me gustaría hundirme en un río helado, me gustaría que me estallasen los pulmones, pero nada de eso ocurre definitivamente, sobrevivo a todos los segundos de dolor. Y cuando abra los ojos, cuando despierte, esperaré que tú estés ante mí, guiñándome un ojo y sonriendo, como si todo hubiese sido un sueño, un mal sueño. Para eso aprieto los dientes, los aprieto tanto que luego me cuesta abrir la boca, como tú en esas fotos de desafío al mundo, en las que miras a la cámara sin tu sonrisa habitual. En esas fotos que quizá eran un ensayo de tu desaparición. No lo sé. Supongo que el joven policía y su ayudante, los expertos en la interpretación de esas imágenes también se habrán dado cuenta. Quizás sea algo que ocurre en todas las adolescencias. Pero todas las adolescentes no desaparecen de la noche a la mañana sin dejar rastro. Tampoco creo que todas las adolescentes se entretengan fotografiando su sombra, a lo sumo viéndola. Y tú tienes en tu blog un montón de fotografías bajo el título de Jardín de sombras.
A mí las sombras siempre me han aterrado. Y en esos brazos espectrales proyectados sobre la pared o en esas figuras desvalidas que son manchas en la luz sólo hallo agujeros a la nada. Como cuando en el sueño me sonríes y me guiñas y yo extiendo la mano. Y mi mano se cierra en el aire.
Otra mano invisible me ahoga.
Eso es una sombra, maldita sea. ¿Era eso lo que querías averiguar? ¿Por eso te has marchado? ¿Para eso alguien te ha arrancado de tus días de experimentos con las sombras?
Déjala dormir,
dice alguien. Y yo mantengo los ojos cerrados un rato más. En el momento justo al abrirlos podrías estar tú ahí, mi vida, con una sonrisa y un guiño de tus ojos. Como en la fotografía.

domingo, 2 de diciembre de 2007

La cocina al público


Hace unos años me gustaba un restaurante de especialidades asiáticas, con abundancia en las filipinas, en el que los cocineros preparaban los platos a la vista de los comensales. Te aupabas a un taburete y te asomabas a una barra circular que servía de mesa, dentro de la cual había unos tipos ágiles y sudorosos, barbilampiños, muy morenos, que con aire de piratas temerarios se acercaban, armas en ristre (cuchillos y trinchadores), y en la plancha que te correspondía preparaban la comida en tu misma cara. Hasta que un buen verano, en una de esas campañas de promoción veraniega, los chicos etarras decidieron que el lugar era idóneo para colocar una bomba. Una zona turística y masificada, que a pesar del empeño de todo quisqui en afear, conserva todavía cierto encanto. La bomba explotó. Cuando regresé al lugar, los piratas se habían marchado, supongo que a cocinar en parajes con menos sobresaltos y con la misma cantidad de ladrillos. Echo de menos aquel rincón. Era muy entretenido y curioso ver la manipulación, el corte y la preparación de lo que encargabas para comer en aquellas manos expertas. No sé por qué (o sí que lo sé y lo digo por mera figura de la retórica), pero esto del blog es un poco como esa forma de cocinar.
Veamos.
Un blog es un espacio óptimo para el diario, sea del tipo que sea. En un blog se puede contar, por ejemplo, ya que hemos empezado hablando de una manera curiosa de comer y de cocinar, que anoche estuve en una cena benéfica. Mi primera vez. En favor de una asociación que se ocupa de traer en verano niños bileorrusos afectados por la contaminación de Chernóbil. La comida fue lo de menos. Ya lo dijo un humorista invitado:
-¿Cómo habéis comido? ¡Bien! Me alegro, porque ¡pagar lo mismo por comer mal!
Un escritor metaboliza todo lo que come en argumento para escribir. En las fechas que se acercan habrá multitud de ocasiones para ello. Comidas y cenas en el trabajo, con familiares, con amigos. La ocasión nos la pintan calva para relatillos con la mesa como punto de flexión. ¿Inflexión? ¿Sí?
Anoche hubo, aparte de un documental sobre los niños bielorrusos y la asociación que los acoge, dos humoristas sobre el escenario. Uno de ellos llevaba 12 años sin actuar, 12. Y se le notaba. No por lo que dijo su presentador sin ningún empacho:
-Reíos aunque no os haga gracia. Que luego se ríe uno de cualquier cosa que no la tiene. Celestino lleva 12 años sin subirse a un escenario y esta noche está aquí por la asociación y por los niños.
¿Celestino al alba? Me pregunté mentalmente. Los escritores lo metabolizamos todo en la misma dirección.
A Celestino las dos décadas y pico fuera de la circulación se le notaban, porque, aunque tenía gracia (si como a mí, te gusta también la sal gorda), su humor era absolutamente incorrecto. Personajes como el borracho-gangoso, el gangoso-pedorretas, el mariquitasúcar, el cateto y Antonio Gala. Al final aplaudimos sin que mediara la compasión. El humorista estrella hizo de niño, otra figura con la que ya ha llovido sobre mojado, desde que Tony Leblanc le pusiera a los zagales voces de imbéciles.
Al final lo pasé mejor de lo que yo creía que una cena benéfica podía dar de sí. Supongo que la culpa se la podría echar a mi metabolismo, que empieza a conducir este blog como diario de mi vida social. Vale.
No obstante, no quiero que la cosa se quede sólo ahí. Un escritor quiere escribir siempre. O bien un escritor no quiere escribir nunca. Más o menos, más o menos, repito, sólo más o menos, viene a ser lo mismo. Así que este blog también puede ser como la cocinilla del escritor. Y ya que puede ser la cocinilla, me digo pensando, por qué no es la cocina. Es decir, por qué no hago en este blog lo que hacían aquellos piratas malayos con los trinchadores. Por qué no cocino un poco a la vista del público.
Y de ahí es de donde surge la idea del relato Fotos, del que ya he publicado aquí dos entregas.
Se trata de ir escribiendo, ir publicando e ir sabiendo lo mismo que los lectores y no tener posibilidad de dar marcha atrás para rectificaciones.
A lo dicho, pecho.
Pues eso, que además como crónica de mi exxxperiencia sólo me queda contar lo que he hecho esta mañana.
Mientras esperaba que mi mujer saliese de una obra de teatro infantil, a la que finalmente ha tenido que ir sola, porque Santiago (el mayor, 4 años recién cumplidos) la ha dejado colgada, yo he estado paseando con Pablo (el pequeño, 20 meses).
Nuestra suerte ha sido inmensa. La calle también estaba llena de teatro: actuaciones callejeras de música, estatuas humanas y el rosario de Nra. Sra. de los Remedios y del Stmo. Niño del Rosario.
Algunos de mis mejores amigos de vista iban en la procesión con un gran cirio encendido. Como amigos de vista me refiero a esos con los que quizás nunca he cruzado más de una palabra o dos, o ninguna, pero que por alguna razón me son especialmente simpáticos a fuerza de coincidir con ellos en mis vagabundeos, solo o con la troupe, con la que a veces hago las giras.
Allí iban, sin ningún tipo de prejucios, a la cabeza, velón en mano, disfrutando de la ciudad y de la oportunidad de ser contemplados por todos los mirones, el viejo que me vende los cigarrillos sueltos, el charlatán para sí mismo, el hombre de los abrigos superpuestos y la vieja de los collares.
Al otro lado de la acera, entre los curiosos, había una chica con el pelo negro muy corto y dos mechones largos de color rojo. Iba con un compañero de larga melena azabache. Los dos de luto, muy pálidos y entristecidos bajo la luz solar. Onda siniestra.
Ey, me dije, ahí está. Pensé que muy bien esa podría ser mi chica desaparecida en el relato Fotos.
Qué suerte no poder ir atrás para corregir, he pensado después. Porque lo mismo me hubiese dado por añadirle esas dos guedejas rojas a mi heroína. Y maldita la falta que le hace.
Como la cocina al público, la literatura a veces pide que se le muevan los ingredientes con cara de temerario. De pirata.

viernes, 30 de noviembre de 2007

Fotos ( 2 )


Se te ocurrió cortarte el pelo. Tu pelo largo y sedoso, muy moreno. Un día dijiste que te lo querías cortar. A papá y a mí no nos parecía bien. ¿Por qué se quiere cortar el pelo?, nos preguntábamos. Estábamos preparados para que nos dijeses que te querías hacer un tatuaje, pues algunas de tus amigas ya habían empezado a hacérselos. Papá y yo teníamos preparada una respuesta para los tatuajes y los piercings,
piénsatelo un poco, deja pasar unos meses, siempre estarás a tiempo, el año que viene.
Así que cuando dijiste que te querías cortar el pelo, tu pelo largo, el pelo que nunca habías tenido corto, excepto de bebé, aquel que yo tanto te había cepillado cuando eras una niña, el que tú misma habías venido mimando como una seña de identidad, porque nadie tenía un pelo negro como el tuyo, papá me miró aturdido y yo salí en su ayuda,
piénsatelo un poco, deja pasar unos meses, siempre estarás a tiempo, el año que viene.
Y entonces nos miraste de esa forma, con esa ironía y tristeza que hacía vacilar nuestros ojos entre tu boca y tus ojos,
vale, ya estamos,
sólo dijiste eso. Después fuí a tu cuarto. No se me ocurrió hacer otra cosa que lo peor que se podía hacer en ese momento, acariciarte el pelo, como si ya lo lamentase. Como si ya llorase la pérdida de aquella melena que tenía entre mis dedos.
Esa es la foto del día en el que te lo cortaste: estás muy hermosa, pero ya eres distinta. Tu pelo muy negro y corto, revuelto, tus cejas oscuras y espesas, la cara con las mandíbulas apretadas, como si estuvieses desafiando al mundo. Una Juana de Arco, me pareciste. Pero me callé,
está muy guapa,
le dije a tu padre, a tus hermanos les pareció divertido y se rieron un poco de tí, los oí,
ahora sólo te queda afeitarte el bigote,
luego les reñí, les dije que no volvieran a hacerte ningún comentario más de ese tipo y que si oía algo parecido se quedarían sin la paga semanal.
Es la cruz que tenemos las morenas, mi vida, el vello. Pero a tí no parecía importarte. A tu edad yo ya me depilaba y cuando te insinué que podías empezar a hacerlo, me miraste así como si dijeses ¿te da vergüenza?
Aquí estás con el pelo largo y en ésta con el pelo corto. Entre una y otra no creo que haya más de una semana de diferencia. Sin embargo, me esfuerzo en observarte. Busco alguna señal, indago en tus orejas despejadas, en tu cuello al aire, limpio, tierno como una duna.
Es lo que pienso decirle a ese policía joven y experto en el arte de mirar fotos, o mejor dicho técnica, supongo que tendrá una técnica específica, yo sólo puedo valerme de mi intuición y mis corazonadas. Quiero que me explique la técnica, quiero ver también en tus fotos aquello que él vea. Tengo derecho, ¿no? Y si no me la quiere explicar que me diga de dónde puedo sacar información. Hoy día en internet está todo.
Pensábamos que te habías cortado el pelo en una peluquería. Lo normal era pensar eso. Pero no fue así. Te lo cortaste en casa de tu amiga Agueda antes de ir al concierto de Seed of Doom. Es lo que dices en tu diario, que tengo aquí delante. Me vas a tener que perdonar hija mía, quiero tenerte de nuevo a mi lado, entre otras razones para explicarte por qué lo he abierto, por qué estoy leyendo lo que tu escribías sólo para tí. Y sobre todo, por qué, a pesar de eso, no he sido capaz de entregárselo a la policía para que lo estudie. Por qué ni siquiera tu padre sabe que existe.
Lo que no dices es qué hicisteis con la melena cortada. Sé que hay fotos de ella, están en tu blog. Pero no me atreví a preguntarte, no sé si la tiraste a la basura, o si te quedaste con un mechón. No hablas de eso.
Entraste en el cuarto de Agueda con tu preciosa melena negra y saliste de allí a lo garçon.
Lo curioso es que todos los chicos de ese grupo, todos los seguidores de ese tipo de música tienen largas melenas negras y a veces, si su color natural es más claro, echan mano de tintes. Tú, con tu negro natural optaste por cortártelo. He visto actuaciones de ellos en Youtube y todo el mundo, chicos y chicas lucen melenas que casi les llegan por el culo. Me estoy quedando ciega de buscarte entre el público desde que supe que habías ido a uno de sus conciertos, pero hasta ahora ha sido imposible, entre otras cosas porque las grabaciones tampoco son muy buenas.
Papá el pobre no entendía nada de lo que estaba ocurriendo. Yo al menos he tenido la oportunidad de ver que es así. Por mis clases en el instituto. Que los chicos sois así, y no sois malos. Lo que nos pasa a nosotros es que ya no nos acordamos. Pero el trabajo de tu padre con los seguros es diferente. A él le costaba más trabajo entenderte. Tu padre nunca ha leído un libro de poesía. Cuando estuvimos en el primer recital al que nos dejaste ir, en el que todavía tenías el pelo largo, tu padre estaba incómodo, intranquilo. Luego nos miraste sonriendo, echaste fuera el humo de un cigarrillo y conseguiste que confiásemos en que todo iba bien. Yo sabía que todo iba bien. Pero a tu padre le sudaban las manos. Y en medio de aquel trasiego de poetas adolescentes se encontraba cada vez más violento. Hasta que desde lejos miraste hacia donde estábamos, ya casi a punto de despedirnos, porque tu padre se quería marchar, que yo me hubiese quedado, pero no lo podía dejar solo en aquel momento. No con su cabeza llena de seguros de accidente. Por el camino,
ya no es una niña,
dijo. Pobretico papá. Pegando carteles con tu fotografía de un lado para otro. Lo tengo un poco abandonado, mi amor,
¿qué haces?,
me ha dicho hace poco,
¿otra vez mirando fotos? Y se ha marchado. Siempre hace lo mismo. Se sienta entre la tele y el teléfono y mira al frente, pero solo él sabe lo que se le pasa por la cabeza.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Fotos (1)


