Fantasmas
No. No me gusta el recreo. Ni el patio. Y odio el momento en el que suena el timbre. Me entran unas ganas espantosas de cagarme. Pero qué voy a hacerle. Nada es eterno. Ni lo bueno ni lo malo. Ni las clases. Ni el recreo. Yo, por si las moscas, salgo sonriente, que no se me note que no me gusta. Siempre hay alguien que te observa cuando menos te lo esperas, ya lo dice papá. Vosotros disimulad, que nadie note que tenéis miedo, que nadie sepa de dónde venís, adónde váis. Pero no os paséis, no sonriáis demasiado. Los demás supondrán que no tendréis demasiados motivos para estar muy felices. Una sonrisa de ponerte contento sólo porque ha llegado la hora del recreo, aunque lo que te produzca sean retortijones. Y nada de sonreírle a lo que te ronda por la cabeza, a las ideas, que no se vea lo que pensáis, que ni se note que pensáis. Y si alguien se acerca, cara de lechuga. Nadie se fija en una lechuga. Todo el mundo olvida enseguida una lechuga.
Me como el bocata, pero lo hago muy lentamente, porque no me quiero quedar con las manos vacías en mitad de un patio tan grande, tan lleno de chicos que van de un lado para el otro, ansiosos por aprovechar el poco tiempo que les queda de recreo, aunque a mí cada día esa media hora se me haga interminable. Una larga sucesión de pequeños mordiscos a mi bocata.
Ese es el motivo por el que empecé a fumar. No quería parecer un imbécil. Un tarado con media barra rellena de mortadela entre las manos. Así que la mitad del tiempo se nos iba en buscar un lugar, un rincón en el que ocultarnos para encender un pitillo. Es el motivo por el que la clase de Sociales la pasé delante de la puerta del director. Era la tercera vez que nos pillaban fumando en el patio. La profesora de guardia nos dijo que la acompañásemos y todos los alumnos vieron cómo salíamos del rincón en el que nos ocultábamos. Al parecer el humo nos había traicionado. Fumar me hacía bien, me ayudaba a pasar aquellos minutos eternos en la compañía de chicos que me inquietaban, de los que nada quería saber, a los que no deseaba acercarme.
Para aprender el idioma lo mejor es que te relaciones con tus compañeros, me dijo el asistente social. Hablo y entiendo el idioma, pensé. No me hace falta relacionarme. Así que no me gusta el recreo, si después de comerme el bocata no me puedo fumar un cigarrillo tranquilamente. Cuando toca el timbre para salir de clase me entretengo guardando los libros y luego voy al servicio, pero a veces es más incómodo estar allí que en el patio. Casi siempre hay alguien que dice algo que me intranquiliza. Podría refugiarme en la biblioteca, pero he observado que durante el recreo sólo acuden a ella quienes han perdido su sitio en el patio. Yo, aunque lo odio, no quiero ceder la pequeña conquista hecha a causa de mi vicio. Y eso es lo que me ha llevado de nuevo a las andadas, a volver a fumar en el recreo, pero ahora con unas precauciones mínimas, que me ayudan a que el tiempo pase más rápido.
No es lo mismo mirar como un pasmarote al frente, esperando que a nadie se le ocurra echarte del banco en el que te has sentado, que dejar que el tiempo pase con las vueltas del humo delante de los ojos, y por encima de la cabeza. No. No es lo mismo. Sobre todo si a los 13 pesas y tienes los mismos centímetros que uno de 10. Sobre todo si no eres como los otros y tu padre es el del restaurante “Nube celestial”. Sobre todo si no hablas. Sobre todo si creen que no sabes hablar, porque eres medio idiota y sólo sirves para trabajar, como todos los chinos, en un restaurante o en un 24 horas. Ya sabes cómo funcionan los barrios. Has vivido en otro antes, en otra ciudad y en la misma. Y antes de ese en otro. Pero papá ha dicho:
-Mejor que piensen que acabamos de llegar de China y que no sabemos nada de nada, ¿de acuerdo?, y me ha mirado fijamente a mí.
