lunes, 31 de enero de 2011

Las ratas


La fotografía es de Cristóbal Hara

De niño conocí las ratas, le andaban a mi madre por encima de los rulos. Como en un sketch de dibujos animados mi padre las perseguía con el palo de la escoba mientras mi hermano, mi madre y yo lo animábamos subidos a una silla, porque lo que había que guardar ahora eran los pies. Las ratas salían de los cajones. Abrías uno y una rata saltaba fuera. Vivíamos en el campo, en un lugar llamado Desgarragatos. En invierno hacía mucho frío, entonces era invierno siempre. Una tarde un zorro cayó en un cepo y estuvo llorando hasta que los cazadores fueron a buscarlo y lo trajeron cuando ya era de noche, abierto por la mitad, todavía palpitante. Mi madre estaba obligada a tender rompa blanca si de repente aparecía la guardia civil. Con esa señal consentida se dejaban de oír los disparos. Era un acuerdo entre la autoridad y el dueño del cortijo para evitar compromisos innecesarios entre los cazadores y los guardias civiles. Cada quince días llegaba un camión para que nos pudiéramos aprovisionar. Mi madre compraba leche condensada y la guardaba en el estante más alto de la alacena. Mi hermano y yo coseguíamos alcanzarla, así que le metíamos la boca al corte de la lata y chupábamos con ganas. Por las mañanas mi padre iba montado en una yegua a por agua y a veces nos llevaba entre sus piernas. El cortijo tenía otra vivienda ocupada por un cabrero y su mujer. Me gustaba meterme entre las patas de las cabras y ordeñarlas en mi boca. Arrojábamos la basura detrás de la casa, en un pequeño barranco donde habíamos logrado crear un vertedero de vivos colores, en el que se acumulaban cajas de cartón, sacos podridos, latas de conservas, plásticos y otros deshechos. Nos alimentábamos también de conejos, de la recolecciones de temporada, tagarninas, setas, espárragos. Teníamos un perro blanco con una mancha marrón en un ojo. Una vez un cazador sacó de su Land-Rover un balón de reglamento para que mi hermano y yo jugásemos. Yo estuve corriendo detrás de él como si tuviese vida propia, y durante semanas pensé en el balón de reglamento como si fuese un ser vivo, una mascota que un cazador trajo y luego volvió a llevarse. Las golondrinas hacían sus nidos en el granero. Agarré una caña de las que usaba mi madre para encalar y conseguí derribar uno con dos polluelos dentro. De repente todo el mundo estaba muy interesado en descubrir al autor de aquella fechoría, la peor de todas, porque las golondrinas habían aliviado a Jesús quitándole las espinas de su corona, lo que las había convertido en pajaritos de Dios. A pesar de los remordimientos, conseguí mantener la boca cerrada, aunque una necesidad repentina y nueva de alejarme de todo el mundo me llevó a andar entre los detritus del vertedero, donde me pasaba horas merodeando, buscando con mucha atención un secreto o una señal que me redimiese de los errores que cometería a lo largo de toda mi vida. Las ratas saltaban a mi paso, en realidad era de allí de donde procedían las que aparecían dentro de la casa. Abrías un cajón y la rata saltaba fuera. Mi madre insistía en que ningún cajón se quedase abierto, pero de poco le valía. Cada vez que abrías uno allí estaba la rata.

domingo, 30 de enero de 2011

La cita


La fotografía es de Shen Wei

Soy uno de esos hombres maduros que viven con su madre. Aquel sábado tenía una cita a las diez y media de la noche para ver una película. Comencé a prepararme bastante pronto, a las ocho ya estaba listo para salir, pero no me apetecía deambular de un lado para otro haciendo tiempo en la calle. Tampoco me resultó fácil esperar en casa: en mi cuarto no podía estar, ya que si me echaba en la cama hojeando una revista, acabaría arrugando el traje, en el salón los sillones tenían pilas de papeles y ropa encima, que era mejor no mover, y mi madre estaba en su dormitorio mirando la tele, así que estuve un rato dando vueltas, yendo y viniendo por el largo pasillo, con la sensación extraña de estar siendo observado. A las nueve decidí que me podía quitar la chaqueta y recostarme. Ya no me apetecía salir y además me pareció que la película que habíamos elegido era un completo error. Sin embargo, a las diez y cuarto me encontraba delante de la taquilla del cine. Me sentía inquieto, nervioso, pero no me atreví a proponer a un cambio de planes. Volví a casa cansado, con la chaqueta en un estado lamentable, como si no me la hubiese quitado durante un largo viaje en coche. La coloqué en el respaldo de una silla con un deseo muy decidido de no querer encontrarla allí por la mañana.

sábado, 29 de enero de 2011

Preguntas


La fotografía es de Aaron Hawks

Un hombre modestamente vestido, de un modo que se podría decir jocoso, con adornos cogidos de la calle, quizás de la basura, un hombre que nunca le ha tenido aprecio al trabajo, lo cual se le nota a su edad, patinando suave hacia el declive de algunas facultades, gafas en la mano, despistado, husmea el aire purificado por un aguacero reciente. ¿Pero ha llovido?, se pregunta, como si acabara de llegar a un jardín histórico o a un cementerio en el que hubiera personalidades. Como si ese hombre fuese ese hombre cuando sólo era un chico que recogía de la calle adornos para sus ropas, un chico despistado que se mojaba y no se daba cuenta de que la lluvia le iba cayendo encima. El hombre ingresa en el joven con placer, como si penetrara en un café lleno de amigos que no van a importunarlo. ¿Dónde está ese café? El joven camina hacia el hombre en su declive y lo alcanza, se introduce en él con el afán de la juventud que todo lo quiere experimentar. Es un paseo, claro, el paseo del hombre modestamente vestido que pasea también por los años y por eso no se entera de que un aguacero lo moja. Vive en una ciudad en la que a esas alturas todos sus habitantes son sus hijos, hijos de la ciudad, antipáticos hijos de perra con la nariz más alta que las banderas que cuelgan de sus edificios oficiales. Este hombre nuestro tuvo una vez un amigo del alma, en un tiempo que pasó. Su amigo era soldado, cuando nuestro hombre aspiró a ser estudiante . Qué tiempos aquellos, cuánto ha llovido ya, quién lo iba a decir. El estudiante y el soldado eran inseparables, se les veía juntos en los cafés llenos de humo, en los cines y en las terrazas, siempre hablando, con las manos llenas de cigarrillos Fortuna, con los dientes torcidos fuera de la boca, pues no dejaban de reír y de bromear. A veces con el estómago vacío, pero sus cabezas bullían sin cesar. Se hacían fotos, las perdían. Perseguían a las muchachas. Literalmente corrían tras ellas hasta que la policía los apresaba. Intento de violación. Esto no es ninguna broma, les dijo el juez. Uno de los dos se precipitó por una ventana un día que estaban jugando. Se abrió la crisma, se la cerraron, pero ya no volvió a abrir sus ojos. Hubo que depositarlo en una caja. Qué mala suerte para el estudiante que el que se descalabró fuese su amigo el soldado. Me senté al piano, dice en voz alta el hombre que revuelve los recuerdos. Se sentó al piano, que nunca, que jamás había tocado, y me pasé tres años en el piano, no tocándolo, sino mirándolo, así me sentía, se sentía. Un buen día me levanté porque ví encima del piano una cabeza de escayola y en ella una mueca de burla. Dice de escayola, pero puede que fuese de madera. Lo importante es que se irguió y salió de allí y comenzó una nueva vida. Solitaria. La gente decía: ya lo entenderás. Un hombre penetra en el parque, en el cementerio, en el mar, en el joven que fue, un hombre camina, ¿qué es lo que hay que entender?, se pregunta. Esta es la pregunta.