Ahora dicen que quieren ver fotos tuyas. Como no te encuentran, como ya no saben adónde ir a buscarte, me han pedido que les enseñe tus fotos. Para el cartel que tu padre y tus hermanos pegaron por toda la ciudad elegí una de tipo carnet,
la más reciente que tenga, me dijeron los policías.
Te la habías hecho dos días antes de desaparecer. Para la renovación de un carnet que no has renovado.
No sé que diría yo al verte, si no fueses hija mía. Lo mismo que otras veces he pensado, cuando he visto en un escaparate o en el tronco de un árbol la foto ampliada de una adolescente que ha desaparecido,
qué lástima,
nada más. Qué lastima sin llegar a pensar si la chica se había ido por voluntad propia o no.
Sin saber por qué te has marchado o si ha habido alguien que te haya podido raptar, cuando te he visto por toda la ciudad, sólo he sido capaz de llorar hacia dentro:
qué lástima,
qué lástima,
qué lástima.
Papá me llevó en coche para que yo viera que la ciudad estaba empapelada con tu foto. Me fue señalando con el dedo cada rincón, cada esquina, cada fachada desde la que mirabas algo que no iba a pasar por la calle, algo que estaba más allá de tus pensamientos, algo que quizás aún se encuentra en tu habitación, en tu diario, en tus poemas o en tus sueños. Ausente, mirando adonde quizás te dijo el fotógrafo que mirases.
Y no me lo podía creer, que tú estuvieses allí, como otras veces otras chicas que habían desaparecido. Qué lástima, mi amor, me dio todo. Qué lástima sentí por papá no sabiendo qué otra cosa hacer que ir adonde una foto se había despegado para poner otra en su lugar. Qué lástima tus hermanos. A veces les entran ganas de reír y de bromear, pero me miran de reojo y se miran de reojo a sí mismos, luego se miran las puntas de los dedos o la punta de los zapatos y se callan, cierran la boca y nada más.
La policía quiere ver fotos tuyas y para eso mandan esta tarde a un muchacho muy joven que me presentaron el otro día. Es muy joven, dije, como si no me fiara. Y ellos,
es un experto en la materia, me dijeron.
Creen que pueden averiguar algo mirando tus fotos. Dios mío, yo había pensado lo mismo hace tiempo. Y desde entonces es lo que hago. Pero él es un experto, yo sólo soy tu madre. Así que llevo toda la tarde mirando fotos, pero ninguna es la tuya. Las fotos de mis alumnos. Los de mi tutoría. Intentando averiguar qué pueden averiguar unos ojos expertos. Miro sus fotos, los fotos de sus rostros que ya llevo meses sin ver, porque no pude volver al instituto. Y en ellas te busco, en las fotos de adolescentes más o menos como tú. En tus compañeros, en los compañeros de otra clase, porque en eso sí que estábamos de acuerdo tú y yo. Preferíamos no tener que vernos en el instituto, así me puse de acuerdo con la otra profesora y no elegí tu curso.
Y el sicólogo de la policía me aconsejó también.
Cuando se enteró de que era profesora de literatura,
escriba,
me dijo.
¿Qué quiere que escriba?
Lo que se le pase por al cabeza,
me contestó. Todo nos puede ayudar, es lo que me repito antes de sentarme a escribir. ¿Recuerdas?, cuando eras pequeña te escribía los cuentos.
Siempre quise escribir, pero las cosas vinieron como vinieron y nunca lo hice. Estudié algo que me pareció que estaba cerca de aquel sueño secreto, a nadie le dije nunca que quería escribir, más tarde me casé con tu padre, y como él tenía ese trabajo sin horarios, yo me dediqué a criaros. Cuando se me presentó la oportunidad de dar clase no me lo pensé. A tí lo que menos gracia te hacía es que fuese en tu instituto.
Pero ahora estoy aquí. Con el cuaderno que le encargué a papá, porque apenas salgo a la calle. Mientras espero al joven experto que va a indagar en las fotografías. Que va a intentar ver lo que yo no consigo ver, lo que quizás se nos escapó a tu padre y a mí.
He sacado los álbumes de cuando eras pequeña. También he encontrado una caja que guardaba en mi armario y las tuyas. Luego está tu ordenador y tu móvil. Porque desapareciste sin él y eso es lo que más nos extraña a todos. Siempre ibas con él encima, como cualquier adolescente de hoy. La policía me preguntó por tus contactos a través de internet. Les dije que hacías un blog, que yo conocía, que escribías poemas, porque a tí no te daba vergüenza decir que escribías y que eras una joven celebridad en ciertos circuitos, que cuando papá y yo fuimos a tu recital, nos sorprendió ver la consideración en que todos te tenían, porque allí ya no eras la chica que dejaba su cuarto desordenado o la chica que fumaba a escondidas, que allí te fumaste un cigarrillo entre tus amigos y nos miraste sonriendo y nos pareció bien, después del recital que diste, que ni una vez te tembló la voz, pero estuviste encantadora, con tus 16 años de una madurez que había que comprender, porque había que ver también a esos otros chicos y chicas con 16 años que yo conocía, porque les daba clase. Pero tus amigos eran como tú, aunque de tu edad allí había pocos, te dije yo al día siguiente en casa.
Y tú me recitaste el nombre de todos los que tenían 16 y eran tus amigos:
Clara, Agueda, Alberto, Juan, Santiago, Celia, Jing, Lorena, Aránzazu, Matías y Najoua,
esos de los íntimos,
me dijiste.
Luego he visto un post en tu blog (he tenido que aprender mucho en estas semanas de tu ausencia), en el que pusiste esos nombres a modo de poema, un nombre por verso y detrás de cada nombre el mismo número: 16, excepto en Jing, 15.
Mirando las fotos no te puedo abrazar. Por más que te miro, nada. Te miro y eso es todo. Se hace un vacío en torno a mi mirada, a mi espera, ¿qué espero ver? No soy capaz de averiguar nada, de ver nada de lo ocurrido. ¿ Acaso ese policía joven tiene una técnica para ver lo que pasó sobre la imagen estática de tus fotografías? Alguien me dijo que llevásemos una foto a una adivina y lo hicimos. Lo hizo tu hermano. Fue él. La mujer dijo que te buscásemos en lugares de playa y se atrevió a mandarnos a Torremolinos, y hasta allí fue tu hermano con unos amigos. Pero ni rastro. Y ahora ese policía con sus estudios universitarios va a hacer lo mismo que una bruja. Tienen unas técnicas, me dijo el policía viejo, que incrédulo, se le notaba, me pidió que le enseñase tus fotos al joven.
Lo único que yo veo mirándote en todas estas fotos es que sigues siendo mi niña, estés donde estés y estés como estés. He pensado que para mirarte como te va a mirar ese policía joven que aún no ha venido a verte, puedo practicar con las fotos de mis alumnos. Si veo algo en ellos que no haya visto antes, cuando los tenía delante de carne y hueso, podré mirarte a tí en estas fotos para intentar sacar algo en claro.
Y luego me pregunto. Pero qué puede haber en tí de diferente. Qué había ya de diferente desde que naciste ( el policía viejo me dijo que le enseñase al joven, si es que alguna vez viene, fotos desde que eras un bebé), para hacer pensar que un día desaparecerías de nuestras vidas. Qué había ya en tí que no está en estas caras que contemplo ahora. Tu sonrisa, viéndote de foto en foto, siempre conduce los ojos del que te mira desde tu boca hasta tus ojos. Miras con intensidad y con ironía. ¿Se trata de eso? ¿De fuerza y desapego? Yo nunca fui capaz de mirar así. En mi cuaderno de clase las chicas de tu edad enseñan los dientes, no sé si con franqueza o con fingimiento, en un gesto amplio de la boca: Susana, Marina, Patricia. Alguna hay seria, como enfadada. Más se podría esperar de una de estas, ¿no? Pero no. Ninguna de ellas ha desaparecido. Sólo tú. Hasta María, que tiene una sonrisa muy parecida a la tuya, estará ahora en su casa, preparando las clases de mañana o en el messenger con sus amigos. María ni se ha ido ni se la han llevado, así que no creo que la clave de tu desaparición se esconda en ese modo tuyo de burlarte con tristeza y con seguridad de quien te mira. Te miro en estas fotos en las que tú no estás, fotos de compañeras tuyas, del curso en el que yo daba clase, porque en eso sí que estabábamos de acuerdo, ¿verdad? En que era mejor no coincidir en clase. Y a tu curso le daba mi compañera de departamento. Que siempre me decía lo mismo, sin que yo le preguntara,
qué discreta es tu hija.
¿A qué se refería?
Me lo pregunto ahora. Se lo he preguntado a ella mil veces y siempre lo mismo,
era..., es una chiquilla encantadora, nunca hacía referencia a tí, no como los hijos de otros compañeros, que se encargan enseguida de dejar claro quiénes son.
¿Era? ¿Por qué empezó diciendo que eras? ¿Hay alguien que piense que ya no eres?
Te miro en las caras de tus compañeras de instituto y sólo hallo una cosa segura en ese pozo de miradas extrañas: tú no estás en casa con papá y conmigo y con tus hermanos.
En la foto que hemos pegado por toda la ciudad y que ya ha llegado a muchas gasolineras y supermercados del país, gracias a mucha gente que nos ayuda, no llevas la misma ropa con la que desapareciste. Y esa es ahora la única ropa que falta de tu armario, la única que yo echo en falta, al menos, aunque eras tú la que se ocupaba de tu ropa y quizás, como le dije a la policía, pueda faltar algo más, porque ella siempre estaba prestándose cosas con las amigas, cogía ropa de su padre o mía y se la ponía transformada en algo completamente diferente. No sé supongo que no falta nada más. Les he preguntado a tus hermanos: si ellos echan de menos alguna mochila, pero tampoco saben. En casa cada uno se ha ocupado siempre de sus cosas. Que si llego a saber que algo de esto iba a ocurrir hubiera estado con mil ojos.
Pero es que ese día llevabas tu vaquero con los descosidos que fotografiaste un día delante de mí para sacarlo en tu blog,
mi vaquero,
dijiste, orgullosa de él.
Y las Converse amarillas,
mis Converse, ¿has visto mis Converse?,
solías preguntar, con el mismo tono cariñoso con el que preguntabas por papá, si veías que un día se retrasaba.
Mis poemas.
Todo está en tu blog. Fotografiado.
Y la camiseta de pirata, una de rayas.
Lo demás está en tu armario tal como lo dejaste, con el mismo desorden, con lo que llamabas tu orden,
es mi orden, mamá,
decías. La puerta del armario la tengo gastada por los goznes de abrirla y cerrarla. Miro adentro y pienso que es una broma pesada. Que vas a salir de allí como aquella vez que te buscábamos y no te encontrábamos, cuando,
¡magia!,
dijiste abriendo los brazos y saliste del interior de una montaña de ropa. Pienso que te digo, o te lo digo:
No tengas miedo, hijita. No. Ha sido una travesura que se te ha ido de las manos, papá y yo lo entendemos y no estamos enfadados. Puedes volver ahora mismo si quieres.
No llores, mi vida, dentro de esa montaña de ropa. ¿Es que hay alguien que no te deja volver?
Porque todo el interior del armario huele a tí.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Azoteas