Así que tengo que parecer tonto, al menos tan tonto como el resto de mis compañeros de clase. Pero no sé. Ya ha ocurrido en otras ocasiones: un maestro se ha dado cuenta de que el chinito del fondo no hacía si no fingir que no se enteraba.
Por supuesto papá no sabe que fumo. Pero tengo que apañármelas para conseguir tabaco todos los días. Los cigarrillos son muy caros. Desde hace un tiempo además fuma a mis expensas un matón de cuarto. Finjo que no me importa darle un cigarrillo en el recreo o en alguno de los intercambios de clase. No quiero que se dé cuenta de que me agobia y que si alguna vez me niego y me dice de pelear, me voy a mear en los pantalones, o algo peor, como ya ha ocurrido antes en el otro instituto.
No. En China no. En el otro barrio, donde antes mi padre estaba en “Pagoda de los sueños”. Yo no conozco China. O no recuerdo nada. Salí de allí con dos años. Así que como si siempre hubiese vivido en alguno de los barrios de esta ciudad. Aunque siempre fingiendo que hacía poco que habíamos llegado. Sin papeles hasta el último momento. Por eso nunca he ido al colegio. He empezado directamente en el Instituto. Debo ser un chino muy espabilado, aunque mi misión principal sea la de pasar por tonto, ya que he aprendido solo a leer y a escribir. Ni siquiera papá sabe que lo hago prodigiosamente.
Estoy sentado. Tan tranquilo. Fumando y mirando una de las migas del bocata que me ha caído en el pantalón. Y conmigo, en el mismo banco del patio una serie de pájaros extaños. Más bien callados. Mis amigos. Les acabo de contar lo de los taxidermistas chinos. Que llegaban a timar a los piratas. Les he dicho:
-Mi tatarabuelo le cosía a los monos embalsamados cabezas de perro y luego se las vendía a los circos, o a los museos, o a los piratas como mascotas.
Los pájaros extraños me han mirado de reojo. Como diciendo. Hay que ver con los chinos. Y en eso que de repente ya tenía a uno delante de la nariz.
-Dame lo que tengas en el bolsillo, dice.
Lo oigo y ya es tarde. En mi cabeza sigue pasando la película de mi tatarabuelo cosiendo partes imposibles entre sí. A decir verdad, no tengo ni idea de a qué se dedicó mi tatarabuelo. Más allá de papá sé que su papá vivía en el campo. Supongo que en un campo de arroz. Nada más. A quién le importa ya.
En el bolsillo no llevo mucho. Unas cuantas monedas para comprar cigarrillos. Es otro de los matones de cuarto. Claro que lo conozco. Un chulito.
-Venga, dame lo que lleves, dice de nuevo.
La colilla se me queda entre los dedos como si fuese una pieza más de mi mano. Mis amigos como pájaros extraños se atragantan con un bolo de canguelo. Por todas partes van y vienen chicos que quieren apurar los últimos minutos de recreo. Voces y gritos alrededor de nuestro banco, encallado en el miedo y el silencio. Una burbuja inmóvil en cuyo centro, ¡en zoom!, como en las pelis, un chino que todavía no ha dicho esta boca es mía. Yo.
-¿No me oyes? Suelta la pasta, chaval.
El humo se ha petrificado sobre mis dedos. El tiempo discurre a través de esa materia dura, impracticable, del miedo.
Y contesto:
-No.
Me hubiera gustado añadir un “capullo”, pero no lo hago, si no en la imaginación:
-No, capullo.
Voy vestido como un chino embalsamador que se enfrenta a un pirata con mala hostia.
Sin embargo, en el patio del instituto soy algo más escueto y sencillo:
-No, digo, sin moverme, con el cigarrillo como única arma que se consume en mi mano.
-¿Tú estás loco o qué?, me dice uno de los que lo acompañan, éste es capaz de arrancarte la cabeza como no le des todo lo que llevas en los bolsillos.
Ahora pasa por mi cabeza un documental sobre el ornitorrinco.