jueves, 27 de enero de 2011

Historia sagrada



Hay un hombre de pie en mitad del lago, sobre las aguas. ¿Un hombre que está llevando a cabo un milagro? Ese hombre camina sobre la superficie de las aguas. No tiene mayor mérito porque se trata de un efecto digital. El hombre camina pensando en aquel otro hombre de quien se cuenta ese prodigio. Hay un hombre que mira cómo un hombre camina por las aguas. Lo ve. No tiene que tener fe, el hombre espectador ve al hombre actor caminar por donde otros no podrían hacerlo. Me llamo Jesús, dice. Ahora me toca multiplicar los peces y los panes. Y lo hace con toda la sencillez del mundo, con toda la humildad de la que es capaz. Cuando termina viene un ayudante suyo y lo envuelve en un albornoz, lo conduce a una caravana y le dice que tiene el baño listo. Jesús introduce su cuerpo en la bañera, cierra los ojos y quiere pensar que él no ha sido elegido por nadie para nada, pero le cuesta muchísimo entregarse a esa existencia anónima y corriente. Un ángel hace ahora su aparición aporreando la puerta. Se levanta y deja un rastro de agua y jabón tras de sí. Es uno de los figurantes que hace de pastor. Le dice: Jesús, te admiro mucho, estás muy creíble en los milagros, me gustaría que me firmaras esta fotografía tuya. Pasa, le dice Jesús, sabiendo que lo que va a venir a continuación nunca formará parte de una historia sagrada.

miércoles, 26 de enero de 2011

Ventanas


La fotografía se titula Salto al vacío y es de Yves Klein

Hay una ventana. Un chico con una chaqueta anticuada y estrecha ensaya delante de ella como si tuviera un micrófono en la mano. Se mueve con chulería y gestos obscenos. Saca la lengua en varias ocasiones. Salta sobre el alféizar y se queda colgado, suspenso sobre el vacío, como si se burlara del mundo que lo ignora. No sé. Lo importante es la ventana. Está ahí. También sin nadie. La ventana por la que se han ido arrojando al asfalto tantos chavales que se querían divertir tirándose por una ventana. Uno tras otro han ido cayendo por esa ventana. Una chica ha boxeado antes de asomarse y gritar. Tiene un marco de madera despostillada en el que muchos han grabado su nombre con una punta. Es una ventana más. La ciudad está llena de ventanas desde las que sus habitantes suspiran al observar la luna. Es una más, pero es también la que yo he elegido. He de subir unas escaleras, empujar una puerta, penetrar la oscuridad y llegar a la ventana que durante tanto tiempo he visto desde fuera. Del otro lado la ventana me seduce con la fuerza de un tobogán. Tengo que serenarme y tomarlo con calma. He visto a tantos ahí, he deseado tanto estar ahí, que la emoción me hace temblar. ¿Qué haré yo? Es curioso, no lo he pensado, el deseo de alcanzar la ventana ha sido tan grande, que no he tenido en cuenta cómo comportarme al llegar hasta ella. Me desnudo. Me abrazo a la ventana, al marco que delimita el vacío, porque permanece abierta. Abajo ciudadanos que van y vienen, que se saludan, que llevan una existencia ajena a las ventanas. Cada vez que cae un cuerpo sobre el asfalto con esos golpes secos del cuerpo de un chico o una chica que se rompe sobre el asfalto, alguien mira hacia arriba, señala una ventana, otra, una más, y dice: ha caído de esa, sin aclarar cuál es de la que ha caído señalando varias a un tiempo. Mueven la cabeza de un lado a otro. Estos chicos no tienen remedio. ¿Qué ganan con esto? Sólo nosotros sabemos lo divertido que es arrojarse desde una ventana, la ventana que uno ha elegido para su salto, ese deseo largamente acariciado de llenar su vacío con nuestro cuerpo, de empujarnos a través. Pero no nos entienden en eso como en muchas otras cosas.

martes, 25 de enero de 2011

El invitado


La fotografía es de Adolph de Meyer

Abrí la puerta de la calle para salir de la casa, después de haberlo pasado realmente mal con la despedida. Soy de ese tipo de personas que no saben abandonar una reunión, que esperan para marcharse a que se disuelva. Allí, en la puerta de la calle, esperando, encontré a un hombre al que no le había dado tiempo de poner el dedo en el timbre. Se sobresaltó él y me sobresalté yo. Pase, yo ya me marcho, le dije, aparentando una resolución que no tenía y que me había dejado exhausto. El hombre dudó, era evidente que hubiera querido anunciar con un timbrazo su llegada antes de pasar al interior de la casa. Están en el jardín, le dije. Advertí que la situación le resultaba embarazosa. Mire es que no soy un invitado cualquiera, dijo. Me limité a encogerme de hombros, porque a esas alturas me encontraba al borde de una crisis nerviosa. En ningún momento había deseado aparecer por allí, pero había sido presionado de una manera muy vil por alguien que ni siquiera había hecho acto de presencia, y ahora en la puerta, cuando ya había conseguido escapar, me encontraba con aquel embrollo. En esas apareció un conocido que no sabía que yo me marchaba y se alegró de la coincidencia de que el recién llegado y yo nos conociéramos. Nos echó la mano por encima de los hombros y nos quiso empujar hacia la “fiesta”. Pero ninguno de los dos cedimos. Yo ya me marchaba, le dije, e hizo un gesto de desilusión, que cambió hacia la incertidumbre, cuando miró al otro, cuyo semblante se había ido emborrascando. Cuando el impertinente se marchó diciendo sandeces, el recién llegado me tendió la mano y se presentó. Me alegro por usted, yo espero marcharme en unos minutos. Dejó que yo cerrara la puerta y luego él llamó al timbre no sé si con la inconsistente esperanza de que le abriera el dueño. Me alejé de la casa muy despacio, con curiosidad por ver cómo se desarrollaba el episodio, pero un pudor muy arraigado en mi persona me impidió espiar para ver quién le abría la puerta. Torcí en la esquina con un sentimiento frustrante por partida doble, en primer lugar porque la velada había resultado pesada y difícil, y después porque me alejaba de allí con una última insatisfacción, consistente en averiguar a qué se había presentado aquel individuo en aquella casa. Deseé, como así ocurrió, que llevase a cabo una masacre, con lo que obtuve un resarcimiento acorde a mi sacrificio. Volví a coincidir con ese hombre en otras puertas y siempre me alegré de verlo, la verdad sea dicha, esperando en la puerta por la que yo escapaba.