Todos los días me asomo por la ventana del aula en la que doy clase y miro las azoteas que tengo delante y abajo. Siempre busco la misma. En ella un tipo delgado y generalmente en camiseta, haga calor o frío, trajina con unas jaulas de madera muy pequeñas. Así llevamos ya años. Yo declinando una rosa que empieza a perder sus pétalos, en compañía de unos pupilos que cada tiempo se renuevan. Él entrando y saliendo de la caseta construida sobre la azotea, poniendo sus jilguerillos al sol, arreglando una bicicleta antigua y oxidada. A veces hace una pausa y se fuma un cigarrillo. Entonces temo que me descubra observándolo y me quito de la ventana, paseo por delante de la pizarra y corrijo un dativo plural: es genitivo singular, ¿no lo ves? Y el chico me mira como si dijera: si lo hubiera o hubiese visto, ay, entonces, tú te ibas a enterar. Llego hasta la pared contraria y regreso sobre mis pasos para mirar de nuevo por la ventana. Las azoteas que veo son como barquitos varados en un muelle. Las azoteas se mecen sobre un mar de casas de pueblo; las antenas de televisión, los cordeles y postes para colgar la ropa, son sus velas y palos. De vez en cuando hay casetas cuadradas que se usan como talleres, como palomares o trasteros. Y parecen los puentes desde donde se pilotan. Las azoteas.

En la ciudad de las azoteas lo más interesante está ocurriendo en sus azoteas. Alguien se está duchando al sol con un complicado mecanismo de mangueras y regaderas. Alguien que ha decidido pasar el verano ahí arriba, en un chambao, porque lo que le han prestado no es una casa, sino una azotea. La ciudad de las azoteas es la ciudad que he planeado con todas las azoteas que he llegado a conocer o a imaginar. Aquella misma en la que un yonqui se pinchaba, aquella en la que unos niños se bañaban en una piscina, que se rompió y el agua cayó por la cara de la casa, fachada con ojos y boca, por los que se iba a ahogar. Porque las azoteas son del verano, y ahora mismo, que este aire destemplado y nocivo de otoño nos quiere acogotar en la clase, cuando contemplo las azoteas soleadas, donde los jilguerillos enjaulados toman el sol, lo que me viene al pensamiento es una ráfaga de los veranos con azotea.

Alguien, entre las olas salvajes de las sábanas, busca la seguridad de la orilla. Alguien que regresa a tierra firme de su travesía con un cubo lleno de pinzas para la ropa. Alguien que encuentra en esa inclemencia de sol y viento la nostalgia de todas las patrias dejadas atrás. Alguien que no sabe por qué, pero que le gusta subir a la azotea con la colada. Siente como si llegase a los confines del mundo con solo detenerse unos segundos y mirar alrededor. Hay ahí un mar inmóvil de naves que viajan por los sueños de sus ocupantes: los niños que chapotean y lanzan al aire una pelota, el viejo que hace crucifijos y vírgenes con conchas y bígaros, la chica que toma el sol desnuda pensando que nadie la ve, o ese ornitólogo aficionado que espío a diario, mientras recito mal, porque yo recito mal, soy hombre de prosa, unos versos de Fedro o Catulo, para hacer lo que hacen todos los héroes, partir. A través de las azoteas.

domingo, 25 de noviembre de 2007

Este hescritor, el alcohol, el tabaco y la literatura.

Anoche salí con unos colegas. Hoy he estado todo el día perjudicado. Bebí bastante y fumé lo suficiente como para que las autoridades sanitarias puedan descontarme un mes o dos del tiempo de vida que me suponen estadísticamente. Antes de salir de casa yo ya sabía más o menos lo que iba a pasar. Estos amigos se han criado en bares de barrio y cuando estoy con ellos penetro por los corredores de vidas muy poco ejemplares o edificantes, pero reales. Les importa un carajo si tengo un blog o me quemo las pestañas escribiendo todas las tardes. Más bien les sirve para tomarme el pelo. Llamemos a uno de ellos X. A otro Y. Otro será W. Y también habrá uno Z.
X trabaja, cuando tiene trabajo, como cartero-motorista y antes fue fotógrafo de la BBC (bodas, bautizos, comuniones). Anoche me contó que esperaba la retirada del carnet durante ocho meses, porque lo habían pillado conduciendo como una cuba. Hacía unos días había perdido la cartera en un prostíbulo y estaba encantado con las putas. Se habían quedado con el dinero y la habían enviado a la oficina de objetos perdidos. Del último bar en el que estuvimos X se marchó incómodo, porque en alguna ocasión anterior lo habían echado a la calle y nada más llegar esta vez, un conocido le preguntó si venía bien como para quedarse. Pensé que se levantaba para ir al servicio, pero desapareció. X, como sabe de mi afición por la literatura, a veces me habla de la novela negra y de Chandler, del que creo que no habrá leído más allá de un par de capítulos de alguna de sus novelas. X tiene un largo y sedoso pelo que se recoge en una coleta, que dice que lleva, entre otras cosas, para suavizar la contundencia de unos mofletes que son como dos buenos mantecados en la cara.
W compagina su dilatada vida de estudiante más allá de los 35 con esporádicos trabajos de guardia y vigilancia. Tiene buena mano para las caricaturas y toda su vida amorosa se ha desarrolado gracias a las modernas tecnologías de la comunicación. Anoche se retiró pronto para chatear con su última cibernovia: una colombiana casada con un policía y madre de tres niños. W es una mezcla física de Maichel Caine y Tom Hanks. En estos momentos anda buscando a alguien que quiera viajar con él a Colombia, pero teniendo en cuenta la profesión a la que se dedica el marido de su novia y las noticias sobre la violencia que nos llegan de ese país, su proyecto nos ha impulsado a organizarle unos funerales como despedida, si finalmente se decidiera, esperemos que no, a hacer el viaje. W vive sus días en las bibliotecas públicas, preperando parciales que tarda en aprobar. Según confesión propia ha leído a Marx, cosa de la que ninguno de los demás podemos presumir.
Y es maestro y disfruta él solito de una clase de primero de primaria con 25 ejemplares de futuros ciudadanos. En la última semana uno de sus alumnos le robó el teléfono móvil y otro lo mandó a la mierda. Lo que más le gusta a Y es el fútbol, y como seguidor del Atlético de Madrid, vive con cierto aire estoico las derrotas y también las victorias, tanto de su equipo como personales. Físicamente Y es el doble de Faemino.
Z acaba de tener un hijo con una de las mujeres más feas y antipáticas que yo habré conocido en mi vida, pero que ha conseguido que él dejase las malas compañías y una afición desmedida por todo tipo de estupefacientes. Z es, sin duda, el tipo más divertido en una barra de bar de todos los que yo pueda llegar a conocer. Se sube la camisa, enseña la gran cicatriz que le cruza la barriga y te cuenta la gran cantidad de mujeres que se la han besado.
También estuvieron A y B, cogidos de la mano, la pareja del momento. A es teleoperador, aunque está licenciado en Filología Hispánica. Un romántico, que siempre ha hecho uso de los versos de Pedro Salinas para intentar conquistar, sin éxito final, a las mujeres que le han gustado, hasta que apareció B, con la que forma una pareja que recuerda esas historias de periquitos inseparables.
De un bar en otro anoche recorrí una vez más las callejones con sombras y claridades del barrio en el que crecí. Para llegar a su corazón sólo me fue necesaria la compañía de quienes os he presentado y las llaves que abren esas puertas del alma: cigarrillos y alcohol.

jueves, 22 de noviembre de 2007

De dónde viene una idea para un cuento (y adónde va)

En este mes y pico, desde que comencé el blog el único cuento que he escrito es el que anda colgado ahí atrás: Ahí, voces. Los otros son viejos. Viejos cuentos. Voy a contaros cómo se me ocurrió. Una mañana me dijo mi mujer que la noche anterior, al ir a lavarse los dientes, tuvo la sensación de que oía una voz detrás de su oreja. Como si alguien pronunciara una palabra, que ella no había entendido bien. Mi mujer no es miedosa ni cree en fantasmas. Yo soy miedoso, pero tampoco creo en fantasmas. Además me dijo que si no hubiésemos estado mis hijos y yo dormidos, si se hubiese encontrado sola, “se habría cagado”. Intenté sacarle algún detalle más, pero eso fue todo, me dijo. Desde ese instante supe que ahí estaba mi relatillo. Despertamos a los niños, los pusimos en marcha para el desayuno y el cole, y cada uno marchó a lo suyo.
Por la tarde me senté a escribir. Ya he dicho en otra parte que no paso mucho tiempo seguido delante del teclado. Como esta tarde, si estoy solo con ellos, he de darles la merienda, los jarabes, limpiarles el culo o intervenir en sus conflictos. Pero el cuento me salió del tirón. Cada vez que volvía a sentarme releía lo escrito y avanzaba un poco. Supe enseguida que la mujer que oía esas voces, ahí detrás, tenía una gran confusión provocada por el deseo, por el deseo físico, y una tragedia irremediable, que aún no había acabado de asimilar.
Y sin embargo, existen. Los fantasmas, digo. A veces nos susurran cosas al oído. Aunque ni yo ni mi mujer, por más pruebas que nos ofrecen, nos los acabemos de creer.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Otra vez el carpe diem, qué le vamos a hacer


Es un aula fría, que mira al norte, desde cuya ventana se ve la parte alta de la barriada-pueblo y las azoteas de las casas. Más allá, el valle, el aeropuerto y, al fondo, la sierra. Una suerte de vistas. Por las dos ventanas empieza ya a entrar un airecillo desapacible. En una de ellas el cristal tiene una herida, como una cicatriz en una sien, con el mismo aire de derrota que en un adolescente, aunque sólo es en un cristal.
En este tiempo ya se me empiezan a quedar los pies helados, pero me parece pronto para encender el pequeño radiador que olerá a polvo chamuscado en cuanto lo enchufemos. En la pizarra quedan restos de las clases anteriores, palabras sueltas escritas en el alfabeto griego y el maquillaje emborronado de tiza sobre un texto de César. En los armarios y las estanterías libros de texto, ejemplares repetidos de varias adaptaciones de Homero y Virgilio, diccionarios, carpetas y dentro de un orden una juerga con Safo, Miguel Hernández, La Biblia, Cavafis, Catulo y lo que llevo y traigo de un lado para otro. En el corcho de la pared 19 fotografías de alumnos de éste y el curso pasado que posan con un libro en la mano. En la pared misma, con grapas, caricaturas. Al fondo, una antigualla de ordenador. No nos importa, acostumbrados a trabajar con siglos de los que ya hace muchos siglos. Nos esperan dos horas de silencio, dos horas para traducir un texto de amable morfología y sintaxis, titulado “La leyenda del Minotauro de Creta”. Me gusta poner exámenes fáciles y largos, puedo hacerlo, pues tengo las dos horas seguidas con ellos, Latín y Griego, así que las uso a conveniencia. Pasan los minutos, alguna tos y el rasgeo de los bolígrafos sobre el papel. A partir de la hora empiezan a levantarse para coger más folios.
Cuando levanto la vista de mi tarea (he prometido no estar muy atento en mi vigilancia) un pellizco me sobrecoge. Un pellizco de lugares comunes, pero sobre todo de orfandad por haber dejado solo a aquel adolescente que yo mismo fuí en una aula poco más o menos parecida a ésta.
Lo que ya han dicho de todas las formas todos los bardos, que el tiempo corre que se las pela...