Cuando el pellejo del primer ornitorrinco llegó a Londres en barco desde Australia, los científicos pensaron que se trataba de una falsificación de los chinos. Mi tatarabuelo y otros graciosos taxidermistas empeñados en tomarle el pelo a los blancos. Así que un eminente profesor quiso descoserle el pico y las patas al bicho con unas tijeras, porque pensaba que se trataba de añadidos. El ornitorrinco parecía una mezcla caprichosa de otros animales y no hallaban una categoría para clasificarlo.
¿Está más o menos claro? Con 13 años, en el patio de mi recreo, mientras estoy siendo atracado, me siento más o menos como un ornitorrinco.
No obstante, no es la primera vez. Ya me ha ocurrido antes. Me he enfrentado otras veces a los matones, así que estoy preparado para que vuelva a ocurrirme. Espero ya ese calor intenso y húmedo, que enseguida se enfría y molesta. El charco en el suelo. Las risotadas de los malos y el pasmo horrorizado de los pájaros extraños, que también se descubrieron para Europa con la exploración de Australia. Kookaburras, loros y cassuaris, cuyo bolo de miedo no va ni para adelante ni para atrás. Espero, pero no llega. No me meo. Mis amigos tampoco. El matón levanta la mano y se muerde la lengua. Hace el gesto de dejarla caer sobre mi cara. Y me digo. Ahora. Ahora seguro que sí. Me aprieta la barriga. Es un retortijón. Oh. No. Por favor. Eso no. Pero pasa. Y la mano, en la mitad de su trayectoria se desvía. El matón se aleja y me señala con el índice desde lejos, como si estuviese apuntándome con una pistola. Se vuelve a morder la lengua.
-Mañana, chaval, me dice, como mañana no me traigas un billete...
Y hace el gesto de pasarse el pulgar por el gaznate.
Supongo que también a mi tatarabuelo lo amenazaron de muerte innumerables veces aquellos piratas que se sintieron estafados, al comprobar que las alas que tenía el gato no eran suyas.
Pero justo a tiempo la brasa del cigarrillo me llega al dedo y doy un manotazo para deshacerme de él. Del otro lado de la esquina aparece un profesor de guardia que no nota nada raro. Nos mira. Suena el timbre.
-Venga todo el mundo para clase, dice.
Los pájaros extraños y yo nos apeamos del recóndito banco y nos dirigimos al pabellón, enfocados por un zoom lleno de inquina.
-Ya hablaremos tú y yo, dice, chulito.
Lo que sé a los 13 es que siempre se pierde. O que siempre pierden los mismos. O que yo pierdo. Y si alguna vez se consigue una victoria, va enmarañada en una de esas bolas de basura que ruedan por las esquinas, cuando hay viento. Mi victoria consiste en no haber perdido en ese momento. Pero la renta que de ello obtengo es mínima. Ese segundo de equilibrio me hace pensar en que puedo llegar a andar sobre la cuerda floja. El circo anuncia “Los funambulistas chinos”. Una familia disfrazada, con coletas de pega, para ir y venir por el cable tenso o por la cuerda floja. Así que me veo como uno de ellos, uno más en el circo, disfrazado de lo que ya soy, perdiendo el equilibrio, cayendo y luego rebotando en la red. Al día siguiente lo tengo otra vez pegado a la nariz, cuando menos me lo espero.
-Venga, listillo, ahora sí que me lo vas a dar todo, me dice.
-No tengo nada.
He tomado mis precauciones. Me he metido el dinero en los calcetines. Le ofrezco un pitillo.
-Puedes registrarme, le digo.
Como el tío se conoce todos los trucos de un ornitorrinco, sabe por dónde tiene que empezar. Antes de que le de tiempo a nada, yo ya he salido corriendo.