lunes, 24 de enero de 2011

Bicicletas


La bici pintada es de Fernando Traverso

Me fui a estudiar fuera. Quedé con un compañero de clase para ir a buscar un piso de alquiler. Nos alojamos en una pensión barata, gobernada por un hombre muy gordo, que sudaba como una fuente y no tenía reparos en andar con el torso desnudo, exhibiendo sus grandes pechos. Estaba en las callejuelas que salían de una plaza. Mi compañero era un ejemplar curioso, anacrónico, de aires circenses, como esos forzudos del bigote retorcido hacia arriba, y eso con poco menos de 20 años. Me hablaba constantemente de los chinos, de alguno de sus poderíos. Cuando se calló nos quedamos dormidos con las ventanas abiertas, porque estábamos en Setiembre y el aire venía sofocado. Por la mañana, después del desayuno le dije que prefería seguir buscando piso solo, así que tras un breve momento de incredulidad por su parte nos separamos. Me sentí liberado al instante. Recabé números de teléfono de algunos anuncios callejeros en los que se ofrecían habitaciones. Hice varias llamadas, algunas visitas, y no tardé en dar con una que me gustó. Estaba en una quinta planta y la ventana daba a una plaza de barrio. Al lado del portal había una zapatería de reparaciones. Como muchacho prudente y responsable me fijé en algunos detalles prácticos para organizar lo mejor posible mi vida de estudiante. El hijo del dueño del piso ocupaba otra de las habitaciones y eso me pareció una garantía de que allí no se producirían grandes desmadres. Eran cuatro en total, las dos restantes estaban ocupadas por un muchacho de pueblo, en el que enseguida descubrí cierta inclinación por el hijo del dueño, y uno que ya había acabado su carrera, pero siempre estaba en otra parte, donde fuera que viviese su novia, de modo que sólo conviviríamos a diario tres, aunque repartiríamos los gastos entre cuatro. Al principio nos pusimos de acuerdo para resolver el tema de las comidas y las cenas. Al mediodía sólo seríamos el hijo del dueño y yo, siendo él el encargado de cocinar. Le gustaban unos cocidos más bien pringosos y abundantes, que a mí me repugnaban. Por las noches el chico de pueblo y yo nos repartíamos las tareas de preparar la cena para los tres. El hijo del dueño no tardó en empezar a protestar diciendo que se quedaba con hambre. Antes de que se acabase el primer trimestre propuse que cada uno se ocupara de su avituallamiento. Me irritaba muchísimo que el hijo del dueño protestase cada noche, cuando yo nunca me había quejado de los trozos de tocino que encontraba como icebergs a la deriva en mi plato. A veces usábamos hojas de periódico como salvamanteles y en una ocasión recibí la visita del hermano de mi madre cuando todavía no habíamos recogido la mesa. Mi madre se sintió muy apenada al conocer este detalle. Mi madre lloró mucho en aquella época, ella lo ha contado infinidad de veces, porque se le juntó que yo estudiaba fuera y mi hermano estaba haciendo el servicio militar todavía más lejos que yo. El primer fin de semana que estuve solo, porque mis compañeros habían vuelto a sus casas, le dije a mi madre que era una buena ocasión para que me visitase y conociese el lugar donde viviría en los próximos meses. La recogí en la estación de autobuses y me acompañó a comprar una estantería de cinc. Me hizo las consabidas recomendaciones de que tuviera cuidado con los sitios por los que andaba y con quién. La tranquilicé, me llenó la nevera, me cosió la cortina de la ventana, se acostó en mi colchón, que era cómodo, y yo dormí en el cuarto del compañero que nunca lo usaba. El domingo por la tarde la acompañé a que cogiera su autobús de vuelta, y según ha contado después, se pasó el trayecto llorando, porque en el momento en el que el autobús abandonaba el andén me vió pegado a la pared de la cochera diciéndole adiós y sintió que me dejaba allí muy solo y muy indefenso. Eso quizás sea cierto, pero yo estaba contentísimo por la oportunidad de independencia que se me presentaba. Al principio en la facultad nos relacionábamos por grupos, según la ciudad de origen, luego empezamos a mezclarnos, sobre todo a partir de la celebración de algunas fiestas en pisos. La primera de ellas, si no recuerdo mal, la organizó aquel compañero con el que había llegado a la ciudad que tanto me hablaba del imperio de los chinos, el que tenía pinta de forzudo antiguo, con las guías del bigote enhiestas, al que yo había abandonado para seguir solo la búsqueda de un piso compartido. Fue un sábado por la noche. El mismo en el que por la mañana había llegado a visitarnos un grupo de compañeros comunes, con los que me había citado para pasar el día. Les conté a estos que nos habíamos separado nada más llegar a la ciudad por iniciativa mía, que desde entonces no habíamos vuelto a hablarnos y que yo sabía que me había declarado solemnente su mayor enemigo. También que para esa noche había organizado una fiesta a la que, por supuesto, yo no había sido invitado. La verdad es que mi compañero bigotudo era un buen tipo y no me lo imaginaba rencoroso. El caso es que animado por las cervezas que había estado bebiendo, por la necesidad de un plan nocturno y por la convicción de que mi compañero era inofensivo, me planté en la fiesta con el grupo de compañeros comunes y no hubo ningún problema. Había mucha gente repartida por todas las habitaciones y abundantes recovecos llenos de humo. Estuvo, como solíamos decir