lunes, 19 de noviembre de 2007

Ahí, voces


Sí, voces. Ahí. Como si alguien me susurrase en la oreja. Como si alguien se acercara por detrás y antes de cogerme por la cintura y apretarme, me dijese qué se yo, vete tú a saber, una guarrada, por decir algo, nunca me entero bien de lo que me dicen, pero las oigo. Detrás del cuello, en la oreja. Un susurro, palabras que caen sin gracia al vacío, como marionetas rotas, trapos y cartón sin vida. Voces indistinguibles. Voces que oigo sabiendo que ahí detrás no hay nadie. Que todos en la casa están dormidos. Si no fuera porque no estoy sola, si no estuviese segura de que ellos duermen al otro lado del tabique, saldría corriendo y me refugiaría en uno de esos bares llenos de música, humo y desconocidos. Pero no. De sobra sé que no hay nadie ahí detrás, ahí de donde vienen esas voces. No hay en la casa nadie más que ellos. Dormidos. Respirando y resoplando. Llenando el silencio de la noche de toses. Mocosos. Están llenos de mocos desde que nacieron. Suenan como calderos de agua hirviendo, burbujean sus pechitos diminutos, llenos de mocos, como si fuesen espaguetis ablandándose en una olla. Y risas, las risas de los sueños, carcajadas breves, a destiempo, abriéndole a la noche grietas y huecos de locura, esa locura infantil que no constituye todavía amenaza a la razón. Él resopla desde que se quedó dormido, después de haberme despertado a mí y haberme dejado despierta. Su mano puesta ahí entre mis piernas, cada vez más cerca del centro del calor, y la otra arriba, búscándome donde sabe que empiezo a reaccionar como si la corriente me anduviese por dentro. De los muslos hacia fuera, del cuello hacia abajo, hasta que me pongo sobre él. Lo aplasto. Ya estoy despierta. Ya sé que luego tardaré en quedarme dormida, que cuando él vuelva a resoplar decidiré levantarme. Pero ahora estoy aquí, sobre él, que me pide que calle, que voy a despertar a los niños, con ese calor ahí dentro. Que me lo tengo que sacar como sea, ardiendo más, ardiendo hasta el fin. Resoplando y pidiéndole, exigiéndole que me diga lo que oigo a veces confusamente en esas voces. Guarradas. Él me dice puta, hija de puta. Más, le pido. Maricona. Te voy a comer el coño. Y mientras vuelvo a oirlas, quiero arrojarme desde nuestro quinto piso, muebles de Ikea, pósters de gatos en el cuarto de los niños, frigorífico que pierde agua, basura olvidada, restos de comida de la cena todavía en la mesa frente a la tele. Recojo, él resopla ya, yo doy varias vueltas, tapo a los mocosos y miro hacia fuera, por la ventana, a la calle, aquella luz encendida en el edificio de enfrente todas las noches. Si no tuviese claro, pienso, que de verdad ellos están aquí conmigo, salía ahora mismo. Hoy es jueves, los jueves a esta hora los bares están llenos de gente fumándose un cigarrillo, tomándose un cubata, al acecho del último tren que puedan tomar. Es fácil acercarse a un desconocido, hablar con él y decirle que quieres que te acompañe a casa.
No hagas ruido, le dices.
¿Vives con alguien? Te pregunta él.
Con mi marido y mis hijos, le dices.
Y te mira con esa cara de borracho alucinado. Por mí, muy bien, tía, te dice. Pero no voy de ese palo. Se le cae la borrachera del cuerpo.
Si no estuvieses tan segura de que ellos siguen contigo, a poco que lo dudases, saldrías como hace tiempo, por qué no lo ibas a hacer.
Si ellos se hubiesen quedado para siempre en una curva peligrosa, en el asfalto mojado, en una noche oscura, qué te iba a impedir ir a un bar ahora mismo y elegir a uno cualquiera, la cara más borrosa, el gesto más olvidado, y traértelo a casa.
Miraría las fotos y pensaría: esta guarra está aprovechando que el marido se ha ido con los niños a alguna parte. A mí qué. Es su problema.
Como cada vez que te sucede, ahí están. Esas voces, una palabra o dos, nada más, luego el silencio. Sigues asomada al espejo, cepillándote los dientes. El insomnio te lleva a realizar mil pequeñas tareas de higiene que repites por la noche. Entras y sales del cuarto de baño, te sientas en la taza, si es verano te duchas varias veces. En invierno te arreglas las uñas. Lees, o mejor dicho, coges un libro y enseguida olvidas que lo tienes entre las manos, porque ya no te gusta leer como antes. ¿Qué vas a leer? ¿Qué tipo de historia te van a contar? Prefieres mirar la televisión. Ver esos anuncios pensados para los insomnes. Ese pelador de frutas y verduras. Qué suave acento extranjero tiene el charlatán, cómo consigue embaucarte con sus palabras. Qué bien que lo puedes tener cerca. El anuncio acaba, pero empieza de nuevo. Y de nuevo sus palabras, que ya te sabes de memoria, consiguen encenderte por dentro. Deseas que salga de la televisión y se siente a tu lado. Que siga hablando, que te haga lo que a esas frutas, que te pele, que te pique, que te triture, que no deje de hablar ni un instante. Cierras los ojos. ¿Están ellos ahí, tras el tabique? Los mocosos con sus mocos, sus toses y esas risas, la carcajada breve de uno y la respuesta del otro. Tu marido resoplando como tienen que resoplar todos los maridos de este mundo, durmiendo a pierna suelta, porque lo que lo que eres tú, siempre te pasa igual y mira si no se lo tendrás dicho: a mí no me vayas a despertar con ganas de follar que luego me desvelo, si quieres follamos ahora, antes de quedarnos dormidos. Pero de sobra lo sabes, estáis muy cansados para tomar ningún tipo de iniciativa. Luego pasa lo que pasa, el deseo de ambos es rebelde. El suyo más que el tuyo. Pero en cuanto notas una mano hacia arriba y otra mano muslos adentro, ese deseo de arder desde la barriga, de arder por el culo, de que te pongan en tu sitio de una puñetera vez y a ver cuándo se da cuenta de que lo que quieres es que te de una hostia. Que la cara te arda como te arden las entrañas. Con su suave acento extranjero el charlatán sigue hablando, pelando patatas, exprimiendo pomelos. Mientras buceas dentro de tí, mano hundida en la grieta de la noche, esa boca que ríe y llora.

viernes, 16 de noviembre de 2007

El escritor y sus habichuelas

Desde que el otro día me referí a uno como escritor con h, debido a su naturaleza mitológica, me quedo con las ganas de seguir escribiendo hescritor, ya que la palabra con ese aspecto sale ganando en empaque e ironía, como el individuo que se atreviera a viajar en metro con ropa de calle y un reluciente bombín en la cabeza. No obstante, me voy a cortar un pelo. Se empieza por ahí y lo que sigue es quitarle la h a las habichuelas, por humildes. Un paso más allá empieza la ruina ortográfica. Cosa que, espero que quedase clara en la entrada anterior, no queremos.
Un inciso antes de seguir con lo que vamos.
¡Qué hermosa es la palabra ruina, ¡verdad? ¡Qué romántica! En cierta ocasión quise concertar por teléfono una cita para visitar unas ruinas romanas y al otro lado alguien se molestó. Yacimiento arqueológico, me dijo. En ese caso me hace usted dudar, le contesté. Tenía pensado hacerle el amor a mi novia entre ruinas. Pero la cosa cambiaba con un yacimiento. Dudé un instante y por fin me decidí. Probemos, pensé.
Igual que entre ruinas.
Ea, pero a lo que vamos. A lo del título.
Los escritores han de ganarse, hemos de ganarnos, las habichuelas para poder escribir. Como todo hijo de vecino. Hace unos día tuve noticias de un escritor que vive de una barbería en su pueblo. Qué envidia sentí, Dios mío. Una de esas envidias gratuitas y simplonas. Hay escriotres, supongo, que conducirán autobuses, otros serán médicos, taxistas, profesores, empleados de banca, ingenieros, funcionarios municipales. De todo habrá. En mi caso, quizás lo sepáis ya, me dedico a la enseñanza. También es corriente hallar escritores entre los periodistas. De todos estos, muy pocos llegarán a vivir alguna vez exclusivamente de la literatura. De los libros que escriban.
Supongo que esto de no poder vivir de la literatura no es tan malo. Y también supongo que será estupendo vivir únicamente de la literatura.
He observado que de un tiempo acá hay bastantes escritores que se dedican a la gestión cultural, a la edición o a actividades relacionadas con las políticas en torno a la escritura y la lectura. Han aparecido además fundaciones y becas que fomentan la creación literaria. Supongo que todos los caldos de cultivo para que surjan escritores van a ser siempre pocos. El modus vivendi es muchas veces la atalaya desde la que las personas se asoman y se relacionan con el mundo. Y creo que un escritor-médico será diferente de un escritor-empleado de una aseguradora o de un escritor-cabrero.
Nuestro actual ministro de cultura es escritor y escritora es la exdirectora de la Biblioteca Nacional a la que le robaron unos mapas.
Los escritores han de ganarse la vida. Como todo hijo de vecino.
También habrá escritores en el paro, ¡cómo no! Pero los oficios de los escritores, decía, les sirven de ventana al mundo. Más que nada porque ser escritor no es redactar pregones, sino mantener una postura en la vida. Yo soy muy pesadito con el punto de vista. Hoy día cuando queremos que alguien nos conozca, nos presentamos a través de nuestras actividades, intereses, profesiones, estado civil, o por el estilo. Pero a pocos se les ocurre decir aquellas cosas que prefieren no hacer, aquellos carguillos a los que no aspiran, aquellos ascensos que desprecian. El otro día un chacho de 83 tacos me confesó que había pensado sentarse a escribir, que más o menos ya estaba preparado. Qué hermosa obra por escribir, pensé. Pero supongo que él piensa lo contrario: Qué hermosa obra por dejar de escribir. No acaba de decidirse.Me picó la curiosidad y le pregunté a qué se había dedicado hasta su jubilación:
-Prefiero no tener que decírtelo, me dijo.
Y me pareció bien.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

El hescritor, su ortografía y la de los demás


Supongo que la mayoría de los escritores sin h poseemos un discreto y encantador cofre, que contiene el tesoro de un collar de cuentas, fabricado por una serie de faltas de ortografía, que nos acompañan con doméstica singularidad. Eufemísticamente les damos el nombre de erratas. O lapsus. O descuidos. En mi caso, para no tener que ir a casa del vecino, me hago un lío con rallar y rayar. Tampoco sé exactamente si lo que hago con el periódico es ojearlo, hojearlo, ambas cosas, o delito mayor. Y no digamos de ciertas tildes que me hacen zozobrar y salir corriendo al diccionario. Invariablemente yerro. Invariablemete acierto, pero dudo. Qué más da.

El caso es que la ortografía es un animal de hermoso pelaje, no obstante híspido. En cuanto te sale la ternura y le acaricias el lomo, te arañas la punta de los dedos. No otra cosa le ocurrió a ese monstruo que se llama García Márquez, al que podríamos llamar escritor con h, por esa naturaleza de fábula que posee. En el año 1997, en el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, en Zacatecas, hizo un discurso muy hermoso, muy vivo, titulado “Botella al mar para el dios de las palabras”, y en él se atrevió a proponer una simplificación y humanización de la gramática. Más tarde, en vista de las reacciones, de los nervios, declaró en una entrevista: “Además, mi ortografía me la corrigen los correctores de pruebas (...) Si cometo pocos errores gramaticales es porque he aprendido a escribir leyendo al derecho y al revés a los autores que inventaron la literatura española y a los que siguen inventándola porque aprendieron con aquellos”. Y añade: “El deber de los escritores no es conservar el lenguaje sino abrirle camino en la historia. Los gramáticos revientan de ira con nuestros desatinos pero los del siglo siguiente los recogen como genialidades de la lengua. De modo que tranquilos: no hay pleito. Nos vemos en el tercer milenio”.