De ahí en adelante lo espero todos los días, pero no vuelve. Me siento en un rincón al lado de los pájaros extraños. Nadie dice nada, pero todos tememos lo mismo. Fumamos en un silencio que se concentra obsesivamente sobre los cigarrillos. Chupar, tragar y soltar el humo. Chupar, tragar y soltar el humo. Hasta que de pronto un día nos cazan los profesores de guardia y nos vamos a la calle expulsados una semana. Una semana para fumar tranquilos, sin sobresaltos, en el parque.
Papá no se entera. Finge que está leyendo la carta. Se limita a mirarme con severidad y a repetirme que tengo que pasar inadvertido, que no es bueno que el instituto nos escriba. Así que yo sigo saliendo como cada mañana con mi mochila. Como sea los pájaros extraños también se las han arreglado para que en sus casas al final nadie se entere de la expulsión. A la hora de la primera clase encendemos el primer cigarrillo, pero después de media hora ya hemos hecho todo lo que sabemos hacer juntos. La vida en libertad es nueva para nosotros. En el parque no hay nadie. El banco está al sol. Un cálido sol de invierno que es como la ternura. Como el abrazo de mamá cuando era un niño. Sin embargo, con mamá me pasa como con China, no la recuerdo.
-¿Y ahora qué hacemos?, pregunta alguien.
Uno echa a andar. Yo mismo. Los demás me siguen. Son inquietantes las calles, cuando las calles esperan que estemos en otra parte. Las pillamos por sorpresa. Hay un gran caserón solitario. Una fuente en mitad del jardín. Un dibujo en el centro, donde por las tardes he visto a las niñas jugando a saltar sobre los números pintados en recuadros. Nos colamos por un agujero en la tapia y nos herimos con las zarzas que lo ocultan. Ninguno es capaz de saltar la tapia. Nos brotan perlas de sangre por las manos. Y nos desollamos la cara.
-¿Y por aquí pasan las niñas todas las tardes?
-Habrá otra forma de entrar más fácil.
En un rincón que no puede ser visto desde la calle hacemos un corro y encendemos nuestros cigarrillos.
-Cuenta algo, Peien, me dicen mis compañeros.
Me doy cuenta de que somos una banda, o podemos serlo.
-En esta casa hay un espíritu.
-¿Y tú cómo sabes eso?
-Lo sé.
-Será porque es chino.
-O porque es raro. ¿Raro como qué, Peien?
-Inclasificable, más bien, como el ornitorrinco, digo.
-En todas las casas abandonadas hay espíritus o fantasmas.
-Entremos.
-Mejor no, vayamos al mercadillo.
Desde lejos, entre el mar de cabezas que inunda la explanada, unos pelos de pincho teñidos de rubio nos sobresaltan. Se acerca como un tiburón a un banco de presas. Abre la boca y enseña sus dientes. Saca la mano y nos enseña la navaja, sólo el filo, que me pone en el muslo. Es nuestro matón particular de cuarto:
-Tira palante, chino, o te doy con esto. Y vosotros, ea, palante, ordena.
Otra vez el caserón. En el interior huele a flores y frutos podridos. Un aroma acre lo envuelve todo. Como el que se desprende del esperma. La madera de los pasillos se hunde con nuestras pisadas. En los rincones hay botellas vacías, bolsas, revistas deshechas. En las paredes cabezas de animales disecados que vigilan nuestros pasos. Cabezas que alguien ha adornado con viseras deportivas. A una liebre de una estantería le han puesto unas gafas de sol de esas que son premio en la feria. Una perdiz lleva en el buche la etiqueta de un refresco. El matón de cuarto nos conduce por aquel laberinto de escaleras y corredores. Ya hace rato que no nos muestra la navaja.
-Por aquí, venid por aquí. Os voy a enseñar algo, nos dice.
Empuja una puerta y en el centro de la habitación hay una cama inmensa, una especie de barco antiguo surcando el mar en clama, con apacibles olas de polvo, con nubes de telarañas.