con mucha coña, genial. Actué con una buena cara dura, pero creo que acertadamente en las dos ocasiones: cuando me despedí de mi compañero a la salida de aquella pensión para que cada uno siguiese su camino y cuando me presenté en su fiesta con más gente, que no aportó botellas de alcohol, pero sí una maría muy aromática. En mi piso el único que follaba era el hijo del dueño. El muchacho de pueblo no estaba muy interesado en las mujeres y mi torpeza parecía ya incorregible. Conseguí que alguna chica me acompañase a mi habitación, pero el embrollo resultante tenía casi siempre un desenlace cómico, poco apasionado. Cuando se acabó la fiesta nos concentramos en la puerta de la calle. Entre los últimos en salir iba una compañera de clase que sacó de un rincón de las escaleras una bici. Hasta entonces no me había fijado en ella, pero al verla subida en la bici en mitad de una noche más bien gélida no me quedó otra que hacerlo. A las pocas semanas fue ella la que organizó una fiesta en su casa. Vivía en un barrio de viviendas sociales y la suya era una de ellas. En clase siempre estaba distraída, bromeando con los de atrás. Yo era muy serio y siempre miraba hacia delante, por lo que era frecuente que nos viésemos cada mañana. Nunca nos saludábamos, a pesar de que habíamos coincidido ya en dos fiestas, una de ellas en su propia casa. Los del grupo de mi ciudad habíamos sido invitados por ella en bloque. Una mañana decidí quedarme en mi habitación oyendo la radio en vez de subir a las clases. Digo subir, porque el camino a la facultad estaba en pendiente desde que salía del portal de mi piso y se necesitaba cierto espíritu de alpinista para llegar hasta ella. Algunas mañanas me gustaba pasarlas en la mesa de estudio, con el brasero encendido, al lado de la ventana, viendo ir y venir a la gente por la plaza. Aquel día apunté en una postal la dirección del programa que estaba oyendo para poder conseguir un libro que regalaban a todo el que les escribiera. Era Escuela de mandarines. Nunca envié la postal, que anda por ahí en algún cajón. Suele salir cuando cada muchos años me ha dado por intentar ordenar u organizar mis papeles. Cuando cerca del mediodía me cansé de estar allí, decidí bajar a la calle a hacer unas fotocopias. Nos encontramos en la puerta de la papelería, ella acababa de cerrar el candado con el que estaba encadenando la bicicleta a una señal de tráfico. Silbaba ligeramente al hablar, sobre todo con las eses, porque tenía los dientes mal colocados. Era muy simpática y entrometida, me preguntó cómo se me ocurría faltar aquel día a clase. ¿Qué tiene de especial hoy?, le pregunté. Hoy es un día especialísimo, me dijo, sin aclararme nada más. Dejé que sacase ella sus fotocopias en primer lugar, que resultaron ser casi los mismos temas por apuntes que llevaba yo. Te invito a una cerveza, me dijo. Fuimos a un bar que ella conocía. Le gustaba mucho su ciudad y alabó los bares de mi barrio. Luego volvimos a recoger su bicicleta, que se había quedado donde la había encadenado. Tengo que ir a buscar a mi hija a la guardería, me dijo. Muy bien, pues mañana nos veremos en clase, le dije. Si vas, me dijo. Si vas tú, le dije. Un día me confesó que yo no le caía bien. Que en los intercambios de clase si permanecíamos en la misma aula me sentaba en la mesa con los pies en la silla y mucho aire de suficiencia mirando a uno y otro lado. Tenía razón, se había percatado de mi arrogancia. La verdad es que el prestigio universitario de su ciudad era muy superior al de la mía, donde por otra parte no existía la especialidad. Los alumnos que habían estudiado los cursos anteriores allí nos miraban a los nuevos con cierto aire de suficiencia, pero a mí me parecía, a la vista de las traducciones de clase, que no era para tanto. Mi padre conducía una pequeña furgoneta con la que se dedicaba a dar portes. Si le hubiesen preguntado con exactitud qué es lo que estudiaba yo, dudo que hubiese podido contestar. Como alumno estaba acostumbrado a no tener siempre la mejor opinión de mis profesores, ni siquiera de mis propios compañeros. Un día me invitó a cenar a su casa. Elegí, con la inocencia enóloga intacta, además de la amatoria, una botella forrada con una especie de tela de saco. Conocí, antes de que se fuese a la cama, a su hija, que tenía cinco añitos. Quiso jugar al ajedrez conmigo, pero aturullado le dije que no sabía jugar al ajedrez. Me había tomado sus palabras al pie de la letra. Ella me guiño un ojo y me dijo al oído que la niña sólo sabía mover algunas piezas. Como yo, contesté. Esa noche dormí en su casa, en su cama, pero entre nosotros no pasó absolutamente nada, no porque ella no quisiese. Yo tenía una libretita en la que escribía esporádicamente algunos poemas. A veces eran muy malos, otras mediocres, pero ponía una pasión conceptual muy fuerte en ellos, lo que me llevaba a acostarme muy tarde algunas noches. Me dio mucha vergüenza pedir preservativos en la farmacia, porque nunca antes lo había hecho. He de decir que al cabo de todo este tiempo, cuando ya no sé nada de ella, me sigue dando vergüenza hacerlo. Siempre pienso que me voy a atascar con las erres. Me quiero comprar una bici, le dije un día. Me acompañó a una tienda en la que las vendían de segunda mano y conseguí una Orbea de color verde lechuga con un manillar recto, un modelo que me pareció original. La suya tenía acoplada atrás una sillita para la niña.