Tercer milenio. Aquí y ahora.
Cada día es más corriente ver faltas de ortografía en periódicos, en libros de editoriales muy prestigiosas, en portales de internet dedicados a la literatura y a la edición, en manuales de cualquier tipo. Para los que nos dedicamos a la enseñanza es increíble comprobar cómo nuestros alumnos todavía nos sorprenden con una inventiva del error a prueba de cañonazos. Si además uno es escritor, ha de sufrir en carnes propias el dicho, en casa del herrero cuchillo de palo. ¿Quién está libre de la falta ortográfica, de ese estigma? Si hay alguien, que me arroje su diccionario a la frente.

Los puristas de la lengua, los vigilantes, los apocalípticos, se llevan las manos a la cabeza y luego las levantan al cielo. Vivimos en una época de decadencia cultural. En sus tiempos esas cosas no ocurrían. De modo que se agarran a la ortografía como si fuera una cachiporra para asustar a los niños y humillar a los adultos. Aquel que, habiendo pasado por la escuela sin hacerle caso a la ortografía, sentirá, cuando sea mayor y tenga que hacer un escrito, como si llevase las manos sucias en un convite, y no se atreverá a sacarlas de los bolsillos.

Pensemos un segundo: ¿Cómo reaccionamos ante la detección de una falta de ortografía?
A mi modo de entender muy pocas veces bien y muchas veces mal. He sido testigo de ambos procederes:
Alumnos que corrigen a sus compañeros con sorna: Hala, sin h, ha puesto hombre sin h. A los pocos minutos cometen ellos su propio y garrafal fallo.
Profesores que hacen un inventario jocoso de burradas: Mira, mira éste, ha escrito “inbierno”. Siempre le encuentro la gracia al disparate y nunca me mueve a mofa.
Ayer mismito fui testigo de cómo un miembro asiduo a los tribunales de oposiciones se jactaba de que bajo su criterio corrector no aprobaba nadie con faltas de ortografía. Es decir, el tipo está orgulloso de ejercer el control social en el acceso a un puesto de trabajo, no a través de los conocimentos de la disciplina en cuestión, sino a través de la ortografía. Pobre García Márquez si para ser escritor hubiese opositado.
Aprendices de escritores a los que se les señala la oportunidad de cuidar la ortografía y la desprecian olímpicamente.

Decididamente mal. Muy mal.

Veamos el recto proceder:
En estos años de escritura internáutica en más de una ocasión algún lector me ha señalado sin aspavientos una falta ortográfica o gramatical. La he corregido.
Conozco asimismo profesores que actúan del mismo modo con sus alumnos, con aséptica escrupulosidad. Los pupilos rectifican.

Sin embargo: ¿Por qué el campo ortográfico es un territorio de rencores y humillaciones?

Sin retórica: porque la puñetera ortografía es el varapalo contra el débil y el ignorante. Contra aquel que social o intelectualmente es percibido como inferior. La ortografía es, ha sido, las uñas sucias del trabajo manual y la escasa o nula preparación académica. ¿Por qué, si no, sentimos vergüenza ajena, cuando detectamos en otro un error ortográfico y las circunstancias no nos permiten actuar como correctores, más o menos bienintencionados?

La ortografía española se fijó en el siglo 19 y ya en 1843 un grupo de maestros madrileños quiso simplificar sus reglas y suprimir la h, la v y la q entre otras. Reformas semejantes a las que había propuesto el americano Andrés Bello, que insistía en el uso de una letra para cada sonido. Como bien sabemos nada de esto prosperó.
A la postre, la ortografía y la gramática fueron ciencias de muy poca exactitud y mucha complejidad.

Siglo 21. Tercer milenio. Aquí y ahora.
Los errores ortográficos van en aumento. Los lapsus. Las erratas. Las barabaridades. Lo que ustedes quieran considerar.
Los jóvenes aprenden códigos expresivos llenos de creatividad lingüística ajenos a la ortografía, a través del uso de cachivaches tecnológicos, que los sesudos gramáticos ven como armas de Lucifer. Yo mismo me veo anclado a la conservadora ortografía. Pero habrá que soltar las amarras. A lo mejor reivindicar una escritura más razonable, más humana, menos etimológica.
Además, la publicidad utiliza el reclamo de los deslices, de las innovaciones y excentricidades ortográficas. Las palabras se convierten también en iconos: Obsessión, Poezía, Exxxperiencias.
Sobreviene lo que algunos llaman caos. Surgen las teorías apocalípticas. Esto es el acabose ¿o el acabóse? Las manos se levantan al cielo.

Pero a mí me surge una duda: ¿Por qué nos paramos tanto en la ortografía, por qué no le pedimos un sentido al discurso, un sentido diferente a lo manido, a lo consabido, al modo de expresarlo, al punto de vista? ¿Por qué esa obsesión por lo correcto? ¿No será que le damos más importancia a las formas que a la calidad del serrín que nos rellena la mollera?
Por supuesto, si alguien detecta alguna falta ortográfica en lo escrito hará bien en comunicármelo, se lo agradeceré. Sin más. Según mi exxxperiencia.

lunes, 12 de noviembre de 2007

Escribir todos los días

La memoria me ofrece una serie de instantáneas o flashes o hitos o peldaños que tienen mucho que ver con mi obsesión por leer y luego por escribir. Ahora que lo pienso un poco cada vez que leo un libro de otro escritor me gustaría tener la impresión de estar leyéndome a mí mismo y cuando leo un cuento propio finjo o imagino que leo a otro escritor.
Si mientiese como un bellaco, la afirmación anterior sería totalmente incierta.
En su lecho de muerte mi abuelo paterno me entrega una pluma. Un gesto simbólico. Nunca la he usado. Plumín de oro y uno de esos sistemas antiguos con el que estoy seguro que sólo conseguiría hacer grandes borrones de tinta.
Para una fotografía que le íbamos a enviar a mi padre a Suiza decido posar como si estuviese leyendo. El catecismo. En mi casa no había libros, así que supongo que aquella lectura era para mí lo más parecido a la ficción.
Con 10 años mis padres me regalan por Reyes un lote de cuatro libros, que he de compartir con mi hermano Paco. Uno de ellos es Un capitán de 15 años.
En una antología de textos literarios del colegio, con 12 años, me empiezo a interesar por la cara de los escritores. Me gusta jugar a reconocer sus rostros.
A los 13 descubro el bibliobús y la biblioteca pública. Adquiero conciencia de que llevo retraso en el asunto de la lectura, de que me gustaría haber leído ciertas historias, a las que no he tenido acceso hasta entonces.
Con 16 escribo un poema a imitación de algo leído en Neruda, en el que hablaba de unos desconchones en una pared que acababa derrumbándose.
Me hago un montón de carnets de bibliotecas y leo concienzudamente, impulsado por la necesidad de recuperar lo que ya pienso que ha sido un tiempo perdido, al haber transcurrido mi primera infancia sin la lectura.
En un viejo mueble de cocina comienzo a guardar los libros que voy comprando. Le pido a mi madre que me compre un diccionario, que aún uso.
La lectura me hace despegar como un cohete de una realidad muy limitada. Barrio y amigos. Enseguida me doy cuenta de que las propuestas escolares son importantes y soy muy aplicado con ellas, pero más importantes son aquellos libros que uno elige. Me oriento por la letra pequeña y negrita del libro de literatura de COU. Aprendo a moverme en las librerías, a buscar lo que no sé que es, pero que me interesa.
Con 18 descubro que uno de mis profesores es escritor. Su observación directa me resulta muy interesante. Hasta entonces yo sólo los había conocido en severas poses fotográficas.
Con 20 otro escritor me invita a su casa, a comer, a ver una película sobre Nietzsche. Alucino.
Pero me doy cuenta de una cosa, necesito de la experiencia para escribir. Así que no me integro en el mundillo local de las letras, que a veces me provoca sonrojo.
Durante 20 años escribo muy poco y con patéticos resultados. Voy a mi puta bola. Leo, pero nunca con la intensidad inicial. Me matriculo en algún curso de escritura.
Muere mi hermano a los 35 años.
Decido tomármelo en serio. Escribir todos los días.

Por Dios, no piensen mal. Hay días que no lo hago. Si fuese un mentiroso compulsivo, nada de lo anterior podría ser cierto.

jueves, 8 de noviembre de 2007

Mi escritorio


Como nunca me han hecho una de esas entrevistas que sirven para cerrar una publicación sobre libros, no había tenido oportunidad antes de contar dónde escribo. Cuáles son mis manías. Cuántas horas le dedico. Y ese tipo de cosas que pertenecen a la despensa de cada escritor.
Vayamos por partes. Me ha pedido una admiradora que lo haga. No sabes dónde te metes con esto del blog, me dicho en privado. Así que ahí voy.
Mi escritorio es ambulante. Me explico, no es que yo vaya de un lado para otro, como un reportero de guerra, como un infatigable explorador, o como un azafato (¿por qué han desaparecido las azafatas, qué es lo políticamente incorrecto del término?). Mi deambular transcurre por la casa, de la terraza a la cocina, del salón al almacén de libros (llamarlo biblioteca sería descreer desde ya de la eficacia de la catalogación). Como alma en pena voy con el portátil por dos motivos: porque le chorizo el wifi a un vecino distinto por cada lado de la casa y porque tengo dos niños a los que persigo y de los que huyo, con cuatro y un año y medio. A veces escribo en una libreta, como esta mañana, en el cuarto de baño. A veces en el recreo, entre mis clases. O en la propia clase, si mis pupilos están haciendo un examen. ¿Manías? Bastante tengo con no hacer ciertas concesiones en el desarrollo de los cuentos, como para tener además que usar un determinado color de boli o un salvapantallas con la sonrisa de mi perro o tener que ponerme un batín deshilachado o un bombín ( que por ese camino sólo se llega a ciertas perversiones de índole fetichista). ¿Horas? Digamos que, haciendo media, no tengo mucha idea, pero si estoy con un cuento entre manos, paso en el tajo unas tres horas al día. Una semana o semana y media por cuento. Más o menos, ¿eh? Que ya veo en sus caras un gesto extraño. A 300 palabras la hora, o a 100, o a 500, que depende de la inspiración. En fin, cuando escribo no me pongo bajo la protección de ningún santo, San Chéjov está muy ocupado con los aproximadamente dos millones de cuentistas que lo reclaman, San Cheever no ofrece soluciones, sino interrogantes, San Cortázar se ha metido en la publicidad y no está para gaitas. El amigo Carver está taciturno, cada día más, no se le saca palabra. Sin embargo, en mi cabeza se abre paso la imagen de un relojero que tiene su taller cerca de donde vivo. Está sentado, mira las piezas que él mismo ha desmontado con una lupa y vuelve a ponerlas en su lugar, no sin antes sustituir la defectuosa por una nueva. Amén. Con una diferencia: mi reloj nunca fuciona dando la hora precisa. Un cuento que funciona es un trasto inútil, me dijo en cierta ocasión un escritor que yo leía a deshoras. Por ese camino parece que voy por el buen camino. Para escribir con los pies. O con la punta de la nariz. ¿No lo había dicho: el toque genial que le imprimo a mis textos viene de que nunca uso las manos?