El miedo nos agarra por debajo del ombligo. No es el miedo de la barriga, ese temor de ser asaltado durante el recreo. Es diferente. Nos empuja a seguir adelante, a no retroceder, queremos ver algo más. Advertimos enseguida que hay alguien que yace en la cama, en medio de las velas de la nave, entre sombras y haces de luz sobre los que revolotean miles de partículas de polvo. El miedo nos paraliza, como si fuésemos otras figuras disecadas. Los segundos se suceden a intervalos de un tiempo que es de naturaleza granítica o marmórea. Imagínate que te despiertas en el interior de una roca. La miramos. Es una chica. Un cuerpo que también nos parece sólido y rotundo, como la estatua de una de esas princesas yacentes. Sin embargo, es como si comenzara a despertarse. El pecho se le ha hinchado, la adivinamos desnuda y eso nos sobrecoge. Luego comienza a despegar ligeramente las piernas, hasta que las abre como si fuesen unas tijeras. El miedo se convierte ahora en vértigo. En el centro de su cuerpo adivinamos ese pozo oscuro, sombra espumosa y arbórea de su pubis. Para todos nosotros es la primera vez que nos hallamos tan cerca de una chica desnuda, cuya respiración podemos oír entrecortada desde hace unos instantes. Se nos ha secado la boca y por debajo del ombligo aquel miedo ya comienza a tensarse en deseo. Por ahí comenzamos nosotros a sentirnos en ese justo momento de piedra.
En un estante al fondo un cisne disecado es testigo de la escena. La chica se gira desde el centro de la cama y se pone de costado frente a la puerta, frente a nosotros.
-Si alguno de vosotros quiere, puede venir conmigo.
Y en ese instante nuestro miedo vuelve a cambiar de naturaleza. Los pájaros extraños echan a correr escaleras abajo. Y yo tras ellos. Recorremos los pasillos y las escaleras de vuelta en un santiamén, y con el corazón en la garganta cruzamos sobre los números pintados dentro de los recuadros de tiza en el patio.
Cuando el miedo se disipa, el deseo se instala nuevamente en su lugar. El deseo lo ocupa todo. La ciudad entera nos parece un recipiente para nuestro deseo. Pero no sabemos qué hacer. Y durante los próximos días nos dedicamos a seguir a la gente por la calle, a espiar las ventanas en busca de los secretos que respiran tras ellas. Nos cuesta conciliar el sueño y tardamos en volver al viejo caserón, pero al fin lo hacemos.
Allí están los residuos en las esquinas, el polvo que se levanta con nuestras pisadas, los sofás destripados en la sala, los animales disecados con sus disfraces de verbena. Pero arriba no hay ya ni rastro de la chica desnuda, ni rastro del matón de cuarto. El mismo olor acre de las flores y frutos descompuestos lo envuelve todo. Ese olor que desde entonces nos acompañará en nuestros vicios de soledad. El deseo nos lleva por todos los rincones buscando una huella y llegamos a dudar de lo sucedido.
-¿Seguro que era esta habitación?
-Seguro, mira, ahí está el cisne disecado.
Entonces en el patio oímos a las niñas que entran cada tarde para alcanzar el cielo a la pata coja, através de la rayuela. Y desde el interior de la casa espiamos sus voces, sus saltos, sus diferentes figuras, unas muy altas, otras muy pequeñas y otra gorda, que es la que mejor juega. Sus voces aisladas, lejos de todo, nos hipnotizan. Dentro de cada uno de nosotros surge el anhelo secreto de que miren hacia la ventana, de que tarde o temprano les pique la curiosidad por la casa. De modo que decidimos no salir y esperar.
1 comentario:
Hacía tiempo que no te leía, hombredebarro. Y perdona si me he colado por la puerta sin pedir permiso. Me pudo la curiosidad. El cuento, como los átomos, tiene al principio electrones bastante dispersos, de los que jamás sabremos a la vez su velocidad y posición. Pero, y es lo curioso, según nos acercamos al núcleo, en tu caso al final de cuento, los componentes se van pegando y pegando, cerrándose sobre sí mismos, cobrando sentido, generando una fuerza irresistible a los ojos del advenedizo lector, que pronto se encuentra girando -¿Quién sabe?- como otro electrón alrededor del cuento.
Un saludo
Diego.
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