viernes, 21 de enero de 2011

En las pistas de deporte


La fotografía es de Magso

Me marché de casa de mis padres para estudiar fuera, luego comencé a trabajar y tardé varios años más en regresar a la ciudad en la que me había criado. Alquilé un piso sin muebles y por una cantidad bastante módica conseguí una hornilla y un frigorífico de segunda mano, además de un somier, un tablero, un sillón y varias sillas plegables. Una noche me despertaron ciertos ruidos que, en el aturdimiento del duermevela, no acertaba a identificar. De repente vi un relumbrón de luz en mitad de la oscuridad. Actué con enorme tranquilidad encendiendo la lámpara de mi mesilla de noche, calándome las gafas y agarrando un bastoncillo de caña, que me había traído como souvenir de una excursión a un pueblo de la sierra. Salí con enorme recelo de mi dormitorio y me dirigí al salón, donde encontré la puerta de la calle de par en par. La cerré, entré en la cocina, que tenía la ventana abierta y me asomé por ella. La ventana de las escaleras también estaba abierta. Era un sexto y si a mis inesperados visitantes nocturnos se les hubiera resbalado un pie se hubieran roto la crisma contra el suelo del ojo de patio. Escruté todos los rincones del pequeño piso, remiré bajo mi cama y ya no volví a quedarme dormido en toda la noche. Mi casero se comprometió a poner una reja a cuenta de la comunidad en la ventana de las escaleras. Se armó un pequeño revuelo vecinal y a mí se me hizo muy difícil desde entonces seguir en esa casa. Con tal motivo cuando llegamos a finales de mes decidí marcharme de ella. Yo llevaba muy poco tiempo saliendo con Lucía, que trabajaba y vivía en un pueblo de la costa. Como sea que los problemas vienen siempre arracimados, cogí una gripe que me obligó a meterme en la cama cuando todavía no había conseguido un piso nuevo. Me encamé en la habitación de mi infancia, en la casa de mis padres y allí pasé varios días sudando, afectado por unos dolores musculares muy intensos y con una fiebre tan fuerte que me provocaba crisis nerviosas, que conseguí disimular bajo el camufleje del delirio. Todavía no eran frecuentes los teléfonos móviles y Lucía me llamaba todos los días para ver cómo me encontraba. Quedamos que el viernes se pasaría por casa de mis padres para verme. Le presenté a mi madre y a mi abuela, que había vivido con nosotros desde que enviudó. A Lucía le daba vergüenza visitarme allí, pero ambos teníamos muchas ganas de vernos. Encima de la mesa del salón estaban las fotografías de mi padre y mis hermanos, que en ese momento no se encontraban allí. Luego nos fuimos a mi cuarto y estuvimos un rato charlando de cómo nos había ido la semana. Mi madre vino a preguntarnos si queríamos tomar alguna cosa para merendar. Mi abuela merendaba cada tarde a esa hora. No, gracias, dijo Lucía, sólo un poco de agua. Mi madre le trajo un vaso y se lo dio en la mano. La habitación estaba fresca, porque había sido bien ventilada, la cama estaba limpia y recién hecha, yo me había duchado poco antes de que Lucía llegara y como me encontraba mejor de lo que me había encontrado en los últimos días, le propuse salir a dar un paseo. La llevé, según ella recuerda bien, a unas pistas deportivas elevadas sobre un aparcamiento, por las que yo había merodeado de niño, aunque no hubiese jugado mucho al balón ni en ellas ni en otras. Hacía años que no iba por allí. Se trataba de dos canchas polivalentes, rodeadas por una valla metálica con agujeros por todas partes, lo que contribuía a darles, desde siempre, ese aire peligroso, tan necesario para que los juegos infantiles sean realmente divertidos. Lucía pensó que aquello era lo más parecido a los decorados de West Side Story por donde podía pasear, pero en aquel momento no dijo nada. Nos besamos y anduvimos de un lado para otro por mitad de las pistas mientras hablábamos. Lucía había venido a la ciudad a trabajar haciendo una sustitución de secundaria y yo la había conocido por mediación de su hermana, que había llegado un par de años antes. Le conté una historia que tenía que ver con aquel lugar y conmigo. Nunca fui un niño al que se le dieran bien los deportes, le dije. El fútbol apenas me interesaba. En más de una ocasión había chutado contra el portero de mi equipo, pero durante unos meses pertenecí a un equipo de balonmano, que se me daba peor todavía que el fútbol. El caso es que cuando estaba en 8º de EGB teníamos un profesor con dos hijos en el colegio. El más pequeño había llevado un collarín ortopédico durante mucho tiempo y era un chico de carácter retraído, agravado quizás por su dolencia y la prótesis que durante tanto tiempo había tenido que llevar puesta. Cuando se pudo por fin liberar de la misma, su padre le quiso organizar, a través de uno de esos alumnos que actúan de buena gana como asistentes, una actividad que lo sacase al aire libre y lo mantuviese entrenido con otros chavales de su edad. Quizás el chico manifestó en algún momento su predilección por el balonmano o quizás fue idea del padre o del asistente del padre. A mí me reclutó el asistente para formar parte de un equipo que tendría hasta su propio entrenador. Por supuesto todos los miembros habíamos sido alguna vez recortes inútiles y despojos del patio de juegos. Ese era el único lazo coherente entre los jugadores. Recuerdo sobre todo a la estrella, con un brazo de hierro, que aspiraba a aprobar por ese cauce la asignatura que impartía el viejo maestro, también a un patizambo de barba cerrada, que a los 13 años resultaba en aquel contexto tan extraordinario como una sirena, los dos hermanos, que apenas hablaban y en el fondo sentían por nosotros cierto desprecio muy comprensible. Jugamos varios partidos y entrenamos algunos sábados, pero supongo que el equipo se deshizo sin mayores traumas. Toda su trayectoria deportiva se había desarrollado en aquellas pistas, a las que veinte años más tarde había llevado a Lucía a pasear, recién salido de la cama después de varios días con fiebre. La verdad es que el lugar me pareció renovado, a pesar del aspecto polvoriento y roto de las pistas y de las pintadas que ensuciaban las paredes con insultos y amenazas. Era una sensación que reconocía de otras ocasiones en que había tenido que guardar cama durante unos días. Esa especie de reencuentro con el mundo, con el aire, con el espacio y la calle. No obstante, en la luz hallaba un brillo nuevo, un destello desconocido, un modo que no estaba tanto en los colores, sino en mis ojos. En los ojos de Lucía, más bien.