Cul-de-sac

Si el nombre de este blog no fuese un sintagma promocional, bien podría llamarse “Callejón sin salida”. Cul -de- sac, como alguien me pintó una vez en la espalda de una camiseta. Porque eso es este blog. No sé si se habrán dado cuenta. No tengo enlaces y en mis sitios amigos sólo figuran dos direcciones, que responden exactamente al título, bajo el que se dan la mano. Podría decirse que he optado por llevarle la contraria a la mecánica de la blogsfera, que consiste en ir de una calle a otra, como si paseases por una gran ciudad. O bien he optado por ser un callejón como por el que una vez penetró Nancy, la de la tesis, (La tesis de Nancy, de Ramón J. Sender). A la entrada había un castizo sevillano que la saludó con un espontáneo:
-Hasta ahora.
Ella no supo a qué se refería el guasón, hasta que hubo de volver sobre sus pasos.
En el callejón sin salida el espacio está a medio camino entre lo público y lo privado. Los vecinos sacan las sillas a la calle, que es como prolongar la casa hacia fuera. Aquí me encontraréis, al fresco. Porque de todo tiene que haber. Y desde aquí me daré mis garbeos por ahí.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Los premios y sus perdedores


El otro día el buzón me sacó la lengua, como si me hiciese una burla. Enredada entre las patas de la publicidad y los largos tentáculos de los avisos bancarios había una carta que remitía el ayuntamiento de una lejana localidad, a cuyo premio de cuentos me había presentado antes del verano. No me suelo presentar a concursos, pues no los gano. Desde que escribo con asiduidad lo habré hecho en seis o siete ocasiones, y siempre a partir de la primavera. He de confesar que enseguida pensé: Tate, ha sonado la campana. De esas seis o siete ocasiones conseguí hace ya más de tres años un accésit. Desde entonces nada. De cualquier forma no soy muy partidario de los concursos, ya he dicho que no los gano. Y creo, además, que en materia artística establecer una competición es un asunto irresoluble. No obstante, uno empieza con esto de los cuentos y como no sabe qué camino tomar, prueba el atajo de los premios. A mí hasta la fecha esa vía no me ha resuelto nada. El accésit me proporcionó una cantidad simbólica y el orgullo momentáneo de ver reconocido el trabajo que hacía, lo cual no me impidió saber enseguida que mi cuento era malo, muy malo. En cuanto le pasaron unos meses. Hay quien o lo que envejece así de rápido. Desde entonces no he vuelto a probar en ese certamen, no sé si por miedo a ganarlo o a perder. El caso es que la carta del otro día me invitaba a la entrega de premios en una localidad que dista de la mía más de mil kilómetros, sin haberlo ganado y sin ni siquiera figurar entre los finalistas. Lo agradecí, bien saben las Musas que lo hice, mentalmente: No te jode. Pero no podré, ese fin de semana me toca hacer la confirmación en mi parroquia.
Hay escritores que han ganado infinidad de premios y otros que tienen su palmarés lleno de telarañas. Pertenezco a esta segunda categoría. Lo curioso es que veo cómo en ciertos círculos a los escritores con un abultado número de victorias en su haber no se les tiene en cuenta, como si esos laureles fuesen un desprestigio. Por otra parte, en determinados contextos, si no puedes ofrecer en tu curriculum un discreto número de aciertos, pareces un advenedizo sin experiencia. La cosa es de un peliagudo equilibrio. Hay determinados certámenes que es importante ganar, mientras que otros mejor no hacerlo. En fin, la carrera de escritor, que se dice, una competición de cojos, en la que los tuertos y los mancos podemos ser reyes.
Para acabar me gustaría soltar una pregunta al viento, por si de casual agarra la respuesta que desde que Bob Dylan nos advirtió, sabemos que anda por ahí: ¿Usted qué tipo de escritor es? Por favor, tenga cuidado con la respuesta.

domingo, 4 de noviembre de 2007

La aldea muerta, de Xurxo Borrazás


El verano pasado entré en una joyería que anunciaba rebajas del 40%. Allí encontré a dos ancianas probándose pendientes. Dos mujeres coquetas, con deseos de gustar. Por otra parte, en esos días también pasé de refilón por una tertulia-merienda compuesta por ancianas en las que hallé muchas chispas de picardía. A raíz de esas dos imágenes y de ciertas ideas que me rondaban por la cabeza escribí un cuento titulado “Invitadas al té”, en el que venía a hablar de un chico joven que se siente atraído por viejas, mujeres que rondan los 70. A las pocas semanas salió a la luz una novela llamada La aldea muerta, de Xurxo Borrazás, en la editorial Caballo de Troya. La historia que contaba me resultaba particularmente interesante y atractiva. Un escritor, 33 añicos, acaba de ganar un reconocido y bien dotado premio literario, pero durante un mes decide aislarse en una aldea abandonada de los Ancares, donde sin que nadie lo sepa queda todavía la presencia de Aurora, una anciana de 74 años, con la que inicia una relación íntima. Las escenas son explícitas y el cuerpo de la vieja es tratado como el cuerpo del amor, no como ese material de deshecho al que los ancianos son condenados por una iconografía estereotipada en el cine y en la literatura, que se quedó estancada, que no quiso adentrarse en otros territorios que no fuesen los de las lolitas. El escritor es un personaje celinesco, misántropo, enganchado a la pornografía por Internet, pero se convierte en un ser tierno en brazos de su amante, la vieja, que respira por los poros de Rulfo. En La aldea muerta, con ese título y con el ambiente, una Peña omnipresente y un valle con movimientos de lagarto, para mi gusto, a veces se comete el desliz, sobre todo al final, de echar mano de ese realismo mágico de la tradición gallega, bajo el orballo. Una concesión, no importa. Una historia que camina por el filo de la navaja, de aquello que casi no nos podemos creer. Quizás si el escritor tuviese 74 y ella 33 sería más fácil. Pero las cosas como son, las ancianitas cada vez están más apetecibles, ¿no os parece?

sábado, 3 de noviembre de 2007

La vida y sus moralejas a un euro


Anoche dejamos a los niños con mis padres y mi mujer y yo fuimos al cine. Vimos una película de miedo, luego buscamos donde cenar algo y después nos tomamos una cerveza en un pub, que me gusta porque le han pasado treinta años , así como a su dueño, y no ha perecido con ninguna moda. Las ha soportado todas. También su dueño. Su pelo encanece más rápidamente que el mío. Lógico, ya que me lleva los años suficientes para que no sea de otra forma.
Un tipo se me acercó y me dijo:
-¿Antonio?
Lo reconocí enseguida, pero no recordaba su nombre.
-Sí, perdona, ¿cómo te llamabas?, le dije, al tiempo que le estrechaba la mano. Nos alegrábamos de vernos, podía apreciarse en nuestros rostros sonrientes.
-Claro, son tantas caras.
-Te dí clase en Campanillas, le dije, para que se diese cuenta de que realmente me acordaba de él, pero hace ya muchos años que me fuí de allí, apostillé.
-Victor. Victor Serrano, me dijo.
Antes de que me diese su nombre, un flash me iluminó la mente al recordar con exactitud su caso. Doce años atrás se había presentado a los exámenes de Setiembre acompañado por su madre, que me pidió que, aunque su hijo no iba a hacer gran cosa, lo aprobase para que se pudiese presentar a las pruebas de acceso a la policía municipal. En este tiempo había perdido pelo. Comparé mentalmente mi pelambrera con la suya y me alegró advertir que lo que en mi caso era un ligero avance de las entradas, en el suyo era un notorio clareo en el cartón. De hecho en la época en la que fuimos pupilo y profesor, él llevaba melena larga a lo Gun&Roses, y yo greñas, esa madeja residual de los estudiantes de letras, de la que me deshice con el tiempo por un corte algo romano.
-Estás igual, me dijo. Siempre se alegra uno a partir de cierta edad de estar igual, o al menos de que los demás se lo digan a uno. A ver hasta cuándo dura.
-Aunque noto, dijo, mirando a mi mujer con cierto aire de complicidad, una mano femenina. Siempre ibas a clase con las camisas arrugadas y por fuera.
El caso es que en ese momento mi camisa seguía yendo por fuera del pantalón y lo que conservaba de su planchado no se lo debía a mi mujer, sino a Toñi, a la que me niego llamar asistenta o por el estilo.
-Tú sí que vas elegante, le dije. Cosa que era absolutamente incierta. Llevaba dos pendientes brillantes y cuadrados en las orejas, una camisa gris de brillo muy ajustada al cuerpo, una corbata relumbrante como la camisa con el nudo flojo, los pelos ralos de pincho y unas muñequeras de imitación de uno de esos diseñadores horteras y muy caros.
-Tú te querías ir a la policía, ¿no?, le pregunté.
-Me fuí a la guardia civil, me dijo.
Recordé en ese momento, no obstante, que, en aquella época en la que fue mi alumno, se empeñaba en que lo llamase Axel, como el cantante de Gun´s and Roses. Seguía siendo un pirado. Era a todas luces evidente el rastro que las drogas habían dejado en sus ojos, en sus maneras y, sobre todo en sus explicaciones:
-Yo aprobé por los pelos y me mandaron a Tenerife, dijo. Y añadió:
-Allí dí con un sargento que estaba loco y o yo le pegaba un tiro a él o él me lo pegaba a mí.
En ese instante se me hizo presente que como alumno mío estuvo un año más en el instituto con mi asignatura sola colgada, ya que la intercesión de la madre no fue eficaz. Pensé que a mí también habría tenido motivos para odiarme. O para pegarme un tiro.
Desde la puerta su amigo empezó a meterle prisa.
-Para no buscarme una ruina, me dí de baja, baja total, con el sueldo completo. Estoy jubilado.
-Coño, el sargento no se llamaría Vega, le dije, sin otro propósito que establecer una alianza de comprensión con aquel hombre que había tenido que soportar semejante paquete.
-No. Así que tengo 32 años y llevo jubilado desde los 28.
Desde la puerta el otro lo apremiaba, así que levantando la mano dijo estas últimas palabras de camino hacia la salida y nos dejó a mi mujer y a mí con dos alforjas repletas de dudas, que intentamos resolver con suposiciones mientras volvíamos a casa en coche.
Al despertar esta mañana e ir al cuarto de baño no ha sido esta la primera historia que se me ha venido a la cabeza. Había un corte de luz. Como casi todos los domingos por la mañana últimamente, provocado por las obras del metro. No he sido capaz de entrar a oscuras y he abierto la puerta con la vana esperanza de que la claridad de fuera lo iluminase. Tampoco había agua, claro. Como la necesidad de entrar era perentoria, he tenido que vencer mi prevención de encontrarme con un fantasma allí. Y puesto que mi mujer seguía en la cama me he sentado en mi trono de rey auténtico con la puerta de par en par. Ahí he pensado en Victor Serrano: he repasado sus palabras, su atuendo y sobre todo el dato de su jubilación. En estos doce años alguna vez me había acordado de él, más en concreto de su caso. Por primera vez en mi vida he sentido una solidaridad inquebrantable con un sargento de la guardia civil.

miércoles, 31 de octubre de 2007

Firmin, de Sam Savage


En el aeropuerto, por tío observador, vi que todo el mundo llevaba en la mano una caja redonda extraplana. Aibá, me dije. La ensaimada, dándome con gracia un toque en la sien. En el convento de Santa Clara ya había hecho mi provisión de melindres: lágrimas de limón y corazones (de almendra). Pero de camino fui a parar a donde no debía. En vez de la torre de ensaimadas en sus redondos ataúdes tropecé con una almena de libros igualicos: sobre fondo blanco una rata macho lee un libro. Abrílo y allí, en la solapa, como si estuviese con las barbas a remojo, vi su foto de tío pirao, de anciano de la calle, de profeta extemporáneo. Se llama Sam Savage. Según la breve reseña ha sido mecánico de bicicletas. Ni una palabra más. Es de todas ésa la profesión que más confianza me inspira. El anciano me abrió un rayo de esperanza en el duro y difícil camino que recorre el escritor inédito. Nunca es tarde. Mira éste, me dije. Sam Savage. Y es que últimamente yo andaba algo preocupadillo. Como lector me alimento mucho de solapas. Género hermoso donde los hay. La edad de los autores menguaba escandalosamente hacia la adolescencia. Lo que me hacía meditar: cuánto tiempo llevas perdido, macho. Pero de repente, va y viene este Savage y publica su primer libro con la edad, o por lo menos la pinta, de un matusalén. 16 euracos, decide: o el libro o la ensaimada, que todo no pue ser. Pos el libro, me dije, flamenco, que yo pa gastar en libros siempre he sido espléndido. Título: Firmin. En la cola de embarque ya estaba yo leyéndolo (nótese como alitero). Primeramente me temí unos de esos típicos refritos que homenajean ciertos libros. Un rollo de buenas intenciones. Pero pronto me di cuenta, ya lo dije al empezar, soy tío observador, que no era un homenaje a la literatura con sus dosis de citas y títulos. Es un homenaje a la inteligencia, a la tristeza, al humor, a la desesperanza y a la honradez, que ahí es poco. Los dibujos de la edición, en Seix Barral, están a la altura de la historia, y una de las dos citas iniciales, de Philip Roth, dice, con toda claridad, algo que cuando se acaba el libro nos ayudará a verificar lo que hemos leído: “Si hubiera llevado un diario del dolor, la única anotación habría sido una palabra: yo.” Lo que se cuenta es la historia de una rata macho que desde que aprende a leer ya no para de hacerlo, porque es su único modo de entender el mundo. Una rata macho que se enamora de dos hombres de manera consecutiva, por cuy
os ojos (los de la rata) los vemos (a los hombres). El caso es que lo he acabado (el libro) y he bajado a la panadería a comprar unas ensaimadas. Soy tío observador y goloso.

lunes, 29 de octubre de 2007

Hazte un deo


Siendo joven, todavía más, practiqué el difícil y emocionante arte de hacer deo. Yo era entonces pobre, algo más que ahora, pero con la ventaja de no haber estampado mi firma en ningún documento que me endeudase. Me gustaba viajar. No me gustaba esperar a tener dinero para hacerlo, como muchas veces oía a mi alrededor. Así que aprendí a hacer deo. Igual otros prefirieron la papiroflexia. A lomos de mis pulgares recorrí el país. Así de barato, la gasolina la ponían los amables conductores. Me topé con situaciones divertidas, más o menos misteriosas, y conocí a gente igual de rara, o más, que yo mismo. El cuento que se titula Autostop está basado en la mezcla de algunas de esas historias. Por lo general, los conductores que no desconfían del autoestopista tienen algo de solitarios. Saben que no hay tanto loco suelto por ahí como nos quieren hacer creer. Mi truco era muy fácil, ir siempre acompañado de una chica. Las posibilidades de que te paren se triplican. En el interior de un vehículo durante unas horas los desconocidos a veces cuentan mucho. Descubrí que a veces mentían. Yo también mentía. Y con esas mentiras lo que conseguíamos era hacernos algo más felices. El cuento Autostop habla de la soledad, de las mentiras que uno se cuenta y cuenta a los demás, de la confianza en los otros y de cosas que me ocurrieron confundidas con otras que no me ocurrirán ya.

martes, 23 de octubre de 2007

Soy un pelma

Si uno se da un paseo por los blogs literarios, acaba comprobando que hay un grupo más o menos nutrido que se ha abierto para defender la difusión de un libro publicado. Como en mi caso no existe tal, mis esfuerzos se van a dirigir, en unos breves comentarios, a hacer algo más visibles esos cuentos o relatos que voy a ir publicando y que me temo, debido a diversas razones, muchas veces necesitan algo más que su mera presencia para llamar la atención del lector.
Los escritores fácilmente caemos en los vicios del pelma (he venido a hablar de mi libro). Démosle al lector la gracia de la levedad del ser. No obstante, imagino que en este espacio nadie es lector puro, ni escritor puro. El nuevo medio internáutico nos hace Odiseos de la aventura de leer y también de la de escribir. Mi acercamiento al medio ha sido por la necesidad de querer difundir mi trabajo. Descubro enseguida que en Internet también se lee. Pertenezco, he de decirlo a una generación educada en la página impresa. Pero las cosas están cambiando.
He aquí la primera insinuación a mis lectores:
Para empezar Ópera, por ejemplo. Su lectura es ligera, un cuento de mil palabras aproximadamente. Su gestación fue así:
El verano pasado una amiga que trabaja en una floristería en Barcelona me habló un poco de la clientela que le llegaba a la tienda, en la que sólo venden rosas. Y mencionó las rosas de Kenia. Para un periférico como yo Barcelona tiene un aire mítico de alta burguesía y cultura. Así que decidí que el cuento girase como quien prepara su asistencia a la ópera con una audición previa. Luego todo llevó su camino. Un camino improvisado. Espero que os guste. No es el tono más frecuente en mis relatos.

domingo, 21 de octubre de 2007

Para qué abrir un blog

Para qué abrir un blog.
Esto es lo que me pregunto. Hasta la fecha he ido escribiendo y publicando en un portal de relatos de manera automática. No necesitaba esperar la aprobación de un editor o webmaster. El acto de sacar el relato a la luz era inmediato. Para mí eso era fundamental. Y luego a escribir otro cuento. Así he cosechado algunos lectores. Benditos.
Al cabo del tiempo (aproximadamente dos años) me encuentro con un buen número de textos. ¿Qué hago? ¿Sigo escribiendo ad infinitum relatos más o menos cortos, de unas 2000 o 2500 palabras? Porque la verdad es que a lo largo de esos 24 meses he sacado casi un cuento a la semana. Todo dicho así parece como si tuviera una churrería o un taller de cerámica en el que cociese botijos. Pero bueno, llega un punto en el que uno dice, ahora vamos a girar por aquí, o por allí, vamos a empezar a darle un cambio a lo que hago, o a cómo lo hago, en fin esas cosas. Lo normal, como cuando uno tiene una novia y se plantea si sigue adelante o hasta ahí.
Y me lo digo, venga, manda algo de lo que tienes a alguien que publique en papel. Para mí el salto al papel tiene un valor simbólico para poder comenzar con otra etapa. Y en ello estoy, esperando respuesta. Mientras tanto, hazte un blog, me digo. Pero mantén el ritmo de un relato a la semana. A ver si podemos, trabajo en un instituto, tengo responsabilidades familiares (dos hijos) y además me gusta perder el tiempo.
Lo primero ha sido investigar por la red. Qué cantidad de blogs literarios. Y me pregunto, cómo vas a meter cabeza tú ahí.
Si tengo en cuenta mis limitaciones en el manejo del mundo informático y mi capacidad para aturdirme, lo mejor es que me lo tome con calma. De cualquier manera me gustaría llevar en este blog dos secciones bien diferenciadas. Una de relatos y otra de diario, como esta entrada.
¿Hay alguien ahí?