miércoles, 19 de enero de 2011

Academia del hambre


La fotografía es de Scott Mutter

Puedo decir ya que me he pasado más de media vida entrando y saliendo de oscuras academias de enseñanza, enredado con esas materias y disciplinas que se adhieren a la piel de todos los subalternos, como si fuesen una parte imprescindible de su naturaleza. Empecé con la taquigrafía y la mecanografía en una lejana adolescencia de pajillero ensimismado. Luego me inscribí en cursos de guitarra, de electrónica, de pintura al óleo, cuando empezaba a aparentar que me preocupaba por el rumbo que le quería dar a mi vida. Lo mío no eran las artes: en casa tengo todavía un bodegón que da fe de mi impericia con los colores y las formas. Manzanas que parecen plátanos por querer parecer algo del reino vegetal. La guitarra, por su parte, huyó, hecha un barquito a la mar, en la riada del año 89. Me centré, entonces, en los circuitos, pero no pasé de desbaratar un par de transistores de mi abuelo, con cuyo perdón no conté si no al final de su vida. Después de fingir malamente que estaría dispuesto a entregar mi vida por mi patria, conseguí entrar de dependiente en unos grandes almacenes y al final de la jornada acudía a clases de francés, donde mis ojos miopes dieron con los ojos marrones de una chica que enrojecía por contacto con el aire. Quisimos ir de luna de miel a París, pero la conformé con una buena espada toledana en ristre, mientras improvisaba la pacotilla de un parlamento de los mosqueteros. Para entonces lo que más me gustaba era esa mezcla de fatalismo, desilusión e ingenuidad que se podía respirar en las aulas de cualquier academia y me preocupaba muy poco de lo que desmañadamente me querían enseñar o yo quería aprender. He estudiado contabilidad, solfeo, ofimática, vela, por poner algunos ejemplos. He conocido a mucha gente en todo este tiempo. He tenido compañeros que han conseguido destacar en algunas de esas disciplinas y a otros les ha valido para conseguir un trabajo nuevo o prosperar en el que ya tenían. Pero me quiero referir aquí con un recuerdo especial a ese grupo de académicos (olé por nosotros) que hemos intentado calmar una especie de, cómo diría, creo que puede ser hambre. No hambre de saber, ya que nunca nos hemos quitado de encima la polvareda de nuestra ignorancia. Hambre de qué, os preguntaréis. Es hambre, pero no sabría decir de qué. Hombre y hambre, qué curioso, sólo hay una sola letra de diferencia, como en ese número que se le queda a alguien en la mano cuando sale el premio de la lotería. Un número que no es el gordo porque le falla una de sus cifras. Hay más cosas en mi vida, pero no aportan nada a lo dicho.

martes, 18 de enero de 2011

Gefiromanía


La fotografía es de Berenice Abbot


Llego al puente y doy una señal para que salte por los aires. Pero no soy un general y tampoco tengo bajo mis órdenes a un grupo de valientes guerrilleros. Aún así en mitad del puente abro los brazos de forma majestuosa, decisiva, apocalíptica. Les digo a los transeúntes que corran, que se pongan a salvo, que voy a poner el puente en órbita. Las mujeres me hacen caso y aceleran, pero algunos hombres se revuelven y me amenazan con los puños. Me quedo solo en mitad del puente y entonces comienzan las explosiones en sus pilares. Todo el mundo da un paso atrás, pero nadie se marcha. Este es el primero de los muchos puentes que voy a destruir. Y lo hago solo, que conste, no tengo cómplices ni subalternos. Una señal y enseguida empieza la fiesta. Al final la gente aplaude, al final. Unos quedan a un lado y otros al otro, pero por unos minutos todos han disfrutado con el fuego, las voladuras y el ruido. Mientras lo vuelven a levantar no dejan de hablar de lo ocurrido, ¿quién contrató a aquel extranjero?, se preguntan en relación a mí. Esas buenas gentes sudan empujando las piedras del puente nuevo, pero una sonrisa maliciosa no deja de bailarles en la cara.

lunes, 17 de enero de 2011

Estampa para las llamas


La fotografía es de Rineke Dijkstra

El pelo siempre. Donde el pelo es el sujeto y siempre el verbo. Hay una fotografía en la mesa de fantasmas con pelo, donde tenemos menos de veinte años. Ya ves, uno trabaja en Carrefour, otro tiene una tienda de souvenires en Torremolinos, el Rubio está en Hacienda, la luz nos ha puesto algo amarillos. Llevamos unos pantaloncitos de deporte ridículos, apretaditos a los huevos, a esos huevos de veinte años, donde los huevos es la circunstancia del lugar. Todos miramos al futuro, a la inclemencia, a la muerte, donde el pelo nunca, y es nunca el verbo y el pelo sujeto. Hay quien se obsesiona con la ausencia. La ausencia ya estaba en nuestro porvenir. La enfermedad en los ojos cristalinos de la dicha. Este se cruza de brazos, con el pecho rubio al aire, otro se lleva las manos a la espalda con pose marcial, encarando el sol. Quien tiene la cerviz doblada del buey, quien mira por ver si viene algo, quien la chulería del pelo, complemento del nombre. No conocemos al autor de la fotografía, quizás un anónimo paseante aquel sábado por la mañana de deporte. Es terrible que exista esa fotografía, cualquier día sería bueno para ver cómo arde.

viernes, 14 de enero de 2011

Cánido


Gilbert Garcin, El perro de Elliot

Me he adentrado en el perro, en su esqueleto-armazón de huesos azucarados como a mí me gustan. La carne es amarillenta y verdosa. Voy impregnado en una especie de placenta que me hace sentir bien. Desde el perro miro hacia fuera y veo la calle desde la que lo asalté. Me introduje por uno de sus ojos. La gente no sabe que estoy aquí, sólo que he abandonado mi puesto callejero. ¿Dónde está?, pregunta alguien. Le digo al perro que se aleje de allí, que vaya hacia adelante. Salgo por la autopista, cruzo campos helados al amanecer, la boca se me va llenando de espuma y en un camping me meto en las fauces un trozo de carne dulce y cálida. Sigo, me descubro en las heladas aguas de un lago y luego continúo hasta el borde del mar. He de esperar que algo suceda. Cuando sale la luna ya hay una docena de perros mirando el horizonte. Por la mañana somos unos cientos y al mediodía llegamos a ocupar la playa como una muchedumbre de bañistas veraniegos. Intento averiguar si dentro de ellos hay otros como yo, pero ninguna señal me lo indica. Hay peleas, ladridos, sangre. Regreso a la ciudad, a la calle en la que me introduje en este perro. Nada parece haber cambiado, la gente sigue yendo y viniendo con bolsas en las manos. Hago varios intentos por salir del animal, pero no lo consigo. Me hago a la idea de quedarme dentro de él. Veo cómo retiran mi puesto de la calle, como se hace el olvido sobre quién hubo allí alguna vez. Voy y vengo metiendo la nariz entre los neumáticos de los vehículos aparcados en la calle. Intento olvidarlo todo, pero me es imposible. Cuando me cruzo con otro perro lo miro intentando adivinar si dentro de él hay otro como yo, pero hasta la fecha no he tenido ni el más leve indicio.

jueves, 13 de enero de 2011

Boca


Jacques-André Boiffard, Boca, 1929

El dentista, que es un hombre de gestos amplios, orquestales, tiene una mediana melena de aires artísticos, como si fuese un músico o un pintor algo anacrónicos. Está, además, entusiasmado con una muchacha de 16 años, a la que mira desde la ventana de su consulta. El dentista pondría todo el instrumental de su consulta en el asador, a los pies de esa niña, pero las miradas severas y autoritarias de sus pacientes, con los rostros deformados por los flemones, le afean sus impulsos. Si por él fuera desmantelaría el negocio pieza a pieza hasta dar con el diente de oro sobre el que se ha edificado su consulta, simplemente para fundirlo y hacerle a ella un aro con el que adornase sus orejas. El dentista no tiene más familia que un tío anciano, hermano de su madre, eminencia de la ciencia odontológica, autor de diversos manuales prácticos, ya obsoletos, pero siempre citados en la bibliografía clásica de los simposios internacionales. Está claro que el dentista asume que tiene poca cosa que hacer con respecto a la muchacha de sus sueños, que se limita a estar por las mañanas con unas amigas en un banco de la plaza. El dentista todavía no se ha librado de su última conquista amorosa en un cocktail, que remató una conferencia sobre el descubrimiento de células madre en los dientes de leche, una colega que se le acercó tirando al aire una cola de caballo tan pragmática como irritante. Ya le ha mentido varias veces. Ella lo sigue llamando después del primer encuentro y él no tiene reparos con las excusas. No podemos quedar, porque este fin de semana hago una travesía en globo, le ha dicho. El paciente lo ha mirado con la boca abierta. Ya tenía la boca abierta cuando lo ha mirado. El dentista es uno de esos hombres a los que no cuesta imaginar viajando en globo. Se ha enterado de que la niña de la que se ha prendado se llama Paula, cuando sus amigas la han llamado. Por la noche el dentista se sienta delante del televisor, pero no consigue ver nada, su mente está llena solo de ese nombre, no le cabe nada más. Las aventuras de unos pilotos en una serie que siempre le ha gustado le resultan de repente insípidas. A la mañana siguiente se acerca mucho al espejo buscando alguna señal en su rostro, pero no encuentra nada. Luego conduce hasta la consulta mascullando el nombre de la niña. Aparecen a eso de las once, cuando el dentista se yergue como un ídolo exótico ante su paciente. Están haciendo novillos. Y se llaman. Paula, grita la amiga. El dentista se vuelve a la ventana y susurra, con el alma en vilo: Paula. Pasan toda la mañana riendo, fumando, tomando el sol. El dentista es un hombre de gestos amplios, orquestales, pero la efervescencia de esa vida en el exterior, a la que no sabe cómo acercarse, tiene un efecto de merma, de reducción, de recorte físico, hasta el punto de que un día sale corriendo de su consulta por miedo a ser engullido por una boca desmesurada, honda como un pozo. Corre con su mediana melena al viento, como si fuese un pintor o un músico algo anacrónicos.

martes, 11 de enero de 2011

Todo el dolor del mundo


Ben Shahn, Wheat Fields, 1958

Así lo veo: ella es hermosa como una berenjena que ha perdido la tersura, que se ha ido arrugando a lo largo de los días. Por su color externo apagado, por su carne gris que tan pronto empieza a oscurecerse. La he mirado a la cara porque no sabía qué le podía decir y me ha venido a la mente esta idea. En tan poco tiempo, en sólo unas semanas, su vida ya no es la misma. Mírala, es una mujer dentro de un coche. Yo la imagino detenida en un semáforo con la cara triste, y los ojos húmedos. Luego sale a la circunvalación y conduce, como siempre lo ha hecho, con prudencia unos veinte minutos de tráfico intenso, hasta que se vuelve a detener tras una fila de vehículos con ocupantes somnolientos, acatarrados, hoscos. Tengo un temor, que no es absurdo del todo. A veces me da miedo que las pastillas que está tomando le hagan perder reflejos y se estrelle. No sé qué le puedo decir, si hay palabras que den algún consuelo y que no suenen falsas, palabras que enuncien con sencillez lo que uno siente, que uno no sabe qué sentir ni qué decir. Al abrirle la puerta nos hemos abrazado. Nada más, un abrazo breve, de personas que no tienen demasiada confianza. Al separarse he visto su cara, que en estos días terribles se ha ido desmejorando. Los seres doloridos, vapuleados, despiertan una crueldad infinita en preguntas que uno se hace a sí mismo, tales como de qué manera consiguen tener el aguante que tienen, cómo pueden seguir adelante. Uno nunca sabe qué haría en sus casos. Uno tiene ese cinismo de no saberlo. Si a otra cualquiera le hubiese ocurrido lo que a ella, sería ella quien exclamaría: esa pobre mujer. Ahí está, en su trabajo, con sus tareas, con el mismo sentido de la responsabilidad por hacer bien lo que tiene que hacer. Me ha pedido una llave inglesa para apretar un tornillo por el que escapa agua de la lavadora. Ha decidido que el próximo día traerá una llave más grande, porque la que le he dado no llega a abarcar el tornillo. Buscará dentro de una caja de herramientas. Ella es la mujer que se encarga en su casa de eso, y de todo. Ahora lo importante es tener la cabeza ocupada, intentar no pensar demasiado para no volverse loca. De repente llora, y dice: si yo no estaba pensando en nada, pero llora sin poder parar. Los objetos siguen ahí. Las fotografías. Son menciones de algo, del sueño que una vez fue. Como rastros de tinta en el papel que hablan de la sangre, del tacto, de la espesura de la piel en mitad de la noche. Los vestidos dentro del armario, el móvil que una vez sonó y su sobresalto fue de salírsele el corazón por la boca. Ha sonado el móvil de la niña, no puede ser, sin batería, lo habrás soñado o te estarás volviendo loca. Te estarás volviendo loca. Dormíamos siempre juntas, me dice, mi niña y yo. Dormían siempre juntas, me dijo alguien, pero ella no ha vuelto a meterse en la cama, para qué, dice, para volverme loca, pregunta, no ha lavado aún las sábanas. Huelen a ella, todavía huelen a ella. Lo estropeada que está esa muchacha, no dicen: es hermosa como una berenjena que ha perdido todo su brillo, las vecinas, las alcachofas, los manojos de acelgas cortados hace días. Me dice: yo es que no quiero ver a nadie, que nadie me pregunte. Yo me monto en el coche y sin mirar para ninguna parte llego aquí.