jueves, 18 de octubre de 2007

Fantasmas

Fantasmas


No. No me gusta el recreo. Ni el patio. Y odio el momento en el que suena el timbre. Me entran unas ganas espantosas de cagarme. Pero qué voy a hacerle. Nada es eterno. Ni lo bueno ni lo malo. Ni las clases. Ni el recreo. Yo, por si las moscas, salgo sonriente, que no se me note que no me gusta. Siempre hay alguien que te observa cuando menos te lo esperas, ya lo dice papá. Vosotros disimulad, que nadie note que tenéis miedo, que nadie sepa de dónde venís, adónde váis. Pero no os paséis, no sonriáis demasiado. Los demás supondrán que no tendréis demasiados motivos para estar muy felices. Una sonrisa de ponerte contento sólo porque ha llegado la hora del recreo, aunque lo que te produzca sean retortijones. Y nada de sonreírle a lo que te ronda por la cabeza, a las ideas, que no se vea lo que pensáis, que ni se note que pensáis. Y si alguien se acerca, cara de lechuga. Nadie se fija en una lechuga. Todo el mundo olvida enseguida una lechuga.
Me como el bocata, pero lo hago muy lentamente, porque no me quiero quedar con las manos vacías en mitad de un patio tan grande, tan lleno de chicos que van de un lado para el otro, ansiosos por aprovechar el poco tiempo que les queda de recreo, aunque a mí cada día esa media hora se me haga interminable. Una larga sucesión de pequeños mordiscos a mi bocata.
Ese es el motivo por el que empecé a fumar. No quería parecer un imbécil. Un tarado con media barra rellena de mortadela entre las manos. Así que la mitad del tiempo se nos iba en buscar un lugar, un rincón en el que ocultarnos para encender un pitillo. Es el motivo por el que la clase de Sociales la pasé delante de la puerta del director. Era la tercera vez que nos pillaban fumando en el patio. La profesora de guardia nos dijo que la acompañásemos y todos los alumnos vieron cómo salíamos del rincón en el que nos ocultábamos. Al parecer el humo nos había traicionado. Fumar me hacía bien, me ayudaba a pasar aquellos minutos eternos en la compañía de chicos que me inquietaban, de los que nada quería saber, a los que no deseaba acercarme.
Para aprender el idioma lo mejor es que te relaciones con tus compañeros, me dijo el asistente social. Hablo y entiendo el idioma, pensé. No me hace falta relacionarme. Así que no me gusta el recreo, si después de comerme el bocata no me puedo fumar un cigarrillo tranquilamente. Cuando toca el timbre para salir de clase me entretengo guardando los libros y luego voy al servicio, pero a veces es más incómodo estar allí que en el patio. Casi siempre hay alguien que dice algo que me intranquiliza. Podría refugiarme en la biblioteca, pero he observado que durante el recreo sólo acuden a ella quienes han perdido su sitio en el patio. Yo, aunque lo odio, no quiero ceder la pequeña conquista hecha a causa de mi vicio. Y eso es lo que me ha llevado de nuevo a las andadas, a volver a fumar en el recreo, pero ahora con unas precauciones mínimas, que me ayudan a que el tiempo pase más rápido.
No es lo mismo mirar como un pasmarote al frente, esperando que a nadie se le ocurra echarte del banco en el que te has sentado, que dejar que el tiempo pase con las vueltas del humo delante de los ojos, y por encima de la cabeza. No. No es lo mismo. Sobre todo si a los 13 pesas y tienes los mismos centímetros que uno de 10. Sobre todo si no eres como los otros y tu padre es el del restaurante “Nube celestial”. Sobre todo si no hablas. Sobre todo si creen que no sabes hablar, porque eres medio idiota y sólo sirves para trabajar, como todos los chinos, en un restaurante o en un 24 horas. Ya sabes cómo funcionan los barrios. Has vivido en otro antes, en otra ciudad y en la misma. Y antes de ese en otro. Pero papá ha dicho:
-Mejor que piensen que acabamos de llegar de China y que no sabemos nada de nada, ¿de acuerdo?, y me ha mirado fijamente a mí.
Así que tengo que parecer tonto, al menos tan tonto como el resto de mis compañeros de clase. Pero no sé. Ya ha ocurrido en otras ocasiones: un maestro se ha dado cuenta de que el chinito del fondo no hacía si no fingir que no se enteraba.
Por supuesto papá no sabe que fumo. Pero tengo que apañármelas para conseguir tabaco todos los días. Los cigarrillos son muy caros. Desde hace un tiempo además fuma a mis expensas un matón de cuarto. Finjo que no me importa darle un cigarrillo en el recreo o en alguno de los intercambios de clase. No quiero que se dé cuenta de que me agobia y que si alguna vez me niego y me dice de pelear, me voy a mear en los pantalones, o algo peor, como ya ha ocurrido antes en el otro instituto.
No. En China no. En el otro barrio, donde antes mi padre estaba en “Pagoda de los sueños”. Yo no conozco China. O no recuerdo nada. Salí de allí con dos años. Así que como si siempre hubiese vivido en alguno de los barrios de esta ciudad. Aunque siempre fingiendo que hacía poco que habíamos llegado. Sin papeles hasta el último momento. Por eso nunca he ido al colegio. He empezado directamente en el Instituto. Debo ser un chino muy espabilado, aunque mi misión principal sea la de pasar por tonto, ya que he aprendido solo a leer y a escribir. Ni siquiera papá sabe que lo hago prodigiosamente.
Estoy sentado. Tan tranquilo. Fumando y mirando una de las migas del bocata que me ha caído en el pantalón. Y conmigo, en el mismo banco del patio una serie de pájaros extaños. Más bien callados. Mis amigos. Les acabo de contar lo de los taxidermistas chinos. Que llegaban a timar a los piratas. Les he dicho:
-Mi tatarabuelo le cosía a los monos embalsamados cabezas de perro y luego se las vendía a los circos, o a los museos, o a los piratas como mascotas.
Los pájaros extraños me han mirado de reojo. Como diciendo. Hay que ver con los chinos. Y en eso que de repente ya tenía a uno delante de la nariz.
-Dame lo que tengas en el bolsillo, dice.
Lo oigo y ya es tarde. En mi cabeza sigue pasando la película de mi tatarabuelo cosiendo partes imposibles entre sí. A decir verdad, no tengo ni idea de a qué se dedicó mi tatarabuelo. Más allá de papá sé que su papá vivía en el campo. Supongo que en un campo de arroz. Nada más. A quién le importa ya.
En el bolsillo no llevo mucho. Unas cuantas monedas para comprar cigarrillos. Es otro de los matones de cuarto. Claro que lo conozco. Un chulito.
-Venga, dame lo que lleves, dice de nuevo.
La colilla se me queda entre los dedos como si fuese una pieza más de mi mano. Mis amigos como pájaros extraños se atragantan con un bolo de canguelo. Por todas partes van y vienen chicos que quieren apurar los últimos minutos de recreo. Voces y gritos alrededor de nuestro banco, encallado en el miedo y el silencio. Una burbuja inmóvil en cuyo centro, ¡en zoom!, como en las pelis, un chino que todavía no ha dicho esta boca es mía. Yo.
-¿No me oyes? Suelta la pasta, chaval.
El humo se ha petrificado sobre mis dedos. El tiempo discurre a través de esa materia dura, impracticable, del miedo.
Y contesto:
-No.
Me hubiera gustado añadir un “capullo”, pero no lo hago, si no en la imaginación:
-No, capullo.
Voy vestido como un chino embalsamador que se enfrenta a un pirata con mala hostia.
Sin embargo, en el patio del instituto soy algo más escueto y sencillo:
-No, digo, sin moverme, con el cigarrillo como única arma que se consume en mi mano.
-¿Tú estás loco o qué?, me dice uno de los que lo acompañan, éste es capaz de arrancarte la cabeza como no le des todo lo que llevas en los bolsillos.
Ahora pasa por mi cabeza un documental sobre el ornitorrinco.
Cuando el pellejo del primer ornitorrinco llegó a Londres en barco desde Australia, los científicos pensaron que se trataba de una falsificación de los chinos. Mi tatarabuelo y otros graciosos taxidermistas empeñados en tomarle el pelo a los blancos. Así que un eminente profesor quiso descoserle el pico y las patas al bicho con unas tijeras, porque pensaba que se trataba de añadidos. El ornitorrinco parecía una mezcla caprichosa de otros animales y no hallaban una categoría para clasificarlo.
¿Está más o menos claro? Con 13 años, en el patio de mi recreo, mientras estoy siendo atracado, me siento más o menos como un ornitorrinco.
No obstante, no es la primera vez. Ya me ha ocurrido antes. Me he enfrentado otras veces a los matones, así que estoy preparado para que vuelva a ocurrirme. Espero ya ese calor intenso y húmedo, que enseguida se enfría y molesta. El charco en el suelo. Las risotadas de los malos y el pasmo horrorizado de los pájaros extraños, que también se descubrieron para Europa con la exploración de Australia. Kookaburras, loros y cassuaris, cuyo bolo de miedo no va ni para adelante ni para atrás. Espero, pero no llega. No me meo. Mis amigos tampoco. El matón levanta la mano y se muerde la lengua. Hace el gesto de dejarla caer sobre mi cara. Y me digo. Ahora. Ahora seguro que sí. Me aprieta la barriga. Es un retortijón. Oh. No. Por favor. Eso no. Pero pasa. Y la mano, en la mitad de su trayectoria se desvía. El matón se aleja y me señala con el índice desde lejos, como si estuviese apuntándome con una pistola. Se vuelve a morder la lengua.
-Mañana, chaval, me dice, como mañana no me traigas un billete...
Y hace el gesto de pasarse el pulgar por el gaznate.
Supongo que también a mi tatarabuelo lo amenazaron de muerte innumerables veces aquellos piratas que se sintieron estafados, al comprobar que las alas que tenía el gato no eran suyas.
Pero justo a tiempo la brasa del cigarrillo me llega al dedo y doy un manotazo para deshacerme de él. Del otro lado de la esquina aparece un profesor de guardia que no nota nada raro. Nos mira. Suena el timbre.
-Venga todo el mundo para clase, dice.
Los pájaros extraños y yo nos apeamos del recóndito banco y nos dirigimos al pabellón, enfocados por un zoom lleno de inquina.
-Ya hablaremos tú y yo, dice, chulito.
Lo que sé a los 13 es que siempre se pierde. O que siempre pierden los mismos. O que yo pierdo. Y si alguna vez se consigue una victoria, va enmarañada en una de esas bolas de basura que ruedan por las esquinas, cuando hay viento. Mi victoria consiste en no haber perdido en ese momento. Pero la renta que de ello obtengo es mínima. Ese segundo de equilibrio me hace pensar en que puedo llegar a andar sobre la cuerda floja. El circo anuncia “Los funambulistas chinos”. Una familia disfrazada, con coletas de pega, para ir y venir por el cable tenso o por la cuerda floja. Así que me veo como uno de ellos, uno más en el circo, disfrazado de lo que ya soy, perdiendo el equilibrio, cayendo y luego rebotando en la red. Al día siguiente lo tengo otra vez pegado a la nariz, cuando menos me lo espero.
-Venga, listillo, ahora sí que me lo vas a dar todo, me dice.
-No tengo nada.
He tomado mis precauciones. Me he metido el dinero en los calcetines. Le ofrezco un pitillo.
-Puedes registrarme, le digo.
Como el tío se conoce todos los trucos de un ornitorrinco, sabe por dónde tiene que empezar. Antes de que le de tiempo a nada, yo ya he salido corriendo.
De ahí en adelante lo espero todos los días, pero no vuelve. Me siento en un rincón al lado de los pájaros extraños. Nadie dice nada, pero todos tememos lo mismo. Fumamos en un silencio que se concentra obsesivamente sobre los cigarrillos. Chupar, tragar y soltar el humo. Chupar, tragar y soltar el humo. Hasta que de pronto un día nos cazan los profesores de guardia y nos vamos a la calle expulsados una semana. Una semana para fumar tranquilos, sin sobresaltos, en el parque.
Papá no se entera. Finge que está leyendo la carta. Se limita a mirarme con severidad y a repetirme que tengo que pasar inadvertido, que no es bueno que el instituto nos escriba. Así que yo sigo saliendo como cada mañana con mi mochila. Como sea los pájaros extraños también se las han arreglado para que en sus casas al final nadie se entere de la expulsión. A la hora de la primera clase encendemos el primer cigarrillo, pero después de media hora ya hemos hecho todo lo que sabemos hacer juntos. La vida en libertad es nueva para nosotros. En el parque no hay nadie. El banco está al sol. Un cálido sol de invierno que es como la ternura. Como el abrazo de mamá cuando era un niño. Sin embargo, con mamá me pasa como con China, no la recuerdo.
-¿Y ahora qué hacemos?, pregunta alguien.
Uno echa a andar. Yo mismo. Los demás me siguen. Son inquietantes las calles, cuando las calles esperan que estemos en otra parte. Las pillamos por sorpresa. Hay un gran caserón solitario. Una fuente en mitad del jardín. Un dibujo en el centro, donde por las tardes he visto a las niñas jugando a saltar sobre los números pintados en recuadros. Nos colamos por un agujero en la tapia y nos herimos con las zarzas que lo ocultan. Ninguno es capaz de saltar la tapia. Nos brotan perlas de sangre por las manos. Y nos desollamos la cara.
-¿Y por aquí pasan las niñas todas las tardes?
-Habrá otra forma de entrar más fácil.
En un rincón que no puede ser visto desde la calle hacemos un corro y encendemos nuestros cigarrillos.
-Cuenta algo, Peien, me dicen mis compañeros.
Me doy cuenta de que somos una banda, o podemos serlo.
-En esta casa hay un espíritu.
-¿Y tú cómo sabes eso?
-Lo sé.
-Será porque es chino.
-O porque es raro. ¿Raro como qué, Peien?
-Inclasificable, más bien, como el ornitorrinco, digo.
-En todas las casas abandonadas hay espíritus o fantasmas.
-Entremos.
-Mejor no, vayamos al mercadillo.
Desde lejos, entre el mar de cabezas que inunda la explanada, unos pelos de pincho teñidos de rubio nos sobresaltan. Se acerca como un tiburón a un banco de presas. Abre la boca y enseña sus dientes. Saca la mano y nos enseña la navaja, sólo el filo, que me pone en el muslo. Es nuestro matón particular de cuarto:
-Tira palante, chino, o te doy con esto. Y vosotros, ea, palante, ordena.
Otra vez el caserón. En el interior huele a flores y frutos podridos. Un aroma acre lo envuelve todo. Como el que se desprende del esperma. La madera de los pasillos se hunde con nuestras pisadas. En los rincones hay botellas vacías, bolsas, revistas deshechas. En las paredes cabezas de animales disecados que vigilan nuestros pasos. Cabezas que alguien ha adornado con viseras deportivas. A una liebre de una estantería le han puesto unas gafas de sol de esas que son premio en la feria. Una perdiz lleva en el buche la etiqueta de un refresco. El matón de cuarto nos conduce por aquel laberinto de escaleras y corredores. Ya hace rato que no nos muestra la navaja.
-Por aquí, venid por aquí. Os voy a enseñar algo, nos dice.
Empuja una puerta y en el centro de la habitación hay una cama inmensa, una especie de barco antiguo surcando el mar en clama, con apacibles olas de polvo, con nubes de telarañas.
El miedo nos agarra por debajo del ombligo. No es el miedo de la barriga, ese temor de ser asaltado durante el recreo. Es diferente. Nos empuja a seguir adelante, a no retroceder, queremos ver algo más. Advertimos enseguida que hay alguien que yace en la cama, en medio de las velas de la nave, entre sombras y haces de luz sobre los que revolotean miles de partículas de polvo. El miedo nos paraliza, como si fuésemos otras figuras disecadas. Los segundos se suceden a intervalos de un tiempo que es de naturaleza granítica o marmórea. Imagínate que te despiertas en el interior de una roca. La miramos. Es una chica. Un cuerpo que también nos parece sólido y rotundo, como la estatua de una de esas princesas yacentes. Sin embargo, es como si comenzara a despertarse. El pecho se le ha hinchado, la adivinamos desnuda y eso nos sobrecoge. Luego comienza a despegar ligeramente las piernas, hasta que las abre como si fuesen unas tijeras. El miedo se convierte ahora en vértigo. En el centro de su cuerpo adivinamos ese pozo oscuro, sombra espumosa y arbórea de su pubis. Para todos nosotros es la primera vez que nos hallamos tan cerca de una chica desnuda, cuya respiración podemos oír entrecortada desde hace unos instantes. Se nos ha secado la boca y por debajo del ombligo aquel miedo ya comienza a tensarse en deseo. Por ahí comenzamos nosotros a sentirnos en ese justo momento de piedra.
En un estante al fondo un cisne disecado es testigo de la escena. La chica se gira desde el centro de la cama y se pone de costado frente a la puerta, frente a nosotros.
-Si alguno de vosotros quiere, puede venir conmigo.
Y en ese instante nuestro miedo vuelve a cambiar de naturaleza. Los pájaros extraños echan a correr escaleras abajo. Y yo tras ellos. Recorremos los pasillos y las escaleras de vuelta en un santiamén, y con el corazón en la garganta cruzamos sobre los números pintados dentro de los recuadros de tiza en el patio.
Cuando el miedo se disipa, el deseo se instala nuevamente en su lugar. El deseo lo ocupa todo. La ciudad entera nos parece un recipiente para nuestro deseo. Pero no sabemos qué hacer. Y durante los próximos días nos dedicamos a seguir a la gente por la calle, a espiar las ventanas en busca de los secretos que respiran tras ellas. Nos cuesta conciliar el sueño y tardamos en volver al viejo caserón, pero al fin lo hacemos.
Allí están los residuos en las esquinas, el polvo que se levanta con nuestras pisadas, los sofás destripados en la sala, los animales disecados con sus disfraces de verbena. Pero arriba no hay ya ni rastro de la chica desnuda, ni rastro del matón de cuarto. El mismo olor acre de las flores y frutos descompuestos lo envuelve todo. Ese olor que desde entonces nos acompañará en nuestros vicios de soledad. El deseo nos lleva por todos los rincones buscando una huella y llegamos a dudar de lo sucedido.
-¿Seguro que era esta habitación?
-Seguro, mira, ahí está el cisne disecado.
Entonces en el patio oímos a las niñas que entran cada tarde para alcanzar el cielo a la pata coja, através de la rayuela. Y desde el interior de la casa espiamos sus voces, sus saltos, sus diferentes figuras, unas muy altas, otras muy pequeñas y otra gorda, que es la que mejor juega. Sus voces aisladas, lejos de todo, nos hipnotizan. Dentro de cada uno de nosotros surge el anhelo secreto de que miren hacia la ventana, de que tarde o temprano les pique la curiosidad por la casa. De modo que decidimos no salir y esperar.