martes, 4 de enero de 2011

Zumbido, de Juan Sebastián Cárdenas




"Podría contar miles de anécdotas sobre mi mismo si me obligaran a ello. Eso ya lo he dicho. También he dicho que todas las historias me parecen triviales e igualmente válidas. Alguien dijo que la gente que expresa sus ideas como si fueran originales debe ser cínica o imbécil. Yo no era el primero que se encontraba en una situación semejante. Todo este cuento ya había acontecido, todos estos hechos ya habían sido vividos en otros cuerpos. Estos acontecimientos no eran más que una paráfrasis sin ton ni son, una sucesión aleatoria de citas desviadas. La posibilidad del relato pasaba a través de nosotros como un significado cualquiera que se hospeda temporalmente en las palabras. El relato amenazaba con diluirse y yo temblaba." (Pág. 129-30)


Una entrevista al autor de Elvira Navarro. Aquí.

domingo, 2 de enero de 2011

El lector de "Memorias del subdesarrollo"


Fotograma de la película cubana "Memorias del subdesarrollo"


Prólogo

Sin embargo, cumplir años, a pesar de todos los inconvenientes, tiene alguna cosa buena. No me voy a parar en el chistecillo de que uno sigue vivo. Qué más da, en un cuento eso carece de importancia. El tiempo es como una carretera de montaña que asciende en zigzag desde ninguna parte a otro lugar. Uno va incorporando a la panorámica del paisaje tramos del recorrido hecho. No todo el mundo es capaz de asistir entero al espectáculo en el que la carne empieza a deshacerse, pero merece la pena desde un punto de vista humorístico. Y literario. No confío en los escritores menores de 40 años. Nunca les daría un premio. Hay que obviar la sabiduría contra natura de algunos adolescentes. Hay que decirles: Espérate un tiempo, ven a verme cuando empieces a perder el pelo o a engordar o cuando tengas las encías desgastadas por una práctica errónea en el cepillado de tus bonitos dientes. En el año 1995 viajé a Cuba como turista. Celebré mi cumpleaños un día antes que Fidel Castro en los jardines del Hotel Nacional de La Habana con una botella de ron y la compañía de entonces. El estreno un año antes de la película Fresa y Chocolate me hizo conocer la existencia de su director Tomás Gutiérrez Alea y la del autor de la fábula, Senel Paz. En La Habana Vieja había algunas librerías interesantes de novedades y otras de segunda mano. Me sorprendió ver algún libro de Cabrera Infante en las estanterías. El caso es que me hice con aquello que me llamó la atención. Entre otras cosas con un video VHS de “Memorias del subdesarrollo”, película que había dirigido Gutiérrez Alea basada en un libro del mismo título del escritor Edmundo Desnoes. A la vuelta del viaje puse la cinta en el reproductor para comprobar que estaba virgen, que no había sido grabada, que sólo me había llevado una carátula de la película, por la que había pagado no sé si unos catorce o quince dólares. He de confesar que el timo me produjo cierta admiración. El tiempo pasa. Recibí alguna carta de alguien que me hizo de guía en Santiago de Cuba, pero nunca la contesté. Era un trozo de papel arrugado escrito a lápiz dentro de un sobrecito más pequeño de lo normal. Recuerdo que era un muchacho feo, poco maliciado todavía, que se llamaba Eliecer.




El cuento en sí

En cuanto llegaron las primas a casa me marché a dar un paseo. Iban a merendar y a ver una película. Dejé al pequeño durmiendo la siesta en su cuna de viaje. Mi mujer estaba segura de que se las arreglaría sola. En la calle llovía, pero era una lluvía muy diferente de la que salía en la pantalla. Con lo bien que llovía allí, en el rodaje de una serie televisiva habían fingido una lluvia torrencial muy poco creíble; eran más bien manguerazos de lluvia que caían entre la cámara y los personajes, sin que éstos apenas se mojaran. Me iba lloviendo por las mismas calles y plazas que había visto unos días antes en la tele como si fuesen las calles de una ciudad ficticia en los años previos a la guerra civil. He estado a punto de escribir nuestra guerra civil, pero una suerte de pudor me lo ha impedido. Me llovía sobre un paraguas publicitario, con las varillas tronchadas, como un arbusto roto. Iba pisando los charcos negros de la piedra reluciente. Iba pensando en el libro que acababa de leer mientras el pequeño se quedaba dormido en la siesta. En “Memorias del subdesarrollo” el protagonista lleva el diario de su extrañamiento dentro de la Revolución. Compré el libro la mañana del día de Nochebuena, 15 años después que la película que nunca pude ver. ¿Habrá algo en Youtube? Me acerqué a saludar a un amigo que tiene una especie de mueblería, como el protagonista del libro, y que se parece al actor que interpreta al Dr. House. Se trata de un negocio agradable, con elementos de decoración doméstica, pero también con complementos femeninos. En ese momento sonaba una música muy sugestiva y había una clienta. Mi amigo es muy atento. Le hizo el paquete con sumo cuidado y la tienda me pareció un lugar propicio para el coqueteo y la seducción, mientras afuera llovía de una manera sentimental, dulce. He de escribir un cuento sobre ello. Había subrayado una frase del texto, una que venía a decir algo así como que un hombre solo es algo impresionante, y muchos hombres juntos son algo deprimente. Llegué a la biblioteca y encontré la mesa de lectura de periódicos llena. Por fin se hizo un hueco y me pude sentar. No olía nada bien. Un espeso tufo a sudor agrio, ropa poco lavada y papel grasiento, todo empapado de humedad. Algunos dormitaban sobre las revistas. Se estaba bien allí. Era como una balsa, una nave a la deriva, dejada a su suerte por sus propios tripulantes. Pienso que las muchedumbres humanas más deprimentes de todas son las aficiones de los equipos de fútbol, los fans de un cantante de rock, aquellas en las que el fervor invade todos los resquicios corporales y síquicos. Aquel grupo de la biblioteca, sin embargo, era indiferente a cualquier entusiasmo, lo que me permitía sentirme conforme. Estuve leyendo un par de horas y luego volví a la calle, a la lluvia.



Epílogo

Hay títulos que tienen garantizada toda mi atención. Si llevan la palabra muerte, por ejemplo. Pertenezco a un grupo de lectores que se deja seducir por las tentaciones de la negación. No puedo pasar de largo sin ojear, por ejemplo, un volumen que se llame “El fabuloso mundo de nada”. “Memorias del subdesarrollo” cumple con esta condición para reclamar mi interés. El protagonista, autor del diario que es el libro, ha escrito algunos cuentos que se incorporan al final. En uno de ellos asiste como testigo mudo a la imposibilidad de entenderse, porque no comparten el mismo idioma, de un guagüero y un americano. El narrador no interviene, a pesar de ser el único de los presentes que los comprende a los dos. Después de una discusión en la que intervienen otros pasajeros alguien remata el final del cuento:
“-Nadie tiene la razón, todo el mundo está equivocado”.